jueves, diciembre 29, 2005
El hombre que no podía dejar de amar
No le cabía el corazón en el pecho, por más que intentara tapárselo para pasar desapercibio entre la multitud de ojos vanos y de promesas huecas de gente demasiado obstusa para entenderle.
sábado, diciembre 24, 2005
Sueño de una noche incierta
Aquel sueño en la que mis manos se abrieron repletas
De trémula carne de mujer bajo la luna de duelo
De una luna en tierra extraña y en lengua ajena
Se tornó en pesadilla cuando el frío viento alborotó mi pelo
Cuando las horas se vuelven días y los segundos cuevas
Cuevas donde seguir enterrando
Donde enterrar y cavar miserias
Profundo, profundo, ahondando
Hasta los confines de la tierra
Sueño que navego a través de ti
And my petrified eyes can’t follow the wind
Y me lamento de la escarcha en mi pelo aún joven
Del paso en mareas ajenas de los años perdidos
Persiguiendo dulces prohibidos
En joyas carnales que no caben en sobres
Soñé que surco tu piel y muerdo allá donde poso mi boca
Que hueles y sabes a pan de leche bajo mis ojos
Mis ojos, que hoy secan las lágrimas de la derrota
Con áspera y negra tintura de yodo
Sueño que sueño de nuevo con mi sueño de siempre
Que despierto en ese sueño eterno
Para no volver a soñar jamás.
Para siempre soñarte
De trémula carne de mujer bajo la luna de duelo
De una luna en tierra extraña y en lengua ajena
Se tornó en pesadilla cuando el frío viento alborotó mi pelo
Cuando las horas se vuelven días y los segundos cuevas
Cuevas donde seguir enterrando
Donde enterrar y cavar miserias
Profundo, profundo, ahondando
Hasta los confines de la tierra
Sueño que navego a través de ti
And my petrified eyes can’t follow the wind
Y me lamento de la escarcha en mi pelo aún joven
Del paso en mareas ajenas de los años perdidos
Persiguiendo dulces prohibidos
En joyas carnales que no caben en sobres
Soñé que surco tu piel y muerdo allá donde poso mi boca
Que hueles y sabes a pan de leche bajo mis ojos
Mis ojos, que hoy secan las lágrimas de la derrota
Con áspera y negra tintura de yodo
Sueño que sueño de nuevo con mi sueño de siempre
Que despierto en ese sueño eterno
Para no volver a soñar jamás.
Para siempre soñarte
Cayetano Gea Martín
miércoles, diciembre 21, 2005
Carta al Hacedor (con permiso de Mariel)
Hoy alzo esta plegaria hacia ti, Supremo Hacedor. No sé si esta es la dirección correcta, si te llegará la misiva o la destruirás con gracia eterna antes de siquiera leerla. Como bien sabes, tus designios son inescrutables.
No sé por dónde empezar, ya que ni siquiera creo que existas, de ahí las dificultades que hemos tenido siempre para comunicarnos. Sumado al hecho de que nunca contestas mis cartas, las cartas que te he estado mandando estos años con agnóstica esperanza de respuesta.
En fin, quiero decirte que creo que tu existencia (aunque sea en la imaginación de algunos; que cada palo aguante su vela) es una tara para la humanidad, una esclavitud. No te ofendas. No lo digo con esa intención, bien lo sabes Tú. Sólo digo que las personas están acostumbradas a escudarse en ti cuando las cosas se tuercen, cuando sufren ellos u otros, o lo que es peor, cuando necesitan justificar sus malas acciones. Creo que deberías desaparecer del todo, eliminar tu influencia y permitir que la gente valore más esta vida porque, amigo, creo que es la única.
Ahora debo regañarte, aunque sé que no estás acostumbrado a ello. ¿Cómo dejaste que hicieran sufrir a tu chaval durante varios días? Deberían quitarte el carnet de padre, tío. Y lo que es más, si permitiste que le ocurriera eso, ¿qué no harías con nosotros?
Repito, no sé si te llegará esta carta. Creo que te salió tan mal la creación de la raza humana (no hay más que vernos recién levantados) que has tirado la toalla y huido a algún lejano plano existencial. Eso no se puede hacer, macho. Si la cagas, apechugas. Claro que si realmente estamos hechos a tu imagen y semejanza, lógico que fracases y te rindas: serás como nosotros pero omnipotente… Sólo de pensarlo me entra pavor.
Nada más, me despido de ti. No te mandaré más cartas hasta que decidas contestar las mías. Si no lo haces, tendré que dar por hecho que no existes. Creo que es mejor, eso sí, que no aparezcas. Porque si apareces después de todo lo que has hecho (o no hecho), joder, alguien debería pedirte explicaciones.
No sé por dónde empezar, ya que ni siquiera creo que existas, de ahí las dificultades que hemos tenido siempre para comunicarnos. Sumado al hecho de que nunca contestas mis cartas, las cartas que te he estado mandando estos años con agnóstica esperanza de respuesta.
En fin, quiero decirte que creo que tu existencia (aunque sea en la imaginación de algunos; que cada palo aguante su vela) es una tara para la humanidad, una esclavitud. No te ofendas. No lo digo con esa intención, bien lo sabes Tú. Sólo digo que las personas están acostumbradas a escudarse en ti cuando las cosas se tuercen, cuando sufren ellos u otros, o lo que es peor, cuando necesitan justificar sus malas acciones. Creo que deberías desaparecer del todo, eliminar tu influencia y permitir que la gente valore más esta vida porque, amigo, creo que es la única.
Ahora debo regañarte, aunque sé que no estás acostumbrado a ello. ¿Cómo dejaste que hicieran sufrir a tu chaval durante varios días? Deberían quitarte el carnet de padre, tío. Y lo que es más, si permitiste que le ocurriera eso, ¿qué no harías con nosotros?
Repito, no sé si te llegará esta carta. Creo que te salió tan mal la creación de la raza humana (no hay más que vernos recién levantados) que has tirado la toalla y huido a algún lejano plano existencial. Eso no se puede hacer, macho. Si la cagas, apechugas. Claro que si realmente estamos hechos a tu imagen y semejanza, lógico que fracases y te rindas: serás como nosotros pero omnipotente… Sólo de pensarlo me entra pavor.
Nada más, me despido de ti. No te mandaré más cartas hasta que decidas contestar las mías. Si no lo haces, tendré que dar por hecho que no existes. Creo que es mejor, eso sí, que no aparezcas. Porque si apareces después de todo lo que has hecho (o no hecho), joder, alguien debería pedirte explicaciones.
Cayetano Gea Martín
sábado, diciembre 17, 2005
Sentí
Entonces, lo ví
Inconfundible verde
Hermosa suerte
Posada sobre mí
Entonces, sentí
Flor de coral
Lengua de cristal
Alma de rubí
Entonces, sufrí
Vida para nunca verte
Muerte para siempre
Calvario sin fin
Entonces, creí
Grisáceos reflejos
Lucha de espejos
Mar de alelí
Al final, comprendí
Que el fasto oropel
Que me iluminó
No era si no
El reflejo cruel
De una vida sin ti
Inconfundible verde
Hermosa suerte
Posada sobre mí
Entonces, sentí
Flor de coral
Lengua de cristal
Alma de rubí
Entonces, sufrí
Vida para nunca verte
Muerte para siempre
Calvario sin fin
Entonces, creí
Grisáceos reflejos
Lucha de espejos
Mar de alelí
Al final, comprendí
Que el fasto oropel
Que me iluminó
No era si no
El reflejo cruel
De una vida sin ti
Cayetano Gea Martín
domingo, diciembre 11, 2005
Pierradas IV
Sin noticias de Pierre
Los meses siguientes de la partida de Pierre Menard fueron especialmente duros para mí. Acostumbrado a su presencia constante en mi hogar, y a pesar de las amargas quejas de mi esposa ante tan prolongadas estancias, puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás gocé de más digno huésped, maestro y amigo. Por tanto, no ha de extrañar a sus lectores, a los cuales me dirijo en esta ocasión, que añorara tanto su presencia, su conversación y sus gloriosas meteduras de pata. Sí, Pierre había transformado en arte el errar en el momento más inoportuno. Te hacía recordar que, por intrascendente que fuera tu vida, siempre había alguien en peor plano existencial.
Pierre está a la vuelta de la esquina
Cierto triste día de otoño, unos ocho meses después de la partida de Monsieur Menard, descubrí una vieja librería oculta entre el mar de callejones de París. Mientras buscaba alguna edición antigua de poemas de Jean Crèveux (en concreto, la limitada edición de 1878 de la Editorial Les Guilmès), contemplé fascinado el rostro del librero. Éste era un calco exacto del de Pierre. El parecido era tal, que no dudé ni un instante en pensar que mi venerado maestro se hallaba frente a mí. Con una sonrisa que delataba su identidad, el presunto librero me tendió una mano que asustaba de lo sucia que estaba (más de lo que es de por sí común entre franceses), tal y como Menard acostumbraba a llevarlas ambas. En aquel momento, y temiendo que mi mano se derritiera dentro de la suya, me dijo: “Sí, soy yo, viejo amigo. Soy Pierre Menard y usted acaba de desbaratarlo todo”.
Madame Flaucart
Como es lógico, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a mi amigo perdido oculto bajo la modesta apariencia de librero. El diálogo que mantuvimos fue largo y tedioso. Baste aquí decir, a modo de praxis, que Pierre había pasado más de doscientos días oculto de aquella guisa para intentar esquivar las temibles garras de Monsieur LeJanò, carnicero por oficio y marido de Madame Flaucart, con la cual mi querido amigo estuvo manteniendo un apasionado affaire durante casi todo el tiempo de su misteriosa desaparición. Sorprendido ante tamaña revelación, le pregunté a Menard cómo era posible que se hubiera dejado enredar en un asunto de faldas (él siempre alardeaba de estar por encima de bajas pasiones y de instintos carnales). “Ah, amigo mío”, me comentó a queda voz “opináis así porque no conocéis a Madame Flaucart”. Le rogué que me aclarara, aunque fuera someramente, qué tenía esa gentil dama de especial. Entonces, con una expresión en su infortunado rostro mezcla de lujuria, miedo y adicción, Pierre me susurró al oído: “Ella es un aleph”...
Los meses siguientes de la partida de Pierre Menard fueron especialmente duros para mí. Acostumbrado a su presencia constante en mi hogar, y a pesar de las amargas quejas de mi esposa ante tan prolongadas estancias, puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás gocé de más digno huésped, maestro y amigo. Por tanto, no ha de extrañar a sus lectores, a los cuales me dirijo en esta ocasión, que añorara tanto su presencia, su conversación y sus gloriosas meteduras de pata. Sí, Pierre había transformado en arte el errar en el momento más inoportuno. Te hacía recordar que, por intrascendente que fuera tu vida, siempre había alguien en peor plano existencial.
Pierre está a la vuelta de la esquina
Cierto triste día de otoño, unos ocho meses después de la partida de Monsieur Menard, descubrí una vieja librería oculta entre el mar de callejones de París. Mientras buscaba alguna edición antigua de poemas de Jean Crèveux (en concreto, la limitada edición de 1878 de la Editorial Les Guilmès), contemplé fascinado el rostro del librero. Éste era un calco exacto del de Pierre. El parecido era tal, que no dudé ni un instante en pensar que mi venerado maestro se hallaba frente a mí. Con una sonrisa que delataba su identidad, el presunto librero me tendió una mano que asustaba de lo sucia que estaba (más de lo que es de por sí común entre franceses), tal y como Menard acostumbraba a llevarlas ambas. En aquel momento, y temiendo que mi mano se derritiera dentro de la suya, me dijo: “Sí, soy yo, viejo amigo. Soy Pierre Menard y usted acaba de desbaratarlo todo”.
Madame Flaucart
Como es lógico, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a mi amigo perdido oculto bajo la modesta apariencia de librero. El diálogo que mantuvimos fue largo y tedioso. Baste aquí decir, a modo de praxis, que Pierre había pasado más de doscientos días oculto de aquella guisa para intentar esquivar las temibles garras de Monsieur LeJanò, carnicero por oficio y marido de Madame Flaucart, con la cual mi querido amigo estuvo manteniendo un apasionado affaire durante casi todo el tiempo de su misteriosa desaparición. Sorprendido ante tamaña revelación, le pregunté a Menard cómo era posible que se hubiera dejado enredar en un asunto de faldas (él siempre alardeaba de estar por encima de bajas pasiones y de instintos carnales). “Ah, amigo mío”, me comentó a queda voz “opináis así porque no conocéis a Madame Flaucart”. Le rogué que me aclarara, aunque fuera someramente, qué tenía esa gentil dama de especial. Entonces, con una expresión en su infortunado rostro mezcla de lujuria, miedo y adicción, Pierre me susurró al oído: “Ella es un aleph”...
Cayetano Gea Martín
jueves, diciembre 08, 2005
SOLEDAD
Soledad, crueldad teñida de gris indiferencia
Noche de camas vacías y sepulcros tribales
De sábanas incómodas, sin coherencia
De cuerpos errantes en almas terminales
Soledad, gris compañera de derrotas
Que arrastro con infame voluntad ilusa
¡Alborada de callejuelas rotas!
¡Señuelo de páginas inconclusas!
Soledad, perdida entre fúnebres restos
Que me haces maldecir y jurar a gritos
Contra mi falaz destino auto impuesto
De andar solo, envuelto en solitarios ritos
¡Soledad, malvado y platónico azar!
Este marchito corazón
Que sigue incapaz de amar
Te sigue entregando su amor
Noche de camas vacías y sepulcros tribales
De sábanas incómodas, sin coherencia
De cuerpos errantes en almas terminales
Soledad, gris compañera de derrotas
Que arrastro con infame voluntad ilusa
¡Alborada de callejuelas rotas!
¡Señuelo de páginas inconclusas!
Soledad, perdida entre fúnebres restos
Que me haces maldecir y jurar a gritos
Contra mi falaz destino auto impuesto
De andar solo, envuelto en solitarios ritos
¡Soledad, malvado y platónico azar!
Este marchito corazón
Que sigue incapaz de amar
Te sigue entregando su amor
Cayetano Gea Martín
martes, diciembre 06, 2005
A propósito de EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS (Dino Buzzati)
Cuando Dino Buzzati (1906-1972) escribió El desierto de los tártaros, poco se podía imaginar que se convertiría en su novela más afamada.
Este inquieto autor italiano, oriundo de Belluno, había publicado dos novelas cortas anteriormente (Bàrnabo delle montagne y Il segreto del Bosco Vecchio), pero sólo a raíz de la publicación en 1940 del presente libro alcanzó su nombre fama y talla mundial.
Autor poco conocido en España por el público general, en Italia y en el resto de Europa es una figura clave de nuestro pasado siglo, siendo sus máximas la calidad literaria de sus textos, los permanentes trasfondos de preocupación (evocados mediante largas esperas y pesimismo), la intachable ética y el lenguaje de prosa poética que desarrolla siempre admirablemente.
Recuerdo que me acerqué a El desierto de los tártaros porque éste aparecía como uno de los libros recomendados en la Biblioteca personal de Borges, donde el genio argentino se deshacía en halagos hacia el autor y su obra. También recuerdo como dicho libro acaparó toda mi atención desde la primera página, desde el primer párrafo:
"Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino".
La imagen, pues, no puede ser más impactante: Un joven oficial destinado a una fortaleza fronteriza fea y deprimente, perdida en lo más alto de las montañas. Detrás de ésta y de la cordillera, se extiende el desierto de los tártaros, cuya incierta amenaza paraliza la vida de los habitantes de la fortaleza, siempre a la espera (durante décadas) de que se produzca aquello que daría sentido a su permanencia allí: un ataque por parte de los tártaros, una eterna calma antes de la tormenta.
Desde aquí, contemplaremos fascinados a la larga espera que sumirá a Drogo en una resignación progresiva, en una frustración ante lo abandonado, el tiempo perdido, los inocuos intentos de carpe diem y el incierto porvenir. Mientras, Drogo desplegará para nosotros una serie de terribles enseñanzas sobre la vida, la libertad, la existencia, el paso de los años y el ir aceptando nuestros propios barrotes, nuestros sueños perdidos.
Existen múltiples ediciones del libro. Las dos más conocidas son la que ofrece Gadir (18 €), y la de Alianza Editorial (7 €), en formato bolsillo. La edición de Gadir, aunque bastante más cara, es en formato de tapa dura y cuenta, cómo no, con un imprescindible prólogo de Borges.
Y para terminar, transcribo aquí este fragmento que para mí resume el estilo literario del autor italiano. Leedlo con atención y saboread cada palabra:
"Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo le asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche (oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría tenido ganas de dormir), precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha".
Este inquieto autor italiano, oriundo de Belluno, había publicado dos novelas cortas anteriormente (Bàrnabo delle montagne y Il segreto del Bosco Vecchio), pero sólo a raíz de la publicación en 1940 del presente libro alcanzó su nombre fama y talla mundial.
Autor poco conocido en España por el público general, en Italia y en el resto de Europa es una figura clave de nuestro pasado siglo, siendo sus máximas la calidad literaria de sus textos, los permanentes trasfondos de preocupación (evocados mediante largas esperas y pesimismo), la intachable ética y el lenguaje de prosa poética que desarrolla siempre admirablemente.
Recuerdo que me acerqué a El desierto de los tártaros porque éste aparecía como uno de los libros recomendados en la Biblioteca personal de Borges, donde el genio argentino se deshacía en halagos hacia el autor y su obra. También recuerdo como dicho libro acaparó toda mi atención desde la primera página, desde el primer párrafo:
"Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino".
La imagen, pues, no puede ser más impactante: Un joven oficial destinado a una fortaleza fronteriza fea y deprimente, perdida en lo más alto de las montañas. Detrás de ésta y de la cordillera, se extiende el desierto de los tártaros, cuya incierta amenaza paraliza la vida de los habitantes de la fortaleza, siempre a la espera (durante décadas) de que se produzca aquello que daría sentido a su permanencia allí: un ataque por parte de los tártaros, una eterna calma antes de la tormenta.
Desde aquí, contemplaremos fascinados a la larga espera que sumirá a Drogo en una resignación progresiva, en una frustración ante lo abandonado, el tiempo perdido, los inocuos intentos de carpe diem y el incierto porvenir. Mientras, Drogo desplegará para nosotros una serie de terribles enseñanzas sobre la vida, la libertad, la existencia, el paso de los años y el ir aceptando nuestros propios barrotes, nuestros sueños perdidos.
Existen múltiples ediciones del libro. Las dos más conocidas son la que ofrece Gadir (18 €), y la de Alianza Editorial (7 €), en formato bolsillo. La edición de Gadir, aunque bastante más cara, es en formato de tapa dura y cuenta, cómo no, con un imprescindible prólogo de Borges.
Y para terminar, transcribo aquí este fragmento que para mí resume el estilo literario del autor italiano. Leedlo con atención y saboread cada palabra:
"Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo le asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche (oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría tenido ganas de dormir), precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha".
Cayetano Gea Martín
sábado, diciembre 03, 2005
El rebelde
No me ha visto.
El detective de policía no me ha visto.
Puedo observarlo a través del telón gris de mis gafas de sol con cara de confusión, de perplejidad, de niño perdido. Puedo ver cómo registra con incredulidad todo el autobús sin dar conmigo, a pesar de que me tiene delante de sus narices.
Creo que me he vuelto invisible. Creo que soy invisible a ellos desde que me escapé, desde que decidí huir. No pueden verme, ¡no pueden verme! Y ahora soy libre, libre para empezar de cero lejos, muy lejos, todo lo lejos que pueda escapar de sus garras…
Una mano. Una mano se posa sobre mi hombro. La mano del detective. Me mira. Me reconoce. Me pide que me levante. Forcejeo. Intento zafarme. Me golpea en la cabeza. Caigo al suelo. Me duele la cabeza. Me desmayo.
Abro los ojos para contemplar el gris interior de un furgón policial. Las calles mojadas se abren para nosotros, qué honor. Los edificios, monótonos como cajas de zapatos, nos saludan desde las grises cornisas.
El furgón para en un portal cualquiera de una calle cualquiera de cualquier ciudad. Creo que voy a vomitar sobre mis zapatos. Me alzan y me resisto con poca convicción. Ni los policías se lo creen. El detective vuelca sobre mí un último vistazo triunfal antes de desaparecer entre bambalinas. No le volveré a ver. No me entristece. Curiosamente, tampoco me alegra en demasía.
Dos policías clónicos me escoltan hasta un apartamento cualquiera.
El apartamento es idéntico a todos: cocina, salita, baño y dormitorio, sin florituras. Las ventanas sin cortinas semejan ojos de pez que restallan contra la tormenta de fuera. El apartamento parece oscilar como un barco a la deriva. Me mareo y vuelven las náuseas. Vomito sobre el suelo de linóleo.
Los policías me desnudan y me embuten en un pantalón corto, una camiseta blanca de tirantes y unas zapatillas de andar por casa.
Me sientan en el confortable sillón de la sala de estar. Encienden la televisión y me alargan el mando a distancia. Mientras un agente me acerca de la nevera una cerveza, el otro deposita sobre mi regazo un cuenco con patatas fritas.
Acto seguido, se van. Y cierran la puerta. Oigo cómo bajan las escaleras, cómo suben en la furgoneta, arrancan y desaparecen de mi vida.
Estoy solo.
Solo.
Puedo volver a huir.
Puedo levantarme y huir.
Sólo tengo que moverme, y huir.
Entre yo y la libertad, sólo tengo doscientos canales vía satélite.
Puedo huir, si quiero.
Y cuando quiera.
Eh, este canal de viajes no está mal.
Puedo huir.
Quizá mañana.
Siempre puedo huir.
Cambio al canal de cocina.
El detective de policía no me ha visto.
Puedo observarlo a través del telón gris de mis gafas de sol con cara de confusión, de perplejidad, de niño perdido. Puedo ver cómo registra con incredulidad todo el autobús sin dar conmigo, a pesar de que me tiene delante de sus narices.
Creo que me he vuelto invisible. Creo que soy invisible a ellos desde que me escapé, desde que decidí huir. No pueden verme, ¡no pueden verme! Y ahora soy libre, libre para empezar de cero lejos, muy lejos, todo lo lejos que pueda escapar de sus garras…
Una mano. Una mano se posa sobre mi hombro. La mano del detective. Me mira. Me reconoce. Me pide que me levante. Forcejeo. Intento zafarme. Me golpea en la cabeza. Caigo al suelo. Me duele la cabeza. Me desmayo.
Abro los ojos para contemplar el gris interior de un furgón policial. Las calles mojadas se abren para nosotros, qué honor. Los edificios, monótonos como cajas de zapatos, nos saludan desde las grises cornisas.
El furgón para en un portal cualquiera de una calle cualquiera de cualquier ciudad. Creo que voy a vomitar sobre mis zapatos. Me alzan y me resisto con poca convicción. Ni los policías se lo creen. El detective vuelca sobre mí un último vistazo triunfal antes de desaparecer entre bambalinas. No le volveré a ver. No me entristece. Curiosamente, tampoco me alegra en demasía.
Dos policías clónicos me escoltan hasta un apartamento cualquiera.
El apartamento es idéntico a todos: cocina, salita, baño y dormitorio, sin florituras. Las ventanas sin cortinas semejan ojos de pez que restallan contra la tormenta de fuera. El apartamento parece oscilar como un barco a la deriva. Me mareo y vuelven las náuseas. Vomito sobre el suelo de linóleo.
Los policías me desnudan y me embuten en un pantalón corto, una camiseta blanca de tirantes y unas zapatillas de andar por casa.
Me sientan en el confortable sillón de la sala de estar. Encienden la televisión y me alargan el mando a distancia. Mientras un agente me acerca de la nevera una cerveza, el otro deposita sobre mi regazo un cuenco con patatas fritas.
Acto seguido, se van. Y cierran la puerta. Oigo cómo bajan las escaleras, cómo suben en la furgoneta, arrancan y desaparecen de mi vida.
Estoy solo.
Solo.
Puedo volver a huir.
Puedo levantarme y huir.
Sólo tengo que moverme, y huir.
Entre yo y la libertad, sólo tengo doscientos canales vía satélite.
Puedo huir, si quiero.
Y cuando quiera.
Eh, este canal de viajes no está mal.
Puedo huir.
Quizá mañana.
Siempre puedo huir.
Cambio al canal de cocina.
Cayetano Gea Martín
jueves, diciembre 01, 2005
martes, noviembre 29, 2005
Somos
Somos un poder grande, una fuerza de la naturaleza. Nuestra voz es el canto del viento, que poderoso vuela contracorriente, no acepta las mentiras dogmáticas ni los evocadores cantos de sirena que proclaman aquellos tuyos que nos llaman imbéciles en nuestros propios rostros.
Somos la calma antes de la tormenta, el silencio magnético que precede a la batalla. Nuestros nombres están escritos a fuego en tu inmaculado libro de registros, ése que utilizas con firme mano diestra mientras tu secretaria por horas completa su jornada laboral de rodillas por debajo de tu barriga.
Somos tu miedo de medianoche, la pesadilla en la que temes despertar. Nuestro corazón sufre en mal pagado silencio los embates de tu injusticia, de tus codiciosas ansias de poder, de tus barriles y tus dólares, de tus brillantes ciudades, de tus engrasadas armas.
Somos los que no nos callamos ante tus atrocidades. Somos los auténticos representantes ilegales de aquellos a los que marginas, asesinas, robas, violas, humillas, mutilas, denigras o encierras en campos de concentración con uniformes naranjas.
Somos los que te derrocaremos algún día. No somos violentos. No somos asesinos. No te pondremos la soga al cuello. Pero acabaremos convenciéndote para que te suicides. Y aplaudiremos tu noble gesto.
Somos, existimos, somos. Y no podrás silenciarnos a todos.
All your tyrant dreams will fall
We’ll rise from the ashes
And wait for the call
Against the masters
Kay Hansen – Strange World
Somos la calma antes de la tormenta, el silencio magnético que precede a la batalla. Nuestros nombres están escritos a fuego en tu inmaculado libro de registros, ése que utilizas con firme mano diestra mientras tu secretaria por horas completa su jornada laboral de rodillas por debajo de tu barriga.
Somos tu miedo de medianoche, la pesadilla en la que temes despertar. Nuestro corazón sufre en mal pagado silencio los embates de tu injusticia, de tus codiciosas ansias de poder, de tus barriles y tus dólares, de tus brillantes ciudades, de tus engrasadas armas.
Somos los que no nos callamos ante tus atrocidades. Somos los auténticos representantes ilegales de aquellos a los que marginas, asesinas, robas, violas, humillas, mutilas, denigras o encierras en campos de concentración con uniformes naranjas.
Somos los que te derrocaremos algún día. No somos violentos. No somos asesinos. No te pondremos la soga al cuello. Pero acabaremos convenciéndote para que te suicides. Y aplaudiremos tu noble gesto.
Somos, existimos, somos. Y no podrás silenciarnos a todos.
All your tyrant dreams will fall
We’ll rise from the ashes
And wait for the call
Against the masters
Kay Hansen – Strange World
Cayetano Gea Martín
sábado, noviembre 26, 2005
Buscando la redención a través de la bendita lujuria
Tres
Bellos
Momentos
Necesité
Para escalar
Con alevosía
Y cálida porfía
Tu oscuro cuerpo lunar
Tenebrosa cual luna nueva
Se abren tus pétalos de par en par
Y comienzo rápido a devorar
Todo rincón en tu carne morena
Buscando la redención a través de la bendita lujuria
Me nublo por los placeres desbocados
Que tu cuerpo cimbreante produce
Cinco sentidos extrapolados
Ajenos brillan y relucen
Se me empapan melosos
Los ojos y la nariz
Mi rostro ansioso
Vuela hacia ti
E implosiono
Y acabo
¡Llego!
Fin
Bellos
Momentos
Necesité
Para escalar
Con alevosía
Y cálida porfía
Tu oscuro cuerpo lunar
Tenebrosa cual luna nueva
Se abren tus pétalos de par en par
Y comienzo rápido a devorar
Todo rincón en tu carne morena
Buscando la redención a través de la bendita lujuria
Me nublo por los placeres desbocados
Que tu cuerpo cimbreante produce
Cinco sentidos extrapolados
Ajenos brillan y relucen
Se me empapan melosos
Los ojos y la nariz
Mi rostro ansioso
Vuela hacia ti
E implosiono
Y acabo
¡Llego!
Fin
Cayetano Gea Martín
jueves, noviembre 24, 2005
AKELARRE (malo pero sentido homenaje al gurú del Rock)
Camino con las manos en los bolsillos y el cigarrillo posado en mis labios que me hace toser y bizquear a causa del humo. Oteo a mi alrededor, intentando atrapar miradas de anhelo y acople tatuadas en los jóvenes rostros femeninos, en sus ojos pintados de panteras adolescentes. Como siempre, lo que observo es desdén y cierta invisibilidad, como si no existiera. Ya ni frustración siento, tan acostumbrado estoy. A mis dieciocho años, todos los sábados me parecen iguales, todos los rostros femeninos el mismo, su desdén idéntico. O eso creo. No se puede estar seguro. ¡Ojalá el mundo fuera como en las películas de madrugada del Canal 7!
Camino por el céntrico barrio de Argüelles con destino fijo. Mi ángel me recuerda que el examen de Selectividad está a sólo dos semanas de convertirse en una dolorosa experiencia empírica que sentiré sobre mis propias carnes. También, de paso, me comenta que no tengo nada planeado para después, que mi destino no existe si no lo forjo, y que detrás de este verano, el último verano libre, las tierras baldías ocuparán todo el horizonte. Mi demonio vuelve a llenarme el coco con agradables pensamientos narcóticos, tales como el lugar hacia donde me llevan mis pasos, mi cercano cumpleaños, el nuevo número de Spawn que duerme en mi mochila, cuándo coño saldrá el próximo disco de Stratovarius y los rumores que me van llegando acerca de la nueva trilogía de Star Wars que están rodando.
Mis pasos me llevan hacia cierto lugar conocido desde hace ya un par de años, quizá más. Allí he quedado con mi bien nutrido grupo de amigos, todos ellos amantes como yo, del mismo tipo de música que descubrí tiempo ya, cuando en casa de uno de ellos escuché el tema ‘Rebellion in Dreamland’ del grupo alemán Gamma Ray y vi la luz. Tuve entonces lo que después, a base de leer mucho, he conocido que se denomina epifanía, que suena mucho más importante y menos católico que revelación.
Es por ello que amo el lugar al que voy, a ese templo pagano cuyo sumo sacerdote es una especie de gurú, de guía espiritual. En su haber se halla la mayor colección de música cañera que vieran los siglos. Cientos, qué digo cientos, miles de compactos se agolpan unos contra otros deseando ser escogidos por la sabiduría popular del mayor y mejor pincha discos de rock que ha conocido esta ciudad impía (y parte de La Mancha): Jose.
Ya estoy llegando. Atravieso la marea de niñatos borrachos y me planto en la puerta del garito. Qué digo garito. El cielo, éso es lo que es. Con paso decidido, cruzo el umbral y entro en el Akelarre…
Cayetano Gea Martín
lunes, noviembre 21, 2005
Luna
Madre Selene de argentadas alas
Cara de cráter sobre el cielo azul oscuro
Iluminas la escarcha, aura de plata
Apagas la noche, cáliz de arrebol puro
Generosidad no es lo que te falta, Madre
Ni terror a la muerte que lastre tus pasos
De soledad se intenta vestir mi carne
Cuando te vas en pos de otros astros
Aquella noche de vuelta y de hambre de duelo
Desandaba el camino cuando oí tu canto
Alcé mi rostro trémulo contra el frío cielo
¡Y allí estabas, madre de arrecifes blancos!
Apresabas la noche que se extendía a placer
A tu alrededor, sin saber bien, lastre invernal,
Si comenzar a morir o empezar a nacer
O dejar paso a tu gélido rostro inmortal
¿Cómo debe ser, te pregunto, madre
Ser tú allí arriba y contemplarme?
Tus ojos tristes de mares de piedra
Me observan y se burlan de mi medra
De mi levedad, de la muerte carmesí
Que se esconde certera detrás de ti
Cara de cráter sobre el cielo azul oscuro
Iluminas la escarcha, aura de plata
Apagas la noche, cáliz de arrebol puro
Generosidad no es lo que te falta, Madre
Ni terror a la muerte que lastre tus pasos
De soledad se intenta vestir mi carne
Cuando te vas en pos de otros astros
Aquella noche de vuelta y de hambre de duelo
Desandaba el camino cuando oí tu canto
Alcé mi rostro trémulo contra el frío cielo
¡Y allí estabas, madre de arrecifes blancos!
Apresabas la noche que se extendía a placer
A tu alrededor, sin saber bien, lastre invernal,
Si comenzar a morir o empezar a nacer
O dejar paso a tu gélido rostro inmortal
¿Cómo debe ser, te pregunto, madre
Ser tú allí arriba y contemplarme?
Tus ojos tristes de mares de piedra
Me observan y se burlan de mi medra
De mi levedad, de la muerte carmesí
Que se esconde certera detrás de ti
Cayetano Gea Martín
viernes, noviembre 18, 2005
SEMPER AETERNA
A diferencia de Borges, yo no me senté en un banco a esperar a mi yo futuro, y viceversa, sino que el futuro se dibujó ante mí en forma de mujer, como siempre sospeché que se presentaría mi destino y mis años por venir.
Mientras, acodado en un banco del Paseo del Prado, me asomaba por cuarta vez a la fatalidad que se esconde tras las imposibles dramaturgias de Maurice Maeterlinck, la ví, la ví antes mí, y quedé perdidamente enamorado de ella.
Era de una belleza nórdica deslumbrante, Embla indomable, madre de Midgard, y de origen suomi, como me reveló después. Su pelo de heno refulgía entre lisos bucles contra la fría luz de noviembre. La Venus indómita, ‘Virgin Mary undone’, que se acercaba hacia mí gozaba de líneas y curvas que hubieran hecho enloquecer al más habilidoso de los escultores, al resto de los hombres y sospecho que a un nutrido número de mujeres.
La diosa se situó ante mí, su pubis demasiado cercano a la altura de la cara para lo que aconsejaba el decoro. Tampoco creo que el decoro hubiera aprobado que yo contemplara sus pantalones vaqueros con tanto detenimiento y devoción como lo hice. Con un suave pero imperatorio gesto me arrebató el libro y lo contempló con juguetón detenimiento. En sus ojos azules se reflejaba la portada. -Es… es un simbolista belga-, me atreví a farfullar, sin saber bien qué decir. Sus ojos de aquel color (color de mar, de bombardero) me miraron y diseccionaron mi alma y mis deseos ocultos. Después, se acercó hasta que pude notar el perfume del aliento de su boca, y creí morir medio embriagado del koskenkorva de su voz, cuando me susurró al oído: -Minä lukea jo, batty-. Después, me desmayé, y soñé con las Eddas.
Desperté a su lado, en un apartamento de Helsinki desde el que se veía el monumento a Sibelius.
Allí sigo hoy, tres años después (aunque no sé si he soñado estos últimos mil días), deseando que esta sensación sea siempre eterna.
Cayetano Gea Martín
martes, noviembre 15, 2005
¿De nuevo?
Acobardado entre el silencio y la muerte,
acodado sin vida entre despojos,
veo, veo, veo, la fatal autocomplacencia de tenerte
entre dedos muertos, fatuos, rojos.
Acojonado, en un rincón oscuro y de mares tenebrosos,
y acostumbrado ya a tu hueco,
de nuevo hablas, de nuevo, la locura y el dolor perezosos
se asoman raudos de nuevo.
De nuevo, de nuevo, ¿dudaré? Ya no, alma de velo.
Ya no, cruel animal bicéfalo.
Ya no te espero desflorando madrugadas de duelo:
la margarita sin pétalos
yace muerta de frío sepulcral entre mis dedos
Cayetano Gea Martín
lunes, noviembre 14, 2005
Rebirth (king of a thousand tears)
Extendiendo mis alas de cristal por octava vez, creo
(siempre tántrico y keatsiano número ocho, maldición)
Comienzo de nuevo a ver, a ver, a nacer del seno
de una madre que medra entre amaneceres de níveas polillas
Reinventando el color de las cosas sencillas
(si lo sencillo es un viaje astral a Hiperión)
Veo tu rostro como una esperanza de semillas
y a los esqueletos de mi armario desapareciendo
Renombrando a las paredes por su triste nombre de sentimientos
(las paredes de ojos borgianos como tigres ante el cristal)
Me alzo sobre los santos cuerpos de aquellos cientos
que siempre me han amado y me han izado a la tierra
Recalibrando mi mente con esperanzas nuevas
(Fiodor lo definió mejor que nadie al describir mi mal)
Abandono los crímenes pasados y las infinitas eras
De suicidios, suicidios y la rueda de Dharma girando y girando.
Replantando flores de corona funeraria que me negaron
(la corona que corona la corona tártara de Dino Buzzati)
Nazco de nuevo, igual de torpe, pero, como perro apaleado
más rápido a la hora de esquivar tus criminales golpes.
Tus criminales golpes, ¡oh vida, vida!
Vida amada y temida, de dolor, dolor, dolor…
¡De incertidumbre eterna y de eternidad incierta!
A leader, a learner
(siempre tántrico y keatsiano número ocho, maldición)
Comienzo de nuevo a ver, a ver, a nacer del seno
de una madre que medra entre amaneceres de níveas polillas
Reinventando el color de las cosas sencillas
(si lo sencillo es un viaje astral a Hiperión)
Veo tu rostro como una esperanza de semillas
y a los esqueletos de mi armario desapareciendo
Renombrando a las paredes por su triste nombre de sentimientos
(las paredes de ojos borgianos como tigres ante el cristal)
Me alzo sobre los santos cuerpos de aquellos cientos
que siempre me han amado y me han izado a la tierra
Recalibrando mi mente con esperanzas nuevas
(Fiodor lo definió mejor que nadie al describir mi mal)
Abandono los crímenes pasados y las infinitas eras
De suicidios, suicidios y la rueda de Dharma girando y girando.
Replantando flores de corona funeraria que me negaron
(la corona que corona la corona tártara de Dino Buzzati)
Nazco de nuevo, igual de torpe, pero, como perro apaleado
más rápido a la hora de esquivar tus criminales golpes.
Tus criminales golpes, ¡oh vida, vida!
Vida amada y temida, de dolor, dolor, dolor…
¡De incertidumbre eterna y de eternidad incierta!
A leader, a learner
A lawful beginner
A lodger of lunacy
So lucid in a jungle
A helper, a sinner
A scarecrow's agonizing smile
Rafael Bittencourt - Rebirth
Rafael Bittencourt - Rebirth
Cayetano Gea Martín
domingo, octubre 30, 2005
Interludio
Exacto.
Cansado, aburrido y, por motivos ajenos a mi voluntad, asqueado de todo un poco, no tengo ni inventiva ni ganas de escribir nada, lo siento.
Volveré cuando me aclare un poco.
Cansado, aburrido y, por motivos ajenos a mi voluntad, asqueado de todo un poco, no tengo ni inventiva ni ganas de escribir nada, lo siento.
Volveré cuando me aclare un poco.
Cayetano Gea Martín
domingo, octubre 23, 2005
Zapatos nuevos
Zapatos nuevos o los cantos de sirena del capitalismo ibérico. Desde mi ventana nuevo soy capaz de ver la calle Alcalá en su glorioso primer tramo, antes de que el norte la confunda y ensucie. En esa zona donde la calle Sevilla muere y se une a la furiosa marea humana que va hacia allí, hacia allí, siempre en movimiento como el torrente sanguíneo, siempre viva, siempre la vida, vida, vida de esta ciudad a la que amo con toda mi alma.
Zapatos nuevos para un puesto de trabajo nuevo que me apasiona y que me derrota.
Zapatos nuevos para un puesto de trabajo nuevo que me apasiona y que me derrota.
Los placeres de la pobreza han vencido a mi burlada revolución
Enrique Bunbury - Los placeres de la pobreza
Cayetano Gea Martín
martes, octubre 18, 2005
A simple thought
I have only in my mind a simple thought:
I hate you, with all my single and childhood lost
I love you, with all my senses, body and mouth
My mouth, which says you that your are in my very soul
I’ve got just in mind a single thought:
I have wasted all this years in doubts
I’ve lost the fury of the summer’s leaves fall down
And all the past moments of bliss and anger
I have a simple thought and hope:
I have been waiting all my life for this moment
The moment where I will leave all the ivory masks
The moment I will have the courage
The courage to say you a single phrase
The moment to say I love you
Dedicado a Blue Star Hilda: porque sigas brillando bajo la estela del tigre. Y para que sólo sean santos los domingos que tú elijas tras la promesa de tus ojos de escorpión…
I hate you, with all my single and childhood lost
I love you, with all my senses, body and mouth
My mouth, which says you that your are in my very soul
I’ve got just in mind a single thought:
I have wasted all this years in doubts
I’ve lost the fury of the summer’s leaves fall down
And all the past moments of bliss and anger
I have a simple thought and hope:
I have been waiting all my life for this moment
The moment where I will leave all the ivory masks
The moment I will have the courage
The courage to say you a single phrase
The moment to say I love you
Dedicado a Blue Star Hilda: porque sigas brillando bajo la estela del tigre. Y para que sólo sean santos los domingos que tú elijas tras la promesa de tus ojos de escorpión…
Cayetano Gea Martín
domingo, octubre 16, 2005
La llegada
El silencio se convierte en el dueño y señor de mis pasos según asciendo. En estos momentos, lo agradezco con toda mi alma, ya que me procura una suerte de manto protector ante el cual cubrir mi llegada. Su significado, además, resulta de lo más revelador: ninguno de los vecinos se encuentra en este instante husmeando por las escaleras. Mejor.
Mientras subo, los hechos ulteriores flotan en mi cabeza. La vergüenza, la humillación que he pasado, es imperdonable. Es antinatural e inhumano. Ningún hombre debería verse en la situación en la que yo me veo, atado de pies y manos por unas leyes absurdas que nadie cumple y menos creen. La remembranza de dichos acontecimientos favorece mi determinación.
Llego hasta la puerta, hasta aquella puerta antaño ansiada y siempre afable, presagio de buenos momentos, de placeres cotidianos, de buena vida. Ahora, la puerta estaba cerrada para mí. Se me niega lo que era mío por derecho natural, por supremacía. No lo consentiré.
Afortunadamente, me hice a tiempo una copia de las dos llaves que abrían aquella puerta. Podría llamar, sí, y reclamar lo mío con la voz de la justicia, pero en este momento prefiero el subterfugio que, aunque sea hábito indecoroso, me dará la ventaja de la sorpresa.
Procurando hacer el menor ruido posible, hago funcionar las llaves y vuelvo a hollar aquel templo mío del que fui expulsado con ignominiosa injusticia. Que se prepare la sacerdotisa que en él mora gracias a mi dinero. Hoy, este dios es un dios colérico…
- Tenía usted razón, capitán. El muy imbécil volvería a intentarlo, a pesar de la orden de alejamiento que pesa sobre él.
- Por desgracia, cabo, los maltratadotes siempre vuelven a completar su obra. Y desafortunadamente, casi siempre lo consiguen.
No es anecdótico el número de mujeres muertas cada año. Pero otras, las desconocidas, llevarán su condena de forma perpetua, “hasta que la muerte nos separe”. Ni el más vil de los asesinos de este país sufre condena tan larga o tan cruel.
Begoña Román Pastor
Mientras subo, los hechos ulteriores flotan en mi cabeza. La vergüenza, la humillación que he pasado, es imperdonable. Es antinatural e inhumano. Ningún hombre debería verse en la situación en la que yo me veo, atado de pies y manos por unas leyes absurdas que nadie cumple y menos creen. La remembranza de dichos acontecimientos favorece mi determinación.
Llego hasta la puerta, hasta aquella puerta antaño ansiada y siempre afable, presagio de buenos momentos, de placeres cotidianos, de buena vida. Ahora, la puerta estaba cerrada para mí. Se me niega lo que era mío por derecho natural, por supremacía. No lo consentiré.
Afortunadamente, me hice a tiempo una copia de las dos llaves que abrían aquella puerta. Podría llamar, sí, y reclamar lo mío con la voz de la justicia, pero en este momento prefiero el subterfugio que, aunque sea hábito indecoroso, me dará la ventaja de la sorpresa.
Procurando hacer el menor ruido posible, hago funcionar las llaves y vuelvo a hollar aquel templo mío del que fui expulsado con ignominiosa injusticia. Que se prepare la sacerdotisa que en él mora gracias a mi dinero. Hoy, este dios es un dios colérico…
- Tenía usted razón, capitán. El muy imbécil volvería a intentarlo, a pesar de la orden de alejamiento que pesa sobre él.
- Por desgracia, cabo, los maltratadotes siempre vuelven a completar su obra. Y desafortunadamente, casi siempre lo consiguen.
No es anecdótico el número de mujeres muertas cada año. Pero otras, las desconocidas, llevarán su condena de forma perpetua, “hasta que la muerte nos separe”. Ni el más vil de los asesinos de este país sufre condena tan larga o tan cruel.
Begoña Román Pastor
Cayetano Gea Martín
jueves, octubre 13, 2005
Por un sueño
Por un sueño, por tu sueños, por tus ojos de perlas vírgenes.
Por un intento de comprensión, de eficaz derrota moral.
Por la arena de tu cuello que baja hasta mis dedos tristes.
Por un minuto de cálida cópula ininterrumpida y mortal.
Mi vida, doy mi vida y lo que en ella hay, menos que nada.
Por un sueño, por mi sueño de balanzas rotas y triste alborada.
Por las manos de muerte y desespero que acogotan mi destino.
Por encontrarte, quien quiera que seas, donde sea que vivas y mates.
Porque rompas la cuerda de mis sentimientos y me ahogues en rojo vino.
Y me des tu vida y lo que ella contiene, más que la suma de las partes.
Por un sueño perdido entre islas verdes y paraísos virginales.
Por la sangre marchita por broncos parnasos y encuentros.
Por tenerte aquí y ahora, quien quiera que seas, si acaso lo sabes.
Y enfrentarnos al borde del abismo en un cuerpo a cuerpo fiero.
Por un sueño de niño que sueña con envejecer en otros lugares.
Por este adulto que entregaría su alma por ser niño de nuevo.
Y recuperar la inocencia perdida entre calles mojadas y bares.
Por un sueño, por un anhelo de vida para darte.
No infinita, pero suficiente para mis objetivos terrenales.
Por un sueño te abandonaría para poder soñarte.
Por un intento de comprensión, de eficaz derrota moral.
Por la arena de tu cuello que baja hasta mis dedos tristes.
Por un minuto de cálida cópula ininterrumpida y mortal.
Mi vida, doy mi vida y lo que en ella hay, menos que nada.
Por un sueño, por mi sueño de balanzas rotas y triste alborada.
Por las manos de muerte y desespero que acogotan mi destino.
Por encontrarte, quien quiera que seas, donde sea que vivas y mates.
Porque rompas la cuerda de mis sentimientos y me ahogues en rojo vino.
Y me des tu vida y lo que ella contiene, más que la suma de las partes.
Por un sueño perdido entre islas verdes y paraísos virginales.
Por la sangre marchita por broncos parnasos y encuentros.
Por tenerte aquí y ahora, quien quiera que seas, si acaso lo sabes.
Y enfrentarnos al borde del abismo en un cuerpo a cuerpo fiero.
Por un sueño de niño que sueña con envejecer en otros lugares.
Por este adulto que entregaría su alma por ser niño de nuevo.
Y recuperar la inocencia perdida entre calles mojadas y bares.
Por un sueño, por un anhelo de vida para darte.
No infinita, pero suficiente para mis objetivos terrenales.
Por un sueño te abandonaría para poder soñarte.
Cayetano Gea Martín
martes, octubre 11, 2005
EL DÍA D, Décima Parte
Como ya comenté, el impacto contra un meteorito provocó la desviación en la trayectoria de éste: nuevo destino, Madrid. Me encontraba, pues, total y absolutamente aturdido, pegado al meteorito y con la piel negra y quitinosa como el exoesqueleto de los insectos y viajando a más de doscientos por hora hacia la capital del reino. Las emociones del día, del Día D, se me antojaban ya excesivas para cualquier tipo o grado de comprensión, así que de buena gana me entregué al desmayo involuntario que comenzaba a trepar desde mi estómago hasta mi cabeza.
Cuando desperté, me encontré dentro de un cráter de varios metros de profundidad, rodeado por los restos rojizos del meteorito. Sorprendentemente, me hallaba ileso y desnudo, sin rastro de alas o de piel quitinosa. Parecía como si me acabara de dar un baño.
Lentamente, me alcé del interior del agujero provocado por el asteroide y conseguí alcanzar la superficie trepando por las rocas ennegrecidas. Una vez fuera, no fui capaz de adivinar dónde me encontraba en los primeros instantes de exploración. Las terribles modificaciones infernales que sufría Madrid dificultaban mis labores de orientación: el cielo de color rojo parecía desplomarse contra un suelo cada vez más inestable, los árboles continuaban ardiendo a pesar de no quedar nada en ellos ya por arder, horribles caras desfiguradas de bebés lloraban en las paredes de los edificios, cubiertas, además, por negras y espinosas enredaderas. Draconianos esqueletos, a semejanza de El Pelota, vagaban por las calles buscando víctimas, y se perdían entre la niebla sulfurosa que volvía el aire cada vez más irrespirable. La realidad entera parecía perder fuerza y combarse ante el peso de Lucifer.
Comencé a vagar sin rumbo fijo, buscando algo común entre aquella nube de azufre y humo, hasta que choqué contra un enorme objeto cilíndrico cuyos bordes se confundían en la niebla amarilla. Descubrí, no sin cierto pánico, que se trataba del faro de Moncloa, derribado. Por lo menos, ya sabía en qué zona de Madrid me encontraba.
Hasta mí llegaba el cálido fragor de ruidos de guerra, mezclado con voces, gruñidos y sirenas. Decidí dirigirme hacia allí…
Cuando desperté, me encontré dentro de un cráter de varios metros de profundidad, rodeado por los restos rojizos del meteorito. Sorprendentemente, me hallaba ileso y desnudo, sin rastro de alas o de piel quitinosa. Parecía como si me acabara de dar un baño.
Lentamente, me alcé del interior del agujero provocado por el asteroide y conseguí alcanzar la superficie trepando por las rocas ennegrecidas. Una vez fuera, no fui capaz de adivinar dónde me encontraba en los primeros instantes de exploración. Las terribles modificaciones infernales que sufría Madrid dificultaban mis labores de orientación: el cielo de color rojo parecía desplomarse contra un suelo cada vez más inestable, los árboles continuaban ardiendo a pesar de no quedar nada en ellos ya por arder, horribles caras desfiguradas de bebés lloraban en las paredes de los edificios, cubiertas, además, por negras y espinosas enredaderas. Draconianos esqueletos, a semejanza de El Pelota, vagaban por las calles buscando víctimas, y se perdían entre la niebla sulfurosa que volvía el aire cada vez más irrespirable. La realidad entera parecía perder fuerza y combarse ante el peso de Lucifer.
Comencé a vagar sin rumbo fijo, buscando algo común entre aquella nube de azufre y humo, hasta que choqué contra un enorme objeto cilíndrico cuyos bordes se confundían en la niebla amarilla. Descubrí, no sin cierto pánico, que se trataba del faro de Moncloa, derribado. Por lo menos, ya sabía en qué zona de Madrid me encontraba.
Hasta mí llegaba el cálido fragor de ruidos de guerra, mezclado con voces, gruñidos y sirenas. Decidí dirigirme hacia allí…
Cayetano Gea Martín
sábado, octubre 08, 2005
No en mi nombre
- Tienes toda la razón, desde luego. Es una vergüenza. No sé dónde vamos a llegar; ésto nos deja a la altura de un experimento contra natura. Es ignominioso. ¡Chaval, haz el favor de poner la música más baja!
- Pues ya ves cómo están las cosas, macho. Este gobierno ateo y maricón que tenemos ha dado un nuevo paso en su escalada de entregar el país a los separatistas cabrones que les dictan los pasos. ¿Vas a ir a la mani de mañana? ¡Hijo, o bajas la música o te inflo!
- Claro que iré. Al fin y al cabo, me debo a mis fieles feligreses como tú y tu familia, amigo mío. Hemos de hacer que les entre en la cabeza a esos dirigentes comunistas que tenemos que la familia sí importa. ¡Para quieto, niño!
- Déjale, yo ya doy por imposible al borde éste. ¡Luisito, coño, deja de molestar al padre! Nada, ni caso, si es que no sé que les enseñan en la escuela, de verdad. Claro, que teniendo como tutora a ese putón verbenero separado… ¡Qué se puede esperar de una furcia que abandonó a su marido!
- Se pierden los valores universales que durante tantos años cultivamos, amigo mío. Los jóvenes varan sin una mano firme que les lleve a buen puerto. Y lo que han hecho… Pretender llamarle matrimonio a la pecaminosa unión entre dos desviados… Y no sólo eso, ¡si no igualarlo con el matrimonio cristiano!
- ¡Y si eso fuera todo, padre! ¡El siguiente paso será que los niños sean criados por maricones y bolleras! ¿Qué se puede esperar de un chaval que crezca en ese ambiente? ¿Se imagina cómo saldría? Joder, se me pone mal cuerpo sólo con pensarlo. ¡Luís, ostia, dejar de dar por el culo! ¡Es que ni los domingos me dejas ya descansar! ¡No seas pesadito y vete por ahí! ¡Ponte la tele un rato y déjanos tranquilos, joder! Plasta de crío… ¿Quiere otra cerveza, padre?
- No debería, no debería… pero la carne es débil.
- Claro que sí, joder. Es la única alegría que nos queda a los hombres de bien y que tenemos que soportar que España vaya quedando poco a poco en manos de los moros y de los maricones. ¡Luisito! ¡Ven para acá!
- Y de que las mujeres, a las que Dios dotó de facultades maravillosas, como el hermoso don de criar a una familia, se dedique ahora a trabajar igual que un hombre, cuando no es la función que les ha dado Dios.
- Se pierden los papeles, ya se lo digo yo. ¿Qué será lo próximo? ¿Que prohíban la religión en los colegios? ¡Luís! ¡Tráele una cerveza al padre! Joder, cuando tiene que venir, no viene. Estará atontado otra vez con el Gran Hermano ese de los cojones.
- Déjalo, estar, tampoco pasa nada. Y hablando de lo de la religión en las escuelas, si quieres te hago un hueco en la concentración que haremos unos cuantos miembros de La Obra delante del Ministerio de Educación el próximo viernes.
- ¿De verdad? Joder, ¿de verdad podría asistir? Le doy mil gracias, padre. ¡Ah, aquí estás, subnormal! ¡Mueve el culo a la cocina y tráele un botellín al padre, vamos!
- Ya sé que tu mayor ilusión es entrar en La Obra y, sinceramente, no se me ocurre a nadie mejor que tú. Eres un cristiano ejemplar, buen padre y amante esposo. Y tus donaciones a mi modesta orden son siempre muy generosas.
- Calle, padre, que no hay dinero mejor invertido. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿qué haríamos? Tenemos que formar un puño de hierro contra tanto ateo, rojo, maricón y moro de mierda. ¡Ah, aquí estás! Hala, vete a paseo. Sal a la calle a que te dé el aire y de paso nos dejas tranquilo un rato.
- Hablando del traidor enemigo musulmán, creo que nuestros chicos salen esta noche de misión por La Castellana.
- ¡Que sea enhorabuena! Espero que no los toquen con las manos, que con lo mal que huelen, ¡se te tiene que quedar el hedor pegado para tres días! Mejor que utilicen otros utensilios para llegar hasta su ennegrecido pellejo, ja, ja, ja. ¿Qué quieres ahora, mongolo? ¿Dinero? ¿Otra vez? Joder, te ha hecho la boca un fraile. Disculpe, padre.
- Tranquilo, hombre, no soy fraile.
- Aún así, perdone. Es que el cabeza de chorlito éste me saca de quicio. ¿Otros cincuenta euros? ¡Toma! ¡No sé en que te lo gastas, de verdad! ¡Venga! ¡Vete a la calle y déjame en paz de una vez!
- Pues así están las cosas, amigo mío. Espero que lo de mañana sirva para que la sociedad nos oiga y se dé cuenta de que la única manera de criar a nuestros hijos es con un padre y una madre.
- ¡Eso, coño! ¡Y católicos, como la gente de bien!
- Y católicos, por supuesto.
- Amén a eso, padre.
- Amén.
- Pues ya ves cómo están las cosas, macho. Este gobierno ateo y maricón que tenemos ha dado un nuevo paso en su escalada de entregar el país a los separatistas cabrones que les dictan los pasos. ¿Vas a ir a la mani de mañana? ¡Hijo, o bajas la música o te inflo!
- Claro que iré. Al fin y al cabo, me debo a mis fieles feligreses como tú y tu familia, amigo mío. Hemos de hacer que les entre en la cabeza a esos dirigentes comunistas que tenemos que la familia sí importa. ¡Para quieto, niño!
- Déjale, yo ya doy por imposible al borde éste. ¡Luisito, coño, deja de molestar al padre! Nada, ni caso, si es que no sé que les enseñan en la escuela, de verdad. Claro, que teniendo como tutora a ese putón verbenero separado… ¡Qué se puede esperar de una furcia que abandonó a su marido!
- Se pierden los valores universales que durante tantos años cultivamos, amigo mío. Los jóvenes varan sin una mano firme que les lleve a buen puerto. Y lo que han hecho… Pretender llamarle matrimonio a la pecaminosa unión entre dos desviados… Y no sólo eso, ¡si no igualarlo con el matrimonio cristiano!
- ¡Y si eso fuera todo, padre! ¡El siguiente paso será que los niños sean criados por maricones y bolleras! ¿Qué se puede esperar de un chaval que crezca en ese ambiente? ¿Se imagina cómo saldría? Joder, se me pone mal cuerpo sólo con pensarlo. ¡Luís, ostia, dejar de dar por el culo! ¡Es que ni los domingos me dejas ya descansar! ¡No seas pesadito y vete por ahí! ¡Ponte la tele un rato y déjanos tranquilos, joder! Plasta de crío… ¿Quiere otra cerveza, padre?
- No debería, no debería… pero la carne es débil.
- Claro que sí, joder. Es la única alegría que nos queda a los hombres de bien y que tenemos que soportar que España vaya quedando poco a poco en manos de los moros y de los maricones. ¡Luisito! ¡Ven para acá!
- Y de que las mujeres, a las que Dios dotó de facultades maravillosas, como el hermoso don de criar a una familia, se dedique ahora a trabajar igual que un hombre, cuando no es la función que les ha dado Dios.
- Se pierden los papeles, ya se lo digo yo. ¿Qué será lo próximo? ¿Que prohíban la religión en los colegios? ¡Luís! ¡Tráele una cerveza al padre! Joder, cuando tiene que venir, no viene. Estará atontado otra vez con el Gran Hermano ese de los cojones.
- Déjalo, estar, tampoco pasa nada. Y hablando de lo de la religión en las escuelas, si quieres te hago un hueco en la concentración que haremos unos cuantos miembros de La Obra delante del Ministerio de Educación el próximo viernes.
- ¿De verdad? Joder, ¿de verdad podría asistir? Le doy mil gracias, padre. ¡Ah, aquí estás, subnormal! ¡Mueve el culo a la cocina y tráele un botellín al padre, vamos!
- Ya sé que tu mayor ilusión es entrar en La Obra y, sinceramente, no se me ocurre a nadie mejor que tú. Eres un cristiano ejemplar, buen padre y amante esposo. Y tus donaciones a mi modesta orden son siempre muy generosas.
- Calle, padre, que no hay dinero mejor invertido. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿qué haríamos? Tenemos que formar un puño de hierro contra tanto ateo, rojo, maricón y moro de mierda. ¡Ah, aquí estás! Hala, vete a paseo. Sal a la calle a que te dé el aire y de paso nos dejas tranquilo un rato.
- Hablando del traidor enemigo musulmán, creo que nuestros chicos salen esta noche de misión por La Castellana.
- ¡Que sea enhorabuena! Espero que no los toquen con las manos, que con lo mal que huelen, ¡se te tiene que quedar el hedor pegado para tres días! Mejor que utilicen otros utensilios para llegar hasta su ennegrecido pellejo, ja, ja, ja. ¿Qué quieres ahora, mongolo? ¿Dinero? ¿Otra vez? Joder, te ha hecho la boca un fraile. Disculpe, padre.
- Tranquilo, hombre, no soy fraile.
- Aún así, perdone. Es que el cabeza de chorlito éste me saca de quicio. ¿Otros cincuenta euros? ¡Toma! ¡No sé en que te lo gastas, de verdad! ¡Venga! ¡Vete a la calle y déjame en paz de una vez!
- Pues así están las cosas, amigo mío. Espero que lo de mañana sirva para que la sociedad nos oiga y se dé cuenta de que la única manera de criar a nuestros hijos es con un padre y una madre.
- ¡Eso, coño! ¡Y católicos, como la gente de bien!
- Y católicos, por supuesto.
- Amén a eso, padre.
- Amén.
Cayetano Gea Martín
jueves, septiembre 29, 2005
Epístola de desamor ficticia, femenina y epicúrea
Desde el dolor que me supone escribirte, te escribo esta carta de amor, esta canción desesperada, este dardo sin más intención que la de calmar mis nervios y la de pedirte un favor que sólo en tu mano está el concederme.
El daño que te hice, si te sirve de consuelo, amado mío, acude a mí ahora, multiplicado por cada minuto de mi existencia que no pasé a los pies de tu cama, contemplando tu respiración sosegada y temiendo porque algún día no pudiera contemplarla más, que me encontrara perdido, y varado en la orilla gris de estos días insulsos, vacíos, de amores furtivos y promesas de felicidad envueltas en hielo y ron.
Como me conoces bien, sabes que intento enternecerte, ablandarte y conseguir así, quizá, que el favor que te voy a pedir me sea cumplido. Sólo quiero una cosa, algo que sólo tú puedes cumplir y que me pertenece. Después, desapareceré. No volverás a saber de mí aunque me llevarás contigo y miraré por ti desde la triste distancia de las hojas secas del otoño.
No puedo evitar amarte y continuar amándote. Este amor me duele y quema y ennegrece mi carne; y mi reflejo del espejo me mira y se ríe de mí, me reclama su parte del pastel, como todos, como tú. Tú, que tienes algo mío y por lo que no puedo pagar rescate, porque nada tengo; todo va contigo, lo que queda de mí es una mera sombra de mujer que vaga por la calle equivocada.
Por ello, mi amor, te pido que me lo devuelvas, te lo suplico. Esta angustia de amor, este túnel sin salida, no termina, no llega a término y, lo que es peor, la desgraciada que te escribe esto no es capaz de no amarte ni de dejar de odiarse a sí misma. Como una marioneta con las cuerdas cortadas, el suelo me recibe y entorno mis ojos de madera ante la luz del sol, reservada ya para otras y otros.
Cayetano Gea Martín
miércoles, septiembre 28, 2005
EL DÍA D, Novena Parte
Como dije, entré triunfal con mi traje de luces y marcando paquete en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, esperando un recibimiento sonado, en lo cual no me equivoqué. Miles y miles de fans de Iron Maiden abarrotaban la plaza en espera de sus ídolos. Habían conseguido reducir (masacrar) a los cuatro pobres gatos encargados de controlar el evento, y ahora no cabía un alfiler en la plaza.
Creo que fue aquella gorda descomunal con una camisa negra, en la que se podía ver, impresa, la portada del álbum de los Maiden titulado Seventh Son of a Seventh Son, la primera persona en sacudirme. Lo que ya no recuerdo es quién fue la o el que del puñetazo en la garganta con el que me obsequió me hizo caer de bruces al suelo, e inmediatamente una lluvia de pies y manos pugnaban por dejarme un recuerdo inolvidable del concierto.
Empero, las correosas alas volvieron a aparecer en mi espalda (y el dolor esta vez me pareció menor, ya que mi cuerpo ya venía aliñado por las ostias que me propinaban los fans de los Maiden) y me salvaron de morir allí, en la arena de la hermosa plaza de toros de la hermosa República Independiente de Leganés.
Mientras me elevaba con no demasiada seguridad, pude ver a El Pelota agitando el hacha hacia mí con un inútil, aunque espectacular, muestrario de energía. Aprovechando sus fútiles intentos, comencé a hacerle cortes de mangas, a pesar de dolor que sentía por la tormenta de sopapos.
El hecho de que un meteorito impactara contra mi nuca, me empujara de nuevo hacia abajo, me diera la vuelta sin saber cómo, que mi piel ardiera en negros jirones y fuera sustituida por una especie de quitina cristalizada, que se desviara el curso del meteorito debido al impacto y que me dirigiera enganchado al asteroide de nuevo hacia Madrid, me desconcertó bastante…
Creo que fue aquella gorda descomunal con una camisa negra, en la que se podía ver, impresa, la portada del álbum de los Maiden titulado Seventh Son of a Seventh Son, la primera persona en sacudirme. Lo que ya no recuerdo es quién fue la o el que del puñetazo en la garganta con el que me obsequió me hizo caer de bruces al suelo, e inmediatamente una lluvia de pies y manos pugnaban por dejarme un recuerdo inolvidable del concierto.
Empero, las correosas alas volvieron a aparecer en mi espalda (y el dolor esta vez me pareció menor, ya que mi cuerpo ya venía aliñado por las ostias que me propinaban los fans de los Maiden) y me salvaron de morir allí, en la arena de la hermosa plaza de toros de la hermosa República Independiente de Leganés.
Mientras me elevaba con no demasiada seguridad, pude ver a El Pelota agitando el hacha hacia mí con un inútil, aunque espectacular, muestrario de energía. Aprovechando sus fútiles intentos, comencé a hacerle cortes de mangas, a pesar de dolor que sentía por la tormenta de sopapos.
El hecho de que un meteorito impactara contra mi nuca, me empujara de nuevo hacia abajo, me diera la vuelta sin saber cómo, que mi piel ardiera en negros jirones y fuera sustituida por una especie de quitina cristalizada, que se desviara el curso del meteorito debido al impacto y que me dirigiera enganchado al asteroide de nuevo hacia Madrid, me desconcertó bastante…
Cayetano Gea Martín
domingo, septiembre 25, 2005
Domingo
Abro mis ojos color avellana y permito que la suave luz del atardecer los bañe de rojizo fulgor. Hoy ha sido uno de esos extraños días de paz, de no salir de casa y de sentir cómo la calma me rodea, de cómo mi reloj vital se ralentiza al ritmo de una balada de jazz; así, el corazón se acompasa con la batería y late lento pero infinitamente poderoso.
Todo va bien. Hoy no había nada que hacer, salvo leer, releer y escribir. Con calma. Sin prisas. El sol se pone por su lugar común mientras saco a mi perro y huelo el primer aire del otoño que mece mi pelo en lentas oleadas castañas.
A la vuelta, una copa de vino, una película y una cena generosa me esperan con impaciencia. Doy buen provecho de las tres con calma, apurando los restos del día mientras fuera, más allá de las colinas, algunos se afanan todavía con sus maletines llenos de corbatas de papel y sueñan con días como éste.
Pienso en la felicidad que me provocan los días así, los días en lo que me detengo a escuchar el rumor de olas que anida en mi pecho. En estos días, como el de hoy, hago cuentas de lo andado, de lo bueno y de lo malo, y todavía me sale positivo el extracto. Me duermo acunado por la luz de Selene con una sonrisa en los labios.
Todo va bien. Hoy no había nada que hacer, salvo leer, releer y escribir. Con calma. Sin prisas. El sol se pone por su lugar común mientras saco a mi perro y huelo el primer aire del otoño que mece mi pelo en lentas oleadas castañas.
A la vuelta, una copa de vino, una película y una cena generosa me esperan con impaciencia. Doy buen provecho de las tres con calma, apurando los restos del día mientras fuera, más allá de las colinas, algunos se afanan todavía con sus maletines llenos de corbatas de papel y sueñan con días como éste.
Pienso en la felicidad que me provocan los días así, los días en lo que me detengo a escuchar el rumor de olas que anida en mi pecho. En estos días, como el de hoy, hago cuentas de lo andado, de lo bueno y de lo malo, y todavía me sale positivo el extracto. Me duermo acunado por la luz de Selene con una sonrisa en los labios.
Cayetano Gea Martín
jueves, septiembre 22, 2005
EL DÍA D, Octava Parte
La reacción de los parroquianos ante el anuncio del atraso del concierto y, encima, la eminente aparición estelar de El Niño de Zarzaquemada en su lugar, fue algo antológico y brutal. Jamás ví tal cantidad de seres humanos montar semejante marabunta. La confusión general no favorecía en absoluto mis planes. No podía pensar con tamaña tormenta heavy desarrollándose a mi alrededor. ¿Qué hacer? ¿Debería entrar igualmente en la plaza? Parecía que sin micrófono, ni escenario, no habría forma de comunicarme con el respetable. Aún así, decidí entrar y que fuera lo que Lucifer quisiera.
Mientras pensaba en la mejor vía para pasar de tapadillo, pude observar por el rabillo del ojo a un muchacho joven, delgado y trajeado que descendía de una limusina con la intención de entrar en la plaza por uno de los soportales laterales (concretamente, el que da a la Calle AC/DC). Inmediatamente supuse que se trataba de El Niño de Zarzaquemada, el cual se dirigía con paso raudo hacia el interior de la plaza. Sin pensármelo dos veces, corrí hacia él y llegando a su altura, considerable, por cierto, posé la rodilla en tierra y le supliqué un autógrafo. No sólo se negó a ello sino que además me mandó a cierta parte del cuerpo humano encargada de la evacuación de cuerpos sólidos de una forma bastante desconsiderada. Sin más miramientos, procedí a reducirle a él y a sus dos gorilas, con la sana intención de hacerme con el traje de luces y poder así entrar en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés. Como pude apreciar volé hasta allí, Lucifer me había otorgado determinados dones que se manifestaban cuando eran requeridos. Así, en aquella ocasión noté cómo un calor infernal pugnaba por abrirse paso a través de mi garganta. Así ocurrió. Una espantosa bola de fuego salió disparada de mi boca hacia los tres citados sujetos. Aún resuenan en mis oídos sus gritos y conservo su olor a churrasco en la nariz.
Lo más curioso de todo fue que la bola de fuego redujo a dióxido de carbono a los tres desdichados, pero dejó intactas todas sus ropas y pertenencias (uno de los guardaespaldas, constaté, llevaba bolas chinas). Sin hacer demasiados aspavientos, sacudí los restos de El Niño de Zarzaquemada y me introduje como pude (entendí por qué los toreros necesitan ayuda) en el traje de luces.
Así fue cómo hice mi entrada triunfal en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, con la espada envuelta en la capa y la montera calada. Ah, casi podía soñar con un hermoso aluvión de claveles, bragas y sostenes… Lo que me llovió fue bastante distinto...
Mientras pensaba en la mejor vía para pasar de tapadillo, pude observar por el rabillo del ojo a un muchacho joven, delgado y trajeado que descendía de una limusina con la intención de entrar en la plaza por uno de los soportales laterales (concretamente, el que da a la Calle AC/DC). Inmediatamente supuse que se trataba de El Niño de Zarzaquemada, el cual se dirigía con paso raudo hacia el interior de la plaza. Sin pensármelo dos veces, corrí hacia él y llegando a su altura, considerable, por cierto, posé la rodilla en tierra y le supliqué un autógrafo. No sólo se negó a ello sino que además me mandó a cierta parte del cuerpo humano encargada de la evacuación de cuerpos sólidos de una forma bastante desconsiderada. Sin más miramientos, procedí a reducirle a él y a sus dos gorilas, con la sana intención de hacerme con el traje de luces y poder así entrar en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés. Como pude apreciar volé hasta allí, Lucifer me había otorgado determinados dones que se manifestaban cuando eran requeridos. Así, en aquella ocasión noté cómo un calor infernal pugnaba por abrirse paso a través de mi garganta. Así ocurrió. Una espantosa bola de fuego salió disparada de mi boca hacia los tres citados sujetos. Aún resuenan en mis oídos sus gritos y conservo su olor a churrasco en la nariz.
Lo más curioso de todo fue que la bola de fuego redujo a dióxido de carbono a los tres desdichados, pero dejó intactas todas sus ropas y pertenencias (uno de los guardaespaldas, constaté, llevaba bolas chinas). Sin hacer demasiados aspavientos, sacudí los restos de El Niño de Zarzaquemada y me introduje como pude (entendí por qué los toreros necesitan ayuda) en el traje de luces.
Así fue cómo hice mi entrada triunfal en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, con la espada envuelta en la capa y la montera calada. Ah, casi podía soñar con un hermoso aluvión de claveles, bragas y sostenes… Lo que me llovió fue bastante distinto...
Cayetano Gea Martín
lunes, septiembre 19, 2005
1, 2, 3...
Tengo un cuchillo, un cuchillo tengo, uno, dos, tres…
Para cortar todo aquello que sobra: tu mirada, tu cordón umbilical, tus porqués.
Para incidir en tu llaga y retorcerlo dentro de ella con cruel e insano placer.
Para ver la luna reflejada en su superficie cristalina de transparente quinqué.
Para trocear mi cuerpo en segmentos independientes y desaparecer.
Para perder, ganar y caer de nuevo. Y levantarme, otra vez.
Tengo dos almas, dos almas tengo, dos, tres, una…
Una para desear estar muerto en las frías madrugadas,
Y otra para resucitar del fango de tus cenizas enamoradas.
Una para verme al trasluz de mis pecados en la fría alborada,
Y otra para absolverme de toda suerte de condena indeseada.
Ambas brillan solas y juntas y forman el todo de mi esencia compilada.
Tengo tres años por delante, tres años tengo, tres, uno, dos…
Para no prometer nada y prometerlo todo si se tercia a mi son.
Para ventilar las telarañas del quizá a la luz del sol.
Para comprobar que la altura desde la que puedo caer es cada vez mayor.
Para morir como un perro atropellado y renacer con gran dolor.
Para enlazar mis dedos con los tuyos en nuestro común destino de amor.
Para cortar todo aquello que sobra: tu mirada, tu cordón umbilical, tus porqués.
Para incidir en tu llaga y retorcerlo dentro de ella con cruel e insano placer.
Para ver la luna reflejada en su superficie cristalina de transparente quinqué.
Para trocear mi cuerpo en segmentos independientes y desaparecer.
Para perder, ganar y caer de nuevo. Y levantarme, otra vez.
Tengo dos almas, dos almas tengo, dos, tres, una…
Una para desear estar muerto en las frías madrugadas,
Y otra para resucitar del fango de tus cenizas enamoradas.
Una para verme al trasluz de mis pecados en la fría alborada,
Y otra para absolverme de toda suerte de condena indeseada.
Ambas brillan solas y juntas y forman el todo de mi esencia compilada.
Tengo tres años por delante, tres años tengo, tres, uno, dos…
Para no prometer nada y prometerlo todo si se tercia a mi son.
Para ventilar las telarañas del quizá a la luz del sol.
Para comprobar que la altura desde la que puedo caer es cada vez mayor.
Para morir como un perro atropellado y renacer con gran dolor.
Para enlazar mis dedos con los tuyos en nuestro común destino de amor.
Cayetano Gea Martín
sábado, septiembre 17, 2005
EL DÍA D, Séptima Parte
Recordarás, atento lector, que me dirigía hacia la plaza de toros de La República Independiente de Leganés para hablar ante un público numeroso, ya que tocaban esa noche los Maiden. Bueno, pues hacia allí me fui, pero no en Metrosur, si no volando, ya que sólo tuve que desearlo para desplazarme por los cielos, como Peter Pan (con la salvedad de que a él no le brotaron dos enormes alas correosas que le desgarraron la espalda, haciéndole desear estar muerto). Encontré fácilmente la ubicación de La República Independiente de Leganés desde el aire, y a ratos podía divisar abajo (volaba como a treinta metros, no me atrevía a más) a El Pelota siguiéndome como podía, aunque en breve lo perdí de vista. No pudo seguir mi velocidad de crucero. Que se joda.
Aterricé en las cercanías de la plaza de toros, con tan mala suerte que introduje mi pie derecho en un mini de calimocho del cual mamaban un grupo de jovenzuelos ataviados con camisas negras y largas pelambreras. Ante mi sorpresa, no sólo no se sorprendieron de mi llegada (ni de mis alas, que se replegaron dentro de mi espalda hasta desaparecer de forma tan dolorosa como surgieron), sino que me ovacionaron y me convidaron a probar su calentorro brebaje. Sin lugar a dudas, algo tendrían que haber oído de lo que pasaba en Madrid, amén de que, al mirar hacia el horizonte, se observaba el cielo de poniente rojo y con rugir de una tormenta cada vez más cercana. Una tormenta más sangrienta de lo habitual, les aseguré. Y ya de paso aproveché para hacer proselitismo con aquel grupo y difundir mi mensaje. Se lo tomaron bastante bien, casi con satisfacción, lo cual me desconcertó temporalmente, hasta que pude leer las diferentes y satánicas máximas que rezaban sus camisetas. Supuse que aquello sería casi un premio para ellos. El jefe estaría contento ante semejante entusiasmo.
Les expliqué mi cometido, cómo necesitaba entrar en el concierto y difundir mi mensaje a cuantos más mejor. Muy amablemente, condescendieron en intentar hacerme pasar de tapadillo entre ellos. Acepté encantado su propuesta y ya nos dirigíamos hacia la entrada cuando por megafonía anunciaron que debido a causas ajenas a su voluntad, el concierto se vería retrasado unas cuantas horas, ya que los integrantes de Iron Maiden aún no habían llegado a La República Independiente de Leganés. Al parecer, se encontraban atrapados en medio de un enorme atasco formado por la gente que abandonaba Madrid como alma que lleva el diablo (nunca mejor dicho). En su lugar, y mientras tanto, El Niño de Zarzaquemada, un famoso torero local, marearía con su capote a unas cuantas vaquillas…
Aterricé en las cercanías de la plaza de toros, con tan mala suerte que introduje mi pie derecho en un mini de calimocho del cual mamaban un grupo de jovenzuelos ataviados con camisas negras y largas pelambreras. Ante mi sorpresa, no sólo no se sorprendieron de mi llegada (ni de mis alas, que se replegaron dentro de mi espalda hasta desaparecer de forma tan dolorosa como surgieron), sino que me ovacionaron y me convidaron a probar su calentorro brebaje. Sin lugar a dudas, algo tendrían que haber oído de lo que pasaba en Madrid, amén de que, al mirar hacia el horizonte, se observaba el cielo de poniente rojo y con rugir de una tormenta cada vez más cercana. Una tormenta más sangrienta de lo habitual, les aseguré. Y ya de paso aproveché para hacer proselitismo con aquel grupo y difundir mi mensaje. Se lo tomaron bastante bien, casi con satisfacción, lo cual me desconcertó temporalmente, hasta que pude leer las diferentes y satánicas máximas que rezaban sus camisetas. Supuse que aquello sería casi un premio para ellos. El jefe estaría contento ante semejante entusiasmo.
Les expliqué mi cometido, cómo necesitaba entrar en el concierto y difundir mi mensaje a cuantos más mejor. Muy amablemente, condescendieron en intentar hacerme pasar de tapadillo entre ellos. Acepté encantado su propuesta y ya nos dirigíamos hacia la entrada cuando por megafonía anunciaron que debido a causas ajenas a su voluntad, el concierto se vería retrasado unas cuantas horas, ya que los integrantes de Iron Maiden aún no habían llegado a La República Independiente de Leganés. Al parecer, se encontraban atrapados en medio de un enorme atasco formado por la gente que abandonaba Madrid como alma que lleva el diablo (nunca mejor dicho). En su lugar, y mientras tanto, El Niño de Zarzaquemada, un famoso torero local, marearía con su capote a unas cuantas vaquillas…
Cayetano Gea Martín
martes, septiembre 13, 2005
el niño
I - 15
La primera vez que estuve cara a cara con el niño, yo apenas contaba quince años. Recuerdo de aquel primer encuentro que él quería jugar conmigo, quería que fuéramos hasta el polvoriento parque infantil que había debajo de mi hogar y que jugáramos a la guerra de las galaxias, aunque me advirtió que él, como promotor de la partida, escogería representar el rol de Darth Vader. Asustado, rechacé la proposición, por miedo a que mis vecinos me vieran jugar con un niño, encaramado a un columpio e imitando los sonidos de una espada láser con mi boca, aunque deseara hacerlo más que nada en el mundo. Recuerdo que el niño se puso muy triste, como si acabara de descubrir que yo, su mejor amigo, no fuera a jugar con él jamás.
II - 26
El niño continuó visitándome de forma esporádica y cuando menos me lo esperaba, aunque generalmente los domingos. Hacía mucho que no sabía de él, así que me alegró verlo dando saltos por la calle hacia mí, con sus pantaloncitos cortos y su camisa con un osito dibujado en ella. Me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos a jugar ya mismo al parquecito. Le dije que era imposible, que estaba trabajando por las mañanas y estudiando por las tardes, que los fines de semana quedaba con mis amigos e intentaba conocer a la mujer de mi vida, que mi vida era demasiado complicada y que, aunque me seguía llamando jugar con él, no tenía tiempo. El niño se llevó una gran decepción e intentó soltarme la mano. Para mitigar su pena, le invité a que viniera a mi casa, que se sentase en mi sillón y que viera la guerra de las galaxias las veces que quisiera, desde mi DVD. La idea, aunque la aceptó, no le consoló del todo. Su mirada me decía que no era lo mismo ver que sentir, y que por muchas veces que las viera en mi televisor, nunca sería lo mismo. Tenía razón, como siempre. Prometí llamarle al móvil o mandarle un mail de vez en cuando.
III - 51
El niño. Mucho tiempo hacía que no veía ya al niño. Pero eso no significaba que no quisiera verlo. Me dedicaba a buscarle por mi solitaria casa, como el hijo que nunca tuve. Intentaba comprar su retorno con las lágrimas que vertía por cada una de sus ausencias. Nada funcionaba. Parecía que jamás volvería ya a mí.
IV - 85
Recuerdo aquel día muy bien, ya que fue el día en que el niño volvió. Esta vez, la sorpresa fue suya. Él asomó su carita de ámbar por la puerta de mi dormitorio y yo me abalancé sobre él blandiendo mi espada láser de cartón. El niño siempre fue de pensamiento rápido, y así, pasó de la sorpresa al goce en menos de medio minuto. Me cogió de mi arrugada mano, la suya olía a promesa de parque infantil, a mi inocencia perdida. Nos subimos al mismo columpio de siempre, pero mi cuerpo ajado y marchito no me permitía seguir sus juegos. ¡Irónico destino! Ahora que quería jugar con él no podía. Me senté a llorar de impotencia en un banco, amargas lágrimas surcaban mi arrugado rostro, mientras que el niño me acurrucaba, con mi cabeza depositada sobre sus rodillas. Allí continué llorando mucho tiempo, maldiciendo a mi edad, a la vida, a las ocasiones perdidas, a la soledad. Llorando por el niño que fui, por el niño que quise abandonar, por al que ya no puedo hacer nada.
La primera vez que estuve cara a cara con el niño, yo apenas contaba quince años. Recuerdo de aquel primer encuentro que él quería jugar conmigo, quería que fuéramos hasta el polvoriento parque infantil que había debajo de mi hogar y que jugáramos a la guerra de las galaxias, aunque me advirtió que él, como promotor de la partida, escogería representar el rol de Darth Vader. Asustado, rechacé la proposición, por miedo a que mis vecinos me vieran jugar con un niño, encaramado a un columpio e imitando los sonidos de una espada láser con mi boca, aunque deseara hacerlo más que nada en el mundo. Recuerdo que el niño se puso muy triste, como si acabara de descubrir que yo, su mejor amigo, no fuera a jugar con él jamás.
II - 26
El niño continuó visitándome de forma esporádica y cuando menos me lo esperaba, aunque generalmente los domingos. Hacía mucho que no sabía de él, así que me alegró verlo dando saltos por la calle hacia mí, con sus pantaloncitos cortos y su camisa con un osito dibujado en ella. Me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos a jugar ya mismo al parquecito. Le dije que era imposible, que estaba trabajando por las mañanas y estudiando por las tardes, que los fines de semana quedaba con mis amigos e intentaba conocer a la mujer de mi vida, que mi vida era demasiado complicada y que, aunque me seguía llamando jugar con él, no tenía tiempo. El niño se llevó una gran decepción e intentó soltarme la mano. Para mitigar su pena, le invité a que viniera a mi casa, que se sentase en mi sillón y que viera la guerra de las galaxias las veces que quisiera, desde mi DVD. La idea, aunque la aceptó, no le consoló del todo. Su mirada me decía que no era lo mismo ver que sentir, y que por muchas veces que las viera en mi televisor, nunca sería lo mismo. Tenía razón, como siempre. Prometí llamarle al móvil o mandarle un mail de vez en cuando.
III - 51
El niño. Mucho tiempo hacía que no veía ya al niño. Pero eso no significaba que no quisiera verlo. Me dedicaba a buscarle por mi solitaria casa, como el hijo que nunca tuve. Intentaba comprar su retorno con las lágrimas que vertía por cada una de sus ausencias. Nada funcionaba. Parecía que jamás volvería ya a mí.
IV - 85
Recuerdo aquel día muy bien, ya que fue el día en que el niño volvió. Esta vez, la sorpresa fue suya. Él asomó su carita de ámbar por la puerta de mi dormitorio y yo me abalancé sobre él blandiendo mi espada láser de cartón. El niño siempre fue de pensamiento rápido, y así, pasó de la sorpresa al goce en menos de medio minuto. Me cogió de mi arrugada mano, la suya olía a promesa de parque infantil, a mi inocencia perdida. Nos subimos al mismo columpio de siempre, pero mi cuerpo ajado y marchito no me permitía seguir sus juegos. ¡Irónico destino! Ahora que quería jugar con él no podía. Me senté a llorar de impotencia en un banco, amargas lágrimas surcaban mi arrugado rostro, mientras que el niño me acurrucaba, con mi cabeza depositada sobre sus rodillas. Allí continué llorando mucho tiempo, maldiciendo a mi edad, a la vida, a las ocasiones perdidas, a la soledad. Llorando por el niño que fui, por el niño que quise abandonar, por al que ya no puedo hacer nada.
Cayetano Gea Martín
domingo, septiembre 11, 2005
EL DÍA D, Sexta Parte
Acaso el tiempo se convierte en deseos rotos para otros seres humanos, pero no para mí, que los ví cumplidos de una forma que sólo puedo clasificar de triunfal, aunque el camino fue duro y, a veces, por qué no decirlo, ridículo. Aún así, el premio final merece la pena, aunque para alcanzarlo haya que atravesar determinados puntos de inflexión más desagradables que leerse las obras completas de Dan Brown de una sentada y en ayunas.
Así me encontraba yo cuando Lucifer me depositó en el suelo, asustado y temeroso del porvenir, pero con la mente puesta en mi meta, que nunca ha sido otra que, parafraseando a Homer Simpson, ser más que alguien. Con ello en el coco, me convertí en el mesías que anunciaba a gritos la buena nueva, la llegada del reino de los infiernos. Obviamente, el que la ciudad entera se hubiera convertido en un hervidero de azufre, que el cielo fuera de color sangre y que enormes meteoritos destruyeran los edificios, hacía mi tarea mucho más fácil. Aún así, partí raudo a cumplir con los deseos de mi nuevo jefe.
Lo primero que pude comprobar era que mis capacidades sensoriales habían aumentado considerablemente, con lo que mi percepción de la realidad era claramente superior al común de los mortales, que se apartaban de mí con el respeto (o el miedo) dibujado en su frente. Hasta el esqueleto enano de hacha gargantuesca se apartó de mí con evidente temor. Supongo que ese gesto suyo confirmaba que había entrado en plantilla. Aún así, pude observar cómo me seguía allí a donde fuera a distancia prudencial. Sospeché que era el pelota de turno encargado de vigilar si el nuevo la cagaba. Por cierto, para mayor comodidad, ya que soltar cada vez que lo cito el rollo de esqueleto draconiano enano, o enano óseo con cuerpo de dragón o mil retruécanos más es muy fatigoso para mis dos neuronas, por lo que le llamaremos a partir de ahora El Pelota, así, en mayúsculas, para que sepamos siempre de quién se trata. ¿Estamos de acuerdo? El enano ése con un hacha más grande que él mismo se llama a partir de ahora El Pelota. Vale.
Bueno, abreviando, el caso es que decidí que lo mejor que podía hacer era acudir a algún evento de masas para ahorrarme el trabajo de ir acojonando al personal uno a uno. Recordé así a bote pronto que en la plaza de toros de Leganés (ciudad al sur de Madrid a la que, como buen y fiel leganense o pepinero, llamaré a partir de ahora La República Independiente de Leganés), había esa noche un concierto de los Maiden. Hacia allí acudí, con la sana intención de quitarle el micrófono a Bruce Dickinson (para los iletrados, el bueno de Bruce es el vocalista de Iron Maiden, también conocido como La Sirena) y anunciar el fin del mundo tal y como lo conocemos (“y me siento bien”, nota de Michael Stipe). Sobre si logré o no mi propósito en la hermosa plaza de toros de La República Independiente de Leganés hablaremos más tarde...
Así me encontraba yo cuando Lucifer me depositó en el suelo, asustado y temeroso del porvenir, pero con la mente puesta en mi meta, que nunca ha sido otra que, parafraseando a Homer Simpson, ser más que alguien. Con ello en el coco, me convertí en el mesías que anunciaba a gritos la buena nueva, la llegada del reino de los infiernos. Obviamente, el que la ciudad entera se hubiera convertido en un hervidero de azufre, que el cielo fuera de color sangre y que enormes meteoritos destruyeran los edificios, hacía mi tarea mucho más fácil. Aún así, partí raudo a cumplir con los deseos de mi nuevo jefe.
Lo primero que pude comprobar era que mis capacidades sensoriales habían aumentado considerablemente, con lo que mi percepción de la realidad era claramente superior al común de los mortales, que se apartaban de mí con el respeto (o el miedo) dibujado en su frente. Hasta el esqueleto enano de hacha gargantuesca se apartó de mí con evidente temor. Supongo que ese gesto suyo confirmaba que había entrado en plantilla. Aún así, pude observar cómo me seguía allí a donde fuera a distancia prudencial. Sospeché que era el pelota de turno encargado de vigilar si el nuevo la cagaba. Por cierto, para mayor comodidad, ya que soltar cada vez que lo cito el rollo de esqueleto draconiano enano, o enano óseo con cuerpo de dragón o mil retruécanos más es muy fatigoso para mis dos neuronas, por lo que le llamaremos a partir de ahora El Pelota, así, en mayúsculas, para que sepamos siempre de quién se trata. ¿Estamos de acuerdo? El enano ése con un hacha más grande que él mismo se llama a partir de ahora El Pelota. Vale.
Bueno, abreviando, el caso es que decidí que lo mejor que podía hacer era acudir a algún evento de masas para ahorrarme el trabajo de ir acojonando al personal uno a uno. Recordé así a bote pronto que en la plaza de toros de Leganés (ciudad al sur de Madrid a la que, como buen y fiel leganense o pepinero, llamaré a partir de ahora La República Independiente de Leganés), había esa noche un concierto de los Maiden. Hacia allí acudí, con la sana intención de quitarle el micrófono a Bruce Dickinson (para los iletrados, el bueno de Bruce es el vocalista de Iron Maiden, también conocido como La Sirena) y anunciar el fin del mundo tal y como lo conocemos (“y me siento bien”, nota de Michael Stipe). Sobre si logré o no mi propósito en la hermosa plaza de toros de La República Independiente de Leganés hablaremos más tarde...
Cayetano Gea Martín
jueves, septiembre 08, 2005
La Espuma de Venus
Te miro y te busco y te encuentro donde siempre y donde siempre es donde me gusta estar tú puesta de pie en toda tu hermosa altura desnuda y yo arrodillado ante ti intentando capturar con la punta de mi lengua todo tu sabor mientras tu me regañas porque es tarde y porque nos están esperando y porque ya no quieres como antes y porque en fin cariño tras dos años ya no hay pasión y además te acabas de poner la crema y no esa cuestión de eliminarla del cuerpo y yo sólo pienso en tumbarte para mejor hundir mi boca en ti mientras te oigo gemir de placer porque sabes que se me da bien que sacaría un diez en cualquier examen oral pero tú ya no quieres ni gimes ni te gusto ni tu sexo me pertenece para darte placer ni para nada más que no sea ver cómo se esconde envuelto en algodones como si fuera algo frágil que se fuera a romper en vez de explotar en mis sentidos y de recorrer su fragancia y de caer de nuevo bajo el influjo de las feromonas que exhala o que exhalaba porque ahora sólo emana fría indiferencia hacía mí que tantas noches grandes y gratas y tantos días de esto es una locura es mediodía mientras jadeabas de deseo pero te oponías por seguir el juego el llegamos tarde pero no el llegamos tarde de verdad todos los días y el estoy cansada y me duele la cabeza y yo me muero por pensar quién anida ahora en tu cabeza en vez de yo y por qué no me lo dices y abandonamos esta farsa que no nos reporta bien a ninguno salvo cada vez más odio y tedio.
Cayetano Gea Martín
lunes, septiembre 05, 2005
EL DÍA D, Quinta Parte
Lucifer me alzó hasta su altura y me escudriñó con pétrea mirada (obviamente), mientras su boca intentaba articular palabras sin demasiado éxito. Lo que surgió de su garganta de mármol era más parecido a un ininteligible entrechocar de piedras que provocaba dentera y que hizo aullar de dolor a todos los perros que había en tres kilómetros a la redonda.
Al rato, fue capaz de vocalizar lo suficiente como para que pudiera entender determinadas palabras sueltas en un castellano bastante arcaico. Supuse que hacía mucho que no se daba un garbeo por Madrid. Por lo que comprendí, más o menos, era que me elegía a mí, desdichado mortal, para que anunciara entre el común de los mortales la buena nueva de su llegada, la proclamación oficial de que el infierno en la tierra había llegado.
Así fue como me convertí en el agente del diablo, como aquél desdichado coleguita de Drácula que gustaba de papear moscas y arañas. No es que a mí me lavara el cerebro, no. Que yo siempre he procurado apostar a caballo ganador y no había que tener mucho coco para darse cuenta de quién llevaba las de ganar en todo este tinglado de mil demonios (nunca mejor dicho).
Como todo jefe, Lucifer captó rápidamente mis reiteradas muestras de peloteo y, con una palmadita en la espalda me depositó en el suelo y me instó a comenzar mi trabajo. Casi esperaba que encendiera un habano y me contara un chiste malo. Afortunadamente, no fue así, que bastante terapia necesitaría ya por el resto de mi vida como para añadir más leña al fuego.
Y así comenzó mi periplo intentando informar a la población de lo que se le venía encima. Pero de cómo lo logré y de cómo terminé en el Palacio de la Moncloa vestido de torero hablaré otro día…
Al rato, fue capaz de vocalizar lo suficiente como para que pudiera entender determinadas palabras sueltas en un castellano bastante arcaico. Supuse que hacía mucho que no se daba un garbeo por Madrid. Por lo que comprendí, más o menos, era que me elegía a mí, desdichado mortal, para que anunciara entre el común de los mortales la buena nueva de su llegada, la proclamación oficial de que el infierno en la tierra había llegado.
Así fue como me convertí en el agente del diablo, como aquél desdichado coleguita de Drácula que gustaba de papear moscas y arañas. No es que a mí me lavara el cerebro, no. Que yo siempre he procurado apostar a caballo ganador y no había que tener mucho coco para darse cuenta de quién llevaba las de ganar en todo este tinglado de mil demonios (nunca mejor dicho).
Como todo jefe, Lucifer captó rápidamente mis reiteradas muestras de peloteo y, con una palmadita en la espalda me depositó en el suelo y me instó a comenzar mi trabajo. Casi esperaba que encendiera un habano y me contara un chiste malo. Afortunadamente, no fue así, que bastante terapia necesitaría ya por el resto de mi vida como para añadir más leña al fuego.
Y así comenzó mi periplo intentando informar a la población de lo que se le venía encima. Pero de cómo lo logré y de cómo terminé en el Palacio de la Moncloa vestido de torero hablaré otro día…
Cayetano Gea Martín
sábado, septiembre 03, 2005
Corticoide dos de tres...
Es bajo los efectos de un poderoso corticoide que escribo estas líneas desde el ordenador de mi hogar. Una horrible urticaria vegeta en mi piel desde hace dos días sin saber aún su causa, y el corticoide que me han recetado me deja casi en estado vegetativo y con el rostro fatigado e hinchado. Al menos hoy no he tenido que ir a trabajar deslizándome por las calles de Madrid.
Siempre que me encuentro bajo los efectos de algún tipo de droga, y casi siempre, de forma involuntaria, que conste, que vocación de experimentación no tengo, que no me considero ningún De Quincey, me da por escribir de corrillo para ver qué sale de toda esta montaña de cortisona que recubre mi cerebro ahora mismo y entorpece mi visión y mis enlaces sinápticos.
Así, he empezado a golpear con dedos surcados de prurito rojizo el teclado y de fondo he puesto el disco de Los Poetas han Muerto de Avalanch, mientras me deleito en el tremendo giro musical que dio este grupo desde que se fue el critter que cantaba antes. Libre, pues, de las influencias del rock patrio, este grupo se ha convertido en su propio referente y estandarte, lo que no deja de suscitar críticas dentro de sus sectarios compañeros de profesión.
Estupendo, el corticoide me hace crítico musical de medio pelo a lo Rafa Basa. Por lo menos, su efecto se empieza a notar en mi piel, la cual comienza a verse libre de manchas rojas, al menos, durante las próximas doce horas, una tregua que me hará feliz y me hará creer que ya está, que retomo mi vida de nuevo y dejo de rascarme de forma compulsiva de una vez. Las piernas aún me pican como un demonio, aunque algo menos. Por lo visto, el picor se desplaza arriba y abajo sin razón huyendo de la cortisona.
Perdón, me estaba rascando los gemelos. Sé que no debo, pero es inaguantable. Dios, que pase esto pronto, por favor. Es de lo más perturbador, aunque he descubierto otro remedio casero de lo más eficaz y que potencia el efecto del corticoide: la masturbación. Así que os dejo aquí aprovechando la soledad de esta casa y os emplazo a la siguiente entrega del Día D ese, cuando llegue, que siempre que empiezo una historia larga me voy cansando según sigo.
Sed buenos y recordad que los poetas han muerto, que se marchitan las rosas que un tiempo sus lágrimas regaron para ti.
Siempre que me encuentro bajo los efectos de algún tipo de droga, y casi siempre, de forma involuntaria, que conste, que vocación de experimentación no tengo, que no me considero ningún De Quincey, me da por escribir de corrillo para ver qué sale de toda esta montaña de cortisona que recubre mi cerebro ahora mismo y entorpece mi visión y mis enlaces sinápticos.
Así, he empezado a golpear con dedos surcados de prurito rojizo el teclado y de fondo he puesto el disco de Los Poetas han Muerto de Avalanch, mientras me deleito en el tremendo giro musical que dio este grupo desde que se fue el critter que cantaba antes. Libre, pues, de las influencias del rock patrio, este grupo se ha convertido en su propio referente y estandarte, lo que no deja de suscitar críticas dentro de sus sectarios compañeros de profesión.
Estupendo, el corticoide me hace crítico musical de medio pelo a lo Rafa Basa. Por lo menos, su efecto se empieza a notar en mi piel, la cual comienza a verse libre de manchas rojas, al menos, durante las próximas doce horas, una tregua que me hará feliz y me hará creer que ya está, que retomo mi vida de nuevo y dejo de rascarme de forma compulsiva de una vez. Las piernas aún me pican como un demonio, aunque algo menos. Por lo visto, el picor se desplaza arriba y abajo sin razón huyendo de la cortisona.
Perdón, me estaba rascando los gemelos. Sé que no debo, pero es inaguantable. Dios, que pase esto pronto, por favor. Es de lo más perturbador, aunque he descubierto otro remedio casero de lo más eficaz y que potencia el efecto del corticoide: la masturbación. Así que os dejo aquí aprovechando la soledad de esta casa y os emplazo a la siguiente entrega del Día D ese, cuando llegue, que siempre que empiezo una historia larga me voy cansando según sigo.
Sed buenos y recordad que los poetas han muerto, que se marchitan las rosas que un tiempo sus lágrimas regaron para ti.
Cayetano Gea Martín
jueves, septiembre 01, 2005
EL DÍA D, Cuarta Parte
Allí permanecía, agarrado a la peana del Ángel Caído, y esperando haber dado esquinazo a mi óseo (y enano, que no se nos olvide) perseguidor. Contemplaba a la realidad muriendo en el caos en que se había convertido, con enormes bolas de fuego cayendo a saco desde el cielo, estrellándose con fuerza atómica en el suelo y surgiendo de las llamas más esqueletos draconianos, mientras hervía el agua y el aire y el asfalto comenzaba a fragmentarse y a intentar combarse hacia arriba, como si algo monstruoso quisiera abrirse paso a través de él.
Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.
De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.
De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Cayetano Gea Martín
lunes, agosto 29, 2005
EL DÍA D, Tercera Parte
Lo que me terminó de desconcertar fueron los extraños aerolitos de fuego que caían del cielo a gran velocidad y que destrozaban lo que tocaban dejando unos agujeros en el suelo no muy profundos pero sí de diámetro considerable, cerca de tres metros.
Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.
En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).
Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.
En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).
Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Cayetano Gea
viernes, agosto 26, 2005
EL DÍA D, Segunda Parte
El Parque del Retiro, ante cuyos comienzos me hallaba, concretamente, como queda dicho, cerca de la Puerta del Ángel Caído, había cambiado su familiar tonalidad y gama de colores radicalmente, como si un malvado Dios estuviera jugando con un Photoshop universal.
Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.
Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.
Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.
Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.
Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.
Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.
Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Cayetano Gea Martín
miércoles, agosto 24, 2005
EL DÍA D, Primera Parte
Esa tarde, al pisar el asfalto empapado de la ciudad, me di cuenta de que iba a morir. No fue tanto una premonición como una corazonada; algo que me susurraba la vieja bomba de sangre al oído, como acostumbra a hacer, aunque tendamos a ignorarla, ya que el sonido de nuestro propio corazón nos recuerda a todos que, por muy sabios que seamos, por muchos mundos que visitemos y muchos seres que amemos, nuestra existencia depende de un pedazo de carne no mayor que un puño cerrado.
Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.
Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.
Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.
Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.
Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Cayetano Gea Martín
lunes, agosto 22, 2005
Noviembre
Comienza a otoñarse el verano, aunque el calor de esta odiosa ciudad que abandoné temporalmente, pero a la que estoy unido por una suerte de triple cordón (umbilical, espiritual y carnal), me susurre lo contrario al oído izquierdo (el derecho aún guarda el poso del rumor de las olas de dos océanos) , atemperado por el latido de tu corazón austral.
Comienza el otoño, cierto, pero es el otoño mío, el otoño melancólico del retorno del hijo pródigo. En esta nueva singladura, reviso los viejos planes y el exceso de equipaje, y decido vivir algo más de los sueños inconclusos que de la realidad pétrea.
Para mi karma, sólo existen dos estaciones, una de frío pero de promesa de vida y otra de calor pero de certeza mortal, las llamaré por su mes más representativo: noviembre y agosto. La primera dura doscientos veintisiete días, desde el uno de septiembre (que marca el verdadero comienzo del año) hasta el quince de abril; y la segunda, de ciento treinta y ocho días, va del dieciséis de abril al treinta y uno de octubre.
Empieza ya, pues, la estación de noviembre, siempre bajo el influjo central de ese mes azul, hermoso y frío, que nos habla directamente a la cara y nos embadurna el rostro de hibernante escarcha.
En este noviembre que comienza en septiembre, tu blanco rostro comienza a reflejárseme en el agua, en las esquinas ciegas de la noche insomne, entre dos puertas correderas de un armario reflejado en el espejo.
En este largo noviembre de doscientos veintisiete días guardo el deseo y la esperanza de verte al final de él. Si esta estación no tiñe de frío azul mi pelo y de gris indiferencia el tuyo, prometo cortarme la coleta y regalártela allí, en el confín del mundo, donde el destino sigue trazando sus versos orgánicos de eucalipto.
Comienza el otoño, cierto, pero es el otoño mío, el otoño melancólico del retorno del hijo pródigo. En esta nueva singladura, reviso los viejos planes y el exceso de equipaje, y decido vivir algo más de los sueños inconclusos que de la realidad pétrea.
Para mi karma, sólo existen dos estaciones, una de frío pero de promesa de vida y otra de calor pero de certeza mortal, las llamaré por su mes más representativo: noviembre y agosto. La primera dura doscientos veintisiete días, desde el uno de septiembre (que marca el verdadero comienzo del año) hasta el quince de abril; y la segunda, de ciento treinta y ocho días, va del dieciséis de abril al treinta y uno de octubre.
Empieza ya, pues, la estación de noviembre, siempre bajo el influjo central de ese mes azul, hermoso y frío, que nos habla directamente a la cara y nos embadurna el rostro de hibernante escarcha.
En este noviembre que comienza en septiembre, tu blanco rostro comienza a reflejárseme en el agua, en las esquinas ciegas de la noche insomne, entre dos puertas correderas de un armario reflejado en el espejo.
En este largo noviembre de doscientos veintisiete días guardo el deseo y la esperanza de verte al final de él. Si esta estación no tiñe de frío azul mi pelo y de gris indiferencia el tuyo, prometo cortarme la coleta y regalártela allí, en el confín del mundo, donde el destino sigue trazando sus versos orgánicos de eucalipto.
Cayetano Gea Martín
jueves, agosto 04, 2005
El descanso del guerrero
Fatigado, con los miembros laxos de tanto patearme esta ciudad impía, y a la vez gloriosa, a la que tanto amo y odio, me despido de los cuatro amables gatos siameses que leen estas páteticas líneas de vez en cuando...
Hasta los vagos de espíritu necesitamos descansar de vez en cuando, por ello me voy de vacaciones. Lamentablemente, no indefinidas, ya que volveré por mis fueros en dos semanas.
Quien me necesite irremediablemente, quien no pueda vivir sin mí, me encontrará primero en las rías Baixas y después en Málaga, espantando guiris y babeando por ellas en plan lamentable por las discotecas playeras.
Al resto, os veo, leo u oigo a la vuelta.
Consejo de verano: sed buenos y pecad todo lo que podáis. La única inmoralidad contra natura que existe es la castidad.
Un abrazo
Hasta los vagos de espíritu necesitamos descansar de vez en cuando, por ello me voy de vacaciones. Lamentablemente, no indefinidas, ya que volveré por mis fueros en dos semanas.
Quien me necesite irremediablemente, quien no pueda vivir sin mí, me encontrará primero en las rías Baixas y después en Málaga, espantando guiris y babeando por ellas en plan lamentable por las discotecas playeras.
Al resto, os veo, leo u oigo a la vuelta.
Consejo de verano: sed buenos y pecad todo lo que podáis. La única inmoralidad contra natura que existe es la castidad.
Un abrazo
Cayetano Gea Martín
martes, agosto 02, 2005
Y de nuevo
Y de nuevo en mis brazos te hiciste un nido donde poder enterrar tu cabecita loca contra mi pecho anhelante. Así volviste a mí, o contra mí, atravesando las nubes y los espejos cuajados de tigres para aterrizar en mi abrazo esperanzado, calentito, lujuriante.
Y de nuevo llegó la música, la danza, la lengua foránea y el sexo eterno, pero esta vez mejor, más íntimo y hermoso, más juguetón.
¿Y de nuevo las dudas? Esta vez no.
Y de nuevo te veré, unos días cálidos de Agosto, en los que te enseñaré Andalucía y el noble legado de mi tierra madre.
Y de nuevo llegó la música, la danza, la lengua foránea y el sexo eterno, pero esta vez mejor, más íntimo y hermoso, más juguetón.
¿Y de nuevo las dudas? Esta vez no.
Y de nuevo te veré, unos días cálidos de Agosto, en los que te enseñaré Andalucía y el noble legado de mi tierra madre.
Cayetano Gea Martín
sábado, julio 30, 2005
Pierradas III
Imperativo categórico ruso
-¿Cree usted –le pregunté a Pierre Menard a bocajarro –que es posible discutir acerca de la validez del imperativo categórico kantiano mientras nos montamos en esta montaña rusa?
-¡No lo sé! –tuvo que casi chillar Menard debido al fuerte viento creado por los 215 km/h que alcanzaba en aquel instante nuestra vagoneta y que me impedía entenderle con claridad. -¡Santo Nietzsche! –exclamó -¡Si no le veo sentido ni en tierra firme!
Macropus robustus
Aquella fría noche invernal que pasé en casa de Pierre fue muy especial, no ya solamente por deleitarme en escuchar sus eruditas reflexiones, sino también porque, tras siete helados de fresa empapados de absenta, dichas reflexiones se tornaban en completas estupideces. Es decir, más estúpidas aún de lo normal.
Así, esperando con sorna una respuesta absurda, le pregunté al maestro (y no sin cierto esfuerzo, ya que el abuso aquella noche del tinto de verano había mermado mi facultad vocalizadora): -Dígame, Monsieur Menard, ¿qué animal de toda la creación es el que usted más odia? –A los canguros –respondió con determinación alcohólica el afamado escritor. -¿Por qué? –murmuré yo mientras babeaba tumbado, con la cara pegada al suelo. La respuesta de Menard se hizo esperar, exactamente dos horas, que fue cuando Pierre se despertó y se bajó de la lámpara donde, fortuitamente, se había quedado dormido boca abajo. Cuando pudo ponerse de rodillas, me murmuró con voz fangosa: -Pues mire usted, no me gustan los canguros lo más mínimo. Bueno, lo cierto es que no soporto a los marsupiales en general. ¿Por qué? Pues porque no me fío de nada que posea más capacidad de almacenamiento que yo desnudo.
Aún no sé si esa respuesta la dijo de verdad o yo la soñé, ya que desde dos horas antes me encontraba en un estado de lo más parecido al coma profundo.
Cayetano Gea Martín
jueves, julio 28, 2005
Desde mi fiebre
Ardo, ardo de calor tendido en este lecho maloliente que me rodea en círculos concéntricos mientras escribo desde mi fiebre, ya que siempre me gustó aprovechar las pajas mentales que le salen a uno cuando escribe febril o borracho.
Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.
Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.
Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.
Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.
Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.
Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.
Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Cayetano Gea Martín
martes, julio 26, 2005
Velázquez
Transito veloz entre palacios, embajadas, villas, antiguos monasterios y edificios de paredes de metacrilato y suelo de linóleo. La calle se abre ante y para mí, expectante y deseosa de recibirme. Su vitalidad me atrae irresistiblemente, Paseo por ella, piso su suelo alfombrado de secas flores amarillas, que se precipitan desde los vigilantes árboles, los cuales crean un entorno de columnata catedralicia a toda la calle. Me senté en un banco suyo a escribir esta breve historia de amor. La he amado desde hace tanto… Por sus arterias corren las mías y es especial al resto de las calles, aunque aún sus confines se pierdan en el horizonte y sienta miedo a explorarla del todo, de descubrir que es como las demás, y que llega un punto en que se acaba o se desvirtúa.
La dejo por hoy, el deber me reclama. Mañana volveré a sentarme en este banquito, desde el cual observo la magnificencia de la embajada italiana y de ese extraño palacio romano que aún no sé qué es, que nace entre ti y Juan Bravo y que se extiende por extraños vericuetos de mi imaginación, de esta imaginación mía que ama la ciudad, las calles y las casas.
Un anciano me miró y me caló enseguida: “Qué hermosa es, ¿verdad?”. Y tanto.
La dejo por hoy, el deber me reclama. Mañana volveré a sentarme en este banquito, desde el cual observo la magnificencia de la embajada italiana y de ese extraño palacio romano que aún no sé qué es, que nace entre ti y Juan Bravo y que se extiende por extraños vericuetos de mi imaginación, de esta imaginación mía que ama la ciudad, las calles y las casas.
Un anciano me miró y me caló enseguida: “Qué hermosa es, ¿verdad?”. Y tanto.
Cayetano Gea Martín
sábado, julio 23, 2005
La Cumbre, Tercera Parte
Horrorizado, sin atreverse a entrar en el área sagrada, el padre de T’Chala contemplaba como aquel monstruo inmundo, al que estaba dispuesto a llamar yerno no ha mucho, intentaba abusar de su hija y, por como se desarrollaban los acontecimientos, nada hacía creer que no lo conseguiría. En efecto, Nok’Fala había desnudado por entero a la muchacha e intentaba separar sus piernas, piernas que T’Chala agitaba frenéticamente en un desesperado intento de impedir que aquella bestia consumara su horrendo propósito. -¡Deja de agitarte, perra! –escupía a grandes voces Nok’Fala -¡Deja de agitarte o te hundo la cabeza a golpes y violo tu cuerpo muerto! ¡No creas que me importa!
En aquel preciso instante, el viento dejó de soplar y los pájaros de cantar. Un silencio mortal inundó La Cumbre. La realidad comenzó a tornarse cada vez más azulada. Todos los pares de ojos que alzaron la vista al sol pudieron observar como éste se había vuelto turquesa. Paralizados por el terror, los presentes comenzaron a distinguir una silueta de mujer que, flotando en el horizonte, se iba acercando hacia ellos y cobrando nitidez por momentos. Para cuando llegó a La Cumbre, a ninguno de los hombres presentes (ni a T’Chala) les quedaba la menor duda de que se ante ellos se alzaba la Diosa Let’Oda, la Diosa de las Mujeres, guardiana de sus secretos y protectora de su simiente.
Con apariencia de mujer negra, mostraba, empero, un color turquesa muy claro en la piel, no así en su largo pelo, de un azul oscuro como el mar. Era hermosa, hermosa como sólo una representación onírica de pura belleza femenina puede serlo. Y temible. La Diosa se acercó hasta T’Chala, la alzó del suelo y la dio un beso con sabor a fresca hierba en la mejilla. Acto seguido, chasqueó los dedos delante de los ojos de Nok’Fala, el cual se había quedado petrificado por la sorpresa y el terror. No todos lo días cometía uno sacrilegio y se presentaba la deidad para castigarte. Porque de eso se trataba, comprendió inmediatamente el embrutecido guerrero.
Sin embargo, Let’Oda desapareció en un abrir y cerrar de ojos sin haber aniquilado o torturado a Nok’Fala. Éste comenzó a moverse con creciente alivio, hasta que notó una especie de ausencia al andar. Horrorizado y al borde del colapso (el cual no tardó mucho en llegar), vio que allí donde antes se alzaba orgulloso su enhiesto falo, ahora se dibujaba una hermoso pubis de mujer.
***
Después de los sucesos en La Cumbre, y a la espera de que Nok’Fala despertase de un coma profundo a consecuencia de su transformación, el consejo de ancianos debatía si expulsar o no a éste del poblado. Al final, se decidió que Nok’Fala ya portaba en su alma castigo suficiente.
Un año más tarde, Nok’Fala continuaba viviendo entre su gente. Su carácter se había dulcificado desde el castigo divino. Ahora, era un miembro integrado en la sociedad. Ayudaba a todo el mundo, se portaba bien con los niños, se mostraba respetuoso con los ancianos y escuchaba con atención a las personas cuando éstas hablaban.
Se había vuelto, en fin, mejor persona.
Se había vuelto mujer.
En aquel preciso instante, el viento dejó de soplar y los pájaros de cantar. Un silencio mortal inundó La Cumbre. La realidad comenzó a tornarse cada vez más azulada. Todos los pares de ojos que alzaron la vista al sol pudieron observar como éste se había vuelto turquesa. Paralizados por el terror, los presentes comenzaron a distinguir una silueta de mujer que, flotando en el horizonte, se iba acercando hacia ellos y cobrando nitidez por momentos. Para cuando llegó a La Cumbre, a ninguno de los hombres presentes (ni a T’Chala) les quedaba la menor duda de que se ante ellos se alzaba la Diosa Let’Oda, la Diosa de las Mujeres, guardiana de sus secretos y protectora de su simiente.
Con apariencia de mujer negra, mostraba, empero, un color turquesa muy claro en la piel, no así en su largo pelo, de un azul oscuro como el mar. Era hermosa, hermosa como sólo una representación onírica de pura belleza femenina puede serlo. Y temible. La Diosa se acercó hasta T’Chala, la alzó del suelo y la dio un beso con sabor a fresca hierba en la mejilla. Acto seguido, chasqueó los dedos delante de los ojos de Nok’Fala, el cual se había quedado petrificado por la sorpresa y el terror. No todos lo días cometía uno sacrilegio y se presentaba la deidad para castigarte. Porque de eso se trataba, comprendió inmediatamente el embrutecido guerrero.
Sin embargo, Let’Oda desapareció en un abrir y cerrar de ojos sin haber aniquilado o torturado a Nok’Fala. Éste comenzó a moverse con creciente alivio, hasta que notó una especie de ausencia al andar. Horrorizado y al borde del colapso (el cual no tardó mucho en llegar), vio que allí donde antes se alzaba orgulloso su enhiesto falo, ahora se dibujaba una hermoso pubis de mujer.
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Después de los sucesos en La Cumbre, y a la espera de que Nok’Fala despertase de un coma profundo a consecuencia de su transformación, el consejo de ancianos debatía si expulsar o no a éste del poblado. Al final, se decidió que Nok’Fala ya portaba en su alma castigo suficiente.
Un año más tarde, Nok’Fala continuaba viviendo entre su gente. Su carácter se había dulcificado desde el castigo divino. Ahora, era un miembro integrado en la sociedad. Ayudaba a todo el mundo, se portaba bien con los niños, se mostraba respetuoso con los ancianos y escuchaba con atención a las personas cuando éstas hablaban.
Se había vuelto, en fin, mejor persona.
Se había vuelto mujer.
Cayetano Gea Martín
jueves, julio 21, 2005
La Cumbre, Segunda Parte
Mientras T’Chala le rogaba a Let’Oda, oyó pasos por la vereda que ascendía en espiral hasta La Cumbre. Se asomó para contemplar a una comitiva (que parecía más una partida de caza) encabezada por su padre y Nok’Fala. “En un instante estarán aquí”, pensaba la desdichada muchacha. “Oh, Diosa, ¡protégeme, protégeme!” La comitiva llegó al final, aunque nadie entró en la cima, ya que ésta era terreno sagrado que sólo las mujeres podían hollar.
-¡Hija mía! –exclamó el padre de T’Chala, la cual se había situado peligrosamente cerca del borde, -¡Vida de mi sangre y sangre de mi vida! ¡Acude a tu padre, pues éste te reclama! T’Chala, con lágrimas en los ojos, lo increpó con agrias palabras -¡No reconozco por padre a aquel que quiere entregarme al monstruo que tienes a tu lado! –dijo, señalando a Nok’Fala, quien contemplaba la escena mudo de rabia.
¡Terrible, terrible fue el sacrilegio que cometió Nok’Fala! Ante el estupor de los congregados, ¡se atrevió a pisar el suelo sagrado de la cima de La Cumbre de la Diosa Let’Oda! Gritos de dolor y de maldición surgieron por doquier, aunque Nok’Fala los silenció gritando más fuerte que todos a la vez. Con el rostro descompuesto por el odio, se dirigió a T’Chala en términos injuriosos. -¡Ven aquí, mujer! ¡Acude a tu pronto amo, perra! ¡Arrástrate y besa las piernas de tu futuro señor o tendré que ir yo!- ¡Oh, cuán odiosas resultaron esas palabras para los presentes, sobre todo para el padre de T’Chala! Pero ningún hombre se atrevía a entrar en La Cumbre, nadie más quería firmar su condena divina y morar en los infiernos junto con el loco de Nok’Fala. El padre de T’Chala hacía gestos a su hija para que rodeara a aquel monstruo y se situara bajo la protección de sus alas, pero Nok’Fala agarró de la muñeca a la muchacha, la cual gritó al sentir la presión.
-¡Pequeña ramera! –increpó Nok’Fala a T’Chala -¿Quién te crees que eres para despreciarme? Si no fuera por mí, ¡nadie en este inmundo poblado sabría lo que es comer carne todos los días! ¡Es un gran honor el que hago a tu familia accediendo a casarme contigo, ingrata! ¡Baja de La Cumbre enseguida o te bajaré yo por la fuerza! ¡Corre a tu casa y dile a esa madre tuya con cara de perro que te adecente para la boda! ¡Vamos! ¡Vamos!
A pesar de que era evidente que Nok’Fala había perdido por completo la razón, T’Chala aún sacó fuerzas de flaqueza para mirarle a los ojos e increparle. -¡Jamás me uniré a ti, monstruo! –dijo T’Chala -¡No es a ti a quien amo! ¡Mi corazón pertenece a otro! ¡Pertenece a Fac’Ne! ¡Él es, a ojos de Let’Oda, mi legítimo marido!- Blanco se quedó el rostro de todos los presentes ante la revelación de la muchacha, incluido el de su padre y el de Nok’Fala, pero éste último se recuperó pronto, y cogiendo a la muchacha por la espalda la obligó a tumbarse boca a bajo. –¡Ahora vas a ver la diferencia entre Fac’Ne y yo, perra! –le chilló a T’Chala al oído, mientras arrancaba la falda de la muchacha -¡Ahora verás la diferencia!...
-¡Hija mía! –exclamó el padre de T’Chala, la cual se había situado peligrosamente cerca del borde, -¡Vida de mi sangre y sangre de mi vida! ¡Acude a tu padre, pues éste te reclama! T’Chala, con lágrimas en los ojos, lo increpó con agrias palabras -¡No reconozco por padre a aquel que quiere entregarme al monstruo que tienes a tu lado! –dijo, señalando a Nok’Fala, quien contemplaba la escena mudo de rabia.
¡Terrible, terrible fue el sacrilegio que cometió Nok’Fala! Ante el estupor de los congregados, ¡se atrevió a pisar el suelo sagrado de la cima de La Cumbre de la Diosa Let’Oda! Gritos de dolor y de maldición surgieron por doquier, aunque Nok’Fala los silenció gritando más fuerte que todos a la vez. Con el rostro descompuesto por el odio, se dirigió a T’Chala en términos injuriosos. -¡Ven aquí, mujer! ¡Acude a tu pronto amo, perra! ¡Arrástrate y besa las piernas de tu futuro señor o tendré que ir yo!- ¡Oh, cuán odiosas resultaron esas palabras para los presentes, sobre todo para el padre de T’Chala! Pero ningún hombre se atrevía a entrar en La Cumbre, nadie más quería firmar su condena divina y morar en los infiernos junto con el loco de Nok’Fala. El padre de T’Chala hacía gestos a su hija para que rodeara a aquel monstruo y se situara bajo la protección de sus alas, pero Nok’Fala agarró de la muñeca a la muchacha, la cual gritó al sentir la presión.
-¡Pequeña ramera! –increpó Nok’Fala a T’Chala -¿Quién te crees que eres para despreciarme? Si no fuera por mí, ¡nadie en este inmundo poblado sabría lo que es comer carne todos los días! ¡Es un gran honor el que hago a tu familia accediendo a casarme contigo, ingrata! ¡Baja de La Cumbre enseguida o te bajaré yo por la fuerza! ¡Corre a tu casa y dile a esa madre tuya con cara de perro que te adecente para la boda! ¡Vamos! ¡Vamos!
A pesar de que era evidente que Nok’Fala había perdido por completo la razón, T’Chala aún sacó fuerzas de flaqueza para mirarle a los ojos e increparle. -¡Jamás me uniré a ti, monstruo! –dijo T’Chala -¡No es a ti a quien amo! ¡Mi corazón pertenece a otro! ¡Pertenece a Fac’Ne! ¡Él es, a ojos de Let’Oda, mi legítimo marido!- Blanco se quedó el rostro de todos los presentes ante la revelación de la muchacha, incluido el de su padre y el de Nok’Fala, pero éste último se recuperó pronto, y cogiendo a la muchacha por la espalda la obligó a tumbarse boca a bajo. –¡Ahora vas a ver la diferencia entre Fac’Ne y yo, perra! –le chilló a T’Chala al oído, mientras arrancaba la falda de la muchacha -¡Ahora verás la diferencia!...
Cayetano Gea Martín
martes, julio 19, 2005
La Cumbre, Primera Parte
Cuando T’Chala huyó del poblado, jamás pudo imaginar que terminaría allí, en La Cumbre. Pero ahí estaba, tumbada sobre la estéril roca de la cima, sin nada que se interpusiera entre su rostro de ébano y el sol, salvo la profundidad celeste. Desde ese privilegiado lugar, observaba el valle que se extendía a sus pies, como naciendo de ellos. Las cuentas de colores que adornaban su cuello, muñecas y tobillos tintineaban al ser sacudidas por el ligero pero constante viento que soplaba a aquella altitud, creando un mágico rumor de campanillas.
T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.
T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.
T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.
T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.
T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
Cayetano Gea Martín
domingo, julio 17, 2005
MALDITA NOCHE
Maldita noche eterna de dolor y desconcierto, maldito sentimiento de ansiedad que regresa, triunfante, a posarse con las alas plegadas y las garras extendidas sobre mi alma una vez más. El calor seco de la meseta, el ladrido de los perros, la luz ambarina de la crueles farolas, la gente gorda de satisfacción que sube y baja de sus pequeños utilitarios de felicidad; todo ello me impide dormir y abren una puerta que creía cerrada a cal y canto hace mucho. La ansiedad me devora, y esta noche, esta noche eterna, se convierte en un personal e intransferible castigo por algo que no recuerdo, quizá por pecados de otra vida.
Me levanto y siento sobre mi caldeado lecho y empiezo a hacer ejercicios de respiración, con la esperanza de calmar la marea que se abre como una negra flor en mi pecho, y que me conecta con el caos primigenio del centro del universo. Fracasado en mi intento, comienzo a escribir a velocidad de vértigo estas líneas, deseando que hagan de toma de tierra para la ansiedad. Al cabo de un instante, que se me antoja largo como una vida, consigo que ésta descienda del corazón a mis pies y muera al contacto con el aire, formando un montoncito frío de cenizas en el parqué.
Extenuado, casi post-orgásmico, suelto el bolígrafo y me tiendo de nuevo en la cama, sospechando que no podré dormir de nuevo, que el monstruo que yace en el suelo el un fénix y que, como tal, renacerá de sus cenizas para seguir torturándome. Medio segundo después, el sueño, hermano de la muerte, me rodea en su negro abrazo y me hunde en sus profundas simas. Despierto doce horas después.
Cayetano Gea Martín
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