Sin noticias de Pierre
Los meses siguientes de la partida de Pierre Menard fueron especialmente duros para mí. Acostumbrado a su presencia constante en mi hogar, y a pesar de las amargas quejas de mi esposa ante tan prolongadas estancias, puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás gocé de más digno huésped, maestro y amigo. Por tanto, no ha de extrañar a sus lectores, a los cuales me dirijo en esta ocasión, que añorara tanto su presencia, su conversación y sus gloriosas meteduras de pata. Sí, Pierre había transformado en arte el errar en el momento más inoportuno. Te hacía recordar que, por intrascendente que fuera tu vida, siempre había alguien en peor plano existencial.
Pierre está a la vuelta de la esquina
Cierto triste día de otoño, unos ocho meses después de la partida de Monsieur Menard, descubrí una vieja librería oculta entre el mar de callejones de París. Mientras buscaba alguna edición antigua de poemas de Jean Crèveux (en concreto, la limitada edición de 1878 de la Editorial Les Guilmès), contemplé fascinado el rostro del librero. Éste era un calco exacto del de Pierre. El parecido era tal, que no dudé ni un instante en pensar que mi venerado maestro se hallaba frente a mí. Con una sonrisa que delataba su identidad, el presunto librero me tendió una mano que asustaba de lo sucia que estaba (más de lo que es de por sí común entre franceses), tal y como Menard acostumbraba a llevarlas ambas. En aquel momento, y temiendo que mi mano se derritiera dentro de la suya, me dijo: “Sí, soy yo, viejo amigo. Soy Pierre Menard y usted acaba de desbaratarlo todo”.
Madame Flaucart
Como es lógico, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a mi amigo perdido oculto bajo la modesta apariencia de librero. El diálogo que mantuvimos fue largo y tedioso. Baste aquí decir, a modo de praxis, que Pierre había pasado más de doscientos días oculto de aquella guisa para intentar esquivar las temibles garras de Monsieur LeJanò, carnicero por oficio y marido de Madame Flaucart, con la cual mi querido amigo estuvo manteniendo un apasionado affaire durante casi todo el tiempo de su misteriosa desaparición. Sorprendido ante tamaña revelación, le pregunté a Menard cómo era posible que se hubiera dejado enredar en un asunto de faldas (él siempre alardeaba de estar por encima de bajas pasiones y de instintos carnales). “Ah, amigo mío”, me comentó a queda voz “opináis así porque no conocéis a Madame Flaucart”. Le rogué que me aclarara, aunque fuera someramente, qué tenía esa gentil dama de especial. Entonces, con una expresión en su infortunado rostro mezcla de lujuria, miedo y adicción, Pierre me susurró al oído: “Ella es un aleph”...
Los meses siguientes de la partida de Pierre Menard fueron especialmente duros para mí. Acostumbrado a su presencia constante en mi hogar, y a pesar de las amargas quejas de mi esposa ante tan prolongadas estancias, puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás gocé de más digno huésped, maestro y amigo. Por tanto, no ha de extrañar a sus lectores, a los cuales me dirijo en esta ocasión, que añorara tanto su presencia, su conversación y sus gloriosas meteduras de pata. Sí, Pierre había transformado en arte el errar en el momento más inoportuno. Te hacía recordar que, por intrascendente que fuera tu vida, siempre había alguien en peor plano existencial.
Pierre está a la vuelta de la esquina
Cierto triste día de otoño, unos ocho meses después de la partida de Monsieur Menard, descubrí una vieja librería oculta entre el mar de callejones de París. Mientras buscaba alguna edición antigua de poemas de Jean Crèveux (en concreto, la limitada edición de 1878 de la Editorial Les Guilmès), contemplé fascinado el rostro del librero. Éste era un calco exacto del de Pierre. El parecido era tal, que no dudé ni un instante en pensar que mi venerado maestro se hallaba frente a mí. Con una sonrisa que delataba su identidad, el presunto librero me tendió una mano que asustaba de lo sucia que estaba (más de lo que es de por sí común entre franceses), tal y como Menard acostumbraba a llevarlas ambas. En aquel momento, y temiendo que mi mano se derritiera dentro de la suya, me dijo: “Sí, soy yo, viejo amigo. Soy Pierre Menard y usted acaba de desbaratarlo todo”.
Madame Flaucart
Como es lógico, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a mi amigo perdido oculto bajo la modesta apariencia de librero. El diálogo que mantuvimos fue largo y tedioso. Baste aquí decir, a modo de praxis, que Pierre había pasado más de doscientos días oculto de aquella guisa para intentar esquivar las temibles garras de Monsieur LeJanò, carnicero por oficio y marido de Madame Flaucart, con la cual mi querido amigo estuvo manteniendo un apasionado affaire durante casi todo el tiempo de su misteriosa desaparición. Sorprendido ante tamaña revelación, le pregunté a Menard cómo era posible que se hubiera dejado enredar en un asunto de faldas (él siempre alardeaba de estar por encima de bajas pasiones y de instintos carnales). “Ah, amigo mío”, me comentó a queda voz “opináis así porque no conocéis a Madame Flaucart”. Le rogué que me aclarara, aunque fuera someramente, qué tenía esa gentil dama de especial. Entonces, con una expresión en su infortunado rostro mezcla de lujuria, miedo y adicción, Pierre me susurró al oído: “Ella es un aleph”...
Cayetano Gea Martín
1 comentario:
Kodama un Aleph???
Mejor una piedra...
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