Esa tarde, al pisar el asfalto empapado de la ciudad, me di cuenta de que iba a morir. No fue tanto una premonición como una corazonada; algo que me susurraba la vieja bomba de sangre al oído, como acostumbra a hacer, aunque tendamos a ignorarla, ya que el sonido de nuestro propio corazón nos recuerda a todos que, por muy sabios que seamos, por muchos mundos que visitemos y muchos seres que amemos, nuestra existencia depende de un pedazo de carne no mayor que un puño cerrado.
Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.
Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.
Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.
Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.
Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Cayetano Gea Martín
1 comentario:
Pues sí, señor, y Mastropiero fue a visitarle una vez con su mujer, su cocker spaniel y su mayordomo...
Eran tan, tan iguales que la gente les confundía constantemente, y así "el perro no sabía con quién jugar, el mayordomo no sabía a quién atender y la mujer... se llamaba Margaret" Jejeje
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