jueves, septiembre 22, 2005

EL DÍA D, Octava Parte

La reacción de los parroquianos ante el anuncio del atraso del concierto y, encima, la eminente aparición estelar de El Niño de Zarzaquemada en su lugar, fue algo antológico y brutal. Jamás ví tal cantidad de seres humanos montar semejante marabunta. La confusión general no favorecía en absoluto mis planes. No podía pensar con tamaña tormenta heavy desarrollándose a mi alrededor. ¿Qué hacer? ¿Debería entrar igualmente en la plaza? Parecía que sin micrófono, ni escenario, no habría forma de comunicarme con el respetable. Aún así, decidí entrar y que fuera lo que Lucifer quisiera.

Mientras pensaba en la mejor vía para pasar de tapadillo, pude observar por el rabillo del ojo a un muchacho joven, delgado y trajeado que descendía de una limusina con la intención de entrar en la plaza por uno de los soportales laterales (concretamente, el que da a la Calle AC/DC). Inmediatamente supuse que se trataba de El Niño de Zarzaquemada, el cual se dirigía con paso raudo hacia el interior de la plaza. Sin pensármelo dos veces, corrí hacia él y llegando a su altura, considerable, por cierto, posé la rodilla en tierra y le supliqué un autógrafo. No sólo se negó a ello sino que además me mandó a cierta parte del cuerpo humano encargada de la evacuación de cuerpos sólidos de una forma bastante desconsiderada. Sin más miramientos, procedí a reducirle a él y a sus dos gorilas, con la sana intención de hacerme con el traje de luces y poder así entrar en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés. Como pude apreciar volé hasta allí, Lucifer me había otorgado determinados dones que se manifestaban cuando eran requeridos. Así, en aquella ocasión noté cómo un calor infernal pugnaba por abrirse paso a través de mi garganta. Así ocurrió. Una espantosa bola de fuego salió disparada de mi boca hacia los tres citados sujetos. Aún resuenan en mis oídos sus gritos y conservo su olor a churrasco en la nariz.

Lo más curioso de todo fue que la bola de fuego redujo a dióxido de carbono a los tres desdichados, pero dejó intactas todas sus ropas y pertenencias (uno de los guardaespaldas, constaté, llevaba bolas chinas). Sin hacer demasiados aspavientos, sacudí los restos de El Niño de Zarzaquemada y me introduje como pude (entendí por qué los toreros necesitan ayuda) en el traje de luces.

Así fue cómo hice mi entrada triunfal en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, con la espada envuelta en la capa y la montera calada. Ah, casi podía soñar con un hermoso aluvión de claveles, bragas y sostenes… Lo que me llovió fue bastante distinto...
Cayetano Gea Martín

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