Allí permanecía, agarrado a la peana del Ángel Caído, y esperando haber dado esquinazo a mi óseo (y enano, que no se nos olvide) perseguidor. Contemplaba a la realidad muriendo en el caos en que se había convertido, con enormes bolas de fuego cayendo a saco desde el cielo, estrellándose con fuerza atómica en el suelo y surgiendo de las llamas más esqueletos draconianos, mientras hervía el agua y el aire y el asfalto comenzaba a fragmentarse y a intentar combarse hacia arriba, como si algo monstruoso quisiera abrirse paso a través de él.
Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.
De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.
De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Cayetano Gea Martín
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