martes, marzo 29, 2005

El holandés errante, Capítulo Dos

Si el sueño de la razón produce monstruos, debo ser, pues, la persona más razonable que conozca. Aquel infortunado día en el cual conocí a Manuel VanHerden fue, también, el día en el que mi escala de valores salió volando por la ventana. Como queda dicho, la aparición luciferina no fue nada comparado con lo que vino después, con el terror que sentimos todos los allí presentes a raíz de aquel suceso.

El único que se mostraba impasible ante la criatura era aquél que la había convocado y capturado, aquél descendiente del holandés errante que desembarcó en Barcelona y cuyo genio se ve representado hoy en su nieto. ¿Quién dice que no hay vida después de la muerte? Lo que nos espera a todos más allá de la laguna Estigia es algo que ningún filósofo o metafísico ha podido desentrañar a lo largo de toda la historia de la humanidad. Pero sí podemos afirmar que algo nuestro sobrevive en nuestra descendencia. Sólo era necesario contemplar los hermosos ojos azules, el pelo de azabache sujetado mediante una coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda, los finos labios, el gusto por hablar, por beber y por los inventos, para poder afirmar, sin lugar a dudas, que Manuel no era sólo un VanHerden de pura cepa holandesa, sino que también era el vivo retrato de su difunto abuelo.

Este Manuel, pues, después de haber conseguido atrapar a un diablillo en su pequeña cárcel demoníaca, se acercó todo lo que pudo a la caja para poder hablar con la extraña criatura en un tono que no nos permitiera oír lo que le decía, precaución harto innecesaria, puesto que los demonios, aún los inferiores, pueden leer los pensamientos humanos como si los proclamásemos en voz alta. Además, a juzgar por las miradas de complicidad que se cruzaban entre ellos, podría decirse que ambos estaban de acuerdo con lo que fuera que estaban tratando.

Era curioso, a la par que espeluznante, observar cómo el rostro de la criatura iba cambiando de sorprendido temor hacia una socarrona e inteligente mirada de complicidad y maldad. Los allí presentes nos miramos y comprobé que todos pensábamos que aquello no podía ser nada bueno. Como decía mi difunta bisabuela, que era carlista: prepárate siempre para lo peor. Aquella sensación de premonición, de saber que aquello no podía terminar bien, se veía ligeramente intensificada al comprobar tres factores más que no había observado hasta ahora, aunque, por los charcos de orina y las convulsiones de los amigos de Manuel, supuse que el resto de los presentes sí.

Ocurrió de la siguiente manera: Distraídamente desvíe mi mirada hacia la dueña del local, quizá deseoso de contemplar algo diferente a la imposible prisión y al imposible demonio. Así, mis ojos se cruzaron con los ojos muertos de ella, que yacía momificada sobre la barra, como el resto de los parroquianos. Todos lucían un poco afortunado aspecto de cadáveres resecos a los que les acababan de quitar las vendas después de dos mil años de momificación, lo que contrastaba notablemente con las bebidas que sujetaban en sus manos, algunas con los cubitos de hielo intactos aún…

Otros dos factores más me llevaron hasta este frenopático donde, supongo, pasaré el resto de mis días. Desafortunadamente, tanto su narración como la crónica de lo que departieron Manuel y el demonio, tendrá que esperar a que los enfermeros vuelvan a confiarme un bolígrafo o un lapicero, ya que, y debido al trastorno nervioso que me supone el rememorar aquellos acontecimientos, pienso clavarle este lápiz al primero que pase a partir de… ya.


Cayetano Gea Martín

sábado, marzo 26, 2005

Desespero

No sé cómo decirte lo que siento sin utilizar estas palabras huecas y vanas que surgen por doquier y que dominan mi cerebro, ese torrente de frases sin sentido que necesito expresar aquí, en este refugio para mi alma llamado papel, hoja, resma, cuartilla.

Ahora que el barco golpea contra el fondo, y que por tanto, ya está todo perdido, ¿me atreveré a ser sincera contigo? Quizá llegó el momento de abrir mi alma, este momento vano e inutilizado por la futilidad, este instante perdido, de andar descalza por las brasas de más palabras y metáforas huecas que surgen, caen y venga, seguimos sumando, seguimos sin atacar de frente las cosas. ¿Para qué hacerlo, pudiendo andarnos con circunloquios?

¿Llegó el momento de la praxis? Yo diría que sí, que ya va siendo hora. Hora de resumir la situación con una frase sencilla: te he perdido. Sí, eso es, tan sencillo como que te perdí, como que nunca más lloverá en otoño por obra y gracia de tu belleza tallada en piedra y carne en mi alma, con esos ojos del color del cielo iluminando cada rincón de mi ser, cada recoveco, inundado por tu luz. Mi amor, eso fue, te perdí, te perdí para siempre en el fuego de la destrucción.

Los dioses de la guerra hollaron nuestra tierra santa con sus pesadas e indiferentes botas, disfrutando de nuestro dolor, alimentándose de nuestro miedo como alimañas, saqueando nuestras pertenencias y violando nuestras vidas. Asolaron nuestras calles y casas con el fragor de sus armas y bajo la tolerancia de sus desalmados ciudadanos, que Alá traiga la destrucción a sus vidas.

Tú no eras soldado, mi amor, no ocupabas un cargo militar, ni siquiera tenías un arma en casa. Eras un hombre sencillo intentando sobrevivir en un mundo complicado. Te sacaron de casa, te soltaron de mi mano y te mataron en el polvoriento suelo de la calle, como a un perro. Algunos de ellos hasta se reían al ver cómo se apagaba tu vida. Una vida más, ¿acaso importa? Para mí sí. Para mí era mi vida tu vida. Lo más importante y grande de la creación, tan sagrada como el más sagrado de los tesoros.

Sobrevivimos a la temible dictadura de nuestro tirano, de nuestro odioso tirano puesto por los mismos que hoy nos masacran, sólo para verte morir a las puertas de la democracia que nuestros salvadores nos prometieron traer. Nuestros libertadores, los que llegaron mascando chicle y disparando contra todo aquel con aires de sospechoso, es decir, todo aquel que no fuera de su país o del país de sus aliados.

Vinieron a liberarnos de una dictadura para imponernos el yugo de su democracia. Su democracia, que me ha arrebatado a mi amor, mi vida, mi mundo, mi pasión, el color de mis mejillas y la flor de mi cuerpo. Sólo me quedan crisantemos en mi corazón y cipreses en mi alma. Me aferro a tu lápida sin nombre y me dejo morir.


Cayetano Gea Martín

domingo, marzo 20, 2005

El holandés errante, Capítulo Uno

El holandés que descendió del barco y se internó por las callejas portuarias de la Barcelona de principios de siglo, cada uno piense cuál, se afincó en la pequeña posada donde María era la dueña y señora, como sólo saben serlo las mujeres españolas. Del amor que nació entre ellos, algunos creen que alumbrado por la luna, surgió una prolífera familia, cuyo miembro más destacado fue Manuel VanHerden, nieto de aquel holandés errante que desembarcó en Barcelona, y con él, toda su futura descendencia, como este Manuel que nos ocupa, que fue el inventor de cierto prodigio que tuve el privilegio personal de conocer.

Manuel era una criatura de viva imaginación, y gustaba de beber, de hablar y de crear inventos en los bares, no en los apartados estudios que suelen emplear los genios para poner en funcionamiento sus cerebros. Manuel, no. Manuel pensaba a la vez que hablaba y bebía. Era incapaz casi de recordar quién era cuando estaba solo. Afortunadamente, un hombre tan extrovertido como él sólo disfrutaba de la soledad cuando iba al baño. De allí salía con cara de perro extraviado, y los parroquianos, si estaba en algún bar, o su familia, si estaba en casa, le lanzaban cualquier pregunta al azar. Él la atrapaba en el aire, febril de conocimientos, y recuperaba su intermitente memoria.

Tuve el placer de conocerle en una visita azarosa que hice años ha a Barcelona. Entré a pedir permiso para orinar en el primer bar que pude ver que tenía dueña y no dueño (las mujeres nunca niegan a nadie una necesidad fisiológica primaria, no como los despiadados hombres), cerca del Poble Sec. Allí, un coro de fieles rodeaba a Manuel, al que todos llamaban el Holandés Errante, en honor de aquel abuelo suyo que desembarcó en el puerto.

Mis oídos, hasta entonces concentrados en la melodiosa voz de la dueña del bar, se dirigieron hacia las palabras que aquel pequeño joven vestido por entero de blanco iba soltando por una boca de afilados labios… una maravillosa retahíla de sandeces. Manuel juraba delante de sus compañeros de tequila y ron que la clave para viajar en el tiempo residía en capturar, mediante un invento suyo que sostenía en esos momentos entre sus manos, algún pequeño diablillo, porque, como bien sabe todo el mundo, los demonios, incluso los de menor pedigrí, son capaces de trasladarse de una edad a otra, y así llevan a cabo las mayores travesuras que se pueda uno imaginar.

Tamaña estulticia no dejó, sin embargo, de sorprenderme, así como las febriles miradas de aprobación de sus compañeros. Me acerqué al grupo y el nieto de aquel original VanHerden me dedicó una mirada de complicidad y me alargó una banqueta para que me sentara a su lado. Hechas las presentaciones pertinentes, Manuel extrajo de su chaqueta blanca una especie de pequeña jaula de madera con la que, imaginé. se proponía capturar algún diablo menor. Depositó con ceremoniosa parsimonia la cajita en el centro de la mesa y accionó una pequeña palanca que llevaba adosada el curioso artilugio. Una luz ambarina nació en el interior de la jaula. Se extendió hasta llenarla por completo y comenzó a girar dentro de la caja, cada vez más deprisa, hasta irse tornando poco a poco de color rojo. Cuando ya poseía la tonalidad más magenta que imaginarse pueda, un fogonazo blanco nos cegó a todos. Cuando la luz desapareció, observamos que una pequeña y acurrucada figura rojiza temblaba dentro de la jaula. El diablillo nos observaba con amarillentos ojos, difícil era precisar si con miedo o curiosidad, mientras se iba incorporando hasta ponerse de pié en su inesperada prisión.

Creo que es complicado transmitir la sensación de estupor que nos produjo a todos, menos a Manuel, la presencia de aquel ser rojo que apestaba a azufre. Tampoco tuvimos tiempo de maravillarnos en exceso, o de replantearnos nuestro ateísmo, ya que los acontecimientos posteriores superan, en mucho, nuestra sorpresa inicial. Pero eso habrá de tener que ser contado otro día, ya que la enfermera jefe me acaba de sedar, por lo que pasaré las próximas doce horas durmiendo plácidamente. Continuaré esta disparatada historia, pues, más tarde.


Cayetano Gea Martín

jueves, marzo 17, 2005

Encrucijada

Con las piernas cruzadas, apenas me limito a esperar. A veces creo oír cantos de sirena a mi alrededor, susurros de lejanas tierras, promesas de maná y de bienaventuranza. A veces, serpientes de osada lengua muerden mi joven carne. Empero, la sensación posterior es de absoluta desolación.

Sopla el viento de marzo, el viento que sacude mi cabello y lo llena de más polvo aún, polvo que se acumula encima de mis párpados y me obliga a dormir de nuevo, a relajarme una vez más en el sueño de los idiotas.

Si no fuera por este eterno instante de desolación,
saldría de mi auto impuesto castigo cantando.
Creo que hace milenios que olvidé la canción
del sentirse amado y del estar amando.
Ahora todo es miedo, ceniza y dudas.
Oigo el vano rumor de mi corazón.
Cuando todo va quedando a oscuras,
apenas distingo mis manos,
menos aún las dos tuyas,
bellas piezas de mármol,
que pensaba mías.
Pero silencio,
Llegó el fin:
mi vida
muere
hoy.

En esta encrucijada en que me hallo, espero bajo la lluvia no sé qué milagro poco certero, no sé qué deseo insatisfecho que no consigo expulsar. Como el del sultán árabe del cuento de Borges, mi laberinto sólo consta de este desierto espiritual infinito.

Deseo que, estés donde estés, vengas alguna vez a buscarme.


Bring back to you
a piece of my broken heart
I'm ready to surrender

Angra - Bleeding Heart

Cayetano Gea Martín

lunes, marzo 14, 2005

Retorno al Parnaso


A la memoria de Chesterton, Cervantes y Menard.


Y por fin llegó el día. El día que durante tanto tiempo politólogos, científicos y sociólogos habían estado advirtiendo. El régimen cayó de bruces contra el suelo. Las mentiras de nuestra tecnocracia, de nuestra falsa modernidad, dejaron de tener validez. Los viejos dinosaurios corporativos se hundieron en la brea, incapaces de aclimatarse al cambio. La clase media irrumpió en las calles como una marea incontenible, exigiendo volver a ser ellos mismos, demoliendo la muralla de pan et circenses que los ricos habían creado para ellos. Allí, el ama de casa golpea con su Home Cinema sobre la calva del Director del Banco de España; allá, el anciano le introduce un juego entero de dominó al Ministro de Economía por vía rectal; más al fondo, la turba incontrolable de trabajadores de la construcción intentan cortar las cabezas de un grupo de accionistas arrojándoles CDs, con mayor o menor puntería. En Roma, el Papa malgasta sus últimas y menguadas fuerzas intentando que un grupo de jóvenes desaprensivos no le obliguen a tragarse más preservativos. En Estados Unidos, las madres de soldados muertos cogen de las prominentes orejas al Presidente y lo encadenan a un avión rumbo a Irak. En todo el mundo, la barbarie quema, destruye y elimina el régimen establecido.

Después de la tempestad, la calma. Un nuevo orden se alza. Un nuevo orden basado en viejas normas. En viejas reglas olvidadas tales como la amistad, el honor, la valentía, la espiritualidad, el arrojo, el respeto e, incluso, el amor, ese gran olvidado de nuestro tiempo. Este nuevo viejo orden, que podríamos definir de autocracia real humanística agnosticista zen, ha comenzado a operar tales cambios y resultados en la sociedad, que difícilmente resultaría ésta reconocible para las generaciones anteriores.

Esta “Nova Era” también supone el retorno de varias figuras mitológicas, entre las que destaca la del caballero andante. Para proteger a sus súbditos, el rey Quijano I, monarca por sufragio universal del planeta entero, ha creado una especie de cuerpo de seguridad basado en el honor, la lealtad y en los intereses de los ciudadanos. Por tanto, estos nuevos caballeros jamás utilizan su fuerza para beneficio propio, sino que su enorme sentido de la hidalguía les lleva a una vida ascética enteramente volcada en el servicio a los demás. También se dedican a castigar a aquellos que aún se aferran al anterior régimen: determinados científicos, políticos, banqueros, líderes religiosos, agentes financieros, ladrones, asesinos, timadores y vendedores de bálsamos.

Quijano I, para algunos la reencarnación misma del quijotismo, es un gran hombre. Ante todo, un hombre de palabra, que cree fielmente en lo que defiende y que gusta de exponer sus opiniones mediante largos discursos plagados de cervantinos retruécanos y filosóficas metáforas. Hombre erudito y leído, le entusiasma hablar de los espejos, de los laberintos y de las bibliotecas.

En su primer discurso como monarca, el nuevo rey hizo llorar de emoción a la inmensa mayoría de sus súbditos. A continuación, incluyo un extracto del mismo, ya que, dada su longitud, resultaría difícil incluirlo por entero en esta breve crónica:

“Dichosos aquellos que vivían en lo que ahora llamamos con respeto y veneración la Edad Dorada, pues fue ésta una época sin tacha alguna. (…) En aquellos años benditos, no existía mío ni tuyo, sino nuestro. La codicia era una ficción, y los caballeros andantes socorrían a los desvalidos, a los débiles, a las viudas y a los menesterosos. (…) Por ello, a imagen y semejanza de aquellos años, hoy proclamamos estos días como una continuación interrumpida por las falsedades de la modernidad. Hoy, destronamos el anterior régimen para colocar en su lugar uno más noble y humanista, basado en ciertas normas que parecían carecer de valor y lugar en la inmoral tecnocracia y superchería artificial que regía nuestras vidas hasta ahora. (…) Hoy, el destino es nuestro. Hoy, la auténtica revolución ha llegado, no aquella amparada por grupos políticos o ideologías deterministas. Hoy, comenzamos de nuevo aquello que nunca debió verse interrumpido. Hoy, ¡la victoria de la humanidad ha llegado!”

La gente, en todos los rincones del mundo, aplaudía enloquecida a su líder y a su nuevo orden mundial. A un nuevo orden basado en el honor, en el valor de la vida y en los caballeros andantes. El grueso de la población mundial, asumía de buen grado su papel de escudero. En un mundo de Sanchos, Don Quijote era el rey.



“Si dejo de ser rey o juez, seré siempre, sin embargo, un caballero, aunque sea un caballero errante. Vosotros, los nobles, por el contrario, no seréis más que actores, bribones o vagabundos. ¡Decidme! ¿Dónde habéis robado vuestras espuelas?”

G. K. Chesterton “El Regreso de Don Quijote”
Cayetano Gea Martín

jueves, marzo 10, 2005

Si no fuera

Dedicado a Nieves, con la que estoy en deuda desde hace mucho
Si no fuera porque me despierto y sigues a mi lado, sospecharía que no existes, que te sueño cada noche. Pero ahí estás, ocupando las tres cuartas partes de la cama por tu manía de dormir despanzurrada como una estrella de mar. Pero por el amor que te profeso encuentro divertida y muy erótica esa forma tuya de dormir.
En mi lecho.

Si no fuera para mirarte, no tendría cinco sentidos, como dice la canción. Con los otros me basto y me sobro para recorrerte. Me inclino ante tu cuerpo desmadejado que yace en la cama y comienzo a besarte y a acariciarte por donde me lleve el deseo. Te haces la dormida a sabiendas de lo que vendrá a continuación, aunque no puedes eliminar la sonrisa picaruela de tus labios.
Comienza el juego.

Si no fuera por este verano apasionado, pensaría que nada de esto es real. Las emociones que atesoro en mi corazón me dan la razón y me obligan a creer en ti, en reconocer a mi diosa y natural señora de ojos verdes como simas vegetales.
Mi templo.

Si no fuera por las dudas que nacen en mi pecho, seguiría confiando ciegamente en ti como hasta ahora. El otoño va dando paso al frío invernal. Con su marcha, algo más se va marchando.
Caen las hojas.

Si no fuera por el dolor que me impide dejar de llorar, saldría de esta ducha ardiente en la cual trato de borrarte sin éxito. La extirpación, y más en contra de la voluntad, siempre es dolorosa. Lo que merecía la pena de mí, va contigo. Al final, me quedo solo, menos que uno.
Apenas nada.

Si no fuera porque aún te sigo amando, saldría de este confortable nido de melancolía que he ido construyendo con pedacitos de mi corazón. En vez de eso, me regodeo en mi destino y me envuelvo en la fría y oscura mortaja de la noche.
Desespero.

Si no fuera por los que me rodean, hubiera llorado tu ausencia el resto de mi vida. Uno a uno, a su manera, fueron recogiendo mis pedazos y ensamblándolos. Y aunque lo que resultó era apenas una sombra del original, al menos podía mantenerse de pie, e incluso andar.
Adelante.

Si no fuera por tu memoria, no abría cometido errores. El recuerdo del daño que ocasioné me persigue aún y me recuerda que, posiblemente, deberé pagarlo caro algún día.
Retribución kármica.

Si no fuera por tu abandono, no hubiera conseguido encontrar el equilibrio al cabo del tiempo. No habría disfrutado de las ventajas de la soledad. No hubiera surcado el cuerpo de más mujeres. No me hubiera conocido a mi mismo. No habría vuelto a amar.
Confianza.

Si no fuera porque me enseñaste a amar, jamás hubiera seguido amando.
Gracias.
Cayetano Gea

lunes, marzo 07, 2005

El amor es la clave

El amor es la clave, es la respuesta y la meta, no el camino.

El camino no lleva acaso a nada, quizá a Roma y no todos, sólo algunos, los viejos, los escondidos, los bélicos.

El camino no lleva al amor, aunque a veces éste se nos cruce en medio del camino. El camino suele alejarse de él, le huye como la peste, sabe que una sola gota de amor diluye la senda y nos aparta de la tranquila vereda hacia un mundo de sufrimiento y pérdidas, de frustraciones y de miedos.

El amor no te guía cuando estás subiendo la montaña, cuando crees alcanzar la cima, a rozar la sabiduría y la divinidad con la yema de los dedos.

El amor te amotina la sangre, te revuelve el estómago, te hace recordar tu mortalidad. Durante años has intentado mantenerte estable, en paz y sano… Un solo instante de ventear amor y todo tu sistema de valores se derrumba cual castillo de naipes.

El cazador se esconde tras la vereda. Cruzó el ciervo. El cazador le rellena la cabeza de plomo. El cazador suelta el rifle. Se acuerda de que nunca ha amado.

El amor es la clave... para creer.


Cayetano Gea Martín

jueves, marzo 03, 2005

ANKH

De todos los objetos imaginarios que poblaban la buhardilla parisina de mi viejo amigo Aquiles Garrido, mi favorito era sin duda el ankh, que él afirmaba perteneció al mismísimo dios Seth, la némesis de Ra.

El ankh era hermoso, hermoso en su simpleza, como todos los símbolos de carácter divino. Constaba de un asa que esquematizaba la vagina de la mujer, un tronco inferior que nacía en la parte más estrecha del asa y que simbolizaba el falo del hombre, y otro cilindro transversal que se interponía entre el asa y el tronco, que representaba a los hijos resultantes de la unión entre el hombre y la mujer.

Disfrutaba jugando a efectuar libaciones con él sobre el rostro de Aquiles, parodiando su utilización por parte de los dioses para otorgar la vida eterna a los difuntos que llegaban ante el trono de Osiris en el más allá. Aquello siempre enfurecía y escandalizaba a mi amigo. Asustado, me quitaba el ankh y lo volvía a colocar en su sitio, apelando a su antigüedad y origen. Después, para acojonarme, me agarraba de una oreja y me llevaba hasta alguno de sus numerosos libros de egiptología y me explicaba por qué no debía ser utilizado ni ridiculizado en su uso aquel peculiar objeto.

“El ankh es un símbolo de vida de origen desconocido”, me decía, “los dioses lo sostenían delante de la nariz del muerto para que el alimento eterno penetrase en su cuerpo”. “Ya, bueno”, replicaba yo, “pero yo no soy ningún Dios, así que no veo problema en utilizarlo”. “Eres bobo, tú”, me contestó, “¿no conoces las consecuencias de manipular objetos divinos?”. No supe qué contestar a tamaña estupidez de pregunta. Mi ateísmo galopante me impedía creer en algo que no tuviera delante de mis narices. Consideraba las religiones como pasatiempos, y la moda actual de buscar filosofías orientales y técnicas espirituosas me parecía un movimiento muy bien orquestado de El Corte Inglés.

Obsérvese que he utilizado el imperfecto para referirme a mi ateísmo, por lo cual se podrá fácilmente deducir que algo ocurrió, como acontece siempre en este tipo de relatos… Pues lo cierto es que no pasó nada destacable, no fui fulminado por acción divina de Seth, no comenzaron a llover ranas del cielo ni abrí el sello de una antigua maldición. Sencillamente, sentía algo especial al poner mis manos sobre el ankh, una especie de fuerza de la naturaleza primaria y olvidada, de un tiempo remoto, de cuando la existencia y los fenómenos del mundo se explicaban mediante mitos y poesía. ¿Acaso no es más hermoso sentir el viaje de Ra a través de los cielos que observar al sol salir y ponerse debido a la rotación solar? Aquiles difería de mi opinión en este punto, así como en otros de vital importancia como la Constitución Europea y la bondad que manifiesta el pueblo chino con el Nepal.

Mi viejo amigo Aquiles Garrido, además de coleccionista, era un destacado científico y un apasionado lector y estudioso de lo fantástico. Esta aparente contradicción lo llevó a terrenos peligrosos, como intentar crear un mapa del territorio fantástico de la mente humana, o aplicar el método científico a sus relatos. Esta diatriba le causó más de una decepción y más de un trastorno de personalidad, lo que en última instancia le llevó a recluirse en una buhardilla de París, rodeado de extraños objetos, fotos de Cortázar, libros y ensayos científicos.

Aún hoy continúa con su intento de amalgamar ficción y ciencia, sin darse cuenta de que, aunque la ciencia pueda estar en posesión de la verdad, el arte está en posesión de la belleza.


Cayetano Gea Martín