Cuando T’Chala huyó del poblado, jamás pudo imaginar que terminaría allí, en La Cumbre. Pero ahí estaba, tumbada sobre la estéril roca de la cima, sin nada que se interpusiera entre su rostro de ébano y el sol, salvo la profundidad celeste. Desde ese privilegiado lugar, observaba el valle que se extendía a sus pies, como naciendo de ellos. Las cuentas de colores que adornaban su cuello, muñecas y tobillos tintineaban al ser sacudidas por el ligero pero constante viento que soplaba a aquella altitud, creando un mágico rumor de campanillas.
T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.
T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.
T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.
T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.
T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
Cayetano Gea Martín
1 comentario:
A ver qué tal se porta la diosa... Si la tí no hubiese sido una guarrilla de joven ahora no tendría semejante problema! Es broma. Hace tiempo que no se na de tí, a ver si me escribes o algo peazo vago (pero desde el cariño, claro). Un beso, Cayetano.
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