El Parque del Retiro, ante cuyos comienzos me hallaba, concretamente, como queda dicho, cerca de la Puerta del Ángel Caído, había cambiado su familiar tonalidad y gama de colores radicalmente, como si un malvado Dios estuviera jugando con un Photoshop universal.
Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.
Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.
Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.
Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.
Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.
Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.
Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Cayetano Gea Martín
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