lunes, mayo 31, 2010

Truncado



El niño que intentó escalar hasta las estrellas para alcanzar a su difunto padre se encontraba anclado en el banco del más triste parque de la ciudad, incapaz de proseguir con su vida hasta ahora o de intentar querer a su madre. La tristeza, que se enseñoreaba en su joven persona, resultaba demasiado grande para ser digerida.


El mundo proclamaba sus ruidos y sus olores a todo volumen, rodeando el corazón del niño con un aura putrefacta pero a la vez reconfortante, como una manta podrida pero familiar, o como esas prendas de ropa que somos incapaces de tirar a la basura a pesar de caerse de viejas. Las personas, pensaba el niño, se enganchan a conceptos abstractos y a objetos ridículos.


El niño intentaba evitar que el planeta girara. Estaría guay que se invirtieran los polos magnéticos, pensó sonriente, como en aquel cómic de La Patrulla X que su padre leyó con él una tarde de verano. En dicho número (veintidós páginas de batallas en cuatricromía), los héroes mutantes que protegen un mundo que lo odia y los teme, se enfrentaban contra su archienemigo, esa némesis eugenésica llamada Magneto. Al final ganaban los buenos, claro. Aunque pagando un precio elevado, que para eso es Marvel y no DC. En la espectacular página doble final, Lobezno empalaba con sus garras de adamántium el torso desprotegido de Magneto, mientras éste contemplaba meditabundo el cadáver de Cíclope yaciente a sus pies. Ni uno ni otro morirían de verdad, claro, pero siempre reconfortaba ver cómo Cíclope la palmaba. Y por supuesto, los apocalípticos planes de Magneto fracasaban. Típico.


Pero en la vida real, pensó el niño, estaría bien que todo se fuera al garete, y más cuando el mundo dejaba de tener sentido, cuando él podía oír, a lo lejos, en la distancia impenetrable de los eones, cómo alguna torre simbólica (como en aquel libro de Stephen King que tanto le gustaba su padre) se desplomaba dentro de su alma, modificándole para siempre.


Su padre había muerto. Muerto. Su puerta al mundo, a los deseos y al impulso de hacer algo con su vida, ya no existía. Su padre había muerto a la edad de treinta y cinco años. Y el mundo ya no giró más. Él intentó alcanzar el espíritu paterno poniéndose de puntillas hacia las estrellas, pero fue inútil. En su corazón, en ese órgano cuya función es transportar sangre al organismo, pero que está tan cargado de simbolismo sentimental, estaba irremediablemente roto.


Mientras lloraba lágrimas secas en el desangelado parque, oyó una voz que le llamaba. Se giró para ver el rostro de su madre, veinte años más viejo que hace cinco días. Su madre se sentó a su lado y le preguntó qué quería para cenar. Él comprendió de repente. En su epifanía, entendió que seguiría vivo por ella. Y con ella.

- Pizza, mamá.



Cayetano Gea Martín