jueves, diciembre 30, 2004

Amnios

¿Qué silencio? ¿Qué magia de color preternatural golpea contra nuestro momento inicial? ¿Qué sensaciones podemos describir nosotros, viles criaturas de cieno, cuando aún no nos han añadido el agua? ¿Acaso seremos capaces de narrar el comienzo de todo al final de nada? Porque nada es de lo que está formada esta materia absurda que escribe y golpea las letras, esta grotesca criatura que sueña con algo que no existe y que se desespera en la inmensidad de la noche, cuando mi cama parece un realidad por sí sola, y mi estómago el centro solitario del universo.

(If the war by heavens gate released desire
In the line of fire someone must have known
That a human heart demands to be admired
Cause in the Center of the Universe
We are all alone)

A partir de ahí, sólo queda ir descendiendo por la vida. A partir de nuestra expulsión del amnios natal, sólo nos resta un peregrinaje de pronóstico reservado. Y jamás podremos volver sobre nuestros pasos hacia el primer instante, hacia la pureza del comienzo del viaje: el momento en que no importa nada, no hay mente, no hay alma, sólo la nada. Pero en el instante en que la palabra pensada, la maldición de la humanidad, aparece en nuestra vida, para siempre perdemos el camino hacia la pre-eternidad, hacia el ser luminoso que apagamos con nuestro nacimiento.

Algunas criaturas consiguen conservar parte de la luminiscencia que se posee antes de abandonar el útero, el amnios natal. Pocas son, por ende gloriosas: las criaturas más aparentemente sencillas de la creación, aquellas que denotan perfección en su simpleza (la flor cerrada, la brizna de hierba, las manos de un pintor y el olor del pelo de los niños), y los seres humanos que consiguen, no ya trascender, porque no existe un camino ad infinitum, sino presubstranscender, volver al punto de partida, donde todo es puro y eterno. A estas personas se las conoce como artistas, aunque este sustantivo se encuentra bastante maleado, y hoy por hoy, cualquier necio lo cuelga de su egocéntrico cuello.

Hoy ya no hay arte ni artistas. Eso es algo del pasado, de épocas más ilustradas que ésta, de tiempos iluminados por sabiduría, no por el circo de idiotas que mueven los hilos de nuestras vidas, mientras nos hacen danzar bajo el embrujador hechizo de su desacompasada melodía. Por cada uno de nosotros que observa su gran retablo de las maravillas, el espíritu de algún posible artista muere en la cuna.

A lo máximo que se puede aspirar hoy es a brillar con cierta independencia, aunque para ello hemos de reconocer primero que seguimos siendo igual de mediocres todos nosotros, y que cuando la luz se apaga y los velos de esta sociedad artificial de petróleo y cartón piedra que tanto nos gusta se van a dormir junto con nuestras miserias, son iguales el abogado laboralista y el ama de casa, la jugadora de baloncesto y el ladrón de guante blanco, el cura catedrático pederasta y la conductora de autobuses que arrastra más hipotecas que hijos.

Lo que digo, o intento decir, sin encontrar las palabras directas, debido a la carencia crónica en mi interior de musas, es que determinadas personas poseen el potencial de despertar su amnios natal, su sabiduría artística, su capacidad de convertir plomo en oro, de encontrar belleza y mitología, que básicamente son lo mismo, en la ciencia más pura,

Pues, ¿acaso no son hermosas las teorías cuánticas y románticas las indeterminaciones matemáticas? ¿Acaso no resulta bello el baile de electrones, que danzan alrededor de su átomo en rituales de amor? ¿No es terriblemente hermosa y nihilista la entropía? ¿Por qué muchas personas no encuentran la belleza en la ciencia? La criatura sensible que posea el amnios debería ser capaz de hallar poesía en todas partes, incluso donde se encuentra en menor grado: en los versos.

a pesar de lo difícil que resulta la supervivencia de determinados fluidos mentales más ligeros que los pensamientos en un mundo que retoza satisfecho en su propia mierda.

Por desgracia para el resto, para los que carecemos de amnios pero sí poseemos la cualidad de admirarlo, como puede admirar un ciego unas lentillas, por desgracia, digo, observamos con mayor frecuencia de la debida para el karma universal y el equilibrio del cosmos cómo los posibles artistas desperdician su innato potencial en la comprensible tarea de vivir sus vidas, debido a esta sociedad podrida que los da a elegir entre comer y realizarse, entre dejar florecer la semilla que llevan dentro y el alimentar a los suyos. Sí, está sociedad de mierda que obliga a posibles genios, artistas y redentores de la humanidad a perderlo todo en beneficio de nada. Esta misma sociedad que antes mataba o dejaba morir a los poetas y que ahora premia a tapieses, bisbales, echevarrías y revertes en detrimento de la gente que realmente tiene algo que contar y que decir, pero que se pierden por el sumidero de las oportunidades negadas.

A lo largo de mi mundanal vida he conocido gente que me ha hecho creer en algo más. Personas que, al escucharles o leerles han producido en mi mente, nuca y boca del estómago terremotos reveladores, instantes satori desaprovechados porque no sé cómo interpretarlos. A algunas personas de esta élite intelectual (la única que realmente existe) he tenido la suerte de conocerlas en persona, y de sentir cómo su amnios las rodeaba e intentaban transmitírmelo, sin real éxito, salvo por una hermosa sensación de paz y estabilidad, como si pudiera entrever la complicada trama del universo, desfragmentado en pedazos inteligibles por la benigna acción de estas personas.

Comparto mi admiración y respeto por esas personas con la otra persona que también es dueña de esta página. A ambos nos une la misma pasión, y ambos soñamos con dejar de ser meros espectadores y unirnos al festín. Ambos hemos sentido la llamada de la selva, los tambores y las revelaciones que amotinan la sangre y la carne, el calor de la letra impresa, la maravilla y el milagro que supone el idioma, la letra, el código de la literatura y su interpretación de la vida, aunque ésta no esté a veces a su altura.

En mi fuero interno, sé que yo no tengo el toque mágico del amnios natal, sino sólo una verborrea creada a base de mucho leer y de (lo más importante) releer. Sé que no pasaría de mi mediocridad literaria por mucho que lo intentara, ya que no se trata de un proceso mecánico, si no muchas personas valdrían, y valen tan pocos… muchos menos de los que atestan y apestan las estanterías de las bibliotecas, librerías y casas. No es lo mismo sentir la llamada de la literatura que ser literatura. Ser una criatura cuyo alimento y heces es la palabra escrita, que la expulsa de su cuerpo no sucia ni fragmentada, sino pura y nueva, revigorizada. Criaturas que usan las palabras de otros genios y le añaden su vida para crear palabras nuevas y hermosas, valientes y siempre revolucionarias. Yo no soy una de esas criaturas. A lo sumo, soy un bastardo cercano a su sangre, pero impuro y adulterado por este cerebro mío incapaz de retroceder al amnios y extraer de él la sabiduría en estado puro, sin destilar, capaz de crear arte, arte en mayúsculas.

Creo que el otro amo y señor de esta página sí es capaz. O que al menos tiene la capacidad de ser capaz. Él cree que no, o cree que para que su amnios surja debe abandonar su vida tal y como la concibe y encerrarse en su cueva mental. Desconoce que su amnios está ahí, y que aunque sienta que está perdiendo el tiempo se equivoca. El tiempo lo pierden aquellos que tienen potencial, pero no potencia; aquellos con capacidad para soñar pero que no sueñan; aquellos que cambian un libro por un DVD, un coche o un microondas. Él no cambiaría un libro por nada. Su amnios está hibernando a la espera de ser liberado. Y se liberará tarde o temprano. ¿Pensáis que se puede ocultar el amnios natal? No se puede controlar lo divino que hay en algunos de nosotros. Ni contenerlo por mucho.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 27, 2004

Reseñas Literarias: HISTORIA DE UN NÁUFRAGO

En mitad de una tempestad un barco de guerra pasa por grandes dificultades, y varios hombres caen al agua, sobreviviendo sólo uno de ellos. Nuestro protagonista es, pues, un náufrago. Esta palabra inmediatamente nos evoca a un héroe del mundo desarrollado que logra vencer a la naturaleza; primero, escapando de la muerte al llegar a una paradisíaca isla, burlándose del destino y de las leyes de probabilidad; y en segundo lugar, teniendo la desfachatez de conseguir una vida confortable con grandes dosis de ingenio y años de experiencia, tirando por la borda innumerables estudios antropológicos de poblaciones humanas en condiciones adversas.
Que un marinero de la armada colombiana, un soldado, un funcionario al fin al cabo, pase por esa extraordinaria experiencia no es algo que deba pasar al olvido según el correcto juicio de políticos y líderes de opinión, además de apartar de los ojos del pueblo otros problemillas sin importancia. Si hay acontecimientos que tiendan una espesa cortina de humo sobre temas de mayor trascendencia, aunque farragosos y en teoría insondables, mediante aquello que los profesionales denominan crónica de sucesos y de vida social, es una obligación por el bien del interés general darle todo el apoyo y publicidad necesarios para dicho fin.
Y una vez convencidos todos de que el hombre es capaz de acoplar el entorno natural a su deseo y necesidad con un poco de motivación, de que a las adversidades se las vence con el valor que proporciona la condición humana, llega un periodista con una crónica, publicada por capítulos en un periódico, y nos desmonta la supuesta superioridad de la especie humana a las pruebas que imponen los dioses: ni control, ni ingenio, ni valor, ni siquiera tempestad.
Y desde ese momento, el héroe pierde su condición semi-divina, porque los auténticos modelos a seguir no sufren accidentes, ni son victimas de la chapucería humana ni de la corrupción gubernamental; ¿no estábamos hablando de someter a la naturaleza salvaje? Lo que antes era ensalzado, ahora es humillado; y aquellos que auparon al guerrero, ahora lo critican, cuestionan y ningunean.
Lo único verdadero es que para salir bien parado de experiencias a vida o muerte no basta con sobrevivir más o menos entero, sino hacerlo de la manera que todos esperan, es decir: ser políticamente correcto.
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Gabriel García Márquez nació en 1928 en Aracataca, Colombia. A los diecinueve años se instala en Bogotá y comienza sus estudios de derecho, que abandona por hastío hacia una carrera que terminó aborreciendo. Tras encuentros con periodistas e intelectuales, García Márquez encuentra su hueco comenzando a escribir para un periódico. Esta época coincide con el inicio de su carrera literaria con “La Hojarasca” donde ya apuntaba su calidad como narrador. A esta novela se han unido otras como “Relato de un naufrago”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El otoño del patriarca” o “Cien años de soledad”, novela insigne de su obra que tardó veinte años en escribir y que le empujó definitivamente al premio Nóbel de literatura en 1982. Defensor del buen uso del castellano y comprometido con los movimientos de izquierda, ha recibido innumerables críticas y presiones por sectores conservadores, lo que no le ha impedido estudiar estilos de diversas fuentes como la literatura hispanoamericana precedente, Faulkner, Hemingway y relacionarse con escritores e intelectuales de distintos orígenes e ideologías, como el políticamente conservador Vargas Llosa.
Ignacio Hernández

sábado, diciembre 25, 2004

Felicidades y propósitos para el nuevo año

Felicidades a los pocos (pero muy fieles, eso sí) que leéis esta página. Los autores (por no decir destructores) de esta página os deseamos una Feliz Navidad, a pesar de nuestros respectivos ateísmo y agnosticismo.
Nuestros deseos para el año que viene para esta página son obvios: que más gente nos lea y que a ver si nos descubre por ahí un editor y nos hace un contrato millonario como a Ronaldo o a Beckham. Qué utopías las nuestras.
Y para todos vosotros, que os vaya bien todo lo que intentéis o hagáis y perseguid siempre con ahínco vuestras metas. Vuestro esfuerzo se verá recompensado (viejo proverbio Klingon).

Felicidades a todos.

Cayetano Gea y Pedro Garrido.

miércoles, diciembre 22, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo III: Clotilde y el Chirlas

Desde donde me encontraba, debido a las tinieblas que cubrían compasivamente el inmundo callejón, no pude atisbar en demasía la inclemencia cruel del paso del tiempo sobre el, de por sí poco agraciado, rostro de mi hermana. Tres años hacía que no veía a Clotilde, desde que me ingresaron por última vez. Durante ese período de tiempo mi hermana no fue a verme, aunque no la culpo por ello, que conste. Sé que ella se debe a sus obligaciones para con su numerosa y selecta clientela, por lo que jamás se me ocurriría la ingratitud de pensar que no viniera a verme por otros motivos más egoístas. Sé que no hemos tenido en los últimos tiempos una relación demasiado positiva, ni negativa tampoco, es decir, no hemos tenido relación ninguna, pero la sangre tira, a pesar de todo, siendo la misma la que bombea en mi corazón y en mis esmirriadas piernas y la que navega por sus saturadas arterias y late en sus abundantes varices.

Me llegué a su altura y comprobé cómo su rostro surcado de arrugas, aunque por fortuna cubierto de abundante vello negro que las ocultaba parcialmente, se distendía en una cariñosa sonrisa de fraternal afecto, sonrisa que se desdibujó rápidamente un momento antes de decirme: “Ah, eres tú. Te había confundido con el ucraniano. ¿Desde cuando te va a ti el sado?”. Rápidamente, le conté todo lo relacionado con mi misión, incluido el robo del maletín de Victor. Este último acto enfureció mucho a mi hermana, ya que, según me contó, el ucraniano era su mejor y único cliente. “De gustos raros, pero buen pagador”, afirmó. Otro motivo más para lamentar el robo, pensé. Mi hermana me dio un collejón, como solía hacer siempre que se enfadaba conmigo, mientras que con la otra mano se rascaba la pelambrera que le asomaba por la grasienta axila izquierda, en un típico gesto suyo de enfurruñamiento, esparciendo a los cuatro vientos caspa blancuzca, capas de piel muerta y piojos como croquetas.

Afortunadamente, y debido al gran corazón que tenía mi hermana, se calmó enseguida, y me dijo: “Bueno, no me enfado contigo en demasía, porque ahora soy una mujer prometida, y mi maromo me ha jurado que me sacará de este trabajo tan estresante y me llevará con él a Madrid, donde pretende establecerse como agente de seguros”. A pesar de mi portentosa imaginación, la idea de que alguien o algo en este mundo se pudiera enamorar de mi hermana no me entraba en la cabeza. Me aterraba la idea de tener como cuñado al leviatánico monstruo retrasado mental cuya estampa empezaba a forjarse en mi mente, porque para salir con mi hermana, a la que una compañera de trabajo, algo más leída de lo que suelen ser el resto, le había puesto el cariñoso apodo de Cthulhu, debería representar físicamente a otro ejemplo de terror preternatural semejante. Aún así, haciendo un ingente acopio de valor, le pregunté a mi hermana por el nombre de su novio, temiendo que me respondiera Lucifer, Sauron o José María Aznar. Mudo me quedé cuando Clotilde me dijo que no sabía su nombre real, pero que le apodaban el Chirlas.

“Nos conocimos esta misma mañana, y ha sido amor a primera vista”, me relató mi hermana con sus ojos de huevo en blanco. “Es el único hombre en mi vida que me quiere por como soy, no por mi cuerpo”. En ese punto coincidía con mi hermana: dudaba muchísimo que el Chirlas estuviera saliendo con mi hermana por su cuerpo, la verdad, a no ser que pretendiera venderla al peso en algún matadero. No, deduje, el motivo es otro: ni más ni menos que el de utilizarla para chantajearme, ya que el muy canalla no es tonto, y sabe que de enviar a alguien, me enviarían a mí a por él. Además, todos los internos conocen a qué se dedica mi hermana, ya que yo intento siempre hacer publicidad a su favor. A pesar de mis denodados esfuerzos, ninguno de ellos se ha atrevido a propasarse con Clotilde, y eso que alguno de los internos llevan más de diez años de abstinencia carnal, salvo por algún gato despistado o por las fotos de las hijas del Doctor Rebáñez.

Mi hermana me sacó de mis silenciosas conjeturas: “Mira, por ahí viene mi churri”, comentó. Con mi ya comentada rapidez felina, me oculté detrás de la inmensa mole que era mi hermana. Pensando así que había burlado al Chirlas, me sentí descorazonado cuando le oí decir: “Vamos, cuñado, ponte de pie, coño, que ya tenía yo ganas de conocerte como tal”. Despacio, me incorporé y me quedé cara a cara contemplando a uno de los tipos más peligrosos de toda Barcelona. Con la voz temblando de pánico pude, no obstante, templarla lo suficiente como para pedirle a Clotilde que me permitiera departir con mi recién estrenado cuñado. Asintiendo con efusividad, nos dejó solos a los dos, cara a cara, mirándonos fijamente a los ojos, como en las películas del Oeste. Pero lo que aconteció a continuación pertenece ya a otro capítulo de otro libro y autor…
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EDUARDO MENDOZA
Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. De niño quiso ser torero, explorador y capitán de barco. Pero como estas actividades no eran factibles y en su familia había un culto a la literatura, tuvo que dedicarse a leer.
Al terminar Derecho, se va con una beca a Londres, donde en teoría está un año estudiando Sociología en la Universidad, aunque en la práctica pasa casi todo ese tiempo paseando, leyendo y escribiendo. A su regreso trabaja como abogado, lo que le sirve para familiarizarse con el lenguaje jurídico, que luego parodiará en sus novelas. El 1 de diciembre de 1973 se va a Nueva York como traductor de la ONU.
En la primavera de 1975 aparece en España su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta. El libro se convierte en precursor de un cambio en la sociedad española: la primera novela de la transición democrática. La primavera siguiente recibe el Premio de la Crítica.
En 1979, Mendoza se revela como gran parodista. El misterio de la cripta embrujada se plantea como divertimento, mezcla de novela negra y relato gótico, que gira alrededor de un humor exacerbado hasta el paroxismo. En 1982 se afianza como parodista al publicar El laberinto de las aceitunas, novela similar a la anterior, con el mismo escenario y protagonista, un extraño detective cliente de un manicomio.
En 1986 publica su novela más ambiciosa y aplaudida, que lo convertirá en una figura crucial de la literatura española: La ciudad de los prodigios. En 1989 la revista "Lire" elige La ciudad de los prodigios como el mejor libro del año publicado en Francia. Publica La isla inaudita.
En agosto de 1990 se comienza a publicar por entregas en "El País" Sin noticias de Gurb, la historia de un extraterrestre que aterriza en Barcelona y se dedica a contemplar la situación catalana con ojos asombrados. Ese mismo año estrena Restauraciò en Barcelona. Luego, traducida por él mismo al castellano, se representa en Madrid. En 1992 publica El año del diluvio.
Unas declaraciones a la prensa y una ponencia del autor en un curso de verano en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander desatan una larga polémica sobre la muerte de la novela:
"Es posible que cada vez haya menos lectores, pero eso no importa. En la época de Homero nadie leía y había muy buenos escritores. El número de lectores no tiene importancia, es algo meramente economicista. Hay revistas de medicina importantísimas que sólo leen cien personas y novelas que leen veinte millones de personas que olvidan al día siguiente".
En enero de 2001 publica La aventura del tocador de señoras, nuevo episodio en la saga del detective Ceferino, que se convierte de inmediato en un éxito de ventas.
En 2002 publica El último trayecto de Horacio Dos, un nuevo libro humorístico en el que su protagonista, jefe de una estrafalaria expedición, surcará el espacio en condiciones extremadamente precarias junto a los peculiares pasajeros de su nave. Esta nueva entrega participa de la ironía, de la parodia, el folletín y la picaresca.
Lejos del tópico, Mendoza es un escritor que guarda pocos libros en su biblioteca. "Tengo pocos libros", ha dicho Mendoza, "porque una vez leídos los regalo. Salvo que sea algo muy bueno, o un libro que sé que voy a querer consultar. Lo único que releo permanentemente es El Quijote".
Mendoza es un escritor de genio y temple, dotado de un sentido del humor esperpéntico que ralla la locura, lo fantástico y lo sobrenatural. Sabe conjugar con acierto y de forma natural momentos tristes con humor pesimista, amores imposibles con la contemplación de su Barcelona natal entre una exposición universal y unos juegos olímpicos. De estilo aparentemente sencillo, su laconismo va directamente al alma del lector. Su sentido del humor, lejos de hacer que el lector se evada, coloca encima de la mesa lo deprimente y absurdo que encierran nuestras vidas, a la vez que consigue arrancarnos una sonrisa. Es imposible leer a Mendoza y no sentir de inmediato un cariño especial hacia el autor. No hay más que buscar en la solapa del libro y mirarle. Hay que ver la cara de cachondo que tiene el tío.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 13, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo 2: El maletín del ucraniano

No creo que nadie pueda tildarme de cobarde si afirmo que me encontraba aterrado ante la perspectiva de atrapar sin ayuda de nadie al Chirlas. Además, el muy maldito me caía simpático por haber conseguido afear aún más, dentro de lo posible, la jeta del Doctor Rebáñez. Aún así, órdenes son órdenes, por lo que mi portentoso cerebro comenzó a deslizar, conjeturar y racionalizar planes por doquier. Lo primero, me dije, es conseguir ropa decente para pasar desapercibido entre la población barcelonesa. Como si Dios hubiera leído mi mente, aunque no se qué dios de entre los que creo, ya que me considero panteísta, se cruzó por mi camino un joven ataviado con un hermoso traje de ejecutivo rico. Contemplé envidioso su porte y sus trazas, recordando a mi añorada juventud en mi pueblecito blanco: sus calles lavadas, sus casas pintadas, sus gallinas robadas que me valían para satisfacer dos necesidades, básicamente… En fin, el caso es que tan absorto me encontraba en mis contemplaciones internas que no reparé en que el joven empezaba a darse la vuelta ante mi fantasmagórica presencia. A pesar de mis reflejos de felino, cualidad mía que hacía más entretenidas las largas jornadas laborales de los gorilatos del internado, que se divertían apostando si era capaz de esquivar las piedras que me lanzaban; a pesar, digo, sólo pude arrebatarle el maletín que portaba, el resto se escabulló como alma que lleva el diablo.

Dentro encontré, en lugar de informes, un conjunto completo de sadomasoquismo para hombre, gorra de cuero negro con una pequeña calavera plateada incluida. A pesar de lo estrafalario del conjunto, amén de lo éticamente reprobable que resultaba, sobre todo por el látigo de nueve colas y las bolas chinas, no dudé en calzármelo, ya que resultaba mejor que la bata verdosa de papel de fumar que llevaba y me permitiría pasar mejor desapercibido una vez estuviera en el barrio chino. En el fondo del maletín encontré una cartera con dos euros y la documentación del joven, que resultó llamarse Victor Kumcha, natural de Ucrania. Aunque dicha información no me resultaba útil, me apenó el hecho de haber atracado precisamente a un extranjero, contribuyendo a que nuestro país tenga la fama que tiene allende nuestras fronteras.

Y así, vestido con tiras de cuero negro, me adentré por las calles de Barcelona. Una de las pocas ventajas que tienen las grandes ciudades es que la gente no se escandaliza ya de nada. Gracias a este liberalismo nacido de la indeferencia hacia el prójimo, pude cruzar la ciudad sin que nadie reparara en exceso en mi guisa, salvo un grupo de turistas japoneses que gastaron tres carretes de fotografías conmigo, unos jóvenes de pelo pincho y taladrados por piercings que decidieron seguirme un rato y arrojarme litronas vacías de vez en cuando, tres gitanas que salieron a mi encuentro cuando bajaba por Las Ramblas, dos mimos, tres agentes de policía, un ejecutivo, cuatro funcionarios de correos, un torero, dos vagabundos, tres repartidores de bombonas de butano y un cura lascivo. Afortunadamente, alguno de los señalados sujetos me arrojaba huevos y mondaduras de patata, por lo que pude ir llenando el buche por el camino, ya que desde el agua con el mendrugo de pan duro del desayuno, no había vuelto a menear el bigote. Cierto es que soy de poco comer por ser más bien escaso o nulo en carnes, pero me iban sonando las tripas ya desde hace rato.

Así fue como acabé llegando hasta el Barrio Chino, con mi tan peculiar como variada comitiva siguiendo mis pasos. Lo cierto es que el barrio no había cambiado en demasía, salvo porque ahora se veían más meretrices de distintas etnias, no como hace unos años, que lo más exótico que podía uno encontrar eran extremeñas. Algunas de dichas señoritas de la noche se acercaron a mí con lascivas intenciones, moviendo sensualmente sus caderas. Grande fue mi decepción cuando reparé en que tales muestras de afecto mercenario se debían a que me confundían con el ucraniano, debido sin duda a que llevaba su traje de faena; hasta que se acercaban más a mí y comprobaban que la estatura, musculatura y facha no concordaban con la de Victor. Lamenté profundamente que salieran de su engaño, por lo que procuré adoptar cierta desenvoltura de Europa del este, sin obtener grandes resultados, por cierto.

Tras andar un rato, llegué al inmundo callejón donde mi hermana se ganaba la vida. A pesar de la oscuridad reinante, su figura simiesca resultaba inconfundible. Pero lo que con ella departí tendrá que ser narrado en el siguiente capítulo…
Cayetano Gea Martín

jueves, diciembre 09, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo 1: El buen doctor

No había terminado aún de depilarle las ingles al Roñas cuando el Doctor Rebáñez me reclamó a su despacho. Abandoné presto la sala común y me dirigí con celeridad hacia el citado habitáculo, ya que no convenía hacer esperar en exceso al Doctor, el cual, a pesar de su enorme sabiduría en cuestiones psiquiátricas, mostraba un desprecio total y absoluto hacia sus pacientes, por lo que se puede aducir que amaba el continente pero no el contenido. Para ilustrar mi teorema, baste citar cuando el Felpudo, el cual creía ser como esos enseres domésticos que se colocan en la puerta de las casas, y por ello se pintaba la palabra anglosajona “welcome” en la espalda, llegó medio minuto tarde al despacho de Rebáñez y encima haciéndole una pantomima de onda vital, ya que también se creía Son Goku en sus ratos libres, recibiendo a cambio de parte del buen doctor su famoso y terapéutico derechazo en la mandíbula, que le había hecho campeón de Barcelona en la categoría de peso pluma en sus años mozos, y que al pobre del Felpudo le quitó de encima todos los traumas, así como cinco piezas dentales que, debido a la bazofia semisólida que nos dan a modo de rancho, no echó demasiado de menos.

El caso es que llegué a tiempo a mi apresurada cita con el Doctor Rebáñez, o eso pude comprobar del pitido que emitió su reloj cronómetro medio segundo después de que yo entrara en su despacho. El citado doctor, a pesar no ser lo que se podría denominar como joven, ni de ser especialmente atractivo para ninguna especie conocida, hoy resultaba todavía más horrendo si cabe, debido a una enorme y reciente herida que le cruzaba la ceja, el ojo y el descarnado pómulo derecho. Semejante carnicería efectuada sobre semejante rostro fue excesivo para mi débil constitución, y no pude reprimir una mueca de asco que apunto estuvo de transformarse en vómito. Percatándose de mi gesto, el Doctor Rebáñez me preguntó si había reparado, quizá, en la descomunal herida que afeaba, si cabe, su rostro. “¿Qué herida?”, manifesté intentando componer mi mejor cara de póker, llevándome como premio un tremendo bastonazo en seco sobre mi cabeza.

“Dejémonos de zarandajas, villano, pendejo, pusilánime”, espetó Rebáñez, que siempre aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar su amplio vocabulario, lo que, sumado al siniestro color azul de su piel, le confería aspecto de diccionario de sinónimos. “Quiero que encuentres y halles por mí, ya que mi posición y/o condición no me lo permite, al responsable de tremenda felonía, injuria y daño sobre mi persona”. A continuación, y después de un nuevo bastonazo en la sien cuya misión era llamar mi atención (ya que me había quedado embobado al contemplar los tremendos pulmones de la hija mayor de Rebáñez, que pugnaban por salirse, en este orden, de sujetador, cuerpo y foto), el buen doctor terminó de narrarme los hechos que le llevaron a ser poseedor de tan vomitiva herida.

Según me relató el Doctor Rebáñez, entre bastonazos cada tres minutos exactos, aquella mañana a primera hora había reclamado a su presencia al pérfido Chirlas, uno de los peores reclusos de la institución. El Chirlas se comporta casi siempre de forma tranquila y relajada, ayudado por los sedantes que cada cinco minutos uno de los gorilatos le inyecta en el culo. El problema surge si alguien se olvida de dicha inyección, ya que en cuanto el Chirlas recupera el control sobre su drogado cuerpo, saca la terrible navaja de Albacete que le regaló su anciana madre y empieza a repartir mandobles a diestro y siniestro. Lo extraño e incluso paranormal del caso es que nadie sabe dónde leches guarda el Chirlas su arma blanca, a pesar de optar por dejarlo a perpetuidad en pelotas y a pesar de las continuas exploraciones que sobre sus orificios efectúan los enfermeros. Aquella navaja es como una prolongación de su cuerpo, o quizá permanece oculta en una dimensión paralela a la espera de ser reclamada por su legítimo dueño. Sea como sea, y a pesar de presentarse ante Rebáñez desnudo, sujeto por los dos gorilatos más fornidos de la institución (primer y segundo clasificado en el Mr. Olimpia) y con todos sus orificios cegados con cera, salvo la nariz; a pesar de todo ello, digo, fue capaz el Chirlas de zafarse de su hormonada guardia, extraer su navaja de Dios sabe que zona crepuscular, rajarle la cara a Rebáñez y consumar un acto masturbatorio contemplando la fotografía de la hija del doctor (no la de los pulmones, sino la menor, que tampoco era manca), saliendo disparado el pegote de cera que taponaba su órgano viril en el momento del clímax, rompiéndose el cristal de la foto.

Lo que el Doctor Rebáñez me ordenó aquel desgraciado día fue que encontrara al Chirlas, dondequiera que se encontrara éste, aunque, debido a su propensión a aliviar sus más bajos instintos, Rebáñez sospechaba que pasaría el resto del día en el barrio chino, donde casualmente trabajaba mi hermana Lurditas. Todas estas consideraciones, y mi legendaria sagacidad detectivesca, fueron las que movieron al doctor a encomendarme a mí la tarea de buscar y traer de nuevo al redil a la mala bestia del Chirlas, concediéndome para ello una libertad temporal de dos días; y, apelando a mi buena fe y a sus contactos con la policía, confiaba en que no abusaría de su generosidad huyendo a la Patagonia o a Murcia.

Y así, sin darme siquiera algo más de vestir que mi raído y translúcido albornoz de interno, dos de los enfermeros me posaron con toda suavidad en la calle, aterrizando encima de las bolsas de basura de la acera de enfrente que, debido al notable aumento de la población, no cabían en los ya insuficientes contenedores, a pesar de su novedosa y ecologista división por colores. Ahora, al olor de mi cuerpo, pues ya hacía cinco días que no me lavaba, había que sumarle el de la materia orgánica en descomposición de las bolsas. Pero aún así, yo sólo tenía nariz para aquel delicioso aire de libertad que inundaba como un torrente gaseoso mis fosas nasales.
Cayetano Gea

domingo, diciembre 05, 2004

IMPERIO NUBE

Hacía uno de esos aburridos días de invierno en los cuales las nubes habían conseguido conquistar el cielo. Deprimido y débil, como me acontecía siempre que amanecía nublado, decidí pasar todo el domingo leyendo. Sin embargo, hacia la media mañana, el sol comenzó a iluminar mi habitación, por lo que me asomé desde mi terraza hacia el cielo y pude contemplar cómo la luz solar había triunfado de nuevo. Ya podía sentir el calor por mi cuerpo, la sangre afanándose en transportar oxígeno a las células y comida y, por ende, las renovadas energías, las ganas de salir a la calle, de estar con la gente, de hollar terrazas y de trasegar claras, de vivir, en fin, de puertas para fuera.

Mientras pensaba a quién llamar y dónde quedar, contemplé al diezmado ejército nimbo en retirada. Algunas nubes soldado, incapaces de huir a tiempo, eran desintegradas por la acción del calor del sol. El resto, sencillamente, recogieron sus gotas de agua y abandonaron el campo de batalla lo más rápido que les permitía el poco viento que circulaba esa mañana.

¿A dónde se reunirían las nubes vencidas? Habían perdido una batalla, pero no la guerra, por lo que debía existir un punto geográfico donde el sol no llegase y las nubes pudieran reagruparse y hacer planes para un nuevo ataque. Quizá no fuera un lugar determinado, sino la suma de sus colonias, de sus cielos conquistados, que, salvo por fortuitas incursiones solares, permanecen de color gris perla casi a perpetuidad. Mi mente procedió veloz a trazar un mapa aéreo que representase los dominios del Imperio Nube: los países nórdicos, Inglaterra, Canadá, Miranda del Ebro, y un largo etcétera.

¿Cuál sería el móvil de su insaciable sed de conquista? Porque lo que resulta obvio es que constantemente intentan apoderarse de nuevos dominios celestes, atreviéndose, incluso, a atacar en ocasiones a las regiones más importantes y seguras del Imperio Sol, provocando auténticas hecatombes para forzar a la zona en cuestión a reconocer la supremacía del Imperio Nube en sus tierras.

Considero que Madrid, mi hogar, es un protectorado del Imperio Sol, aunque aquí ambos bandos han aprendido a convivir, repartiéndose el año, amén de unos tratados firmados hace una eternidad. A pesar de ello, y de la relativa tregua que han alcanzado en Madrid y en más zonas, el Imperio Nube intenta continuamente forzar la débil paz existente. Sus ejércitos diezman nuestros cultivos, inundan nuestras calles y levantan por los aires nuestros hogares.

Con lo que no contaba el Imperio Nube era con nuestro alzamiento, rebeldía y ansias de libertad. Para ello, nosotros, los seres humanos, decidimos combatir a nuestro enemigo con la única arma eficaz que disponemos: la ciencia. Así, comenzamos a verter nuestros desechos gaseosos contra el Imperio Nube, a colocar sistemas de refrigeración y de calefacción por todas partes, a comprar vehículos autopropulsados y a coger un spray y, mirando al cielo, rociar los pérfidos cúmulos con CFC.

Nuestro trabajo ha ido dando sus frutos. Para empezar, hemos conseguido que aumente la temperatura media en la superficie, creando un hermoso efecto que podríamos definir de invernadero, que nos permite retener a ras del suelo las nobles radiaciones del sol entre nosotros, dándole así más tiempo para combatir a su feroz rival. Por otro lado, hemos abierto un agujero considerable entre las filas enemigas, en una capa defensiva del Imperio Nube denominada Ozono. Gracias a esta heroica acción, los rayos del sol penetran hasta lo más hondo de nuestros seres, colmándonos de su sabiduría y eternidad, bendiciéndonos por nuestras valerosas hazañas en contra del enemigo, y convirtiendo la superficie del planeta en un hermoso solar.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 01, 2004

Changes


Aquella triste mañana de noviembre, cuando me bajé del autobús en la parada de Recoletos, volví a jugar a aquel pasatiempo que desde mi ya algo lejana infancia no practicaba: el de imaginarme a los señores como si fueran señoras, y viceversa. Probé este cambio de sexualidad con muchos de ellos; algunos y algunas, sorprendentemente, resultaban más atractivos si se les contemplaba desde este nuevo prisma. Tanto fue así, que estuve tentado de recomendarle a una señora que se vistiera con ropas de varón para resaltar mejor sus masculinas formas.

Pude observar que, si bien efectuar estos cambios resultaba algo chocante, su repercusión era menor si se los producía a personas mayores. Cuanto más anciano o anciana era la persona víctima de mis cambios, menos diferencia existía entre su versión masculina y femenina. Deduje, pues, que la edad nos va igualando, y que cuanto más viejos somos, menos rasgos de nuestra sexualidad original preservamos, quizá debido, como todo el mundo sabe, al déficit hormonal que acompaña a estas avanzadas edades. Se puede, pues, afirmar que si no fuera por esas invisibles sustancias, seríamos todos asexuados como los angelitos, lo cual es terrible, si se piensa bien.

Aquella triste mañana, mientras entraba en la estación de RENFE, decidí llevar mi juego de la infancia aún más lejos: empecé a imaginarme a mí mismo siendo una mujer. Al principio no me desagradó en exceso el cambio. Iba por la calle pensando, “soy una mujer, soy una mujer”. Lo maravilloso fue que conseguí acceder a una parte de mí que desconocía y empecé a contemplar el mundo con otros ojos, con ojos de mujer. Casi pude definir su (mi) personalidad: inteligente, trabajadora, soltera y que buscaba en un hombre las mismas cualidades que yo buscaba en una mujer cuando soy un hombre y no una mujer, como era el caso.

Cuando cogí el tren de Cercanías y contemplé con mi mente de mujer mi reflejo de hombre en el cristal, me enamoré perdidamente de mí mismo.
Cayetano Gea Martín


miércoles, noviembre 24, 2004

No quiero creer en ti



Los habitantes de la tierra se dividen en dos
Los que tienen cerebro pero no religión
Y los que tienen religión pero no cerebro

Abul-Ala al-Maari


¿Crees que me resulta fácil vivir así mi vida? ¿Crees que no tengo miedo a tomar todas mis decisiones solo, sin tenerte a mi lado? La cuestión, supuesto Creador mío, no es si creo en ti, aunque tenga tantas pruebas de tu existencia como de tu inexistencia, es decir, ninguna por ambas partes: en la presencia de la vida en esta roca que llamamos hogar no me parece ver tu mano ni me hace arrodillarme ante tus sacros tobillos. La vida puede haber sido un mero accidente, una placa de Petri olvidada sobre la superficie de La Tierra en la era primordial por alguna raza estelar; o sencillamente, no somos más que unas caprichosas moléculas de ADN autorreplicante, configuradas de tal forma por un mero accidente en el laboratorio del universo.

Pero la cuestión no es esa, supuesta Divinidad, la cuestión no es si creo en ti, sino que no quiero creer en ti. No me interesa que existas, no quiero que existas. Reniego de tu omnisciente sapiencia y de tu poder. Y no te disfrazo de Dios católico, musulmán, judío o al que adoran los indios de la Polinesia, es lo mismo; me refiero a tu concepto último y desnudo de ser todopoderoso creador y dador de toda vida.

¿Sabes por qué no quiero creerte ni crearte? ¿Sabes por qué me niego a que haya un alfa y omega universal? Porque no quiero ser la criatura de nadie, la creación de nadie, salvo de mis auténticos progenitores, los que sí están cuando los necesito y cuando sufro. No quiero ser hijo tuyo ni que me prometas la gloria eterna a cambio de sacrificios personales e isaaquianos, ni de que condiciones mi vida con normas y reglas que en tu nombre ordenan aquellos que trabajan para la gloria propia y de otros, y no para la tuya.

La vida no es una promesa de recompensa o de castigo, la vida es la propia recompensa y el castigo. El cielo y el infierno, y más este último, se mezclan y entrecruzan por nuestro camino diario. La vida es la meta a alcanzar; la más complicada, ya que no hay nada más difícil de alcanzar que lo que tenemos constantemente ante nosotros. El creer en un premio eterno, en una recompensa por nuestros años de dolor es un ejercicio de vanidad supremo. ¿Cómo puede alguien merecer la gloria eterna o la penuria eterna por ochenta años de vida? ¿Una vida condiciona una eternidad? ¿No sería más lógico a la inversa?

Me parece tan estúpido y engañabobos el creer en una vida eterna, tan contrario a la naturaleza de la materia, que aboga por la muerte a cada instante, en cada rincón, acechando. ¿Nihilista, quizá? No del todo. Aún quiero y me esfuerzo por encontrar una tercera vía. Pero mientras eso llegue, si llega, reniego de ti y vivo y envejezco por este valle de lágrimas y de alegrías.

…Y créeme, prefiero caminar con una duda que con una mala teoría.


Tranquilos, puedo vivir de mi historia
Sabiendo que a las puertas de la gloria
Mi nariz no se asoma.

La muerte no me llena de tristeza
Las flores que saldrán por mi cabeza
Algo darán de aroma.

Javier Krahe
Cayetano Gea Martín

domingo, noviembre 14, 2004

¿Acaso nada?

El titán destronado contempló las estrellas, y en aquel preciso momento comprendió que ya no le pertenecían, que pasaría el resto de su existencia vagando por el hueco cosmos sin que ningún ser humano volviera a dirigirse a él, o a temerle. Triste es que alguien muera y que sólo nos quede su recuerdo, pero peor es ser inmortal y no existir.


El viento sólo llega a serlo cuando silva entre los árboles, la maleza o los edificios. Carente de cuerpo sólido, sólo existe cuando choca contra los demás y les arranca un sonido. Hasta ese momento, el viento sólo es aire.


El ciego siempre será el más atrevido a la hora de cruzar un puente.


¿Soy un hombre que sueña por las noches con ser águila o soy un águila que sueña por las noches con ser hombre?


Para escapar de tu noche y encontrar un nuevo sol, me bastaría con una sonrisa, un abrazo, una caricia nueva, no tuya. Un nuevo destello en esta noche eterna.


Si para el budismo, a cada instante somos un ser distinto, ¿por qué me aferro a un pasado de dolor y lo siento mío? Las lamentaciones de ayer no deberían tener cabida en el mañana. Me retuerzo entre los gusanos para ser proclamado mariposa…


En una urnita guardaré tu sonrisa. El resto sigue ardiendo.


Hace ya más de un año que cometí mi gran error, que me hundí con los demás y descubrí que no sólo no soy especial, sino que, al menos una vez en mi vida, he sido el ser más despreciable de la creación. Si me reencarno, tendré que pagar por ello.


El sexo es el mayor regalo de la existencia. Todo nace de él y todo nos conduce a él. Nunca entenderé por qué occidente no lo venera cuando es la mejor divinidad que puede existir: da y recibe por igual.


Y el buda les reunió y les dijo: “Nombraré como líder del monasterio al que de vosotros sea capaz de describirme esta tetera sin utilizar palabras”. Uno tras otro, los monjes fracasaban. “Es un objeto de metal, maestro”, dijo uno. “Colocándola al fuego”, dijo otro. A todos decía buda que no. En esto que llegó el monje cocinero y, debido a que le entorpecía el camino, apartó la tetera de una patada. El buda le hizo líder de inmediato.


Nos perdemos en vericuetos sin sentido, en vez de fijarnos en lo primordial, en lo básico, una rosa, un vaso, un rostro. Poseen fuerza por sí mismos, no necesitan que los definamos. Hay que enseñar a sacar la flecha, no aprender de qué esta hecha.


Durante diez días, los peregrinos escalaron hacia las montañas del Za-zen. Cuando faltaba un día para llegar a la cima, uno de los peregrinos se dio la vuelta y empezó a bajar. Un compañero le grito: “¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¿No ves que ya estamos apunto de llegar?”. A lo que respondió éste: “Seguro que la vista es magnífica, pero, ¿habéis pensado en que no tendremos cobertura allí arriba?”.


Muerte, muerte y muerte. Te enseñaré el dolor en un puñado de polvo. Hay otros mundos aparte de éste. Y algunos, desgraciadamente, están aquí.


Un silencio en boca de otro es menos silencio si lo comparte con su propia sombra menguante. Sí, las sombran menguan como la luna, como la vida, como todo.


Cayetano Gea Martín


jueves, noviembre 11, 2004

A ese señor



A ese señor no demasiado alto que viene bajando por la calle le voy a estrechar la mano por enésima vez. O eso, o una palmada en la espalda; pero una palmada de amigo, ojo, no de gordo jefe con corbata y puro. Una palmada y, si la tarde me incita, un breve abrazo fraternal, exento de cualquier tipo de homosexualismo, por supuesto. Un abrazo entre camaradas, vaya, entre compañeros de fatigas, porque, quizá, es posible, acaso, puede que no exista nada más fatigoso que la de mantener una amistad fresca y lozana como el primer día, lustrosa pero curtida.

A ese señor que nunca llega tarde le debo muchas cosas, y no sólo de índole material en forma de mercaderías varias, sino cosas algo más sentidas, más tirando hacia ese órgano de musculatura estriada que bombea la sangre, y no me refiero a nada obsceno, por supuesto, sino a mi corazón coraza, Benedetti, tan fácil de acceder pero tan complicado de mantenerse en él durante el tiempo necesario para acabar cogiéndome algo de cariño.

A ese señor se le olvidó traer a su sempiterna cita conmigo lo que le presté, pero como él bien sabe, me da lo mismo. Lo que importa es el hecho de prestarnos cosas, respondiendo, quizá, a nuestro deseo continuado de disfrutar en paralelo, de poder criticar o alabar, casi siempre, las mismas cosas, salvo excepciones, claro; excepciones casi siempre de índole musical o fílmica, pero son las menos, espero, deseo, creo.

A ese señor le gusta, como a mí, el amor con forma de mujer, aunque diferimos en su aspecto, claro, lógico, por supuesto; de broma le digo que a él le gustan bajitas para que no le hagan sombra, y él siempre responde con ese cabeceo suyo tan propio, más de cariñosa compasión que de enfado. También amamos el simple, puro, sencillo, último acto de leer, al que veneramos y entregamos nuestras vidas, cual sacrificio al noble Dios Libro, aunque ese señor, como buen científico, nihilista, ateo, empirista que es, no crea en dios alguno y yo abrigue mis dudas.

A ese señor y a mí nos gusta rodearnos de más señores parecidos, semejantes, comunes, afines pero algo distintos a nosotros. Nos reímos en círculos humanos, que es como hay que reírse, no a solas, sin que nadie pueda atrapar tu risa y digerirla; pobre risa que muere en el aire, sin ser reciclada en otra.

A ese señor le debo tanto, mucho, demasiado, todo, tres o cuatro kilos de conciencia y de psique. Le debo que me aguante, que esté ahí sin llamarle, sobretodo en la hora triste, fatídica, negra de recoger mis escombros y ayudar a recomponerme sin demasiado pegamento. Le debo una amistad como no habrá otra, y sólo se la puedo pagar con la mía, eterna, para siempre.

A ese señor, y a modo de praxis, le debo, sobretodo, un “gracias” bien gordo.


Dedicado a mi amigo Pedro. Pocas cosas tengo tan seguras en esta vida como la amistad que nos une. Gracias por todo.
Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 08, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Edgar Allan Poe

NOTA: Al principio, mi intención era parodiar el estilo y la temática de Poe, pero, segun iba avanzando en la historia, ésta me enganchó tanto que acabé imprimiéndole mi propio estilo y descartando la idea de hacerla en clave de humor...


Sé que no estoy loco.
Sé que, a pesar de lo que esta sociedad hipócrita pueda pensar, no estoy loco ni perturbado. También soy consciente de lo que hice, y sé que fue la única solución razonable. Espero que Dios, en su omnipotente sabiduría, sea capaz de perdonarme. Sólo él podrá juzgarme por lo que hice, y no acepto ninguna otra autoridad que no sea de carácter divino.

Hoy, desde este sanatorio de Boston donde me tienen recluido, a trece de noviembre del año 1905, comienzo a dejar constancia escrita de lo que ocurrió realmente en aquella vieja mansión de esta misma ciudad. Los hechos que voy a narrar no son más que una crónica de la pura verdad, por muy increíble que pueda llegar a parecer. Espero que al final, lector, pueda entender mejor por qué elegí actuar de aquella manera.

Recuerdo aquel nefando día en que mis cansados pasos de estudiante de llevaron hasta la vieja pensión de la familia Dupin. Un amigo mío me aconsejó dicha morada para establecerme en Boston, alegando a su limpieza y al afable carácter de su dueña, la viuda de Mr. Dupin, Susannah Dupin. La mansión se hallaba al final de un intricada calle que, mucho más tarde, he sido incapaz de encontrar. Era una gótica vivienda victoriana de pizarra que sobrecogía por su desproporcionada altura y majestuosidad. Pisé el hall de la casa donde me recibió muy amablemente Mrs. Dupin, así como su hermosa hija, la joven Berenice Dupin, de fragante pelo rubio y hermosos dientes.

Ambas me llevaron a mi nueva y modesta habitación, donde me otorgaron un rato de intimidad y sosiego mientras ordenaba mis escasas pertenencias. A la hora de la cena, bajé al comedor común, donde hallé a ambas mujeres en compañía de un único comensal, el retirado ya general Aberdeen, natural de Detroit, al que fui presentado formalmente.

Después de la agradable cena, y de disfrutar de la cálida hospitalidad de la dueña y su desconcertantemente bella hija, acompañé al general al pequeño patio interior de la mansión, donde sendos butacones nos esperaban. La noche abrió sus negras fauces, despejándose el cielo y permitiéndonos el poder gozar de una grata conversación a la luz de la luna, en aquel hermoso patio ajardinado no exento de cierto exotismo español.

El lechoso humo del opio se alzaba hacia las estrellas mientras Mr. Aberdeen y yo conversábamos acerca de la vida, la muerte y la esencia del individuo. Al cabo de un rato, con nuestras mentes abiertas de par en par por la adormidera, recordamos todas las extrañas ciudades y paisajes que el sueño del opio nos había permitido contemplar, las lejanas cúpulas de Az-razel, la ciudad de los inmortales, las callejas inversas de Mihtna, los extraños habitantes de Gerna-Ceti, de piel azul cobalto, las montañas brumosas de Mod, cuya apretada vegetación oculta secretos sin nombre.

Durante más de nueve semanas, el general Aberdeen y yo dábamos por la noche buena cuenta de sus reservas de oriente, hasta que mi ya querido compañero tuvo que volver a su Detroit natal, debido al nacimiento de su nieto. Así pues, me quedé solo en mis incursiones nocturnas por mi agitada psique, lamentándome de la ausencia de Mr. Aberdeen, ya que, al igual que no es lo mismo visitar un país extranjero en soledad que hacerlo en compañía de un amigo, no encontraba el mismo placer viendo las ciclópeas almenaras de Ktza yo solo, ni respirando el embriagador perfume del Mare Tenebrarum.

A pesar de ello, continué llegando puntual a mi cita con la eternidad después de cada cena, durante cinco semanas más, hasta que llegó la fatal noche que hizo que nada volviera a ser como antes.

Comenzó de la manera más simple, acaso como empieza todo siempre en esta vida. Me encontraba a punto de empezar con mi ritual nocturno cuando un espeluznante sonido me hizo incorporar de un salto. Asustado, corrí a la cocina para preguntar a Mrs. Dupin si conocía la procedencia de semejante ruido. Algo turbada, me confesó que el sonido procedía de la habitación de la buhardilla, sitio en el que se encontraba su enfermo padre, el cual habían trasladado desde su casa hasta aquí, debido a su incapacidad de cuidarse solo. El extraño ruido gutural lo producían sus enfermos pulmones, incapaces de funcionar correctamente, debido a la enfermedad que los iba destruyendo poco a poco, de manera irreversible.

Impresionado, le di mis más sinceras condolencias esa noble mujer que había tenido a bien acogerme en su hogar, y me acosté, incapacitado por esta noche de ser compañero del opio.

La noche siguiente, mientras planeaba por la superficie lechosa de la adormidera, el mismo aterrador sonido, como un engranaje húmedo y oxidado, me hizo despertar sobresaltado y me trastornó temporalmente los nervios, sumiéndome hasta el alba en un enorme estado de ansiedad. Dicho suceso se repetía todas las noches, con mayor o menor infortunio, haciéndome cada vez más desdichado y despertando en mí un instinto homicida que hasta entonces desconocía poseer.

Llegados a este punto, quizá el lector de esta confesión crea que yo cometí el terrible crimen debido a mi incapacidad de viajar en brazos del opio. Nada más lejos de la realidad. Cierto es que la crispación de mis nervios creaba en mi una furia casi incontrolable en contra del desdichado padre de Mrs. Dupin, pero no fue aquello el detonante final. La situación se complicó hasta el punto de superar mi propia implicación.

Una noche, mientras caminaba por el bazar de Al Aaraf, y conversaba con los mercaderes de luengas barbas, contemplé cómo la ciudad entera era arrasada por una temible ola de energía que la barría de norte a sur. Aquella masa energética poseía el repugnante sonido de la respiración del viejo. Aquel aliento apocalíptico lo iba destruyendo todo a su paso. Sobresaltado y fuera de mí, desperté en el familiar patio, para desmayarme al instante.

Desperté al mediodía siguiente en mi cama, con la joven Ms. Dupin a mi lado, cambiándome el paño húmedo que cubría mi frente por otro. Pude notar una visible turbación en su rostro cuando le agradecí sus atentos cuidados. Hermosa muchacha era, en la flor de la vida. Me pregunto qué habrá sido de ella. Pero no quiero desviarme del problema. El médico me dijo que había sufrido una crisis nerviosa de bastante consideración y me recomendó dejar los opiaceos con bastante crudeza. Tuve que hacerle caso, temporalmente, porque me daba pánico volver a sumergirme en mi regazo onírico de nuevo.

Al cabo de una semana, y temiendo que la ronca respiración del anciano moribundo volviera a enturbiar mi mente, decidí acudir a un fumadero local, cercano a la pensión. Allí, tras acomodarme, fue donde sufrí el golpe mayor de mi vida. Soñé que me encontraba en un polvoriento desierto cuyo nombre desconocía. Al fijarme con más atención, pude apreciar cómo las arenas del desierto oscilaban cual marea, revelando escombros bajo ella y, oh, Dios mío, fragmentos humanos esparcidos por doquier. Entonces comprendí que me encontraba sobre las ruinas de Al Aaraf. Aquel anciano había destruido una parte del mundo onírico, lo cual no dejaba de ser un fenómeno curioso, ya que, siendo como es, un entorno abstracto que forma parte y compone la imaginación y la psique colectiva del hombre, me resultaba difícil imaginar cómo una respiración, aunque fuera aborrecible, podría dañar algo intangible.

La auténtica dimensión del horror llegó cuando viaje a otros parajes y contemplé la misma destrucción en muchos de ellos. Una temible posibilidad cruzó mi mente: ¿Y si fuera al revés? ¿Y si fuera el anciano una proyección real en nuestro mundo de un mal que asola la tierra de los sueños? Es decir, cabía la posibilidad de que el anciano fuera la sombra del grito destructor, su reflejo en el mundo real. Sólo sabía que si no hacía algo pronto, todos los sueños, todas las fantasías humanas, la tierra donde se forjan las ideas que luego, al despertar, aplicamos en nuestras vidas, todo aquello desaparecería.

Por todo lo que he narrado, tomé la decisión que tomé. Obviamente y, como se imaginará el lector, consistió en deshacerme del anciano lo antes posible, lo cual, aunque de fácil trámite, resultó fatal para mi persona, dando con mis huesos aquí, y fin de la historia.

Podéis tildarme de loco, de perturbado adicto al opio o de lo que se os ocurra, pero esta noche, cuando os acostéis, recordad que seguís pudiendo soñar gracias a mí. Imaginad el horror de no poder visitar hermosos parajes oníricos, ni de poder dar rienda suelta a vuestras fantasías más ocultas, ésas que no os confesáis ni a vosotros mismos, o el no poder contemplar jamás aquellos rostros que ya se fueron.

Dulces sueños.

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Edgar Allan Poe es el maestro del género de terror. Sus relatos cortos son tan excepcionales que no sólo los amantes del género suelen tenerlos como libros de cabecera, sino que hasta el menos aficionado ha oído hablar de ellos.

La vida de este escritor estadounidense es casi tan estremecedora como sus relatos. Su corta vida estuvo siempre marcada por la depresión, su tendencia a la melancolía y su afición al alcohol y a las drogas, que acabaron por destruirle.

Aunque no se pueda decir que fuese el creador de los relatos de miedo, si fue un maestro en su arte, modernizando la concepción gótica del cuento de terror y dándole la visión actual que tenemos hoy del género. También fue quien inició la novela policíaca; su relato 'El escarabajo de oro', es prueba de ello, así como ‘Los crímenes de la Calle Morgue’, donde la figura de Monsieur Dupin fue más tarde utilizada por Doyle para dar vida a Sherlock Homes.

Nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres, actores de teatro itinerantes, murieron siendo él niño, y fue criado por John Allan, un hombre de negocios de Richmond (Virginia). A los seis años viajó a Inglaterra donde ingresó en un internado privado. Después de regresar a EEUU en 1820 asistió a la universidad de Virginia durante un año, pero en 1827 su padre adoptivo, disgustado por la afición del joven a la bebida y al juego, se negó a pagar sus deudas y le obligó a trabajar como empleado.

Contrariando la voluntad de Allan, Poe abandonó su nuevo trabajo y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, ‘Tamerlán y otros poemas’ (1827). Poco después se alistó en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, ‘Al Aaraf’, y se reconcilió con Allan, que le consiguió un cargo en la Academia militar, pero a los pocos meses fue despedido por negligencia; su padre adoptivo le repudió para siempre.

Al año siguiente de publicar su tercer libro, ‘Poemas’ (1831), se trasladó a Baltimore, donde vivió con su tía y una sobrina de once años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento 'Manuscrito encontrado en una botella' ganó un concurso en el Baltimore Saturday. De 1835 a 1837 fue redactor de Southern Baltimore Messenger. En 1836 se casó con su sobrina. En 1847 falleció su mujer después de una larga enfermedad, y él mismo cayó enfermo; su desastrosa adicción a los opiaceos contribuyó a su temprana muerte en Baltimore, el 7 de octubre de 1849.

Fue hallado semiconsciente, tirado en la calle. Llevaba puestas ropas harapientas que ni siquiera eran suyas. Fue ingresado en el hospital y cuatro días más tarde falleció en medio de terribles delirios e incesantes imágenes de terror que acosaban su mente agotada.

Edgar Allan Poe vivió una vida tortuosa marcada por el dolor, dolor que nacía de su alma melancólica y depresiva y que intentó calmar mediante las drogas y el alcohol, logrando perderse para siempre en algún paraje escalofriante de los nacidos de su mente. Murió con tan solo 40 años y nos dejó páginas y páginas de horror, impregnadas de sus paisajes oníricos.

Para ser justos con el miedo que brota de cada página de los relatos de terror de Poe, deberíamos mencionarlos todos. Sin embargo por no extendernos en demasía, citaremos sólo unos cuantos: ‘El gato negro’, ‘Los crímenes de la Calle Morgue’, ‘El caso del señor Valdemar’ ‘La caída de la Casa Usher’, ‘Aventuras de Gordon Pynn’, ‘El corazón delator’, ‘William Wilson’, el poema ‘El cuervo’, ‘El pozo y el péndulo’, ‘Ligeia’, ‘El escarabajo de oro’, ‘Berenice’, y un largísimo etcétera de cuentos de terror y de aventuras, poemas, ensayos, relatos humorísticos y narraciones descriptivas.
Cayetano Gea Martín

domingo, octubre 31, 2004

Bajo la Tormenta

En la colina me espera
En la colina me espera
Y volveré
Volveré o me llevarán ya muerto
A refundirme en la tierra

Manuel Vázquez Montalbán



La luna iluminaba tu rostro de color avellana, dándole aires de fantasmagoría, de espectro lunar, de japonesa malvada de película de terror.

Hermoso claro que me permitía contemplar las estrellas y tu cuerpo desnudo. Hermoso claro, pero breve. Pronto, las nubes de tormenta tapan los astros, y la oscuridad vuelve a cubrirnos, a abrazarnos.

Nosotros venimos del suelo, polvo al polvo, y él volveremos después de este breve interludio entre sombras llamado vida. Por eso me asusta la oscuridad, a pesar de notar tu cuerpo contra el mío, a pesar de sentir tu calor, tu humedad, tu alma y tu vida, tu hermosa y fugaz vida estrechada contra la mía, luchando con nuestro amor contra esta entropía generalizada, contra este mundo triste que se retuerce, envejece y muere.

Las mareas cambiaron.
De la luz del día a la noche tormentosa y eterna.
El fin llega y no podemos evitarlo, a pesar de nuestro enorme amor y dedicación de amor, de nuestro beso eterno entre aguas, nieblas y sombras, de oscuro color azul mar que somos incapaces de abrir, de romper, de vencer. A pesar de ese pequeño claro que nos permitió contemplar por un lado, nuevos horizontes celestiales y por otro, nuestros propios rostros con tonalidad de selenitas.

Y mientras el mundo agoniza, tus brazos me cubren.
Cayetano Gea Martín

jueves, octubre 28, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Don Francisco de Quevedo Villegas


Venía huyendo de la innoble equidad del conde-duque, por un quítame allá esa execración, cuando mis obligados pasos me condujeron hasta la noble Villa de Zamora, lar de valientes y honrados castellanos, a la par que de mancebos afeminados que gustan de vestir con féminas prendas y de otros menesteres que no ha cuento el narrarlos aquí.

Mientras mi alazán dábame entrada en la populosa plaza central de la urbe, observé a la variopinta fauna que ante mi se hacía patente: buhoneros andrajosos de aviesas intenciones ocultaban la cachiporra entre sus baratijas, innobles mercaderes vendían a sus clientas alcahueteras sus putrefactos productos, los cuales si, por ventura, caían al suelo, lo emporcaban aún más, a pesar del fango de dos pies que ocultaba la calzada de la noble villa.

En uno de los extremos del lodazal contemplé la triste estampa de un juglar con trazas de hidalgo, aunque di por sentado que venido a menos, debido a que peleaba con uñas y dientes, literalmente, contra dos marranos que hozaban gusanos en el barro, mientras recibía atentos palazos en la sien por parte del airado porquero y, por ende, legítimo dueño de los cochinos.

Desistiendo finalmente de mover el bigote, el trovador se sentó y empezó a rasgar y a afinar un palo con cinco cuerdas de hilo tensadas que hacía la función de lira. Era este juglar delgado como la muerte, más osario que humano, de nariz superlativa que parecíale brotar de súbito en medio de la faz, ya de por sí poco agraciada, y no por su visible carestía de dientes, salvo por dos muelas picadas, ni por ser cejijunto cual negro cepillo, sino por faltarle el ojo diestro, quedando en su lugar obscura oquedad que miedo daba verla. Completaba el cuadro unas impetuosas barbas que devorábanle media faz, desde la prominente nariz, que delataba su ascendencia, hasta el sucio cuello.

Aquel espectro comenzó a cantar con una voz singularmente melodiosa ciertos malsonantes ripios de cuya composición desconozco a su olvidable dueño, pero que ya oí en Toledo. Rezaban más o menos así:

Júrote por mis fueros
Que no ha mejor oficio
Que el dedicarse por entero
Al noble arte del fornicio.

En verdad dígote: es el folgar
Más arte que cualesquiera opción
Más que el dormir, más que el yantar
Sólo con el evacuar aguanta comparación

Cuidado con los amores mercenarios
Que las fermosas niñas gitanas
No aman más que a los salarios

Si la noche te encamina a su ventana
Procura no rondarla de a diario
Que con zurrón vacío no hay jarana

Y si acaso marido tiene la desafortunada
Será mejor que no aprecie su cornamenta
Porque te desmontará de una pedrada
Y de otra más a su infiel parienta

Sigue bien estos comedidos consejos de amigo
Para que puedas seguir cantando conmigo:

Júrote por mis fueros
Que no ha mejor oficio
Que el dedicarse por entero
Al noble arte del fornicio.


Aunque el trovador porfiaba, finalizó la canción de súbito y por fuerza mayor, ya que la guardia venía a prenderle por vago y maleante. Aproveché la momentánea coyuntura para dirigirme, no sin gran pesar al ser conocedor de lo que me esperaba, hasta la posada donde me hospedaría hasta el siguiente amanecer.

Me instalé, y sospeché que dicha venta no se podría contar entre las más límpidas, quizá debido a esas paredes y suelos de los que no se distinguía el real color, tan gruesa era la capa de inmundicia que lo cubría todo.

Después de una cena que preferí obviar al ver que ésta se retorcía en el fondo de la herrumbrada cazuela, decidí acostarme en mi duro lecho, cubierto apenas con una mugrienta sábana, que otro más piadoso que yo hubiese podido confundir con la sábana santa por la innumerable cantidad de opacas manchas que satinaban la tela.

Deposité mis anteojos, es decir, los quevedos de Quevedo, en la mesita, temeroso de que ésta se desmoronara por el peso de las lentes, tan carcomida estaba la desdichada. Apagué el candil y cerré mis cansados ojos con la firme decisión de soñar que me hallaba lejos de allí, en Madrid o en Palermo, o en cualquier otro lugar que no fuera éste en el que, por desventura, me encontraba.

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1580. Nace en Madrid Francisco de Quevedo Villegas. Sus padres, Pedro Gómez de Quevedo y María de Santibáñez, ocupan puestos en la corte, siendo el padre secretario particular del príncipe.

1596. Comienza estudios de artes en la Universidad de Alcalá de Henares. Obteniendo el título de licenciado en 1600, año en el que inicia estudios de Teología en la misma universidad. En estas fechas se inicia la amistad con Pedro Téllez Girón, más tarde duque de Osuna.
1606. Quevedo vuelve a su ciudad natal, Madrid, donde recibe órdenes menores y se integra en la vida literaria de la corte.
1613. Viaja a Palermo para ponerse al servicio del duque de Osuna, Virrey de Sicilia entre los años 1610 y 1616.
1621. Muerte de Felipe III y subida al trono de Felipe IV. Proceso contra el duque de Osuna, que salpica a Quevedo. Encarcelado en Uclés durante un breve período.
1626. Acompañando de nuevo a la corte, se desplaza a Aragón a principios de año. Unos meses más tarde, aparecen impresas sin autorización en Zaragoza dos obras suyas: “Política de Dios” y “El Buscón”.
1631. Tras denuncias ante la Inquisición, publica “Juguetes de la niñez”, obra que recoge textos anteriores de burlescos y satíricos, ahora censurados.
1633. La hostilidad hacia el conde-duque de Olivares es ya evidente. Redacta en julio “Execración contra los judíos”, ataque frontal a la política del valido.
1634. En esta época desarrolla una gran actividad literaria: “De los remedios de cualquier fortuna”, “Epicteto”, “Virtud militante”, “Las cuatro fantasmas”, “Visita”, “Anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu” o la “Carta a Luis XIII”.
1639. El 7 de diciembre es detenido y conducido al convento de San Marcos de León, donde permanecerá encarcelado hasta junio de 1643. En este tiempo escribe “La Rebelión de Barcelona” y “Providencia de Dios”.
1645. El 8 de septiembre muere en Villanueva de los Infantes, adonde se había desplazado a principios de este año.
Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 25, 2004

BELLE

13 de Octubre de 1882
Cada día soporto menos este pueblo de Noruega donde nací, y del que tendré que huir si no quiero morirme de hambre. El siglo XIX agoniza, y Europa muere con él.

4 de Mayo de 1883
Hoy he desembarcado en una ciudad aún más deprimente que mi triste villorrio: Chicago. La gente me mira con asco y odio, como si los emigrantes fuéramos unos apestados. Un chico muy atractivo me ha comentado que es más fácil conseguir trabajo en el campo que en la ciudad, sobre todo para la gente que, como nosotros, dice el chico, no hablamos nada de inglés.

19 de Agosto de 1883
Llevo mes y medio trabajando en la granja de Máx Sorensen, un acaudalado y apuesto terrateniente no exento de cierto encanto. Me dedico a las tareas domésticas, sobre todo a la repostería, ya que siempre me he desenvuelto bien con los postres. Mr. Sorensen es ciertamente goloso, para ser soltero. ¡Ay, querido diario! Creo que me gusta. Pero es un sueño muy grande para esta pobre emigrante noruega.

27 de Enero de 1885
¡Hoy es el día más feliz de mi vida, querido diario! ¡Mr. Sorensen me ha propuesto en matrimonio! Me dijo que el también llevaba tiempo amándome en secreto. Nos casaremos en la primavera, cuando los prados se enrojecen por las flores.

1 de Mayo de 1885
Querido diario: Ayer tuvo lugar mi boda con Máx. ¡Qué día más dichoso! Todo fue perfecto, la comida, los invitados, y mis postres, por supuesto. Pero si el día fue maravilloso, la noche de bodas fue sublime, cuando me entregué a mi esposo sin reservas. ¡Cómo describir con palabras tanto placer y tanta dicha! ¡Cómo contar tantos besos y caricias, tanto cariño con el que Máx me cubrió!

9 de Septiembre de 1885
¡Estoy embarazada! Fue tan grande la manifestación de amor en nuestra noche de bodas que Dios nos ha bendecido con el alumbramiento de una criatura. Estoy muy nerviosa, y me dedico a coser ropa para nuestro hijo todo el día, aún sin saber si será niño o niña.

2 Febrero de 1885
Hoy he dado a luz a mis dos hijos mellizos. Pero la tristeza me embarga, ya que Máx ha muerto, querido diario. Mi amado ha muerto por culpa de unas fiebres que le han tenido postrado durante dos semanas. Oh, mi amor, ¿cómo podré seguir adelante sin ti? Te necesito, mi vida, y no te veo a mi lado, calentando mi lecho.

5 de febrero de 1885
Mis hijos han muerto.

30 de mayo de 1885
Llevo un mes viviendo en Indiana, ya que no podía soportar más los vívidos recuerdos que la granja de Chicago me traía de mis difuntos esposo e hijos. Afortunadamente, mi marido me legó el seguro de vida y todo el dinero de la granja, y con ello podré vivir un tiempo. Aunque, ¿qué más da? No me interesa nada de lo que la vida pueda ofrecerme. Me siento vacía, muerta. Mi corazón se ha ido encogiendo y enfriando en mi pecho hasta casi desaparecer. Quiero morir, pero no tengo el valor necesario para poner fin a esta penosa existencia.

26 de septiembre de 1885
Llevo un tiempo sintiéndome menos desgraciada. Ya que no voy a suicidarme, creo que ha llegado el momento de rehacer mi vida. Mañana he quedado con un señor llamado Peter Gunness, el cual tiene un local vacío que quiero ver, ya que he decidido invertir el dinero de mi buen Máx es un negocio, posiblemente, una pastelería.

3 de diciembre de 1885
Desde hace un mes soy la dueña de “Pastelería-Confitería Belle”. Mr. Gunness ha sido muy amable conmigo, ayudándome a montar el negocio y hablando de mí y de mi negocio entre la gente de Indiana. Gracias a él y a mis dotes reposteras, el negocio va viento en popa. Parece que Dios, después de someterme a tantas duras pruebas, ha decidido concederme una segunda oportunidad.

17 de enero de 1886
Escribo estas notas recluida en un sanatorio mental donde Mr. Gunness me ha traído para que reciba la atención médica necesaria. Sufro daños en mi cabeza malos, muy malos, porque se quemó mi pastelería y me he quedado sin nada. Mi cabeza está mal y cuando miro por la ventana y veo niños jugar se pone peor, al recordar que en unos días hará un año del comienzo del fin de mi vida, mi vida, mi amor, mis hijos, mi negocio. Sólo quiero morir y morir. No, no morir, no. Morir, no, malo, mala muerte. Mejor que pague el culpable, sí, eso sí. Dios, por qué tanto dolor, mal dios. Qué hice yo, Dios asesino y cruel, te odio, te odio y te mataré, sí, algún día, ya lo verás.

3 de julio de 1886
Me he pasado casi medio año en babia, pero ya estoy mejor. No me pienso rendir. Resurgiré de mis cenizas y empezaré de nuevo. Nada se interpondrá en mi camino. Nada. Ni nadie.

14 de septiembre de 1886
Mi vida ha vuelto a dar un cambio sustancial. Al ver que cobrando los seguros de los negocios no conseguía suficiente dinero, he contraído nuevamente nupcias con Peter Gunness. Es un buen hombre, y con eso me basta.

19 de marzo de 1887
De nuevo me golpea la desgracia. Mi esposo Peter ha muerto al resbalarse accidentalmente, propinándose un golpe mortal en la cabeza. Siempre te recordaré, Pete. Al menos, me dejaste tu seguro de vida para que pudiera seguir viviendo. Gracias, Pete.

8 de octubre de 1887
Debido a mi miedo a un nuevo fracaso, no me atrevo a montar otro negocio. Lamentablemente, y aunque la pensión de viudedad de Peter me da para vivir, así como los beneficios que aún me rentan la granja de Chicago, no es dinero suficiente para una joven apuesta como yo; por lo que he decidido poner un anuncio en el periódico. Pero lo haré desde Chicago, ya que he decidido volver a la granja de mi querido Máx y ocuparme de ella otra vez. El anuncio que tengo pensado poner rezará asÍ: “Viuda, rica, atractiva, joven y dueña de una granja busca esposo”.

27 de octubre de 1887
Hoy ha venido a la granja un apuesto caballero en respuesta a mi anuncio. Lo cierto es que resulta bastante atractivo, sobre todo en lo tocante a su inmensa fortuna. Creo que me he vuelto a enamorar. Aunque algo me dice que volveré a enviudar en breve.

16 de septiembre de 1890
Querido diario: Siento mucho la tardanza en escribirte, pero he andado muy ocupada atendiendo los asuntos de la granja. Ha pasado más de tres años desde que puse el anuncio, y éste no ha podido tener mayor éxito: ocho maridos de inmensa fortuna han dormido desde entonces en mi lecho. Desgraciada e incomprensiblemente, los ocho murieron poco tiempo después de desposarme. ¿Cómo es posible que tenga tan mala suerte? ¿Es normal el haber enterrado a diez esposos? ¿Acaso Dios me castiga asesinando a todos los hombres con los que estoy? No creo que eso sea verdad, porque a los ojos de Dios no se oculta nada, ni siquiera mi apasionada relación con Roy Lamphere, un fornido joven que contraté para que me ayudara en las múltiples tareas que conlleva una granja. Ah, mi apuesto amante. Sólo tú, entre todos, tienes el valor y la fuerza suficiente para domarme. Te deseo tanto…

14 de febrero de 1896
Hoy he enterrado a Christopher, mi marido número 14, el duodécimo de los que respondieron a mi anuncio, el cual me veo obligada a renovar con cada triste deceso. Mi querido y difunto Christopher me ha legado otra jugosa pensión, con la que ya he podido emprender las reformas en la granja. Ahora, mi parcela es la más grande de todo Chicago, con más doscientos asalariados, sin incluir a Roy, que me sigue ayudando en ciertas tareas que no creo que pudiera confiar a otro.

29 de noviembre de 1904
Después de dar cristiana sepultura a Thomas, mi marido número 16, he decidido retirar el anuncio, ya que el dinero que cualquier esposo me podría legar sería ínfimo comparado con lo que produce la granja. Además, para lo que me podría valer un marido, ya cuento con la nunca mermante fogosidad de Roy, que aún hoy aviva mi fuego como nadie.

Chicago News – 28 de abril de 1908
INCENDIO Y MASACRE EN LA GRANJA GUNNESS
Anoche se encendió la granja de Belle Gunness, ardiendo la casa principal y los cobertizos de los aledaños. La policía cree que fue provocado por el hombre de cofianza de la Mrs. Gunness, Roy Lamphere, pues lo vieron escapar de la propiedad en le momento del incendio con un recipiente de kerosén.
Al llegar, la policía encontró entre los restos de la casa una cantidad ingente de cadáveres, entre los cuales se encontraban los famosos catorce maridos de Mrs. Gunness y los dos hijos mellizos que tuvo ella con su primer marido, Mr. Gunness, y que supuestamente habían muerto de una enfermedad infecciosa que aflige a algunos los bebés en los días siguientes al parto. Sin embargo, no ha sido hallado el cuerpo de Mrs. Gunness.

Chicago News – 12 de agosto de 1908
EL AMANTE DE LA VIUDA NEGRA, ROY LAMPHERE, CONDENADO
Hoy se ha condenado a Roy Lamphere a 21 años de prisión, acusado de causar el incendio en la granja Gunness. El condenado declaró que él había sido el único hombre al que Mrs. Gunness había amado realmente. Según sus propias palabras, siguió con vida gracias a que no tenía seguro de vida, ya que de lo contrario estaría muerto. También confesó cómo él mismo ayudó a Belle a cometer tremendas atrocidades en las personas de los esposos de Mrs. Gunness y esconder los cuerpos.
La policía encontró cuerpos desmembrados, asesinados con fuertes golpes en la cabeza, y al examinar los estómagos de algunos se encontraron residuos de arsénico. Según el condenado, Mrs. Gunness los envenenaba vertiendo ingentes cantidades de dicho tóxico en las tartas y pasteles que preparaba.

Daily Indiana – 5 de mayo de 1932
LA HERENCIA DE LA VIUDA NEGRA
Hoy, la policía ha detenido a la señora Esther Carlson, acusada de asesinato en primer grado de su marido, Jude Carlson. El caso recuerda a los asesinatos perpetrados en nuestro estado y en el de Chicago por la tristemente conocida Mrs. Gunness hace casi veinticinco años, ya que se sospecha que el móvil de Mrs. Carlson, cobrar la pensión de viudedad de de difunto esposo, es el mismo que el de la Viuda Negra, así como la forma de acabar con la vida del señor Jude, mediante envenenamiento por ingesta de arsénico.

Daily Indiana – 27 de noviembre de 1932
LA VIUDA NEGRA, CONDENADA A CADENA PERPETUA
Hoy se ha dictado sentencia contra Mrs. Gunness, condenándola a cadena perpetua por el asesinato múltiple de más de veinte personas, incluyendo hijos, esposos y pretendientes, durante casi cincuenta años.
La célebre Viuda Negra, que después de la detención de su cómplice y amante, Roy Lamphere, en 1908, se cambió el nombre por Esther Carlson, continuó asesinando a todo aquel hombre que tuviera la desgracia de caer en sus redes matrimoniales.
Sin duda alguna, esta mujer de engañosa apariencia apacible se ha ganado a pulso la terrible reputación de ser la asesina más peligrosa en la historia de Estados Unidos.



Cayetano Gea Martín

martes, octubre 19, 2004

RESEÑAS LITERARIAS: El Guardián entre el Centeno

Bajo este atractivo título nos encontramos con un relato que le pesa el sambenito de haber sido el libro de cama de varios psicópatas en EE.UU., entre ellos el asesino de John Lennon, convirtiendo este libro en maldito y estando prohibida su lectura en muchos colegios estadounidenses. Sin embargo Wynona Ryder y Gabino Diego son fans de la obra de J. D. Salinger y de momento no se han apreciado más instintos asesinos que a Schwartzenegger en sus respectivas películas.

La historia transcurre en Nueva York a principios de los años 50. Holden Caulfield es un muchacho adolescente con graves problemas de estudio a pesar de ser brillante en algunas asignaturas. Desde este origen nos vamos adentrando en el mundo de Holden desde su particular punto de vista. Todo el relato es un continuo discurso de sus inquietudes e impresiones personales sobre la sociedad neoyorquina; todo ello con un lenguaje muy coloquial, casi callejero, que puede molestar al lector.

Conforme avanza en el libro, el lector va pasando de la comprensión a la exasperación hacia el protagonista y otra vez a la comprensión, incluso cariño. Holden no soporta la hipocresía y el pensamiento políticamente correcto que todo el mundo espera del protagonista; aun no sabe cual debe su lugar en el mundo y monta planes de futuro que desmonta inmediatamente después: justo la actitud interna de un adolescente (periodo que todo el mundo pasa) que se refleja en rebeldía contra el mundo para encontrar su propio espacio vital.

Por supuesto, quien espere un libro que perturbe las mentes de los lectores no se encontrará mas decepcionado, es un relato que nos hace recordar, aquellos que lo hemos pasado, un periodo felizmente dejado atrás. Para los potenciales lectores adolescentes es aún más recomendable, porque gracias a él, verán que no están solos en el universo.

En España existen dos editoriales que publican el libro:

Alianza: Edición de bolsillo de unos 7 €.
Edhasa: Edición de pasta dura de aproximadamente 17 €.


J. D. Salinger escribió El guardían entre el centeno entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Al igual que el protagonista nació en un barrio acomodado de Nueva York, fue un estudiante mediocre y acabo viviendo en una casa de campo aislado del mundo, al igual que uno de los sueños de Holden.

Participó en el desembarco de Normandía y contemplo los campos de exterminio en Alemania, nunca ha hablado sobre su experiencia como soldado. Tras licenciarse comienza a escribir y le llega un éxito tardío con El guardián entre el centeno, después escribió Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado entre otros más; proporcionandole cierto exito. A pesar de ello, Salinger, se aleja de la fama; no se deja fotografiar voluntariamente y es bastante reservado y arisco con los periodistas que buscan un articulo del correoso escritor.

Ignacio Hernández

lunes, octubre 18, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Julio Cortázar

Dedicado a Pedro


Instrucciones para tirar un huevo frito por el balcón de un entresuelo

Coja el huevo mientras mira el barómetro con la efigie del Che al revés, no vaya a ser que se escape mientras le rasca el occipucio el Profesor Delgado de la Cuadra. Si se los rasca a sí mismo, no se preocupe en demasía.

Acérquese a la volantana con la precaución de hacerlo decúbito derecho para evitar el derrame meninginal de la Berliner Enciclopedia por el rodapiés eterno de su entresueleado saloncito con forma vaginal, como todo en la vida.

Al estirar los ojos para verter el ovocondumio avenida arriba, pregúntele al paramenomidio de su derecha si resonea una trufada celestial.

Mientras se pendieliza el feto gallináceo por el espacio abierto, láitase un cilindro tabaquero pensando en la vagina de la co-amante de Poe, en esa clitoreana universalidad con olor a jazz.

Cuando el óvulo ovoide estralle contra el coricáceo asfalto, jure por los múltiples brazos de Shiva no volver a ingerir huevos escalfados, a no ser que se los sirva la sombra de Einstein.


Julio Cortázar - Relatos de mutiosalatos y cuasianimoides

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En 1914 nace Julio Florencio Cortázar, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Descotte, en Bruselas. Cuatro años más tarde, la familia regresa a Argentina. Con sólo nueve años, empezó a escribir poemas.

En 1946 publica su primer gran cuento: Casa Tomada, en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges.

En 1948 obtiene el título de traductor de inglés y francés, tras cursar en nueve meses estudios que duraban tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales, la búsqueda de cucarachas en la comida, desaparece con la escritura de un cuento, Circe, que junto con Casa Tomada y Bestiario será incluido más adelante en Bestiario.

En 1963 publica Rayuela, vendiendo 5.000 ejemplares en el primer año.

En 1981 el gobierno de François Miterrand le otorga la nacionalidad francesa. Por motivos de salud tiene que ser internado, diagnosticándole leucemia. En el año siguiente muere su esposa, Carol Dunlop.


En 1984, el 12 de febrero Julio Cortázar muere de leucemia y es enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol Dunlop.


"Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mi un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.”"



Cayetano Gea


jueves, octubre 14, 2004

Desde aquí

La terrible batalla entre Han Solo y Skeletor estaba a punto de concluir. Había decidido que el ganador sería el musculado muñeco de Mattel, como siempre. Algo en esa descolorida cara de plástico me incitaba a otorgarle otra vez el título de campeón supremo del universo, pese al indiscutible y macarril encanto del bueno de Han.

El público aplaudió a rabiar cuando Skeletor, con su poderoso giro de cintura, derribó a su oponente y puso fin, así, al duro combate final de aquella tarde. El público me ordenó que me acercara a él y me estampó un sonoro beso extremeño en mi carita de ocho años.

El público, a pesar de mi, entonces, limitada estatura, me llegaba no mucho más arriba de lo que se podría imaginar a priori, ya que le faltaba una pierna y casi siempre se encontraba sentado en su silloncito de mimbre, contemplándome desde esos hermosos ojos verdes, que si me asomaba a ellos podía ver su tierra, Cáceres, en la bruma de sus ancianos ojos, de esos hermosos ojos suyos que hace tiempo no veo, ni veré jamás: los ojos de mi abuelo materno.

Aún recuerdo cómo te hacía de rabiar con mis incómodas preguntas de niño, cómo disfrutabas de mi presencia. Quizá yo fuera la única alegría en tu incómoda vejez de pastillas, achaques y síndrome del miembro fantasma. Como niños nos peleábamos por la comida que abuela ponía encima de la mesa del pequeño salón de aquel piso de Vista Alegre, que aún hoy contemplo desde la calle algún que otro nostálgico domingo.

Recuerdo los fines de semana que pasábamos juntos, cuando mis padres iban a comer con abuela y contigo, y luego yo siempre rogaba para quedarme, y tú decía que no, que con tanto niño en tu casa no había quien descansara, aunque con el rabillo del ojo mirabas mi mochila, intentando averiguar si me había traído muñecos, si hoy también te pediría hacer de público o de comentarista, mientras trataba de explicarte la diferencia entre un Ewook y un Wookie.

Recuerdo tus ajadas novelas del oeste. Y cuando hablabas de la guerra, cuando perdiste la pierna a manos de un antiguo vecino tuyo que luchaba en el bando contrario. Siempre te entristecías cuando pensabas en la guerra, y sólo decías que era mala, muy mala, no te ponías a contar interminables batallitas, porque no te gustaba recordar todo aquello, que aún te provocaba dolor, como un mal sueño lejano que cuando vuelve parece que no ha pasado el tiempo, que los sesenta años entre medias no han valido para nada. Entonces yo, cuando te veía así, cabizbajo y distante, cogía la figura de Greedo, y enseñándotelo te decía: “Mira, abuelo, este es feo y flaco como tú”, con lo que tú hacías que te enfadabas mientras yo me tronchaba de risa, y en tus ojos se borraba el dolor y volvía a aparecer con todo su esplendor su acuoso color verde.

Recuerdo aquel día, sobre todo recuerdo aquel día. Y sólo yo sé el nudo que se me forma en la garganta al recordarlo y escribirlo.
La abuela se había ido al Retiro con papá y mamá, que estaba embarazada de casi nueve meses ya, y yo me quedé contigo a pasar la tarde. Después de comer, saqué los muñecos mientras tú te preparabas a cumplir con tu labor de bullente público. Recuerdo que, como media hora después de empezar, tu sonrisa se esfumó y una seria determinación apareció en tu rostro. Me miraste, desde tu inevitable sillón, y me dijiste en un tono de voz que jamás había oído antes: “Tano, hijo, me voy a tumbar un rato, que estoy algo cansado”. Yo dije que vale, que de acuerdo, pero sabía que algo no iba bien, aunque no me atrevía a preguntar por miedo a la respuesta.
Incorporaste todo tu alto cuerpo, cogiste el bastón, su bastón, que desde entonces tengo yo colgado en mi cuarto, y te dirigiste a tu habitación. Estabas apunto de desaparecer por la puerta cuando, dándote la vuelta, mirándome con esos ojos verdes tuyos y poniendo tu mejor sonrisa en los labios me dijiste: “Ah, Tano, hijo. Que te quiero mucho”. “Yo también, abuelo”, medio tartamudee yo. Y te fuiste. Y ya no te volví a ver en este mundo.

Recuerdo a mis padres llegando a las nueve de la noche con abuela, a mi madre preguntando por ti, y yo respondí que estabas durmiendo, y mis padres entraron en tropel al cuarto, y oí un grito y muchos lloros y pánico y el dolor flotando como una marea por encima de nuestras cabezas.

Recuerdo. Te recuerdo. Hoy más que nunca. Recuerdo tus manos, tus gestos. Pienso en mi hermano, que no llegó a conocerte, y cómo le hablo de ti. Cómo sigues vivo desde aquí, desde mí. Conservo tu bastón, tu pitillera. He heredado tu altura, tu andar de pato y tu pelo negro, no así tus ojos verdes. Aún utilizo expresiones tuyas, que acuden a mi boca e inundan mis diálogos con tu inconfundible añeja sabiduría popular. Aún voy por las calles y me parece verte en aquel anciano de cara bondadosa, o te huelo si hay cerca violetas secas y tierra mojada.

Desde aquí te recuerdo, abuelo, querido abuelo. Porque has sido alguien determinante en mi vida y has ayudado a conformarme como soy. Para bien o para mal, en parte, soy obra tuya.
Te recuerdo.
Y te sigo queriendo.


En memoria de mi abuelo, Gonzalo Martín Martín


Cayetano Gea Martín