I - 15
La primera vez que estuve cara a cara con el niño, yo apenas contaba quince años. Recuerdo de aquel primer encuentro que él quería jugar conmigo, quería que fuéramos hasta el polvoriento parque infantil que había debajo de mi hogar y que jugáramos a la guerra de las galaxias, aunque me advirtió que él, como promotor de la partida, escogería representar el rol de Darth Vader. Asustado, rechacé la proposición, por miedo a que mis vecinos me vieran jugar con un niño, encaramado a un columpio e imitando los sonidos de una espada láser con mi boca, aunque deseara hacerlo más que nada en el mundo. Recuerdo que el niño se puso muy triste, como si acabara de descubrir que yo, su mejor amigo, no fuera a jugar con él jamás.
II - 26
El niño continuó visitándome de forma esporádica y cuando menos me lo esperaba, aunque generalmente los domingos. Hacía mucho que no sabía de él, así que me alegró verlo dando saltos por la calle hacia mí, con sus pantaloncitos cortos y su camisa con un osito dibujado en ella. Me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos a jugar ya mismo al parquecito. Le dije que era imposible, que estaba trabajando por las mañanas y estudiando por las tardes, que los fines de semana quedaba con mis amigos e intentaba conocer a la mujer de mi vida, que mi vida era demasiado complicada y que, aunque me seguía llamando jugar con él, no tenía tiempo. El niño se llevó una gran decepción e intentó soltarme la mano. Para mitigar su pena, le invité a que viniera a mi casa, que se sentase en mi sillón y que viera la guerra de las galaxias las veces que quisiera, desde mi DVD. La idea, aunque la aceptó, no le consoló del todo. Su mirada me decía que no era lo mismo ver que sentir, y que por muchas veces que las viera en mi televisor, nunca sería lo mismo. Tenía razón, como siempre. Prometí llamarle al móvil o mandarle un mail de vez en cuando.
III - 51
El niño. Mucho tiempo hacía que no veía ya al niño. Pero eso no significaba que no quisiera verlo. Me dedicaba a buscarle por mi solitaria casa, como el hijo que nunca tuve. Intentaba comprar su retorno con las lágrimas que vertía por cada una de sus ausencias. Nada funcionaba. Parecía que jamás volvería ya a mí.
IV - 85
Recuerdo aquel día muy bien, ya que fue el día en que el niño volvió. Esta vez, la sorpresa fue suya. Él asomó su carita de ámbar por la puerta de mi dormitorio y yo me abalancé sobre él blandiendo mi espada láser de cartón. El niño siempre fue de pensamiento rápido, y así, pasó de la sorpresa al goce en menos de medio minuto. Me cogió de mi arrugada mano, la suya olía a promesa de parque infantil, a mi inocencia perdida. Nos subimos al mismo columpio de siempre, pero mi cuerpo ajado y marchito no me permitía seguir sus juegos. ¡Irónico destino! Ahora que quería jugar con él no podía. Me senté a llorar de impotencia en un banco, amargas lágrimas surcaban mi arrugado rostro, mientras que el niño me acurrucaba, con mi cabeza depositada sobre sus rodillas. Allí continué llorando mucho tiempo, maldiciendo a mi edad, a la vida, a las ocasiones perdidas, a la soledad. Llorando por el niño que fui, por el niño que quise abandonar, por al que ya no puedo hacer nada.
La primera vez que estuve cara a cara con el niño, yo apenas contaba quince años. Recuerdo de aquel primer encuentro que él quería jugar conmigo, quería que fuéramos hasta el polvoriento parque infantil que había debajo de mi hogar y que jugáramos a la guerra de las galaxias, aunque me advirtió que él, como promotor de la partida, escogería representar el rol de Darth Vader. Asustado, rechacé la proposición, por miedo a que mis vecinos me vieran jugar con un niño, encaramado a un columpio e imitando los sonidos de una espada láser con mi boca, aunque deseara hacerlo más que nada en el mundo. Recuerdo que el niño se puso muy triste, como si acabara de descubrir que yo, su mejor amigo, no fuera a jugar con él jamás.
II - 26
El niño continuó visitándome de forma esporádica y cuando menos me lo esperaba, aunque generalmente los domingos. Hacía mucho que no sabía de él, así que me alegró verlo dando saltos por la calle hacia mí, con sus pantaloncitos cortos y su camisa con un osito dibujado en ella. Me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos a jugar ya mismo al parquecito. Le dije que era imposible, que estaba trabajando por las mañanas y estudiando por las tardes, que los fines de semana quedaba con mis amigos e intentaba conocer a la mujer de mi vida, que mi vida era demasiado complicada y que, aunque me seguía llamando jugar con él, no tenía tiempo. El niño se llevó una gran decepción e intentó soltarme la mano. Para mitigar su pena, le invité a que viniera a mi casa, que se sentase en mi sillón y que viera la guerra de las galaxias las veces que quisiera, desde mi DVD. La idea, aunque la aceptó, no le consoló del todo. Su mirada me decía que no era lo mismo ver que sentir, y que por muchas veces que las viera en mi televisor, nunca sería lo mismo. Tenía razón, como siempre. Prometí llamarle al móvil o mandarle un mail de vez en cuando.
III - 51
El niño. Mucho tiempo hacía que no veía ya al niño. Pero eso no significaba que no quisiera verlo. Me dedicaba a buscarle por mi solitaria casa, como el hijo que nunca tuve. Intentaba comprar su retorno con las lágrimas que vertía por cada una de sus ausencias. Nada funcionaba. Parecía que jamás volvería ya a mí.
IV - 85
Recuerdo aquel día muy bien, ya que fue el día en que el niño volvió. Esta vez, la sorpresa fue suya. Él asomó su carita de ámbar por la puerta de mi dormitorio y yo me abalancé sobre él blandiendo mi espada láser de cartón. El niño siempre fue de pensamiento rápido, y así, pasó de la sorpresa al goce en menos de medio minuto. Me cogió de mi arrugada mano, la suya olía a promesa de parque infantil, a mi inocencia perdida. Nos subimos al mismo columpio de siempre, pero mi cuerpo ajado y marchito no me permitía seguir sus juegos. ¡Irónico destino! Ahora que quería jugar con él no podía. Me senté a llorar de impotencia en un banco, amargas lágrimas surcaban mi arrugado rostro, mientras que el niño me acurrucaba, con mi cabeza depositada sobre sus rodillas. Allí continué llorando mucho tiempo, maldiciendo a mi edad, a la vida, a las ocasiones perdidas, a la soledad. Llorando por el niño que fui, por el niño que quise abandonar, por al que ya no puedo hacer nada.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Todavía puedes, estás solo en la segunda etapa, y las negativas no suelen ser eternas.
Estoy en ello, estoy en ello, jeeje
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