Acaso el tiempo se convierte en deseos rotos para otros seres humanos, pero no para mí, que los ví cumplidos de una forma que sólo puedo clasificar de triunfal, aunque el camino fue duro y, a veces, por qué no decirlo, ridículo. Aún así, el premio final merece la pena, aunque para alcanzarlo haya que atravesar determinados puntos de inflexión más desagradables que leerse las obras completas de Dan Brown de una sentada y en ayunas.
Así me encontraba yo cuando Lucifer me depositó en el suelo, asustado y temeroso del porvenir, pero con la mente puesta en mi meta, que nunca ha sido otra que, parafraseando a Homer Simpson, ser más que alguien. Con ello en el coco, me convertí en el mesías que anunciaba a gritos la buena nueva, la llegada del reino de los infiernos. Obviamente, el que la ciudad entera se hubiera convertido en un hervidero de azufre, que el cielo fuera de color sangre y que enormes meteoritos destruyeran los edificios, hacía mi tarea mucho más fácil. Aún así, partí raudo a cumplir con los deseos de mi nuevo jefe.
Lo primero que pude comprobar era que mis capacidades sensoriales habían aumentado considerablemente, con lo que mi percepción de la realidad era claramente superior al común de los mortales, que se apartaban de mí con el respeto (o el miedo) dibujado en su frente. Hasta el esqueleto enano de hacha gargantuesca se apartó de mí con evidente temor. Supongo que ese gesto suyo confirmaba que había entrado en plantilla. Aún así, pude observar cómo me seguía allí a donde fuera a distancia prudencial. Sospeché que era el pelota de turno encargado de vigilar si el nuevo la cagaba. Por cierto, para mayor comodidad, ya que soltar cada vez que lo cito el rollo de esqueleto draconiano enano, o enano óseo con cuerpo de dragón o mil retruécanos más es muy fatigoso para mis dos neuronas, por lo que le llamaremos a partir de ahora El Pelota, así, en mayúsculas, para que sepamos siempre de quién se trata. ¿Estamos de acuerdo? El enano ése con un hacha más grande que él mismo se llama a partir de ahora El Pelota. Vale.
Bueno, abreviando, el caso es que decidí que lo mejor que podía hacer era acudir a algún evento de masas para ahorrarme el trabajo de ir acojonando al personal uno a uno. Recordé así a bote pronto que en la plaza de toros de Leganés (ciudad al sur de Madrid a la que, como buen y fiel leganense o pepinero, llamaré a partir de ahora La República Independiente de Leganés), había esa noche un concierto de los Maiden. Hacia allí acudí, con la sana intención de quitarle el micrófono a Bruce Dickinson (para los iletrados, el bueno de Bruce es el vocalista de Iron Maiden, también conocido como La Sirena) y anunciar el fin del mundo tal y como lo conocemos (“y me siento bien”, nota de Michael Stipe). Sobre si logré o no mi propósito en la hermosa plaza de toros de La República Independiente de Leganés hablaremos más tarde...
Así me encontraba yo cuando Lucifer me depositó en el suelo, asustado y temeroso del porvenir, pero con la mente puesta en mi meta, que nunca ha sido otra que, parafraseando a Homer Simpson, ser más que alguien. Con ello en el coco, me convertí en el mesías que anunciaba a gritos la buena nueva, la llegada del reino de los infiernos. Obviamente, el que la ciudad entera se hubiera convertido en un hervidero de azufre, que el cielo fuera de color sangre y que enormes meteoritos destruyeran los edificios, hacía mi tarea mucho más fácil. Aún así, partí raudo a cumplir con los deseos de mi nuevo jefe.
Lo primero que pude comprobar era que mis capacidades sensoriales habían aumentado considerablemente, con lo que mi percepción de la realidad era claramente superior al común de los mortales, que se apartaban de mí con el respeto (o el miedo) dibujado en su frente. Hasta el esqueleto enano de hacha gargantuesca se apartó de mí con evidente temor. Supongo que ese gesto suyo confirmaba que había entrado en plantilla. Aún así, pude observar cómo me seguía allí a donde fuera a distancia prudencial. Sospeché que era el pelota de turno encargado de vigilar si el nuevo la cagaba. Por cierto, para mayor comodidad, ya que soltar cada vez que lo cito el rollo de esqueleto draconiano enano, o enano óseo con cuerpo de dragón o mil retruécanos más es muy fatigoso para mis dos neuronas, por lo que le llamaremos a partir de ahora El Pelota, así, en mayúsculas, para que sepamos siempre de quién se trata. ¿Estamos de acuerdo? El enano ése con un hacha más grande que él mismo se llama a partir de ahora El Pelota. Vale.
Bueno, abreviando, el caso es que decidí que lo mejor que podía hacer era acudir a algún evento de masas para ahorrarme el trabajo de ir acojonando al personal uno a uno. Recordé así a bote pronto que en la plaza de toros de Leganés (ciudad al sur de Madrid a la que, como buen y fiel leganense o pepinero, llamaré a partir de ahora La República Independiente de Leganés), había esa noche un concierto de los Maiden. Hacia allí acudí, con la sana intención de quitarle el micrófono a Bruce Dickinson (para los iletrados, el bueno de Bruce es el vocalista de Iron Maiden, también conocido como La Sirena) y anunciar el fin del mundo tal y como lo conocemos (“y me siento bien”, nota de Michael Stipe). Sobre si logré o no mi propósito en la hermosa plaza de toros de La República Independiente de Leganés hablaremos más tarde...
Cayetano Gea Martín
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