No me ha visto.
El detective de policía no me ha visto.
Puedo observarlo a través del telón gris de mis gafas de sol con cara de confusión, de perplejidad, de niño perdido. Puedo ver cómo registra con incredulidad todo el autobús sin dar conmigo, a pesar de que me tiene delante de sus narices.
Creo que me he vuelto invisible. Creo que soy invisible a ellos desde que me escapé, desde que decidí huir. No pueden verme, ¡no pueden verme! Y ahora soy libre, libre para empezar de cero lejos, muy lejos, todo lo lejos que pueda escapar de sus garras…
Una mano. Una mano se posa sobre mi hombro. La mano del detective. Me mira. Me reconoce. Me pide que me levante. Forcejeo. Intento zafarme. Me golpea en la cabeza. Caigo al suelo. Me duele la cabeza. Me desmayo.
Abro los ojos para contemplar el gris interior de un furgón policial. Las calles mojadas se abren para nosotros, qué honor. Los edificios, monótonos como cajas de zapatos, nos saludan desde las grises cornisas.
El furgón para en un portal cualquiera de una calle cualquiera de cualquier ciudad. Creo que voy a vomitar sobre mis zapatos. Me alzan y me resisto con poca convicción. Ni los policías se lo creen. El detective vuelca sobre mí un último vistazo triunfal antes de desaparecer entre bambalinas. No le volveré a ver. No me entristece. Curiosamente, tampoco me alegra en demasía.
Dos policías clónicos me escoltan hasta un apartamento cualquiera.
El apartamento es idéntico a todos: cocina, salita, baño y dormitorio, sin florituras. Las ventanas sin cortinas semejan ojos de pez que restallan contra la tormenta de fuera. El apartamento parece oscilar como un barco a la deriva. Me mareo y vuelven las náuseas. Vomito sobre el suelo de linóleo.
Los policías me desnudan y me embuten en un pantalón corto, una camiseta blanca de tirantes y unas zapatillas de andar por casa.
Me sientan en el confortable sillón de la sala de estar. Encienden la televisión y me alargan el mando a distancia. Mientras un agente me acerca de la nevera una cerveza, el otro deposita sobre mi regazo un cuenco con patatas fritas.
Acto seguido, se van. Y cierran la puerta. Oigo cómo bajan las escaleras, cómo suben en la furgoneta, arrancan y desaparecen de mi vida.
Estoy solo.
Solo.
Puedo volver a huir.
Puedo levantarme y huir.
Sólo tengo que moverme, y huir.
Entre yo y la libertad, sólo tengo doscientos canales vía satélite.
Puedo huir, si quiero.
Y cuando quiera.
Eh, este canal de viajes no está mal.
Puedo huir.
Quizá mañana.
Siempre puedo huir.
Cambio al canal de cocina.
El detective de policía no me ha visto.
Puedo observarlo a través del telón gris de mis gafas de sol con cara de confusión, de perplejidad, de niño perdido. Puedo ver cómo registra con incredulidad todo el autobús sin dar conmigo, a pesar de que me tiene delante de sus narices.
Creo que me he vuelto invisible. Creo que soy invisible a ellos desde que me escapé, desde que decidí huir. No pueden verme, ¡no pueden verme! Y ahora soy libre, libre para empezar de cero lejos, muy lejos, todo lo lejos que pueda escapar de sus garras…
Una mano. Una mano se posa sobre mi hombro. La mano del detective. Me mira. Me reconoce. Me pide que me levante. Forcejeo. Intento zafarme. Me golpea en la cabeza. Caigo al suelo. Me duele la cabeza. Me desmayo.
Abro los ojos para contemplar el gris interior de un furgón policial. Las calles mojadas se abren para nosotros, qué honor. Los edificios, monótonos como cajas de zapatos, nos saludan desde las grises cornisas.
El furgón para en un portal cualquiera de una calle cualquiera de cualquier ciudad. Creo que voy a vomitar sobre mis zapatos. Me alzan y me resisto con poca convicción. Ni los policías se lo creen. El detective vuelca sobre mí un último vistazo triunfal antes de desaparecer entre bambalinas. No le volveré a ver. No me entristece. Curiosamente, tampoco me alegra en demasía.
Dos policías clónicos me escoltan hasta un apartamento cualquiera.
El apartamento es idéntico a todos: cocina, salita, baño y dormitorio, sin florituras. Las ventanas sin cortinas semejan ojos de pez que restallan contra la tormenta de fuera. El apartamento parece oscilar como un barco a la deriva. Me mareo y vuelven las náuseas. Vomito sobre el suelo de linóleo.
Los policías me desnudan y me embuten en un pantalón corto, una camiseta blanca de tirantes y unas zapatillas de andar por casa.
Me sientan en el confortable sillón de la sala de estar. Encienden la televisión y me alargan el mando a distancia. Mientras un agente me acerca de la nevera una cerveza, el otro deposita sobre mi regazo un cuenco con patatas fritas.
Acto seguido, se van. Y cierran la puerta. Oigo cómo bajan las escaleras, cómo suben en la furgoneta, arrancan y desaparecen de mi vida.
Estoy solo.
Solo.
Puedo volver a huir.
Puedo levantarme y huir.
Sólo tengo que moverme, y huir.
Entre yo y la libertad, sólo tengo doscientos canales vía satélite.
Puedo huir, si quiero.
Y cuando quiera.
Eh, este canal de viajes no está mal.
Puedo huir.
Quizá mañana.
Siempre puedo huir.
Cambio al canal de cocina.
Cayetano Gea Martín
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