Ardo, ardo de calor tendido en este lecho maloliente que me rodea en círculos concéntricos mientras escribo desde mi fiebre, ya que siempre me gustó aprovechar las pajas mentales que le salen a uno cuando escribe febril o borracho.
Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.
Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.
Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.
Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.
Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.
Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.
Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Cayetano Gea Martín
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