Lucifer me alzó hasta su altura y me escudriñó con pétrea mirada (obviamente), mientras su boca intentaba articular palabras sin demasiado éxito. Lo que surgió de su garganta de mármol era más parecido a un ininteligible entrechocar de piedras que provocaba dentera y que hizo aullar de dolor a todos los perros que había en tres kilómetros a la redonda.
Al rato, fue capaz de vocalizar lo suficiente como para que pudiera entender determinadas palabras sueltas en un castellano bastante arcaico. Supuse que hacía mucho que no se daba un garbeo por Madrid. Por lo que comprendí, más o menos, era que me elegía a mí, desdichado mortal, para que anunciara entre el común de los mortales la buena nueva de su llegada, la proclamación oficial de que el infierno en la tierra había llegado.
Así fue como me convertí en el agente del diablo, como aquél desdichado coleguita de Drácula que gustaba de papear moscas y arañas. No es que a mí me lavara el cerebro, no. Que yo siempre he procurado apostar a caballo ganador y no había que tener mucho coco para darse cuenta de quién llevaba las de ganar en todo este tinglado de mil demonios (nunca mejor dicho).
Como todo jefe, Lucifer captó rápidamente mis reiteradas muestras de peloteo y, con una palmadita en la espalda me depositó en el suelo y me instó a comenzar mi trabajo. Casi esperaba que encendiera un habano y me contara un chiste malo. Afortunadamente, no fue así, que bastante terapia necesitaría ya por el resto de mi vida como para añadir más leña al fuego.
Y así comenzó mi periplo intentando informar a la población de lo que se le venía encima. Pero de cómo lo logré y de cómo terminé en el Palacio de la Moncloa vestido de torero hablaré otro día…
Al rato, fue capaz de vocalizar lo suficiente como para que pudiera entender determinadas palabras sueltas en un castellano bastante arcaico. Supuse que hacía mucho que no se daba un garbeo por Madrid. Por lo que comprendí, más o menos, era que me elegía a mí, desdichado mortal, para que anunciara entre el común de los mortales la buena nueva de su llegada, la proclamación oficial de que el infierno en la tierra había llegado.
Así fue como me convertí en el agente del diablo, como aquél desdichado coleguita de Drácula que gustaba de papear moscas y arañas. No es que a mí me lavara el cerebro, no. Que yo siempre he procurado apostar a caballo ganador y no había que tener mucho coco para darse cuenta de quién llevaba las de ganar en todo este tinglado de mil demonios (nunca mejor dicho).
Como todo jefe, Lucifer captó rápidamente mis reiteradas muestras de peloteo y, con una palmadita en la espalda me depositó en el suelo y me instó a comenzar mi trabajo. Casi esperaba que encendiera un habano y me contara un chiste malo. Afortunadamente, no fue así, que bastante terapia necesitaría ya por el resto de mi vida como para añadir más leña al fuego.
Y así comenzó mi periplo intentando informar a la población de lo que se le venía encima. Pero de cómo lo logré y de cómo terminé en el Palacio de la Moncloa vestido de torero hablaré otro día…
Cayetano Gea Martín
1 comentario:
Jejeje, sí...
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