jueves, diciembre 30, 2004

Amnios

¿Qué silencio? ¿Qué magia de color preternatural golpea contra nuestro momento inicial? ¿Qué sensaciones podemos describir nosotros, viles criaturas de cieno, cuando aún no nos han añadido el agua? ¿Acaso seremos capaces de narrar el comienzo de todo al final de nada? Porque nada es de lo que está formada esta materia absurda que escribe y golpea las letras, esta grotesca criatura que sueña con algo que no existe y que se desespera en la inmensidad de la noche, cuando mi cama parece un realidad por sí sola, y mi estómago el centro solitario del universo.

(If the war by heavens gate released desire
In the line of fire someone must have known
That a human heart demands to be admired
Cause in the Center of the Universe
We are all alone)

A partir de ahí, sólo queda ir descendiendo por la vida. A partir de nuestra expulsión del amnios natal, sólo nos resta un peregrinaje de pronóstico reservado. Y jamás podremos volver sobre nuestros pasos hacia el primer instante, hacia la pureza del comienzo del viaje: el momento en que no importa nada, no hay mente, no hay alma, sólo la nada. Pero en el instante en que la palabra pensada, la maldición de la humanidad, aparece en nuestra vida, para siempre perdemos el camino hacia la pre-eternidad, hacia el ser luminoso que apagamos con nuestro nacimiento.

Algunas criaturas consiguen conservar parte de la luminiscencia que se posee antes de abandonar el útero, el amnios natal. Pocas son, por ende gloriosas: las criaturas más aparentemente sencillas de la creación, aquellas que denotan perfección en su simpleza (la flor cerrada, la brizna de hierba, las manos de un pintor y el olor del pelo de los niños), y los seres humanos que consiguen, no ya trascender, porque no existe un camino ad infinitum, sino presubstranscender, volver al punto de partida, donde todo es puro y eterno. A estas personas se las conoce como artistas, aunque este sustantivo se encuentra bastante maleado, y hoy por hoy, cualquier necio lo cuelga de su egocéntrico cuello.

Hoy ya no hay arte ni artistas. Eso es algo del pasado, de épocas más ilustradas que ésta, de tiempos iluminados por sabiduría, no por el circo de idiotas que mueven los hilos de nuestras vidas, mientras nos hacen danzar bajo el embrujador hechizo de su desacompasada melodía. Por cada uno de nosotros que observa su gran retablo de las maravillas, el espíritu de algún posible artista muere en la cuna.

A lo máximo que se puede aspirar hoy es a brillar con cierta independencia, aunque para ello hemos de reconocer primero que seguimos siendo igual de mediocres todos nosotros, y que cuando la luz se apaga y los velos de esta sociedad artificial de petróleo y cartón piedra que tanto nos gusta se van a dormir junto con nuestras miserias, son iguales el abogado laboralista y el ama de casa, la jugadora de baloncesto y el ladrón de guante blanco, el cura catedrático pederasta y la conductora de autobuses que arrastra más hipotecas que hijos.

Lo que digo, o intento decir, sin encontrar las palabras directas, debido a la carencia crónica en mi interior de musas, es que determinadas personas poseen el potencial de despertar su amnios natal, su sabiduría artística, su capacidad de convertir plomo en oro, de encontrar belleza y mitología, que básicamente son lo mismo, en la ciencia más pura,

Pues, ¿acaso no son hermosas las teorías cuánticas y románticas las indeterminaciones matemáticas? ¿Acaso no resulta bello el baile de electrones, que danzan alrededor de su átomo en rituales de amor? ¿No es terriblemente hermosa y nihilista la entropía? ¿Por qué muchas personas no encuentran la belleza en la ciencia? La criatura sensible que posea el amnios debería ser capaz de hallar poesía en todas partes, incluso donde se encuentra en menor grado: en los versos.

a pesar de lo difícil que resulta la supervivencia de determinados fluidos mentales más ligeros que los pensamientos en un mundo que retoza satisfecho en su propia mierda.

Por desgracia para el resto, para los que carecemos de amnios pero sí poseemos la cualidad de admirarlo, como puede admirar un ciego unas lentillas, por desgracia, digo, observamos con mayor frecuencia de la debida para el karma universal y el equilibrio del cosmos cómo los posibles artistas desperdician su innato potencial en la comprensible tarea de vivir sus vidas, debido a esta sociedad podrida que los da a elegir entre comer y realizarse, entre dejar florecer la semilla que llevan dentro y el alimentar a los suyos. Sí, está sociedad de mierda que obliga a posibles genios, artistas y redentores de la humanidad a perderlo todo en beneficio de nada. Esta misma sociedad que antes mataba o dejaba morir a los poetas y que ahora premia a tapieses, bisbales, echevarrías y revertes en detrimento de la gente que realmente tiene algo que contar y que decir, pero que se pierden por el sumidero de las oportunidades negadas.

A lo largo de mi mundanal vida he conocido gente que me ha hecho creer en algo más. Personas que, al escucharles o leerles han producido en mi mente, nuca y boca del estómago terremotos reveladores, instantes satori desaprovechados porque no sé cómo interpretarlos. A algunas personas de esta élite intelectual (la única que realmente existe) he tenido la suerte de conocerlas en persona, y de sentir cómo su amnios las rodeaba e intentaban transmitírmelo, sin real éxito, salvo por una hermosa sensación de paz y estabilidad, como si pudiera entrever la complicada trama del universo, desfragmentado en pedazos inteligibles por la benigna acción de estas personas.

Comparto mi admiración y respeto por esas personas con la otra persona que también es dueña de esta página. A ambos nos une la misma pasión, y ambos soñamos con dejar de ser meros espectadores y unirnos al festín. Ambos hemos sentido la llamada de la selva, los tambores y las revelaciones que amotinan la sangre y la carne, el calor de la letra impresa, la maravilla y el milagro que supone el idioma, la letra, el código de la literatura y su interpretación de la vida, aunque ésta no esté a veces a su altura.

En mi fuero interno, sé que yo no tengo el toque mágico del amnios natal, sino sólo una verborrea creada a base de mucho leer y de (lo más importante) releer. Sé que no pasaría de mi mediocridad literaria por mucho que lo intentara, ya que no se trata de un proceso mecánico, si no muchas personas valdrían, y valen tan pocos… muchos menos de los que atestan y apestan las estanterías de las bibliotecas, librerías y casas. No es lo mismo sentir la llamada de la literatura que ser literatura. Ser una criatura cuyo alimento y heces es la palabra escrita, que la expulsa de su cuerpo no sucia ni fragmentada, sino pura y nueva, revigorizada. Criaturas que usan las palabras de otros genios y le añaden su vida para crear palabras nuevas y hermosas, valientes y siempre revolucionarias. Yo no soy una de esas criaturas. A lo sumo, soy un bastardo cercano a su sangre, pero impuro y adulterado por este cerebro mío incapaz de retroceder al amnios y extraer de él la sabiduría en estado puro, sin destilar, capaz de crear arte, arte en mayúsculas.

Creo que el otro amo y señor de esta página sí es capaz. O que al menos tiene la capacidad de ser capaz. Él cree que no, o cree que para que su amnios surja debe abandonar su vida tal y como la concibe y encerrarse en su cueva mental. Desconoce que su amnios está ahí, y que aunque sienta que está perdiendo el tiempo se equivoca. El tiempo lo pierden aquellos que tienen potencial, pero no potencia; aquellos con capacidad para soñar pero que no sueñan; aquellos que cambian un libro por un DVD, un coche o un microondas. Él no cambiaría un libro por nada. Su amnios está hibernando a la espera de ser liberado. Y se liberará tarde o temprano. ¿Pensáis que se puede ocultar el amnios natal? No se puede controlar lo divino que hay en algunos de nosotros. Ni contenerlo por mucho.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 27, 2004

Reseñas Literarias: HISTORIA DE UN NÁUFRAGO

En mitad de una tempestad un barco de guerra pasa por grandes dificultades, y varios hombres caen al agua, sobreviviendo sólo uno de ellos. Nuestro protagonista es, pues, un náufrago. Esta palabra inmediatamente nos evoca a un héroe del mundo desarrollado que logra vencer a la naturaleza; primero, escapando de la muerte al llegar a una paradisíaca isla, burlándose del destino y de las leyes de probabilidad; y en segundo lugar, teniendo la desfachatez de conseguir una vida confortable con grandes dosis de ingenio y años de experiencia, tirando por la borda innumerables estudios antropológicos de poblaciones humanas en condiciones adversas.
Que un marinero de la armada colombiana, un soldado, un funcionario al fin al cabo, pase por esa extraordinaria experiencia no es algo que deba pasar al olvido según el correcto juicio de políticos y líderes de opinión, además de apartar de los ojos del pueblo otros problemillas sin importancia. Si hay acontecimientos que tiendan una espesa cortina de humo sobre temas de mayor trascendencia, aunque farragosos y en teoría insondables, mediante aquello que los profesionales denominan crónica de sucesos y de vida social, es una obligación por el bien del interés general darle todo el apoyo y publicidad necesarios para dicho fin.
Y una vez convencidos todos de que el hombre es capaz de acoplar el entorno natural a su deseo y necesidad con un poco de motivación, de que a las adversidades se las vence con el valor que proporciona la condición humana, llega un periodista con una crónica, publicada por capítulos en un periódico, y nos desmonta la supuesta superioridad de la especie humana a las pruebas que imponen los dioses: ni control, ni ingenio, ni valor, ni siquiera tempestad.
Y desde ese momento, el héroe pierde su condición semi-divina, porque los auténticos modelos a seguir no sufren accidentes, ni son victimas de la chapucería humana ni de la corrupción gubernamental; ¿no estábamos hablando de someter a la naturaleza salvaje? Lo que antes era ensalzado, ahora es humillado; y aquellos que auparon al guerrero, ahora lo critican, cuestionan y ningunean.
Lo único verdadero es que para salir bien parado de experiencias a vida o muerte no basta con sobrevivir más o menos entero, sino hacerlo de la manera que todos esperan, es decir: ser políticamente correcto.
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Gabriel García Márquez nació en 1928 en Aracataca, Colombia. A los diecinueve años se instala en Bogotá y comienza sus estudios de derecho, que abandona por hastío hacia una carrera que terminó aborreciendo. Tras encuentros con periodistas e intelectuales, García Márquez encuentra su hueco comenzando a escribir para un periódico. Esta época coincide con el inicio de su carrera literaria con “La Hojarasca” donde ya apuntaba su calidad como narrador. A esta novela se han unido otras como “Relato de un naufrago”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El otoño del patriarca” o “Cien años de soledad”, novela insigne de su obra que tardó veinte años en escribir y que le empujó definitivamente al premio Nóbel de literatura en 1982. Defensor del buen uso del castellano y comprometido con los movimientos de izquierda, ha recibido innumerables críticas y presiones por sectores conservadores, lo que no le ha impedido estudiar estilos de diversas fuentes como la literatura hispanoamericana precedente, Faulkner, Hemingway y relacionarse con escritores e intelectuales de distintos orígenes e ideologías, como el políticamente conservador Vargas Llosa.
Ignacio Hernández

sábado, diciembre 25, 2004

Felicidades y propósitos para el nuevo año

Felicidades a los pocos (pero muy fieles, eso sí) que leéis esta página. Los autores (por no decir destructores) de esta página os deseamos una Feliz Navidad, a pesar de nuestros respectivos ateísmo y agnosticismo.
Nuestros deseos para el año que viene para esta página son obvios: que más gente nos lea y que a ver si nos descubre por ahí un editor y nos hace un contrato millonario como a Ronaldo o a Beckham. Qué utopías las nuestras.
Y para todos vosotros, que os vaya bien todo lo que intentéis o hagáis y perseguid siempre con ahínco vuestras metas. Vuestro esfuerzo se verá recompensado (viejo proverbio Klingon).

Felicidades a todos.

Cayetano Gea y Pedro Garrido.

miércoles, diciembre 22, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo III: Clotilde y el Chirlas

Desde donde me encontraba, debido a las tinieblas que cubrían compasivamente el inmundo callejón, no pude atisbar en demasía la inclemencia cruel del paso del tiempo sobre el, de por sí poco agraciado, rostro de mi hermana. Tres años hacía que no veía a Clotilde, desde que me ingresaron por última vez. Durante ese período de tiempo mi hermana no fue a verme, aunque no la culpo por ello, que conste. Sé que ella se debe a sus obligaciones para con su numerosa y selecta clientela, por lo que jamás se me ocurriría la ingratitud de pensar que no viniera a verme por otros motivos más egoístas. Sé que no hemos tenido en los últimos tiempos una relación demasiado positiva, ni negativa tampoco, es decir, no hemos tenido relación ninguna, pero la sangre tira, a pesar de todo, siendo la misma la que bombea en mi corazón y en mis esmirriadas piernas y la que navega por sus saturadas arterias y late en sus abundantes varices.

Me llegué a su altura y comprobé cómo su rostro surcado de arrugas, aunque por fortuna cubierto de abundante vello negro que las ocultaba parcialmente, se distendía en una cariñosa sonrisa de fraternal afecto, sonrisa que se desdibujó rápidamente un momento antes de decirme: “Ah, eres tú. Te había confundido con el ucraniano. ¿Desde cuando te va a ti el sado?”. Rápidamente, le conté todo lo relacionado con mi misión, incluido el robo del maletín de Victor. Este último acto enfureció mucho a mi hermana, ya que, según me contó, el ucraniano era su mejor y único cliente. “De gustos raros, pero buen pagador”, afirmó. Otro motivo más para lamentar el robo, pensé. Mi hermana me dio un collejón, como solía hacer siempre que se enfadaba conmigo, mientras que con la otra mano se rascaba la pelambrera que le asomaba por la grasienta axila izquierda, en un típico gesto suyo de enfurruñamiento, esparciendo a los cuatro vientos caspa blancuzca, capas de piel muerta y piojos como croquetas.

Afortunadamente, y debido al gran corazón que tenía mi hermana, se calmó enseguida, y me dijo: “Bueno, no me enfado contigo en demasía, porque ahora soy una mujer prometida, y mi maromo me ha jurado que me sacará de este trabajo tan estresante y me llevará con él a Madrid, donde pretende establecerse como agente de seguros”. A pesar de mi portentosa imaginación, la idea de que alguien o algo en este mundo se pudiera enamorar de mi hermana no me entraba en la cabeza. Me aterraba la idea de tener como cuñado al leviatánico monstruo retrasado mental cuya estampa empezaba a forjarse en mi mente, porque para salir con mi hermana, a la que una compañera de trabajo, algo más leída de lo que suelen ser el resto, le había puesto el cariñoso apodo de Cthulhu, debería representar físicamente a otro ejemplo de terror preternatural semejante. Aún así, haciendo un ingente acopio de valor, le pregunté a mi hermana por el nombre de su novio, temiendo que me respondiera Lucifer, Sauron o José María Aznar. Mudo me quedé cuando Clotilde me dijo que no sabía su nombre real, pero que le apodaban el Chirlas.

“Nos conocimos esta misma mañana, y ha sido amor a primera vista”, me relató mi hermana con sus ojos de huevo en blanco. “Es el único hombre en mi vida que me quiere por como soy, no por mi cuerpo”. En ese punto coincidía con mi hermana: dudaba muchísimo que el Chirlas estuviera saliendo con mi hermana por su cuerpo, la verdad, a no ser que pretendiera venderla al peso en algún matadero. No, deduje, el motivo es otro: ni más ni menos que el de utilizarla para chantajearme, ya que el muy canalla no es tonto, y sabe que de enviar a alguien, me enviarían a mí a por él. Además, todos los internos conocen a qué se dedica mi hermana, ya que yo intento siempre hacer publicidad a su favor. A pesar de mis denodados esfuerzos, ninguno de ellos se ha atrevido a propasarse con Clotilde, y eso que alguno de los internos llevan más de diez años de abstinencia carnal, salvo por algún gato despistado o por las fotos de las hijas del Doctor Rebáñez.

Mi hermana me sacó de mis silenciosas conjeturas: “Mira, por ahí viene mi churri”, comentó. Con mi ya comentada rapidez felina, me oculté detrás de la inmensa mole que era mi hermana. Pensando así que había burlado al Chirlas, me sentí descorazonado cuando le oí decir: “Vamos, cuñado, ponte de pie, coño, que ya tenía yo ganas de conocerte como tal”. Despacio, me incorporé y me quedé cara a cara contemplando a uno de los tipos más peligrosos de toda Barcelona. Con la voz temblando de pánico pude, no obstante, templarla lo suficiente como para pedirle a Clotilde que me permitiera departir con mi recién estrenado cuñado. Asintiendo con efusividad, nos dejó solos a los dos, cara a cara, mirándonos fijamente a los ojos, como en las películas del Oeste. Pero lo que aconteció a continuación pertenece ya a otro capítulo de otro libro y autor…
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EDUARDO MENDOZA
Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. De niño quiso ser torero, explorador y capitán de barco. Pero como estas actividades no eran factibles y en su familia había un culto a la literatura, tuvo que dedicarse a leer.
Al terminar Derecho, se va con una beca a Londres, donde en teoría está un año estudiando Sociología en la Universidad, aunque en la práctica pasa casi todo ese tiempo paseando, leyendo y escribiendo. A su regreso trabaja como abogado, lo que le sirve para familiarizarse con el lenguaje jurídico, que luego parodiará en sus novelas. El 1 de diciembre de 1973 se va a Nueva York como traductor de la ONU.
En la primavera de 1975 aparece en España su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta. El libro se convierte en precursor de un cambio en la sociedad española: la primera novela de la transición democrática. La primavera siguiente recibe el Premio de la Crítica.
En 1979, Mendoza se revela como gran parodista. El misterio de la cripta embrujada se plantea como divertimento, mezcla de novela negra y relato gótico, que gira alrededor de un humor exacerbado hasta el paroxismo. En 1982 se afianza como parodista al publicar El laberinto de las aceitunas, novela similar a la anterior, con el mismo escenario y protagonista, un extraño detective cliente de un manicomio.
En 1986 publica su novela más ambiciosa y aplaudida, que lo convertirá en una figura crucial de la literatura española: La ciudad de los prodigios. En 1989 la revista "Lire" elige La ciudad de los prodigios como el mejor libro del año publicado en Francia. Publica La isla inaudita.
En agosto de 1990 se comienza a publicar por entregas en "El País" Sin noticias de Gurb, la historia de un extraterrestre que aterriza en Barcelona y se dedica a contemplar la situación catalana con ojos asombrados. Ese mismo año estrena Restauraciò en Barcelona. Luego, traducida por él mismo al castellano, se representa en Madrid. En 1992 publica El año del diluvio.
Unas declaraciones a la prensa y una ponencia del autor en un curso de verano en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander desatan una larga polémica sobre la muerte de la novela:
"Es posible que cada vez haya menos lectores, pero eso no importa. En la época de Homero nadie leía y había muy buenos escritores. El número de lectores no tiene importancia, es algo meramente economicista. Hay revistas de medicina importantísimas que sólo leen cien personas y novelas que leen veinte millones de personas que olvidan al día siguiente".
En enero de 2001 publica La aventura del tocador de señoras, nuevo episodio en la saga del detective Ceferino, que se convierte de inmediato en un éxito de ventas.
En 2002 publica El último trayecto de Horacio Dos, un nuevo libro humorístico en el que su protagonista, jefe de una estrafalaria expedición, surcará el espacio en condiciones extremadamente precarias junto a los peculiares pasajeros de su nave. Esta nueva entrega participa de la ironía, de la parodia, el folletín y la picaresca.
Lejos del tópico, Mendoza es un escritor que guarda pocos libros en su biblioteca. "Tengo pocos libros", ha dicho Mendoza, "porque una vez leídos los regalo. Salvo que sea algo muy bueno, o un libro que sé que voy a querer consultar. Lo único que releo permanentemente es El Quijote".
Mendoza es un escritor de genio y temple, dotado de un sentido del humor esperpéntico que ralla la locura, lo fantástico y lo sobrenatural. Sabe conjugar con acierto y de forma natural momentos tristes con humor pesimista, amores imposibles con la contemplación de su Barcelona natal entre una exposición universal y unos juegos olímpicos. De estilo aparentemente sencillo, su laconismo va directamente al alma del lector. Su sentido del humor, lejos de hacer que el lector se evada, coloca encima de la mesa lo deprimente y absurdo que encierran nuestras vidas, a la vez que consigue arrancarnos una sonrisa. Es imposible leer a Mendoza y no sentir de inmediato un cariño especial hacia el autor. No hay más que buscar en la solapa del libro y mirarle. Hay que ver la cara de cachondo que tiene el tío.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 13, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo 2: El maletín del ucraniano

No creo que nadie pueda tildarme de cobarde si afirmo que me encontraba aterrado ante la perspectiva de atrapar sin ayuda de nadie al Chirlas. Además, el muy maldito me caía simpático por haber conseguido afear aún más, dentro de lo posible, la jeta del Doctor Rebáñez. Aún así, órdenes son órdenes, por lo que mi portentoso cerebro comenzó a deslizar, conjeturar y racionalizar planes por doquier. Lo primero, me dije, es conseguir ropa decente para pasar desapercibido entre la población barcelonesa. Como si Dios hubiera leído mi mente, aunque no se qué dios de entre los que creo, ya que me considero panteísta, se cruzó por mi camino un joven ataviado con un hermoso traje de ejecutivo rico. Contemplé envidioso su porte y sus trazas, recordando a mi añorada juventud en mi pueblecito blanco: sus calles lavadas, sus casas pintadas, sus gallinas robadas que me valían para satisfacer dos necesidades, básicamente… En fin, el caso es que tan absorto me encontraba en mis contemplaciones internas que no reparé en que el joven empezaba a darse la vuelta ante mi fantasmagórica presencia. A pesar de mis reflejos de felino, cualidad mía que hacía más entretenidas las largas jornadas laborales de los gorilatos del internado, que se divertían apostando si era capaz de esquivar las piedras que me lanzaban; a pesar, digo, sólo pude arrebatarle el maletín que portaba, el resto se escabulló como alma que lleva el diablo.

Dentro encontré, en lugar de informes, un conjunto completo de sadomasoquismo para hombre, gorra de cuero negro con una pequeña calavera plateada incluida. A pesar de lo estrafalario del conjunto, amén de lo éticamente reprobable que resultaba, sobre todo por el látigo de nueve colas y las bolas chinas, no dudé en calzármelo, ya que resultaba mejor que la bata verdosa de papel de fumar que llevaba y me permitiría pasar mejor desapercibido una vez estuviera en el barrio chino. En el fondo del maletín encontré una cartera con dos euros y la documentación del joven, que resultó llamarse Victor Kumcha, natural de Ucrania. Aunque dicha información no me resultaba útil, me apenó el hecho de haber atracado precisamente a un extranjero, contribuyendo a que nuestro país tenga la fama que tiene allende nuestras fronteras.

Y así, vestido con tiras de cuero negro, me adentré por las calles de Barcelona. Una de las pocas ventajas que tienen las grandes ciudades es que la gente no se escandaliza ya de nada. Gracias a este liberalismo nacido de la indeferencia hacia el prójimo, pude cruzar la ciudad sin que nadie reparara en exceso en mi guisa, salvo un grupo de turistas japoneses que gastaron tres carretes de fotografías conmigo, unos jóvenes de pelo pincho y taladrados por piercings que decidieron seguirme un rato y arrojarme litronas vacías de vez en cuando, tres gitanas que salieron a mi encuentro cuando bajaba por Las Ramblas, dos mimos, tres agentes de policía, un ejecutivo, cuatro funcionarios de correos, un torero, dos vagabundos, tres repartidores de bombonas de butano y un cura lascivo. Afortunadamente, alguno de los señalados sujetos me arrojaba huevos y mondaduras de patata, por lo que pude ir llenando el buche por el camino, ya que desde el agua con el mendrugo de pan duro del desayuno, no había vuelto a menear el bigote. Cierto es que soy de poco comer por ser más bien escaso o nulo en carnes, pero me iban sonando las tripas ya desde hace rato.

Así fue como acabé llegando hasta el Barrio Chino, con mi tan peculiar como variada comitiva siguiendo mis pasos. Lo cierto es que el barrio no había cambiado en demasía, salvo porque ahora se veían más meretrices de distintas etnias, no como hace unos años, que lo más exótico que podía uno encontrar eran extremeñas. Algunas de dichas señoritas de la noche se acercaron a mí con lascivas intenciones, moviendo sensualmente sus caderas. Grande fue mi decepción cuando reparé en que tales muestras de afecto mercenario se debían a que me confundían con el ucraniano, debido sin duda a que llevaba su traje de faena; hasta que se acercaban más a mí y comprobaban que la estatura, musculatura y facha no concordaban con la de Victor. Lamenté profundamente que salieran de su engaño, por lo que procuré adoptar cierta desenvoltura de Europa del este, sin obtener grandes resultados, por cierto.

Tras andar un rato, llegué al inmundo callejón donde mi hermana se ganaba la vida. A pesar de la oscuridad reinante, su figura simiesca resultaba inconfundible. Pero lo que con ella departí tendrá que ser narrado en el siguiente capítulo…
Cayetano Gea Martín

jueves, diciembre 09, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Eduardo Mendoza

Capítulo 1: El buen doctor

No había terminado aún de depilarle las ingles al Roñas cuando el Doctor Rebáñez me reclamó a su despacho. Abandoné presto la sala común y me dirigí con celeridad hacia el citado habitáculo, ya que no convenía hacer esperar en exceso al Doctor, el cual, a pesar de su enorme sabiduría en cuestiones psiquiátricas, mostraba un desprecio total y absoluto hacia sus pacientes, por lo que se puede aducir que amaba el continente pero no el contenido. Para ilustrar mi teorema, baste citar cuando el Felpudo, el cual creía ser como esos enseres domésticos que se colocan en la puerta de las casas, y por ello se pintaba la palabra anglosajona “welcome” en la espalda, llegó medio minuto tarde al despacho de Rebáñez y encima haciéndole una pantomima de onda vital, ya que también se creía Son Goku en sus ratos libres, recibiendo a cambio de parte del buen doctor su famoso y terapéutico derechazo en la mandíbula, que le había hecho campeón de Barcelona en la categoría de peso pluma en sus años mozos, y que al pobre del Felpudo le quitó de encima todos los traumas, así como cinco piezas dentales que, debido a la bazofia semisólida que nos dan a modo de rancho, no echó demasiado de menos.

El caso es que llegué a tiempo a mi apresurada cita con el Doctor Rebáñez, o eso pude comprobar del pitido que emitió su reloj cronómetro medio segundo después de que yo entrara en su despacho. El citado doctor, a pesar no ser lo que se podría denominar como joven, ni de ser especialmente atractivo para ninguna especie conocida, hoy resultaba todavía más horrendo si cabe, debido a una enorme y reciente herida que le cruzaba la ceja, el ojo y el descarnado pómulo derecho. Semejante carnicería efectuada sobre semejante rostro fue excesivo para mi débil constitución, y no pude reprimir una mueca de asco que apunto estuvo de transformarse en vómito. Percatándose de mi gesto, el Doctor Rebáñez me preguntó si había reparado, quizá, en la descomunal herida que afeaba, si cabe, su rostro. “¿Qué herida?”, manifesté intentando componer mi mejor cara de póker, llevándome como premio un tremendo bastonazo en seco sobre mi cabeza.

“Dejémonos de zarandajas, villano, pendejo, pusilánime”, espetó Rebáñez, que siempre aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar su amplio vocabulario, lo que, sumado al siniestro color azul de su piel, le confería aspecto de diccionario de sinónimos. “Quiero que encuentres y halles por mí, ya que mi posición y/o condición no me lo permite, al responsable de tremenda felonía, injuria y daño sobre mi persona”. A continuación, y después de un nuevo bastonazo en la sien cuya misión era llamar mi atención (ya que me había quedado embobado al contemplar los tremendos pulmones de la hija mayor de Rebáñez, que pugnaban por salirse, en este orden, de sujetador, cuerpo y foto), el buen doctor terminó de narrarme los hechos que le llevaron a ser poseedor de tan vomitiva herida.

Según me relató el Doctor Rebáñez, entre bastonazos cada tres minutos exactos, aquella mañana a primera hora había reclamado a su presencia al pérfido Chirlas, uno de los peores reclusos de la institución. El Chirlas se comporta casi siempre de forma tranquila y relajada, ayudado por los sedantes que cada cinco minutos uno de los gorilatos le inyecta en el culo. El problema surge si alguien se olvida de dicha inyección, ya que en cuanto el Chirlas recupera el control sobre su drogado cuerpo, saca la terrible navaja de Albacete que le regaló su anciana madre y empieza a repartir mandobles a diestro y siniestro. Lo extraño e incluso paranormal del caso es que nadie sabe dónde leches guarda el Chirlas su arma blanca, a pesar de optar por dejarlo a perpetuidad en pelotas y a pesar de las continuas exploraciones que sobre sus orificios efectúan los enfermeros. Aquella navaja es como una prolongación de su cuerpo, o quizá permanece oculta en una dimensión paralela a la espera de ser reclamada por su legítimo dueño. Sea como sea, y a pesar de presentarse ante Rebáñez desnudo, sujeto por los dos gorilatos más fornidos de la institución (primer y segundo clasificado en el Mr. Olimpia) y con todos sus orificios cegados con cera, salvo la nariz; a pesar de todo ello, digo, fue capaz el Chirlas de zafarse de su hormonada guardia, extraer su navaja de Dios sabe que zona crepuscular, rajarle la cara a Rebáñez y consumar un acto masturbatorio contemplando la fotografía de la hija del doctor (no la de los pulmones, sino la menor, que tampoco era manca), saliendo disparado el pegote de cera que taponaba su órgano viril en el momento del clímax, rompiéndose el cristal de la foto.

Lo que el Doctor Rebáñez me ordenó aquel desgraciado día fue que encontrara al Chirlas, dondequiera que se encontrara éste, aunque, debido a su propensión a aliviar sus más bajos instintos, Rebáñez sospechaba que pasaría el resto del día en el barrio chino, donde casualmente trabajaba mi hermana Lurditas. Todas estas consideraciones, y mi legendaria sagacidad detectivesca, fueron las que movieron al doctor a encomendarme a mí la tarea de buscar y traer de nuevo al redil a la mala bestia del Chirlas, concediéndome para ello una libertad temporal de dos días; y, apelando a mi buena fe y a sus contactos con la policía, confiaba en que no abusaría de su generosidad huyendo a la Patagonia o a Murcia.

Y así, sin darme siquiera algo más de vestir que mi raído y translúcido albornoz de interno, dos de los enfermeros me posaron con toda suavidad en la calle, aterrizando encima de las bolsas de basura de la acera de enfrente que, debido al notable aumento de la población, no cabían en los ya insuficientes contenedores, a pesar de su novedosa y ecologista división por colores. Ahora, al olor de mi cuerpo, pues ya hacía cinco días que no me lavaba, había que sumarle el de la materia orgánica en descomposición de las bolsas. Pero aún así, yo sólo tenía nariz para aquel delicioso aire de libertad que inundaba como un torrente gaseoso mis fosas nasales.
Cayetano Gea

domingo, diciembre 05, 2004

IMPERIO NUBE

Hacía uno de esos aburridos días de invierno en los cuales las nubes habían conseguido conquistar el cielo. Deprimido y débil, como me acontecía siempre que amanecía nublado, decidí pasar todo el domingo leyendo. Sin embargo, hacia la media mañana, el sol comenzó a iluminar mi habitación, por lo que me asomé desde mi terraza hacia el cielo y pude contemplar cómo la luz solar había triunfado de nuevo. Ya podía sentir el calor por mi cuerpo, la sangre afanándose en transportar oxígeno a las células y comida y, por ende, las renovadas energías, las ganas de salir a la calle, de estar con la gente, de hollar terrazas y de trasegar claras, de vivir, en fin, de puertas para fuera.

Mientras pensaba a quién llamar y dónde quedar, contemplé al diezmado ejército nimbo en retirada. Algunas nubes soldado, incapaces de huir a tiempo, eran desintegradas por la acción del calor del sol. El resto, sencillamente, recogieron sus gotas de agua y abandonaron el campo de batalla lo más rápido que les permitía el poco viento que circulaba esa mañana.

¿A dónde se reunirían las nubes vencidas? Habían perdido una batalla, pero no la guerra, por lo que debía existir un punto geográfico donde el sol no llegase y las nubes pudieran reagruparse y hacer planes para un nuevo ataque. Quizá no fuera un lugar determinado, sino la suma de sus colonias, de sus cielos conquistados, que, salvo por fortuitas incursiones solares, permanecen de color gris perla casi a perpetuidad. Mi mente procedió veloz a trazar un mapa aéreo que representase los dominios del Imperio Nube: los países nórdicos, Inglaterra, Canadá, Miranda del Ebro, y un largo etcétera.

¿Cuál sería el móvil de su insaciable sed de conquista? Porque lo que resulta obvio es que constantemente intentan apoderarse de nuevos dominios celestes, atreviéndose, incluso, a atacar en ocasiones a las regiones más importantes y seguras del Imperio Sol, provocando auténticas hecatombes para forzar a la zona en cuestión a reconocer la supremacía del Imperio Nube en sus tierras.

Considero que Madrid, mi hogar, es un protectorado del Imperio Sol, aunque aquí ambos bandos han aprendido a convivir, repartiéndose el año, amén de unos tratados firmados hace una eternidad. A pesar de ello, y de la relativa tregua que han alcanzado en Madrid y en más zonas, el Imperio Nube intenta continuamente forzar la débil paz existente. Sus ejércitos diezman nuestros cultivos, inundan nuestras calles y levantan por los aires nuestros hogares.

Con lo que no contaba el Imperio Nube era con nuestro alzamiento, rebeldía y ansias de libertad. Para ello, nosotros, los seres humanos, decidimos combatir a nuestro enemigo con la única arma eficaz que disponemos: la ciencia. Así, comenzamos a verter nuestros desechos gaseosos contra el Imperio Nube, a colocar sistemas de refrigeración y de calefacción por todas partes, a comprar vehículos autopropulsados y a coger un spray y, mirando al cielo, rociar los pérfidos cúmulos con CFC.

Nuestro trabajo ha ido dando sus frutos. Para empezar, hemos conseguido que aumente la temperatura media en la superficie, creando un hermoso efecto que podríamos definir de invernadero, que nos permite retener a ras del suelo las nobles radiaciones del sol entre nosotros, dándole así más tiempo para combatir a su feroz rival. Por otro lado, hemos abierto un agujero considerable entre las filas enemigas, en una capa defensiva del Imperio Nube denominada Ozono. Gracias a esta heroica acción, los rayos del sol penetran hasta lo más hondo de nuestros seres, colmándonos de su sabiduría y eternidad, bendiciéndonos por nuestras valerosas hazañas en contra del enemigo, y convirtiendo la superficie del planeta en un hermoso solar.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 01, 2004

Changes


Aquella triste mañana de noviembre, cuando me bajé del autobús en la parada de Recoletos, volví a jugar a aquel pasatiempo que desde mi ya algo lejana infancia no practicaba: el de imaginarme a los señores como si fueran señoras, y viceversa. Probé este cambio de sexualidad con muchos de ellos; algunos y algunas, sorprendentemente, resultaban más atractivos si se les contemplaba desde este nuevo prisma. Tanto fue así, que estuve tentado de recomendarle a una señora que se vistiera con ropas de varón para resaltar mejor sus masculinas formas.

Pude observar que, si bien efectuar estos cambios resultaba algo chocante, su repercusión era menor si se los producía a personas mayores. Cuanto más anciano o anciana era la persona víctima de mis cambios, menos diferencia existía entre su versión masculina y femenina. Deduje, pues, que la edad nos va igualando, y que cuanto más viejos somos, menos rasgos de nuestra sexualidad original preservamos, quizá debido, como todo el mundo sabe, al déficit hormonal que acompaña a estas avanzadas edades. Se puede, pues, afirmar que si no fuera por esas invisibles sustancias, seríamos todos asexuados como los angelitos, lo cual es terrible, si se piensa bien.

Aquella triste mañana, mientras entraba en la estación de RENFE, decidí llevar mi juego de la infancia aún más lejos: empecé a imaginarme a mí mismo siendo una mujer. Al principio no me desagradó en exceso el cambio. Iba por la calle pensando, “soy una mujer, soy una mujer”. Lo maravilloso fue que conseguí acceder a una parte de mí que desconocía y empecé a contemplar el mundo con otros ojos, con ojos de mujer. Casi pude definir su (mi) personalidad: inteligente, trabajadora, soltera y que buscaba en un hombre las mismas cualidades que yo buscaba en una mujer cuando soy un hombre y no una mujer, como era el caso.

Cuando cogí el tren de Cercanías y contemplé con mi mente de mujer mi reflejo de hombre en el cristal, me enamoré perdidamente de mí mismo.
Cayetano Gea Martín