martes, agosto 31, 2004

ANA



Ana vive de recuerdos, pero de recuerdos que jamás se han cumplido ni se cumplirán.
Ana sobrevive a base de un enamoramiento onírico, de un príncipe azul ficticio, bello, inteligente, cariñoso y apasionado.
Ana cree ver retazos de esta especie de súper-hombre nietchziano en aquel chico, en aquel otro, en ese joven del autobús, en aquel que saca al perro.
Ana dejó su adolescencia hace cierto tiempo ya, y la veintena fluye por ella, pero ella no por su veintena. Adormilada y/o adormecida, se deja mecer a merced de un sueño, de trovadores a la luz de la Luna, de un mundo distinto del nuestro, confuso pero hermoso.
Ana es muy optimista, y no pierde la esperanza de encontrar a ese chico ideal, pero a la vez sufre y tiene miedo, ya que todos los chicos que conoce poseen rasgos de su hombre onírico en menor o mayor grado, pero ninguno es del todo Él.

Ana es hermosa, pero su hermosura se va tiñendo del color de los que viven demasiado tiempo a expensas de los sueños.
Ana es hermosa, hermosa e inteligente. Su belleza ha hecho enamorarse apasionadamente a más de uno, y sufrir por su incomprendido amor a más de uno. ¡Ay, desdichados! Sólo una llave abrirá la puerta de su corazón. Pero, por desgracia, esta llave sólo existe en la cabeza de Ana.
Ana posee grandes cualidades que la convierten en una gran persona, inútil enumerarlas todas, pero se ven recubiertas por una gruesa capa de ensoñación que la priban de cualquier contacto profundo, íntimo.

Ana, oh Ana. ¡Ay, desdichada Ana, que persigues a las quimeras de tu imaginación! ¡No permitas que tu amor imposible te impida ver con claridad lo que suceda a tu alrededor!
Ana, hermosa Ana. Piensa que no hay otros mundos, que lo que hay son otros ojos. Y que hallarás tu felicidad en lo más profundo de los demás, de los que te rodean, no sólo en tu interior.
Ana, onírica Ana. Piensa que nosotros, pobres mortales, somos indignos de nuestros propios sueños.
Ana, oh Ana. ¡No elijas soñar un sueño antes que vivir una vida!
Cayetano Gea Martín

sábado, agosto 28, 2004

DESGRACIA ONÍRICA

Soy un tipo como otro cualquiera. Mi vida no contiene a priori ningún tipo de novedad con respecto a la de los demás. Poseo y deseo lo que poseen y desean todos (qué bien me ha quedado). Pero desde hace dos días exactos siento una necesidad imperiosa de escribir. Qué fue lo que provocó en mi este ímpetu literario, os preguntaréis. Veréis, mis queridos lectores, hace cuarenta y ocho horas me encontraba sentado en mi despacho, al igual que ahora, frente a mi preciada mesa de caoba y con el hermoso sol de mayo a mis espaldas reverberando sobre mi ventanal de cristal de Venecia, cuando, y como le acontece a la mayoría de los genios que en el mundo han sido, en el momento en que, y gracias a mi querida secretaria por realizar determinados trabajos orales, alcanzaba el orgasmo, tuve una revelación.

El hecho en sí tiene una base científica, por supuesto: al llegar al clímax, arquee hacia arriba mis piernas, como me suele acontecer, lo que provocó que mi secretaria golpeara con su cabeza contra la mesa, y en consecuencia y como acto reflejo, apretó más de lo debido para el ejercicio del placer sus mandíbulas, lo cual se puede traducir como una tremenda pinza con los dientes sobre el miembro viril, en este caso, el mío; fue tal el dolor que me desmayé ahí mismo, cayendo mi noble cabeza con algunos cabellos ya canos sobre ciertos documentos de expropiación que algunos individuos (sobre todo los del tribunal supremo) darían un brazo por pescar.

Durante mi pérdida de conciencia tuve un sueño peculiar: me encontraba contemplando una sala circular marfileña con una vidriera en el techo por la que entraba el fuerte sol de mediodía cabalgando en un inmaculado cielo sin nubes. Abajo, en el suelo de la sala y hacia la pared del fondo, una piscina de calientes aguas (un caldarium, para los latinistas) daba descanso pedicular, esto es, en los pies, a una docena de sujetos con sus partes pudendas envueltas por blancos albornoces, en su mayoría barbudos y sesentones, más bien poco flacos y con cierto brillo en sus miradas que destellaba cuando hablaban entre ellos, como así acontecía.

Como persona de mundo que me precio de ser, enseguida llegué a dos deducciones posibles: o bien me encontraba en una sauna donde los amanerados pueden expresarse con libertad, o bien había retrocedido, envuelto en alas de mi desmayo onírico, hasta la Roma o Grecia clásicas y me hallaba rodeado de sabios, filósofos y demás gentes de buena cepa. Debo decir que la primera opción me aterraba sobremanera, y que la posibilidad de verme rodeado por sátiros varones sesenteros rijosos no me resultaba muy reconfortante, dada la famosa promiscuidad de este, cada vez más emergente, colectivo de desviados.

Afortunadamente, y gracias a mi humanística educación y a mi erudito interés por la filosofía, pude reconocer los sabios rostros de todos los presentes. Me encontraba, pues, ante un nutrido grupo de venerables mentes, posiblemente las más grandes que occidente haya donado al mundo entero. Allí estaban Platón, Descartes, Aristóteles, Marx, Kant, Hume, Nietzche, Ortega y Gasset, San Agustín, Sócrates, y dos sujetos más que no llegué a identificar, pero que tenían pinta de filósofos franceses, por lo que no les di demasiada importancia.

Todos ellos, incluidos los dos desconocidos, se me quedaron mirando con curiosidad y camadería, como reconociendo en mí a un colega anónimo. Muy emocionado, y sintiéndome observado, sólo pude articular una frase: “Esto… ¿alguno de ustedes tiene un cigarrillo?” “Yo tengo un paquetito de tabaco negro, bombón”, me dijo Kant guiñándome un ojo y moviendo lascivamente la lengua, “Fuego no tengo, vida, pero no te preocupes, que después de la que te va a caer, podrás encenderlo con el culo”.
Cayetano Gea Martín

miércoles, agosto 25, 2004

SALUDOS DESDE ANDORRA

Woolasss...

Desde un cibercafé de Encamps (Andorra) os saludo a todos/as, y por lo que puedo apreciar, el mamón de Pedro ha aprovechado vílmente mi ausencia para colar más cuentos suyos (y encima, ya estaban escritos desde hace mucho, tramposete, je, je).

Bueno, pos eso, que vuelvo el domingo pero que no os hecho mucho de menos, ja, ja, porque esto es precioso y porque hoy he conocido a una peazo de profesora ORIENTAL de ojos color fuego (Pedro, firmes) que da rafting (uséase, descenso en río) y que mañana me va a dar clases... de rafting, ¿eh? no seais mal pensados, jur, jur...

Pero bueno, que si os mola la alta montaña, un consejo: Mejor y más bonito, aunque más caro, es la zona del Valle de Arán... Hoy he llegado a Andorra y, aunque el paisaje es muy chulo, parece Valencia, pero con montaña en vez de playa: mucho coche, mucha tienda y eso...

Oh! Y este será el único recuerdo mío que os traeré, así q a disfrutarlo...

Bueno, sus dejo, que me kedo sin dineros (1 euro 15 min, ladrones!)

Besos a las chicas y patadas en los huevos a los chicos

miércoles, agosto 18, 2004

Desnudos

Desnudos.
Desnudos estábamos cuando destrozaste mi alma en cuatro segundos.
Hace tiempo ya, más de un año, de un año cuesta arriba, de un año de peregrinaje emocional, de juntar y pegar fragmentos, escorias.

Desnudos, en tu cuarto.
Esperaste a que me desnudara y a que me sentara enfrente de ti para robármelo todo. Curioso, ¿verdad? En sólo cuatro segundos, cuatro segundos, una vida en cuatro segundos, envejecí (y no me he vuelto más sabio como dicen). Tenía veintitrés años antes de esos cuatro segundos, después tuve ya veintitrés, veintitrés y una vida demasiado larga por delante.

Desnudos.
Desnudos tanto física como emocionalmente. Será por eso que elegiste ese momento para estrangular a mi corazón entre tus fríos dedos, para que no hubiera ninguna duda. En cuatro segundos, lo que tardaste en decir: “Cayetano, ya no te quiero”. Qué poco significa escrito, qué doloroso cuando la persona a la que amas con todo lo que eres te lo dice en su propia cama, desnudos mirándonos a los ojos, a sus ojos antaño chispeantes y ahora fríos y duros.

Desnudo fui corriendo hasta tu cuarto de baño inmediatamente después de los cuatro segundos, donde vomité mi ansiedad inclinado sobre la taza del wáter, desnudo. No reconocí al demacrado rostro del espejo, el mismo rostro que esa mañana se afeitaba y sonreía.

Desnuda te encontré cuando volví a tu cuarto. Seguías ahí sentada, sin una sola lágrima, con tu fría belleza de estatua griega. Y fue en ese instante, en ese preciso instante cuando me di cuenta de que lo había perdido todo, en que jamás volvería a tocar tu cuerpo, ni a besar tu piel, tu dulce piel que me sabe a pan de leche, tus hombros morenos. Jamás mis ojos se volverían a reflejar en los tuyos, nunca más. Nunca más jugaría con tu pelo por mi cara, ni lo olería, ni lo apartaría para besarte. Nunca más besaría tu
Cara.
Pecho.
Vientre.
Cuello.
Pubis.
Lunar.

Desnudos, ahí desnudos, esperando. Esperando a que terminara de llorar y me fuera. Sí, lloré, todo por ti. Te di el placer de verme llorar, de regodearte en mi dolor, en mi pena, pena infinita que aún hoy me provoca el llanto mientras escribo esto, después de más de un año, de un año hueco.

Desnudo. Desnudo comprendí que ahora éramos tú y yo, no más nosotros. Desnudo comencé a vestirme, pero la ropa no me tapaba. Y así, vestido pero desnudo abandoné tu casa. No me quedé a escuchar tus vanas palabras huecas de reconfortante promesa de amistad, de una amistad que se me antojaba peor que el más atroz de los odios. Y así me fui, perdón, me echaste, de tu vida.

¿Cuánto dolor podrá llegar a soportar mi pecho sin desmoronarse? La respuesta para mí es demasiado, demasiado dolor. Después de tanto sufrir, de medio año para empezar a creérmelo, más otro medio para asumir tu ausencia, después de navegar por otros cauces, infructuosos todos, pero válidos para olvidarte. Qué injusta palabra, ¿verdad? Olvido. Pero yo no quería olvidarte, tú me obligaste a ello. Me impusiste tu nueva realidad de golpe, de un estacazo sobre mi corazón. No puedes culparme de mi desprecio.

Desnudo. ¿Volveré alguna vez a sentirme cómodo desnudo? ¿Volveré a confiar en alguien, a entregar todo lo que soy y lo que tengo? ¿Volveré a grabar mi nombre y el de otra mujer en el sauce anónimo de un parque anónimo? ¿Volveré a descubrir nuevos horizontes, a acumular recuerdos, a rememorar momentos para al final despertar del sueño y encontrarme en la triste realidad, solo? La respuesta es sí. Por mucho que sufra, por mucho que duela, lucharé por otro día pleno, por otra escapada al Retiro en primavera, por otro instante de amor en una cálida habitación iluminada por la tenue luz de una vela, por ser más que yo, pero más yo que nunca, por enamorarme otra vez. Creo estar preparado, ahora, por fin, para volver a desnudarme.
Cayetano Gea

martes, agosto 17, 2004

SATORI. Capítulo III - El Cálido Refugio del Hombre


Abrazar tu voz,
Penetrar en tu pequeño rincón.
Rescatar el instante,
Que nos hizo gigantes.
La química en llamas,
El vestido de pecadora profesional:
De puta o de beata,
Encantadoras ambas.

E. B.



Siguen pasando los días desde que tomé esta nueva senda, desde que me decidí por esta ruta. Es un camino bastante sencillo, aunque también monótono: suaves pendientes de verde hierba, árboles de hoja perenne colocados de forma caprichosa, pájaros en el cielo azul y mariposas entre las flores. Parece un anuncio de compresas. Una simplificación absurda de lo que les enseñamos a los niños que es el cielo, pero sin angelotes gordos e impúberes sobrevolando por encima de mi cabeza.

Desde que ando, ando y ando por esta nueva e invariable senda, un dolor angustioso se revuelve en mi corazón. Una pena. Una falta. Observo mi rostro en los arroyos y no me sorprendo cuando mi reflejo no me devuelve la sonrisa. La faz de un hombre joven con los ojos tristes me contempla desde la oscilante superficie. Parece que quiere algo. Parece que necesita algo. No creo que esté en mi mano dárselo.

Tengo la pavorosa sensación de llevar media vida andando por esta senda inamovible, que ya se ha convertido para mí en un via crucis, en una penitencia mientras arrastro mi joven cuerpo de vieja alma por el camino de suave y exasperante hierba.

Otra mañana más se extiende ante mis ojos, mientras termino un frugal desayuno a base de fresas, bayas y agua de río.
Y de repente sucede.
Un cambio.
Una pequeña silueta se recorta en el horizonte con la fuerza de sol detrás. Confuso pero alegre de ver a alguien, avanzo rápido hacia la figura, que poco a poco va tomando forma de mujer, de una hermosa mujer de largo y negro cabello y completamente desnuda. Una Eva en el paraíso, pienso, pero sin hoja de parra, ya que puedo contemplar sin ningún tipo de barreras el suave vello castaño que cubre su feminidad, así como sus hermosos pechos.
Llego hasta ella, hasta su altura, y me pierdo en sus bellos ojos verdes que me roban el alma y la aprisionan detrás de sus grandes pupilas.

Sin poder escapar de su hechizo, llevo mis labios hasta los suyos. Se me antojan tremendamente dulces. No puedo evitar recorrerlos suavemente con mi lengua, lo que hace que ella los abra y que empecemos a devorarnos con urgente furia; mientras me abraza con fuerza, sus manos en mi cuello y espalda, las mías en su pechos y nalgas, y su sexualidad se adosa contra mis ajados vaqueros, cuyo inquieto inquilino pugna por salir a su encuentro.
Nuestras manos aceleran el ritmo, en un vano pero rabioso intento de abarcarnos por completo. Mi mano derecha se desliza con picardía por su vientre, hasta encontrar una húmeda hendidura, y mi dedo anular la recorre y acaricia arriba y abajo, mientras ella ahoga gemidos de placer dentro de mi boca, respirando intensamente por la nariz.
Caemos en la suave hierba, y ella se deshace de mi abrazo y me desabrocha los pantalones con erótica urgencia. Mi sexo, enhiesto y pulsante, apunta hacia ella con furiosa determinación. Con un cariño infinito, ella lo acuna entre sus blancas manos y le da un beso. Después, mirándome con picardía, recorre la zona más sensible con la lengua, haciéndome estremecer, hasta que, sin previo aviso, se abalanza e introduce mi sexo en su boca, lo que consigue arrancarme un grito de sorpresa y placer, y que mi cuerpo se arquee espasmódicamente.
Mientras ella entra y saca sin descanso mi masculinidad de su hermosa boca mirándome provocativamente, yo me dejo arrastrar por oleadas de placer que se van intensificando poco a poco. Previendo el cercano clímax, consigo incorporarme a duras penas. Aunque ella quiere seguir y se abalanza sobre mi vientre con la boca medio abierta, consigo forzarla a abrir las piernas, y comienzo a devorar con succionadores bocados su sexo, lo que provoca en ella un rosado alarido de placer, que se transforma en un perezoso y continuo gemido cuando mi lengua entra en acción, empujando hacia un lado y otro su botoncito de seda.
Permanezco unido así a ella durante un goloso rato, hasta que observo que todo su cuerpo tiembla y que sus caderas empiezan a oscilar hacia delante. Sus gemidos se convierten en aullidos hacia el cielo, hasta que con gran furia agarra mi cabeza como si quisiera que ésta entrara dentro de ella. Con un último y ahogado grito, alcanza el orgasmo arrancándome un poco de pelo, aunque no me importa lo más mínimo. He recibido el mismo placer recibiéndolo que dándolo.

Al minuto, me dedico con malicia a seguir jugueteando con mi lengua en su sexo, sólo para ver como tiembla, presa de un placer casi insoportable. De repente, se incorpora con rapidez felina, y besándome en la boca agarra mi hinchado sexo y se lo va llevando a dolorosos pero placenteros tirones hacia ella, implorándome con los ojos que entre en su pequeño rincón. Con gran placer cumplo sus apremiantes deseos.
Al momento, noto el húmedo calor que me rodea, y no consigo ahogar un gemido de sorpresa y placer. No disfruto mucho rato de esa sensación, ya que ella empieza a oscilar y a apremiarme para que yo me incorpore a su cadencioso ritmo, que en breves instantes se vuelve un poco más furioso.
Así, sudorosos y extasiados, seguimos moviéndonos rítmicamente al compás del otro, invadidos por oleadas de placer, mirándonos con lascivo deseo a los ojos y jugueteando a ratos con nuestras lenguas.

Al rato, ella empieza a enlazar un febril orgasmo tras otro, hasta llegar al tercero. Yo procuro no observar muy detenidamente lo que estoy haciendo para aplazar cuanto pueda el mío, pero ella empieza a moverse más y más rápido, induciéndome a una pronta conclusión.
En breve, alcanzo el clímax. Noto cómo el doloroso goce va subiendo desde mi sexo hasta mi cerebro, poco a poco, hasta que llego a ese segundo mágico en el cual un hombre conoce el auténtico alcance y significado de la palabra placer, cuando el mundo que nos rodea desaparece y tocamos la Creación con la yema de los dedos.
Cayetano Gea

domingo, agosto 15, 2004

SANTA ESMERALDA

Fue en aquella tarde de autos cuando las dos prostitutas se cruzaron por la Calle Santa Esmeralda. A la consiguiente disputa por la única farola no cubierta de orines ni de defecaciones de perro le siguió la desaparición de Doña María Lourdes de la Santa Concha (Lurditas, para su numerosa clientela), volatilizándose ante los aterrados ojos de Doña Encarnación Martínez Gelo (Encarni, para su no tan numerosa clientela y para un hermano retrasado que trabaja simulando reiterados atropellamientos para un bufet de abogados), la cual, al tomar declaración, relató a la policía su mayúscula sorpresa. “La mu puta es capá de cualquié cosa con tal de llamá latención”, comentó la citada testigo.

***

Don Luis Martínez Flores, natural de Zamora y residente en Madrid, atravesó la Calle Santa Esmeralda desde el número 20 (su portal) hasta el 44. Increíblemente, Don Luis no llegó entero hasta el citado número, sino sólo la parte superior de su cabeza (concretamente, desde las cejas hasta el pelo), para luego desaparecer, al igual que, según testigos (que ahora precisan de fuerte tratamiento psicológico con alcaloides y electro-shocks) fue haciendo el resto de su cuerpo poco a poco, desde que empezaron a desaparecer sus pies alrededor del número 28. “Lo que no me explico, tío, es cómo cojones, tío, siguió andando sin piernas, tío”, relató a la policía cierto testigo adolescente.

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Se recupera en el Hospital Severo Ochoa de Leganés favorablemente (y misteriosamente, dada la fama de dicho centro sanitario) Don Segismundo Cebote Odón, vecino de dicha localidad, el cual, debido a su interés por las prostitutas ubicadas en la Calle Empalmador, aquel domingo de autos acudió a la capital de esta nuestra patria. Después de llevar a cabo sus gestiones, Don Segismundo fue llamado por su mujer al móvil. Contestando éste a la llamada, e inventándose la excusa del fallecimiento de una tía tercera política, fue distraídamente hablando con su cónyuge hasta la esquina de dicha calle con la Calle Santa Esmeralda, pero sin llegar a entrar en ella, salvo por su prominente barriga de cuarenta kilos que asomaba amenazante (lo que le hacía víctima de no pocos e ingeniosos motes, destacando “gordo de mierda”, a modo de ejemplo). Al terminar la conversación con su no del todo convencida esposa, y al ir a guardar el aparato telefónico, observó con desmayada sorpresa cómo la mayor parte de su orondo vientre había desaparecido. “Parecía como si alguien hubiera hecho lonchas con mi barriga, tenía todo el aspecto de tocino veteado”, aclaró en el hospital cuando pudo hablar, sin estar bajo los efectos del valium, a un miembro del orden, “Es horrible reconocerlo, pero el caso es que me daban ganas de comerme a mí mismo”.

***

Ayer, martes, fueron ingresados en La Paz tres trabajadores del ramo de la construcción con fuertes contusiones craneales. Dichos sujetos volvían hacia sus casas al finalizar la jornada laboral cuando, descendiendo por la Calle Santa Esmeralda, se apareció delante de ellos, según su testimonio, un sujeto desnudo salvo por un taparrabos, fuerte musculatura y abundante y negra pelambrera craneal y corporal, el cual, sin mediar palabra (salvo por un hondo gruñido, según una de las víctimas) asestó sendos cachiporrazos con dicha arma a los tres, con supuesta aviesa intención. “Intenté razonar con él”, afirma una de las víctimas, “y creo que llegamos a buen entendimiento, a pesar del dolor de cabeza que me iba entrando por momentos. Lamentablemente, el muy cabrón puso fin a la charla arreándome un derechazo que me saltó nueve piezas dentales y me desencajó cinco centímetros la mandíbula hacia la izquierda”.
Debe constar en acta que la aguda dipsomanía que portaban los tres trabajadores hace dudar al cuerpo de policía (y a este sufrido funcionario) de la veracidad de los hechos, más si cabe cuando afirman que el agresor medía casi tres metros de alto y metro y medio de ancho. “Parecía de pueblo, de Cuenca o de por ahí… a saber lo que come esa gente”, afirma una de las víctimas.

***

Doña Beatriz Himenelda Reseco, profesora de religión en Educación Secundaria y antigua monja, fue víctima, ayer jueves, de un intento de violación por parte de un sujeto envuelto con gabardina que, según Doña Beatriz, surgió de la nada alrededor del número 32 de la Calle Santa Esmeralda. Dicho individuo se desabrochó su única vestimenta, mostrando su miembro viril (pulsante y descomunal, afirma la impresionada víctima) y obligando a Doña Beatriz a mantener relaciones sexuales con él. “Pero en aquel instante, antes de que el sátiro pudiera cumplir con su tenaz objetivo autoimpuesto, se materializó como del aire una mujer de mala vida que se desenvolvió con él ahí mismo, en plena calle”, afirma Doña Beatriz. Dicha meretriz, pudo comprobar la policía por la descripción de la víctima, era Doña María Lourdes de la Santa Concha, desaparecida hace apenas dos semanas.
“Me tomé la aparición de aquella señorita como un milagro de Dios para conservar intacta mi sagrada virginidad… aunque, bueno, en fin, no me hubiera importado haberle tocado su cosa sólo por curiosidad, o incluso haberle dado un par de lamet[…]” El resto del informe es confidencial.

***

El pasado domingo, y a instancias de la Jefatura Nacional de Policía, el abajo firmante y redactor de este informe, Don Antonio Pelayo Heredia, realizó a cabo, junto con otro compañero, Don Emilio Herranz Mozos, una investigación in situ acerca de los misteriosos acontecimientos de las últimas semanas producidos en la Calle Santa Esmeralda.
Poniendo en peligro no sólo nuestras vidas sino incluso nuestra integridad física, actuamos más allá de lo que el deber exige. Con premura, llegamos al lugar de los hechos; bien armados, eso sí. Recorrimos la citada calle cuatro veces (esto es, dos en cada sentido y dos en cada acera), sin presenciar ni ser testigos de ningún fenómeno peculiar, salvo el hecho de que, al terminar nuestra inspección, mi compañero Emilio llevara fusionado a su cuerpo, como un hermano siamés, a Don Luis Martínez Flores, desaparecido en dicha calle hace tres semanas. El interfecto se hallaba amalgamado con mi compañero, compartiendo éstos el mismo brazo derecho y parte del tronco.
Después de dejar a mi, visiblemente preocupado, compañero y a su “vecino” en la ambulancia, me dirigí hacia el coche patrulla, con la intención de ir hasta la comisaría y redactar allí el actual informe. Sin embargo, pude notar al sentarme en el asiento del conductor que tal trayecto me resultaría imposible de realizar desde el susodicho vehículo: una prominente y esférica barriga me impedía llevar a cabo cualquier tipo de maniobra.
Cayetano Gea

martes, agosto 10, 2004

SATORI. Capítulo II - La Encrucijada

Al terminar el sexto día de andar sin descanso por la nueva senda, vislumbro a lo lejos un final o división del camino. Desde la distancia que me separa no puedo verlo con mucha claridad, pero la novedad me estimula.

En la mañana del séptimo día llego a la encrucijada.
Contemplo dos caminos muy diferentes y a un anciano de rostro tostado por el sol contemplándome con una fijeza y curiosidad extrema, digna de una vaca.

- Buenos días – exclamé, con una voz que nunca había oído y que me sonaba sin embargo familiar, aunque ronca - ¿Qué tal está usted?

ANCIANO: Muy bien, gracias. Descansando un poco.

YO: ¿Descansando de qué?

ANCIANO: Descansando de toda La Creación.

YO: Lejos estamos, entonces, de los modernos tiempos de los deicidios diarios si nos encontramos en los principios del mundo.

ANCIANO: Estamos al principio del tuyo, no del mío.

YO: No pensaba que hubiera más de uno.

ANCIANO: Es un error bastante común, amigo mío. Te lo dan con el carnet de humano.

YO: ¿Soy yo su amigo, señor? ¿Acaso me conoce?

ANCIANO: La pregunta no es esa, amigo mío. La pregunta es si tú te conoces a ti mismo. No respondas, por favor, la respuesta es obvia: no. No te conoces, y por eso estás aquí.

YO: Sí, es cierto. Se siente uno un poco Descartes, ¿verdad? Aunque ¿para qué querría conocerme? ¿No es acaso este estado de ignorancia perfecta lo que muchos filósofos y muchos sabios orientales persiguen? No soy, no sufro.

ANCIANO: La filosofía no aconseja la ignorancia, sino ignorar lo que sabes para empezar desde cero. Es importante saber quién eres. Me refiero a saber quién eres realmente.

YO: ¿Acaso lo sabe alguien? ¿Acaso importa? ¿Lo sabe usted?

ANCIANO: Yo soy el que soy.

YO: Esa frase me suena.

ANCIANO: Claro, la inventé yo.

YO: Todo esto viene al cuento de las decisiones, ¿verdad? Decidir para poder definirse.

ANCIANO: Sí, amigo mío. Tienes que elegir qué camino coger. Es tu primera encrucijada de muchas.

YO: No parece una decisión fácil.

ANCIANO: Claro que no, pero para eso estoy aquí, para procurar aconsejarte y mostrarte lo que hay, amigo mío. Dime, ¿qué ven tus ojos en el camino de tu izquierda?

YO: Veo una senda oscura, de gruesos nubarrones, árboles negros y retorcidos, blanca luna sobre cielo azul oscuro, aullidos espectrales, lápidas góticas y bosques milenarios. Casi parece que vaya a aparecer el espíritu de Poe en la rama de un árbol.

ANCIANO: Ajá. Buena descripción, Edgar. ¿Y qué ves en el camino de tu derecha?

YO: Un sol radiante cuya soberbia luz desemboca sobre un hermoso prado verde. Las montañas nevadas al fondo sobre un cielo azul salpicado de blancas y algodonosas nubes, grandes árboles, flores, cercados y ovejas.

ANCIANO: Todo muy bucólico, ¿no? A primera vista, la decisión parece obvia, pero...

YO: ¿Pero?

ANCIANO: Vamos, no te hagas el remolón, joder. Tú sabes la respuesta mejor que yo. Que no tenga que decirlo yo todo, ¿vale?

YO: Me atrae mucho más el camino de la izquierda. Concuerda más con mi forma de ser de sentir.

ANCIANO: ¡Eso es! Tu naturaleza se inclina hacia el romanticismo, hacia la luna llena, el búho, las pálidas doncellas en camisón blanco paseando de noche por los acantilados, las estrellas, el color azul oscuro inundándolo todo, hacer el amor sin barreras ni remordimientos, el amor apasionado, vivir un año en un solo día, la vida intensa y la muerte ruidosa.

YO: Supongo que la clave radica en la dificultad, ¿no? El izquierdo me atrae más, pero es un camino complicado, lleno de ríos que vadear, precipicios que saltar, montañas que escalar y bosques profundos que atravesar. El derecho, por el contrario, lo contemplo y me aburre, me deprime, pero es fácil de recorrer.

ANCIANO: Tu encrucijada es común a toda la humanidad, amigo mío. Lo que nos gusta es siempre trabajoso. Lo común a todos es sencillo, cómodo. Una vida simple, una muerte fácil.

YO: ¿He de decidir qué hacer hoy?

ANCIANO: No podrás retrasar mucho la decisión. La duda siempre es peor que equivocarse.

YO: No sé que camino elegir.

ANCIANO: Sí que lo sabes. El de la izquierda es el que quieres y el de la derecha es el que debes. Esto no es una trampa. Las dos decisiones son buenas y malas.

YO: Tengo dudas, muchas dudas...

ANCIANO: Has de decidirte pronto.

YO: No sé...

ANCIANO: Sí lo sabes. Siempre lo has sabido.

YO: Sí, pero…

ANCIANO: ¡Rápido!

YO: ¡De acuerdo! ¡Ya!

ANCIANO: ¿Sí?

YO: Ya. Ya sé. He tomado una decisión. Y es irrevocable. Me voy, anciano. Gracias por todo. Hasta luego.

ANCIANO: Hasta siempre, amigo mío. Que tu camino sea el deseado. Pero no esperes encontrar lo que buscas por la senda de la derecha...

YO: ¿Quién sabe? A veces, en la vulgaridad es donde se encuentra la verdadera sabiduría. Sólo hay que saber buscarla. Adiós, aprendiz de dios.

ANCIANO: Soy Dios.

YO: No te diré lo contrario. Adiós.

ANCIANO: Nos vemos.
Cayetano Gea

domingo, agosto 01, 2004

SATORI. Capítulo I - El Camino

Sócrates dijo: "Conócete a ti mismo". Es la idea del viaje interior,
no del mero turismo ­que yo practico también, desde luego.
No hay que desdeñar la geografía,
quizá no sea menos importante que la psicología.
Jorge Luis Borges
Ando.
Ando durante toda mi vida. Durante un momento eterno, cíclico, sin recordar nada anterior a esta senda que recorro con paso firme, a esta caminata eterna de día y a mis agitados sueños durante la noche.
Arriba, el cielo de un hermoso azul siempre del color de la media mañana, sin nubes, sin referencias. Un azul profundo, puro, de océano iluminado. Un cielo que sólo cambia de color brevemente por al comienzo y al final de cada día.
Abajo, la tierra, la fresca tierra salpicada de algunas fortuitas matas y suaves terrones que se desmenuzan bajo mis botas, mis sucias y eternas botas que me sostienen. Sí, mis botas me sostienen, no mi cuerpo. Mi cuerpo no existe, casi no lo veo. La única referencia real, mis botas, testigos de mis pasos, de mis eternos pasos, pasos; ando y sigo andando.
A los lados, a ambos lados, la piedra, los muros de piedras sueltas que marcan y delimitan mi camino. Altos y rurales muros que no me permiten contemplar nada más, salvo el camino, el cielo y la tierra.
Y delante de mí, el camino, eterno camino que varía su forma, pasando de ser totalmente recto durante días a curvarse, elevarse y declinar.

Ando.
Sigo andando.
Por siempre, eternamente.
Anoche, mientras reposaba, se me cruzó por la mente una idea terrible: ¿y si estoy andando por un círculo enorme, por un eterno circuito? La posición del sol variaba con el paso de los días, de los meses, por lo que mi teoría no parece ser descabellada del todo. La sola idea de una cosmología tan perfecta y terrible me provocó una crisis de ansiedad desmesurada y maloliente, un dolor opresivo en el pecho.

Hoy, he decidido hacer un montoncito de piedras, para comprobar, cuando terminase de dar una vuelta completa, tarde lo que tarde en darla, si camino en círculos o no. Me dedico a extraer las rocas suficientes del muro, cuando de repente un rayo de sol ilumina mi rostro. A través del agujero en el muro contemplo el sol filtrado por un hermoso álamo.
Preso de una excitación casi sexual, continúo derribando piedras con creciente frenesí, hasta poder meter la cabeza por el hueco y respirar un aire fresco y nuevo y contemplar un paisaje de árboles y montañas al fondo; pero, para mi desconsuelo, delimitado por un nuevo camino de muros de piedra.

Aún así, la nueva perspectiva me parece eternamente más atractiva que la anterior, por lo que termino de derribar el muro y me adentro por el ancho sendero desconocido, salpicado de árboles, con dirección a las nevadas montañas.
Cayetano Gea