jueves, diciembre 28, 2006

See ya soon!

Pues eso, que sus veo (u os leo) pronto... Ahora tocan vacaciones y pasar la Nochevieja y unos días más en Londres, que tiene que estar de un calentito ahora mismo...

Prometo volver de la capital de la pérfida Albión con ideas renovadas y sin nada de espíritu británico...
Fuck the Queen!

En mi ausencia, espero que os dediquéis a pasarlo lo mejor posible.

Take care!



Kay (aka Cayetano)

miércoles, diciembre 27, 2006

Someone like you



If the storm arrives in fear,
I will be there, close to you,
Trying to sale this lake of tears

When my hands lost their goals,
I’ll still be waiting for you,
Hoping to see the wicked souls

If this cold universe collides,
And collides against you,
I’ll be there to recover the pieces,

Would they cut my three-feet children,
But I’m gonna disappear.
And into your heartbeat I’m gonna listen

And if I’ll find you,
all the losing time,
all the forgotten gods,
every single corner of this world,
all the deaf steps
and each and every lonely soul
will be mine forever
Cayetano Gea Martín


Somewhere in time I will find you and haunt you again
Like the wind sweeps the earth
Somewhere in time when no virtues are left to defend
You've fallen deep


The haunting - Thomas Youngblood

viernes, diciembre 22, 2006

Vigilancia, quinta parte


Pero al mes y pico de su tratamiento, como queda dicho, Raquel emergió de su drogada madriguera. Como un conejillo asustado a la espera de un depredador, asomó el hocico a través de la puerta de su casa, husmeando el conocido aroma a descansillo, esa mezcla de polvo, yeso y huellas, que impregnaba el rellano de su planta. Y aunque el miedo seguía tirante, por supuesto, el peso de aquello que llevaba en el bolsillo la tranquilizaba lo suficiente

aquello se movía, oh, sí, parecía dotado de, dotado de

como para atreverse a salir al portal, hasta la puerta cuyos dos cristales rompió hace apenas treinta días. Hace apenas una vida. Y así, valiente, segura, como nunca en todo aquel maldito mes, aferrándose a aquello que era

mi tesoro

frío y punzante, y que despedía un fuerte aroma azulado, consiguió alcanzar la boca de metro y perderse, de nuevo, en la vorágine cotidiana, en la muchedumbre enlatada de siempre, aunque ahora los veía sin máscaras, gracias a aquello, que se retorcía inquieto, guiándola como una brújula hacia Él, hacia el demonio, pues eso era, seguro, Lucifer descontrolado, maldición del hombre y

condena de la mujer expuesta a su falo que eyacula dentro de ella manojos de antidepresivos

perdición de su alma arruinada, triste, vacía, pero, eh, pero con aquello a su lado, sí, marcando la diferencia, oh, qué distinto sería, je, si me lo encontrara ahora, oh, le haría pagar y me quedaría con su poder, je, podría, sí, oh, pensaba mientras observaba a los cuervos grises y a las ratas grises que se movían dentro de los trajes grises, grises

g, gr, gri, gris, grise, grises, grise, gris, gri, gr, g

que no dejaban pasar la luz blanca (y cutre) que proyectaba aquella cosa infernal, aquel tubo de hierro amasado con la saliva de miles de esclavos. Y así, rumiando su enfermedad, atusándose mimosa las dos negras ojeras que devoraban su rostro, llegó hasta la parada de Sol, y se bajó y comenzó a mirar para todos los lados y casi choca con un grupo de turistas, y se perdió entre miles y miles de idiomas, entre cientos de rostros, tratando de verle, de encontrarle, de sentirle de nuevo, de ver que alguien, alguien se fija en ella, que alguien la desnuda con la mirada, Él, el perfecto desconocido, la víctima perfecta de su joven y ajado cerebro, alguien en quien volcar miserias, miedos, frustraciones de esta ciudad que nos hace sentir solos en medio de la multitud, perdidos entre un océano de rostros a la deriva, con desconocidos a los que somos indiferentes y conocidos del montón, artesanos del tedio, del ir, del volver, de los mismos caminos, rutas, olores, el peso de lo cotidiano, las cenas de Navidad con la familia, el novio previsible, los cines, el ajetreo, las tiendas, las copas, los fines de semana en el campo y las vacaciones en la casa de los adorables abuelitos en Santiago de la Rivera.

Entonces, le vio.
Hermoso.
Pecado venial.
Moreno.
Con otro librito bajo el brazo
de un tal Blake sobre la vida de un tal Wes
igual de insignificante para ella, pero Él, oh, Él.
Una tabla en medio del mar a la que aferrarse.
Posó sus ojos en Él.
(Él la reconoció al instante: la loca aquella que hace un mes se dedicó a seguirle por toda la condenada ciudad).
Aquello
pegó un tirón hacia Él.
Se acercó poco a poco a Él, mientras Él trataba de huir. Malo, demasiada gente.
Aquello se retorcía de impaciencia.
Llegó hasta Él.
Aquello saltó y se clavó muy dentro de Él.
El amor duele Dios el amor mata.
Y mientras Él iba dejando de ser, ella volvía a nacer.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 20, 2006

Vigilancia, cuarta parte


Después de cinco días ingresada en El Clínico, el psiquiatra destinado a su diagnóstico y tratamiento le dijo a Raquel que sufría de ataques de ansiedad agudos y de manía persecutoria, la cual, si no se trataba convenientemente, podría degenerar en algo peor. Mucho peor.

Se la impuso un estado de observación preventivo, con un hermoso surtido de drogas para aplacar los vientos que soplaban dentro de ella. Llevo la furia dentro, se dijo, y aún no sé por qué Él me persigue, qué es lo que quiere, qué intenciones tiene, por qué me odia, por qué quiere hacerme daño. Aquel pensamiento, el desconocimiento que tenía ante las intenciones de Él, era lo peor de todo. Si por lo menos lo supiera, oh, me mata no saber, se lamentaba.

Necesitó la ayuda masiva de Tranxilium durante más de un mes para atreverse a pisar de nuevo la calle. Durante ese periodo de tiempo, el abandono al que se entregó con fervor de amante se cobró diferentes tarifas, una de ellas, la ruptura sentimental con Ricardo, el cual, desolado y egoísta al mismo tiempo, no comprendió en ningún momento la situación, o eso pensaba ella. Después de una tormentosa tarde en la cual él intentó por última vez que las cosas volvieran a ser como antes, se dijeron adiós definitivamente. En realidad, solamente él dijo adiós: ella se dedicó a mirarle perdida desde lo más profundo de sus ojos sedados.

También sus padres sufrieron lo indecible con aquel tormento: las visitas al piso compartido de su hija eran más que frecuentes, y siempre tristes y desoladoras. A su madre se le partía el corazón ver a su hija en semejante estado, y lloraba incontenibles lágrimas sobre el regazo de Raquel, acunándola como a la inversa, cuando su hija era pequeña y se despertaba en medio de la noche y corría hacia la cama de sus padres, envuelta en sudor como en una segunda piel, aleteando sus lágrimas a ambos lados de la cara, rumbo hacia los brazos protectores de mamá.

Su padre, sin embargo, se quedaba estático, con la mirada perdida. Su aparente entereza exterior disimulaba el dolor lacerante de su corazón. No durmió en todo el mes y fue despedido, denunciado y encarcelado por negligencia laboral cuando desde lo más alto de la grúa que manejaba se desplomaron cinco toneladas de hormigón sobre la cabeza de un peón, en una mortal y estruendosa caída libre de más de setenta metros. Hasta el médico forense vomitó de la impresión de ver tal cantidad de restos humanos diseminados. Cinco minutos después del fatal accidente, el padre de Raquel seguía roncando con la cabeza apoyada sobre el panel de control.

Raquel fue despedida de su trabajo a los diez días de estar encerrada en casa. Sus padres dudaban siquiera de que tal noticia fuera procesada por su cerebro saturado de ansiolíticos.

Durante aquel tiempo, cuando no se encontraba en un estado letárgico, sufría tales ataques de ansiedad que gritaba pidiendo alternamente ayuda y la muerte. Al final, otra dosis de aquellas maravillosas pastillitas naranjas de clorazepato dipotásico la llevaban de nuevo al País de las Maravillas.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 18, 2006

Vigilancia, tercera parte


Dos días más tarde, una aún asustada pero algo más segura Raquel descendía los escalones de su piso compartido rumbo a la odisea que suponía visitar el supermercado más cercano. Claro que desde las últimas cuarenta y ocho horas, cualquier acción que entrañara pisar la calle suponía una odisea para los destrozados nervios de Raquel. Pero la verdadera tormenta estalló cuando a los cinco minutos de entrar en el colmado volvió a cruzarse con Él.

Ella se encontraba en el sector de congelados, indecisa entre tanta variedad de helados, distraía con algo por primera vez en dos días, cuando le vio. Él la reconoció. Ella le reconoció. El mundo se paró. El aire acondicionado compartido se volvió pastoso como la melaza. Paralizada por el miedo, observó cómo la boca de Él se torcía en una espantosa mueca de odio. Dos metros los separaban. Él a un lado del expositor. Ella al otro. Él no llevaba el libro. Venía a por ella, no cabía duda, pero sin el libro. Sólo Él: alto, terrible, mulato, con rastas. Raquel profirió un grito desgarrador que hizo saltar del susto a todo el mundo en un radio de cincuenta metros, incluido Él. Acto seguido, soltó el carro de la compra y salió corriendo con la fuerza de su corazón inundado de adrenalina.

Fue una carrera poco gloriosa, un espectáculo triste, dantesco, como observar una maratón de adolescentes borrachos: aquella joven desgreñada saltando sobre la gente, apartándola a manotazos, con su cuerpo desmanejado como una marioneta con las cuerdas rotas y el rostro crispado del miedo, desquiciado, arrugado en un gesto pétreo de terror infinito, los ojos rojos fuera de las órbitas, la boca contraída en una mueca terrible, profiriendo alaridos entre gorgoteos de saliva.

Sin saber cómo, ciega del miedo, visualizó su portal. Consiguió, entre jadeos, llegar hasta él, totalmente histérica, al borde de un colapso nervioso. Se encontraba éste afortunadamente abierto. Lo cerró de un tremendo empellón que rompió dos cristales de la puerta y sacó a ésta de sus goznes. A zancadas grandes, ridículas y saltarinas llegó hasta el ascensor abierto. Pulsó con la frenética palma derecha el botón que correspondía al piso séptimo. Observó cómo las dos puertas del ascensor se cerraban y se dejó caer en el suelo. Llegó a su planta pero no salió. Permaneció acurrucada en un rincón, llorando y temblando, con la cabeza hundida, los brazos en torno a sus piernas. Un reguero de cálida orina se desparramaba lentamente por el suelo de linóleo del ascensor.

Mientras, en el supermercado, Él seguía parado en el mismo sitio.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 13, 2006

Vigilancia, segunda parte


A la siguiente mañana, Raquel tomó el metro rumbo a su trabajo, muy cercano a Plaza Elíptica, nombre que siempre le pareció críptico o más bien vacío de sentido. Nada de un nombre famoso, altisonante, no. Con decir que es una plaza con forma de elipse, vamos servidos. Las glorietas y calles con nombres de escritores y músicos para los niños pijos. Olé.

Mientras ascendía por el entramado artificial de su estación destino, notó que unos ojos se posaban sobre su nuca. Se dio la vuelta para contemplarlo a Él de nuevo, en toda su maldita gloria. Pocas veces Raquel sintió tanto miedo como aquel día, a las ocho de la mañana, sin nada en el estómago que comenzara a revolverse, pero sí la sensación de estar empachada de ácido clorhídrico.

No seas estúpida, pensó, no te imagines nada malo, ¿vale?, nada malo: es una coincidencia, ¿vale?, eso es lo que es; te ha pasado docena de veces, pasa constantemente: basta con que pienses en alguien que hace mucho no ves, y sobretodo ocurre con aquellos a los que no deseábamos volver a ver, para que se materialicen a las pocas horas o días delante de nuestras sorprendidas narices; pero ya te explicó Susana que se debe a que en ese momento comienzas a prestar atención hacia esa persona; es decir, si yo hoy me encontrara a otro de los que iban ayer conmigo viajando en el vagón de metro, no le hubiera reconocido; y a lo mejor también está por aquí, pero como sólo me fijé en Él, por eso le reconozco; pero no quiere decir nada, ¿vale?, no te está siguiendo: no-tes-tá-si-guien-do; no lo pienses siquiera, deja de pensarlo: oh, no, no lo pienses y deja de mirarle, no lo mires, no vuelvas a girarte, oh, otra vez, niña mala, ¡no te gires más!, acelera el paso y tira hacia la oficina, donde estarás a salvo de Él, de su mirada, de las intenciones que le descubres bajo la aparente calma marina de sus ojos verdes: esta gente es más caliente que nosotros, o eso me dijo Laura, que su chico era negro de los Estados Unidos, afroamericano, creo que dicen, no sé, no lo mires, no te gires, oh, otra vez; no es nada, ¿vale?; lleva su libro bajo el brazo, no ha leído mucho desde ayer, sigue un poco más desde la página cuarenta y dos, que ayer me fijé en ella, y no habrá podido leer porque su parada estaría cercana a donde yo me bajé ayer; o quizá es que estaba nervioso, esperando verme hoy para darme caza, pero eso es absurdo, demasiadas películas: no sabe dónde vivo, es una locura, y una locura estúpida y peligrosa, además; oh, cómo me mira, ay, señor; claro que a lo mejor me siguió anoche y se bajó conmigo y cogió la línea 7 conmigo hasta mi parada, oh.

En aquel estado de tremenda confusión mental, Raquel llegó hasta la puerta de su oficina, entró corriendo y cerró de golpe, no sin antes comprobar que Él estaba ahí fuera y que su rostro denotaba un mal disimulado desconcierto. No cabía, pues, la menor duda: el la seguía con sabe Dios qué intenciones. Raquel reparó en sí misma, jadeante, con la base del cuello y los sobacos húmedos del frío sudor nervioso que proporciona el miedo. Oh, Dios, pensó con terror absoluto, ahora sabe dónde trabajo.

Aquella noche tiritaba de terror en estado puro cuando concluyó su jornada laboral y se dirigió a su casa.
(Continuará)

lunes, diciembre 11, 2006

Vigilancia, primera parte


Al levantar la vista hacia el cielo, pudo comprobar, no sin la desilusión triste de algo que tarde o temprano se repite de nuevo, que éste seguía gris, de ese gris plomizo que manda a nuestros biorritmos a barrer el suelo. Bajo el influjo de semejante estado de ánimo, Raquel no tenía la menor intención de andar un paso más de lo necesario, a pesar de ser de natural montaraz, una enamorada a pasear durante horas no siempre aconsejables por las calles no siempre hermosas de un Madrid no siempre seguro.

Sus pasos se encaminaron hacia la boca de Metro más cercana, que en este caso, correspondía a la estación de Ibiza, por la cual transitaba la, para Raquel, casi desconocida Línea 9. Ni siquiera sabía que esa parada era la más cercana a donde se encontraba, a las puertas de El Retiro. Acababa de despedirse con besos y arrumacos de su novio Ricardo, después de una sesión de dos horas de más besos y arrumacos bajo el abrigo de un manto de árboles que ondeaban sus hojas multicolor bajo el ceniciento cielo de febrero.

La memoria muscular la llevó a no dudar ni un segundo el la secuenciación de acciones correspondientes a: 1 buscar en el bolsillo derecho de sus vaqueros el Abono Transportes; 2 sacar el billete e introducirlo en la ranura del torno; 3 extraerlo al mismo tiempo que hace desplazar/girar la barra del torno con su propio cuerpo; 4 guardar el billete dentro del Abono y éste de nuevo en el bolsillo.

El vagón se encontraba lleno, lo cual no era ninguna novedad en una ciudad que siempre parecía tener gente por todos sus rincones, atascando de carne, olores y pelos multicolores sus medios de transporte, sus calles, sus bares, sus oficinas, sus museos, sus tiendas. Y el vagón en cuestión, como queda dicho, no era ninguna excepción. La marea humana, de la cual nunca casualmente pensamos que nosotros formamos parte, ocupaba las tres cuartas partes del vehículo. La cuarta parte restante correspondía a la distancia que iba desde las cabezas de los usuarios hasta el techo. Personas de todas las razas, edades, aspecto y naciones se extendían ante los ojos de Raquel, los cuales no se abrieron más, acostumbrados a semejante y rutinario espectáculo.

Fue entonces cuando ocurrió. Fue entonces cuando su mirada se vio irresistiblemente atraída hacia Él. Él se encontraba sentado, leyendo un libro titulado ‘Slaughterhouse-five’, de Kurt Vonnegut. La hermosa sonrisa que de vez en cuando acudía al rostro de Él, le hizo suponer a Raquel que posiblemente se tratase de un libro de humor, aunque ella desconocía totalmente al autor. Sus pensamientos, que se habían desviado medio microsegundo, volvieron a centrarse en la contemplación de Él. Era hermoso, no cabía duda, un mulato de rasgos finos, con rastas y fina barba a lo Marley, aunque vestía de impecable traje gris. Sus hermosos ojos verdes, que brillaban con deleite ante la lectura, notaron que otros ojos los estaban observando. Él desvió la mirada hacia Raquel. Esa fue la primera vez que se contemplaron el uno al otro, en medio de aquel traqueteante mar de gentes.

Pero, ah, las miradas que se regalaron mutuamente no fueron del todo placenteras. Ella le miró con la curiosidad sana y normal de quien observa un espécimen digno de exploración ocular meramente científica. Sin embargo, en la mirada de Él Raquel pudo notar un cierto regusto predador, un aire felino en sus ojos verdes, examinadores, a caballo entre el deseo sexual y la caza de presas para consumo propio.

No sin descanso, al cabo de tres paradas seguidas de incesante escrutinio, Raquel se bajó en Avenida de América, dispuesta a cambiarse a la línea 7, rumbo a su casa próxima a la estación de Antonio Machado. No pudo, sin embargo, reprimirse, y girando su hermoso cuello de cisne (surcado, aquella tarde, por tres apasionados chupetones lilas), volvió a mirar el rostro de Él, el cual disimulaba, haciendo que leía su libro. Su sonrisa intranquila mostraba que sabía que ella le estaba observando, pero parecía decidido a no caer en el juego, ¡después de que, con todo el descaro del mundo, se había dedicado más durante más de diez minutos a observar a Raquel!

De pronto, Él alzó los ojos. Se cruzaron con los de ella. Raquel salió corriendo.
Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 05, 2006

Manuscrito encontrado en mi imaginación.

Años después Homero contó (pocos lo sabemos, lo sabrán algunos más ahora) que Ulises, sintiendo próxima la llegada de la muerte, emprendió un último viaje con el fin de cumplir su más arrebatado deseo: escuchar el canto de las sirenas. Para ello contó con la ayuda de Telémaco, que construyó una rústica pero resistente barcaza con la que Ulises alcanzaría la tierra de las sirenas. Cuenta Homero que los preparativos del viaje fueron tediosos, que las lágrimas de Penélope no conmovieron a Ulises y que ella sacó una madeja perdida en un cofre y ,maldiciéndose a sí misma y a cierta pretérita y prolongada espera, comenzó a tejer.
Por fin un día, a la salida del sol, partió Ulises en pos de su sueño. Los elementos (agua, aire, fuego y tierra) parecían aliados para permitirle un plácido viaje. Sus sueños también le eran propicios, así como el vuelo de un halcón que rozó apenas con su ala el sol, allá en el horizonte. En este punto, el texto de Homero se torna ilegible y lo único que llegamos a comprender es que Ulises, al llegar a la región donde se encontraban reunidas las sirenas, que sabían de su legada y la esperaban ansiosas, enloqueció, pues las crueles sirenas, ah, las sirenas crueles, callaron la más dulce de las melodías. Penélope, la dulce Penélope, las había degollado una a una.
Pedro Garrido Vega.

viernes, diciembre 01, 2006

Ignorancia

Por no saber, no sabía nada, ni su nombre, ni su rostro, ni su edad, ni su olor.
No sabía, siquiera, si existía, y, por tanto, era eterno.

Pedro Garrido Vega

jueves, noviembre 30, 2006

Ser, en el deseo de ser.

A veces, cuando la imaginación es pura
y vuelo- ingrávido ser mental-
sobre valles, bosques y villas,
alcanzo a ser quien no soy.
Me transformo en ser ficticio
de mis deseos,
y te amo como sólo puede amarse,
con la lengua, los labios y las manos,
te deseo con el estómago entre los dedos
y me sonríes abriendo cielos y tajando fuegos.
te miro desde este no ser
y voy siendo en el deseo.
Cayetano Gea Martín

Irrealidad.


Una forma de escindir lo real y adentrarse en la irrealidad es acceder a un piso diferente de aquel en el que vivimos en nuestro edificio. Digamos, por ejemplo, que si vivimos en un cuarto, vamos al sexto. Allí podremos comprobar cómo un espacio tan cercano a aquel en el que habitamos, más cercano incluso que la panadería de la esquina o el mercado del otro lado de la calle, nos es completamente ajeno. En este piso al que nunca hemos accedido, las puertas son diferentes de las que vemos en el nuestro, las alfombrillas colocadas en la entrada también lo son y lo es incluso el olor del aire. El trayecto en el ascensor nos parecerá diferente, seres temporales como somos, y los nuevos tramos de escaleras, hasta el momento inexploradas, nos parecerán nuevos mundos colonizados.
Tampoco es baladí la tarea de imaginar qué es lo que ocurre al otro lado de cierta pared de nuestra casa. Allí donde nosotros hemos colgado una reproducción de La danza de Matisse, puede que se encuentre un armario repleto de ropa de época, o un cuadro de Picasso o un aparador o, simplemente, una pared blanca o por qué no, otra reproducción de la obra de Matisse.
Además, se pueden inventariar absolutamente todos los objetos presentes en una casa. Da vértigo saber cuántas palabras conocemos para designar objetos y las relaciones que entre ellos pueden establecerse. Imaginemos una simple estantería: podríamos hablar de estantes o anaqueles, de madera, de barniz, de pino, abeto, nogal, ébano, de tornillos allen, de clavos (con sus diferentes medidas), de destornillador, martillo, llave allen, polvo, libros, bibelots, fotografías, marcos, mate o brillo, páginas, marca-páginas, calzas, tacos, etc.
Nuevo ejercicio de irrealidad: permitir a alguien, estando ausentes de casa, que modifique el decorado y la disposición de los muebles a su antojo. A la vuelta descubriremos un mundo nuevo construido con objetos familiares que iremos desvelando de forma lenta y aleatoria, que estimulará nuestra memoria y algún que otro sentimiento.Retirar las puertas de las habitaciones acaso sea otro modo de retirar barreras, obstáculos, de hacer más habitable la casa y de eliminar fronteras allí donde nunca debieran ser precisas.
Pedro Garrido Vega.

martes, noviembre 28, 2006

Soledad


Soledad, de mujer, sus brazos
Del agua, el camino de curvas
Del silencio, sus trazos
De tu boca, un lamento
Que desandas a oscuras
La ruta de los peces muertos
Cayetano Gea Martín

domingo, noviembre 26, 2006

Caution!

Careful! The beverage you're about to enjoy is extremely hot...


Cayetano Gea Martin

viernes, noviembre 24, 2006

Juego cruel, monótono, triste y violento


Y como jugar resultaba ya aburrido, y más cuando uno juega un solitario tras otro, metamorfoseándose lentamente en el as de corazones, decidí romper la baraja y salir a las calles del sagrado pecado, a la búsqueda y captura de rosados horizontes en peligro de extinción.

El que busca y encuentra
Feliz repetirá jugada
Con la boca llena de menta
Hasta el dulce calor de sus moradas


¡Cuántos días detrás de musas inexistentes!, ¡Cuántos años de carreteras secundarias, hasta hoy! Pero por fin atrapé una lo bastante grande como para satisfacer mi mente de criminal de papel maché durante un tiempo estimado en un rato y medio, según se mire y se desee, en este laberinto opcional que llamamos vida.

Al atardecer de las tormentas rojas
Cuando el calor de una noche perdida
Encuentra tus caderas flojas
Ante el rumor de la triste huida


Claro, dirán, rebuscando en sus bolsos más palabras pegajosas que me provoquen la muerte de nuevo, claro, para ti es fácil, ya que ni siquiera el silencio se calla ante tu presencia, rumor eterno, que tienes la boca tan grande que hasta dices algo coherente de vez en cuando. ¿Cuándo te callarás de una puta vez?, me preguntan con sus uñas apuntando hacia mis cuerda vocales. La respuesta, corazones negros, es bien fácil.

Nunca, nunca, y menos de rodillas
Suplicaré clemencia ante diosas paganas
Me lacerarán sus dientes de pesadilla
Roerán mis huesos sus pezones de porcelana


Seguro que ni siquiera conseguiré acertar a sentarme eréctil en el trono de mis miserias, en mi montañita de cenizas de mi adolescencia en la que se asienta hoy mi maltrecha vida de adulto a medio cocer, de tirano a dos pasos y medio de la treintena, demasiado egoísta como para serlo realmente, demasiado cansado de teclear como para parar ahora, ahora que nadie oye este rumor clandestino de fichas de plástico. Soy consciente, incluso ahora, de mi maldita belleza mortal, aquella que impide que ninguna me miréis detrás de los ojos y os molestéis en preguntar, ellas que en teoría son menos superficiales que los hombres (¿podéis oír mi carcajada desde aquí?) qué alma se extiende más allá de mi pene.

Mero objeto de lencería soy.
Juguete sexual de no más de tres usos.
Bueno para follar (a veces ni eso)
Y para servir copas de ceniza los sábados.
Cayetano Gea Martín

martes, noviembre 21, 2006

Tontería

- No tienes razón.

- Eso es lo que te crees tú, niñato. Siempre he sido el mejor de los dos, o como mínimo, el más viejo. Así que escucha bien lo que te digo y dalo por cierto.

- ¿Es que crees que todo lo que sale de tu boca, por el mero hecho de salir de ella, ya es patente de corso?

- Sí. Básicamente, es lo que creo, es mi certeza. Y yo te digo que se puede. Joder, compruébalo y lo sabrás.

- Na, paso, tío. No me apetece malgastar mi tiempo con una chorrada semejante. Quédate con tus paranoias de treintañero, macho.

- Eso, tú insúltame, trata de disimular que tienes un problema y de los gordos, de esos que no se solucionan fácilmente. Tienes que ponerle solución, chato. Y yo te digo que sí que se puede hacer lo que te digo.

- No tienes ni puta idea, tronco. Es imposible, repito: im-po-si-ble. No está permitido. ¿Me oyes? No lo está. No me toques más las narices, joder.

- ¡Pero si lo hago por tu bien, capullo! A mí me encantaría zumbarte de lo lindo, y es lo que estoy a punto de conseguir. Estás rodeado. No te queda más alternativa.

- ¡Que no, joder, que no! ¿Cómo voy a mover al alfil en línea recta?



Chorrada perpetrada por

Cayetano Gea Martín

En una tarde de gran aburrimiento por su parte y carente de cualquier gota de inspiración. Las musas deben estar bebiendo mojitos con Pedro...

viernes, noviembre 17, 2006

Cero que tiende a infinito


La niña lloraba flores sobre su vestido de lágrimas rojas, mientras paseaba con candor de primavera helada su pelo por entre las cerdas del peine, las cuales, dicho sea de paso, eran seis, aunque siete habían sido en un final, pero la niña, odiando como sólo se puede amar a los números pares, arrancó en el futuro una, para poder crear así el inexistente e impar número seis.

El niño pelaba versos con el mango de su navaja, mientras leía con el deleite de los ojos cerrados la superficie interna de una naranja, ya que nada le causaba mayor placer que aquel dolor, el de no saberse eterno y mortal, joven y viejo, sabio y necio; y sin embargo, el niño no era feliz, a pesar de su inconmensurable dicha, ya que la lectura frugal y frutal no le saciaba lo más mínimo, tan harto estaba de empacharse de ella.

La niña alzaba el cielo hacia sus manos, mientras éstas permanecían inmóviles, llenando a los navíos de océanos, a los trenes de vías, a los aviones de nubes; pero en el retruécano ebrio en el que bebía su sobria vida, aún le sobraba tiempo para perderlo, para que éste marcara en el reloj las horas muertas: el minutero en cinco, el horario en cuarenta.

El niño era contemplado con la emoción del tedio por un ruidoso grupo de lobos mudos, a los que la luna les aullaba; y los lobos la iluminaban a su vez, con su negro color de plata muerta y viva, e imaginaban al niño, el cual existía por y para ellos, a pesar de ser un simple poeta en la imaginación de un pensamiento, tan basto como la ausencia de creación.

Ambos, el niño y la niña y ninguno de los dos, se encontraron en un punto eterno y no se vieron jamás, el niño soñó con la cara de la niña y ésta olvidó la espalda de éste; pero el niño jamás volvió a acordarse de ésta, justo en el mismo instante, medio milenio después, en el que ella le conoció y le besó, o fue besada por él, mientras ambos sentían el gélido calor que supone el no besarse nunca; y sus manos los entrelazaban desde la distancia infinita del número cero, y ellos latían a sus corazones a un unísono descompasado, mortalmente vivos, vivamente muertos.
Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 15, 2006

Tengo


Tengo tan poco que darte,
que puede que hasta te resulte interesante.

Tengo tantas lágrimas rotas,
que pueden llegar a cubrir tu pelo de rocío.

Tengo tantos silencios a la espalda,
que pueden llegar amordazarte.

Tengo tan mala suerte,
que puede que nunca leas esto.

-

Tengo tanto que decirte,
que puede que nunca lo haga,
que no me atreva a susurrarte.

Tengo tanto miedo al fracaso,
que sé que no me arriesgaré,
que moriré solo, orgulloso e imbécil.

Tengo tantas caricias que me atan,
que no puedo separalas de mis manos,
que no traspasaré tu orgullo femenino.

-

Tengo tantos soles en mi pecho,
que me muero del frío que emanas,
que me suicido ante tus cumbres nevadas;
entre las tinieblas de tu centro de nácar.

Tengo tantas tumbas que enseñarte,
que me falta la eternidad para ello,
que el abismo se ensancha cada vez más;
entre tu cara de niña y mis ojos tristes.

-

Tengo tanto dolor dentro de mí,
que la entropía se parte en dos,
que destruyo el cosmos con una mirada;
y entre mi sexo y el tuyo,
se enseñorea el infinito.
Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 13, 2006

El efecto mariposa

Aunque el traje me protegía y me aislaba totalmente, me parecía percibir el acre olor de aquella atmósfera pobre en oxígeno. El aire, compuesto en su mayoría por vapor de agua y gas carbónico, modificaba y embellecía de acuosa gasificación el ya de por sí espectacular paisaje.
Era la primera vez que visitaba el pasado, concretamente, el periodo carbonífero, y la experiencia estaba resultando impresionante: océanos cálidos en los que burbujeaba la vida, pantanos enormes alimentados constantemente por la lluvia, lujuriosas selvas cargadas de helechos arborescentes que llegaban a los veinte metros de altura.
Recuerdo haber llorado de la emoción, y con lo ojos anegados de lágrimas, haber activado el mecanismo secador de mi traje. De pronto, sentí que algo pequeño y con huesos crujía bajo la suela de mi pesada bota derecha. Bajé, espantado, la vista, para observar el cuerpo desparramado y agonizante de un pez de unos ocho centímetros de largo. La criatura en cuestión estaba provista de unas rudimentarias patas delanteras, con las cuales se había abierto paso desde el agua hasta la playa en la que yo me encontraba, como pude comprobar por la miríada de diminutas huellas y surcos que el animalito había dibujado sobre la negra arena paleozoica.
Horrorizado, pensé inmediatamente en la teoría del efecto mariposa, el cual enuncia que un pequeño cambio puede generar grandes resultados, o más poéticamente, el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York. ¿Y si la destrucción de aquel pez-anfibio, que intentaba abrirse paso por el duro camino de la evolución, suponía el final de la raza humana? Sin anfibios, la escalada evolutiva hubiera tomado otros derroteros, impidiendo que la humanidad existiera. ¿Habría condenado al mundo entero a perecer antes de siquiera existir?
Los interrogantes se agolpaban en mi cabeza. Entonces, ¿me desvanecería yo? ¿Y por qué no lo había hecho ya? Y si iba a hacerlo, ¿por qué no desaparecí antes? Si iba yo a destruir a la humanidad, ¿por qué llevaba ésta existiendo desde eones? ¿Qué consecuencias traería el jugar así con el tiempo?
O quizá la clave estuviera en las catástrofes que mi acción provocaría. ¿Sentenciaría a muerte a una región remota del planeta? ¿Provocaría huracanes, tifones, terremotos, corrimientos de tierra? ¿Qué iba a pasar?
Mientras me encontraba sumido en tales negros pensamientos, una nave de viaje espacio-temporal descendió hasta situarse a mi lado. Los poderosos pero silenciosos motores Hawking se apagaron. Ya está, pensé para mí, vienen de mi época o de un tiempo futuro a arrestarme por delito ecológico y contra la humanidad, por haber provocado daños irreparables en algún momento en el tiempo.
De la carlinga saltó un hombre de unos treinta años, ataviado con un sombrero de paja, una camisa de manga corta floreada, unas bermudas a juego, unas chanclas y un hacha. El extraño me miró para acto seguido mirar al pez. Inmediatamente, comenzó a correr hacia mí, enarbolando el hacha y profiriendo a gritos: “¡Mi cena, me cago en todo! ¡Te has cargado mi cena!”.
Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 06, 2006

Aunque


Aunque los hados,
con su renuencia de flores secas,
caigan a tu lado y tú,
ciega de caricias muertas,
condenes mis vicios con ultrajes de novicia en celo.

Aunque la vida,
con su amaneramiento cálido,
dé paso a un silencio furioso y tú,
novia de animales derrotas,
golpees mi pecho con rumor de caracolas podridas.

Aunque los demonios,
con sus falos rugientes de pecado,
nazcan en tu reseco corazón y tú,
odio de aguas turbias,
vomites sobre mi karma tu vestido de monja.

Aunque la muerte,
con su dulce miel de calaveras,
muestre sus encantos de arpillera y tú,
némesis de la existencia,
la mandes sobre mí en ráfagas de orina.

Aunque tú,
con tu pálido colchón de desprecio,
intentes definir el brillo de mis pupilas y tú,
flor de alambre de espino,
recojas en un pañuelo mis supuestas carencias.

Aunque me odies, me vituperes, me raptes,
me violes, me castigues, me descuartices,
me incineres, me entierres, me profanes.
Aunque
Cayetano Gea Martín

jueves, noviembre 02, 2006

A mi Dama


Pero, siempre me quedarás tú por terminar de conquistar del todo, oh, Dama. Tu rumor de profilácticos, tus turbias aguas que no caen, tu silencio hecho con la madera de cien mil países, todos viviendo y respirando en ti, morada impía, no exenta de crueldad e ironía. ¡Qué irónico que tú, espíritu de decolorado rostro, alma sin karma ni futuro, laberinto de suciedades, tenga que perecer a manos del egoísmo ibero, cuando susurran en tu interior los rumores tribales de cada lugar de la tierra!

Pero me empeño en aprender, yo, sí, yo, de ti, que nací en tu vientre y que supongo que moriré en él, que no podré huir porque no hay otro lugar que se parezca más a un aleph que tú, Dama, ciudad demoníaca, panegírico de dioses profanos, que me engañaste con tus regalos, los cuales, para colmo de los colmos, sí son valiosos y no mera bisutería del cruel azar.

Me empeño en conocer, escudriñar y explorar este cosmos que es el todo en ti: colores clásicos de pastiche y zarzuela teñidos con el arco iris de la bandera gay; gorras rojigualdas con una franja carmesí tachada de morado republicanismo; pegatinas de siete estrellas blancas sobre fondo rojo donde algún vándalo desaprensivo a pintado cada una de las estrellitas con el color de los infinitos pueblos que naufragan en tus costas.

¡Oh, Dama mía, refugio de inmigrantes, antes, ahora y siempre! Yo, que vengo de dos de ellos te digo ¡no cambies nunca! ¡No vendas tu vacuidad por un color determinado! No posees ningún carácter sino cientos, siéntete orgullosa de ello. Eres única, es lo que te hace serlo. En ti se han vertido los espermas de medio mundo, y en eso radica tu encanto.

Eres sucia y ruidosa, sí, y me engañas siempre que puedes. Abusas de mí y me pones en peligro. Pero eres dulce como un pecado, amistosa, siempre me escuchas y me acoges con tu rostro de miles de espejos.

Te quiero tanto, Dama mía.
Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 01, 2006

Un señor que corre...

Un señor que corre por la calle no sabe muy bien cuál es el motivo de su carrera. Es posible, piensa, que lo haga por simple diversión, aunque rara diversión sería correr con zapatos y traje, no obstante cosas más raras se han visto en este mundo, intenta convencerse, pero no lo consigue, por lo que pasa a evaluar su segunda opción. Es posible que corra por la satisfacción de realizar ejercicio, tonificar los músculos y mejorar mi salud cardiovascular, mientras se ve corriendo por una ciudad repleta de humos y vestido con el traje y los zapatos. Pronto desechará esa nueva opción y pasará a una tercera alternativa. Podría ser que corra en busca de un autobús que pronto llegará y al que no hay otro modo de llegar que corriendo, sin embargo en su memoria no parece haber recuerdo de que deba coger autobús alguno claro que, primero ha de resolver el por qué de la ausencia de recuerdos en su mente en relación con la actividad que en estos momentos está llevando a cabo. Se plantea pues una cuarta opción que implica una huida, pero de quién y por qué, serían las preguntas pertinentes a continuación. Además, al echar la vista atrás, no parece que nadie le siga, y los viandantes parecen seguir con sus vidas como si la de nuestro protagonista tuviese el mismo nulo valor que las suyas. Como no es capaz de llegar a una solución se detiene. Está sudando. Coge un pañuelo de su bolsillo para secarse el sudor. Cuando lo despliega advierte por qué corría.
Pedro Garrido Vega.

sábado, octubre 28, 2006

¡Vacaciones!

Lamentablemente, hasta el viernes no habrá nuevas entradas, al menos, por mi parte... Sed buenos o se me chivará Pedro...

jueves, octubre 26, 2006

Roma 76

Sale de casa tan bien, tan ducha, café y tostadas, tan sombrero y abrigo, y se entrega a la turbamulta, que le acoge como el mar a una gota de lluvia. Se cuela en un intersticio de la masa y ya forma parte de ella, se desplaza como un todo, su individualidad desvanecida, entregada a propósitos más elevados y sublimes de los que por sí mismo podría alcanzar. Se arroja a una búsqueda del común interés, cerebro entre cerebros, cerebro del cerebro común, y teclea solícito en la máquina de escribir: informes, facturas, partes, denegaciones, justificantes, alegaciones, y después cerveza y tortilla, el cerebro respira y se nutre, y regresa a los informes, las facturas los partes, las denegaciones, los justificantes, las alegaciones y se despide, adusto, todavía en el vientre de la masa, ya un tanto hastiado. Y llega a casa y besa a su mujer, y come y hace el amor y duerme, esas cosas que la masa no hace y que a él, individuo, cerebro, humano, tanto le gustan.

Pedro Garrido Vega.

miércoles, octubre 25, 2006

Paso firme


Encerrado en los deseos profanos,
en las tumba primaria,
se muere el terror sin manos,
criatura solitaria,
destinada a perecer
en el olvido gris de seda

Sólo un momento de rudo poder
y tu paso firme por mi vereda,
podría a la vida devolver
mis manos rotas de pena,
mi vientre plano de sexo,
mi cara blanca sin sentir.

El silencio, el silencio
que nos empeñamos en cubrir
de mentiras sin precio,
estalla los poros al morir,
hacia ese cielo azul
nublado por la pereza.

Y mientras, tú,
rutilante de mortal belleza,
de perder el autobús,
de rodar cabezas,
de la rutina de calles mojadas
de cualquier ciudad menos la tuya.

Y paso a tu lado, mi amada,
y no me ves, dudas,
envuelta en tu charada,
en tu lujuria contenida,
cárcel de pasión insatisfecha,
fanal del muerto arte.

Persigo, gris, tu mecha,
camino de ninguna parte,
en el centro de la rueda,
mientras te veo alejarte
con el paso firme vas
de los suicidas del verbo.

¿A dónde irás?
¿A dónde te llevará tu cerco?
¿De mentiras partirás?
Nunca lo sabré, me lamento,
nunca más te veré en tu gloria,
estrella fugaz de corta memoria.
Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 23, 2006

La serpiente

Escruta cada día el horizonte de las páginas de algún libro que cae en sus manos. Se detiene con avidez en cada uno de los caracteres impresos, como si fuesen ilustraciones encadenadas sobre la página y se deleita en su pronunciación a viva voz, manteniendo la cadencia adecuada, deteniéndose en cada coma, en cada punto. Enfatiza los acentos con vehemencia y se deja arrastrar a lo largo de la serpiente de letras que parece huir de él pero que en realidad le incita a proseguir el camino, a perseguirla a través de las páginas y los libros, y los periódicos y los carteles en las calles, y las notas en una servilleta y los cuadernos de los estudiantes en el metro, y los rótulos sobre las camisetas de los jóvenes, y sobre las instrucciones de civismo que figuran, en varios idiomas, en los medios de transporte, y en los pasquines que le entregan cada día anunciando academias, chamanes y restaurantes de cocina exótica. La serpiente huye y él la persigue, consciente de que oculta alguna verdad, de que en su cabeza se encuentran sus respuestas, incluso para aquellas preguntas que jamás se ha formulado. Persigue a la serpiente y, un buen día, la observa detenidamente sobre una página que le es familiar. Contempla atónito su nombre sobre la piel de la serpiente y comprende que ha sido engullido por ella, que también la serpiente es ahora él, que la serpiente no tiene cabeza porque tiene muchas cabezas y que otros, en el futuro, formarán parte de esa misma serpiente, que se extiende sin cesar en busca de otros que graben sus nombres sobre la piel de suave papel.
Pedro Garrido Vega.

Bosque


-¿Sabes que día es hoy?- me dijo y me terminó de fulminar con esos dos luceros azules que titilan en la pálida luz del agosto en Hämeenlinna -Hoy es el día final, último, aquél en el cual, y a pesar del dolor que te produce mi amor, tendrás que decidir- y entonces calló, pobrecita, tan poco acostumbrada a hablar, tan alejada de las interminables verborreas latinas, de ese miedo a la muerte que rellenamos los españoles con palabras de paja: taxidermistas del verbo.

El sol intentaba ponerse detrás del eterno muro de bosques desde las cuatro de la tarde, pero en esta tierra lenta, que es hermosa hasta el dolor y extraña hasta la extenuación, ni siquiera los astros van con prisa. El bosque brillaba de oro y verde y moría a los pies del lago, para renacer en la otra orilla, y así hasta el infinito, una constante visión de bosques y lagos alternos. El espectáculo, que me sumergía en un estado de paz e inflamaba mis pulmones de oxígeno sin adulterar, era demasiado bello para contemplarlo con los ojos secos.

El bosque, ahora fresco y rotundo, cargado de vida, se teñiría blanco en dos o tres meses. El bosque me susurraba, pero yo no entendía lo que me quería decir. Y el bosque era ella, en simbiosis consigo misma. Por eso yo no podía entender su idioma, que era el mismo que el del bosque. -Somos pastores de árboles, todos nosotros- me comentó, y sacudió su cabellera dorada al ritmo de esa sonrisa suya sincera y escasa, que encendía todo su ser de pavesas solares -como las criaturas aquellas del libro de Tolkien, el cual, por cierto, se inspiró en nuestra mitología, y, por ende, en los árboles. Todo gira en torno a ellos.

El viento soplaba desde el este, salpicando la atmósfera de los aromas nunca bien recibidos del vecino oriental, aquél que quemó parte del bosque con sus cruentas guerras. -¿No eres capaz de escuchar la voz del bosque?- decía ella, burlona, alzando aún más sus pómulos, aquellos mismos que me moría por besar, morder, lamer. Cuando muera, pensaba para mí, si existiera un paraíso personal para cada ser humano, quisiera que el mío tuviera la forma de dos pómulos de mujer.

-No- contesté -No entiendo que dice el bosque. Oigo, pero no escucho. Me parece que sería capaz de entenderle, pero no lo consigo por mucho que me esfuerce, y eso me llena de angustia. -No temas- me replicó –Yo te enseñaré a interpretarlo, a entenderlo y a amarlo. Y cuando lo consigas, también me amarás a mí.

-¿Sabes que día es hoy?- me dijo y me volvió a robar el alma con la piel blanca y sin vello de sus lindos bracitos de muñeca que se reflejaban en la superficie del lago Lehijärvi -Hoy es el día de que despiertes.
Cayetano Gea Martín

viernes, octubre 20, 2006

Epifanía


El sinónimo del verbo
es el alma de la repetición,
de la doble rutina,
del dos por uno al precio de medio.

Pero, sin embargo, al fin y al cabo,
produce una sinfonía de placeres:
que el hombre no es feliz
sin barro en las manos
que moldear al antojo
de otros más sabios.

En cuanto termine de hundirme,
ascenderé a tu rostro y
lo moldearé como me plazca,
hasta formar aquella
mujer inexistente que persigo
envuelto en noches de mortaja húmeda,
de desafíos calóricos.

Y tú, icor de clítoris,
flotando dentro de la cerveza
que diluyo en mi sangre,
sangre sucia
de pensamientos impuros e inmorales
que amo tanto.

Pero ellos se alzarán, por supuesto:
me supondrán culpable de sus desgracias,
de no ser capaces
de sacarle el corcho
al vino de su propia cosecha.

Me rodearán con sus candados al cuello,
me apalearán y violarán;
para después marchar
en fila de a siete hacia el cementerio,
profanando las tumbas de los santos ateos
con sus pies de plomo.

Y los locos me rondan, me saben uno de ellos.

Y otra noche clónica
detrás de ellos y delante de ellas,
empapando el delantal de rubio,
de trenzas de pan de oro
que ascienden en ráfagas de feromonas.

Otra noche de escalar lunas,
de trepanar cráneos, de abrazar Venus,
de contemplarlas como fenómenos milagrosos,
templos, espumas de diosas.

Si tuviera que nombrarte, serías Epifanía.
Cayetano Gea Martín

Epifanía

jueves, octubre 19, 2006

¡Nuevo blog!

Haciendo caso a la locura, he creado un blog dedicado a la figura de Pierre Menard, donde escribiré mis paranoias sobre este y otros farsantes del arte...

Me gustaría que si tuviérais alguna locura parecida escrita o que os gustara escribir, que la colgárais con entera libertad en el blog...

La idea es hacer una antología ficticia de autores imaginarios...

Pedro, espero que me pases cosas... Ya os diré la contraseña y demás si os interesa la idea y queréis ser miembros del blog...

Un saludo loco de jueves cansado (y lo que me queda de semana, madreee)


Cayetano Gea Martín

miércoles, octubre 18, 2006

Pierradas IX (3 de 3)


La interrupción

“Ella me abrió la puerta, deslumbrante, perla española de rotundas curvas, y me llevó inmediatamente al diván, donde, presa de una pasión arrolladora, intentaba desnudarme a toda prisa. Pensé, pues, que su urgencia sexual era incluso mayor que la mía. Dejándome hacer, me dediqué a relajarme y a centrarme en lo que tenía delante, lo cual, dicho sea de paso, no era ni poco ni nada desdeñable.
Pero cuando el himeneo propiamente dicho estaba a punto de empezar, oí unas llaves dentro de la cerradura de la puerta principal de la vivienda. Temblando de miedo y preocupado por mi integridad física, al ser de natural enclenque, me separé no sin pesar de mi temporal y amatoria compañera, ante sus protestas desabridas, por lo cual deduje que ella no había oído nada, posiblemente ensordecida por el hambre voraz de sexo que la invadía.
Sí oyó, afortunadamente, cuando su marido entró en el recibidor silbando ‘clavelitos de mi corazón’. Aquí debo reconocer la celeridad con la cual ella concibió el plan de disfrazarme con viejas ropas suyas, encerrarme en el cuarto de baño para que me las pusiera, y aparentar ser una amiga de la infancia. A pesar de mi admiración por su inteligencia, fue un craso error.”


La huida

“- Esta es la tercera prima lejana que me presentas en lo que va de mes, querida. Debes pensar que soy tonto – comentó el marido de ella nada más verme vestido de esta lamentable guisa. –No dije nada porque me parece razonable que tengas dos líos mensuales, dado mi poco agraciado físico. Pero creo que esta primita tuya de hoy va a pagar el pato de las otras dos.
Acto seguido, y a pesar de lo razonable de su discurso, el cual aplaudí sin paliativos, haciendo repiquetear la innumerable bisutería que engarzaban mis dedos, el librero español se incorporó, y con paso decidido enganchó una edición bastante gruesa de El Quijote, propinándome con él un tremendo empellón en la cara que por poco me desencuaderna. ¡Oh, cuán irónico me resultó el ser golpeado con mi propia obra!
El mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, cual aleph borgiano, hasta que otro quijotazo me hundió de cabeza contra el suelo. Allí permanecí, laxo y casi inerte, hasta que, en brazos del librero, me dirigí al balcón. Comprendí, entonces, la urgencia de la situación: ¡el muy pérfido pensaba arrojarme al vacío! En vano me afané, con la voz empastada de sangre, en alabar la noble sangre ibera de mi asaltante: mi destino parecía irrevocable y fatal”.


La salvación

“¿Cómo no alabar a la mujer y ubicarla en el más elevado pedestal de la creación? ¿Cómo no llorar de emoción al observar el superior sentido moral y estético que posee? Cuando creía que todo estaba perdido, cuando presentía mi hora fatal llegar, aquel ángel de olivada piel, aquella criatura de andaluz duende, me salvó de perecer ante la orilla de la laguna Estigia, ensartándole a su marido la oreja con un descomunal cuchillo de cocina, que debiera resultar muy efectivo para cortar vacas en dos y de un solo machetazo. El marido, profiriendo un escalofriante alarido, se giró ciento ochenta grados, es decir, en redondo, según jerga popular, y encaró con furia a su mujer, enarbolando El Quijote a modo de maza.
Aturdido aún, e infinitamente agradecido a mi salvadora, conseguí alcanzar la puerta y seguidamente la calle, ya que nunca me ha gustado meterme en disputas conyugales”.
Cayetano Gea Martín

martes, octubre 17, 2006

Pierradas IX (2 de 3)


La pasión

-Se preguntará usted, amigo mío, a qué se debe mi estrafalario aspecto. La respuesta, como todos los grandes enigmas de la vida, no puede ser más sencilla. La pasión, querido colega, la pasión me ha llevado a comparecer ante usted vestido de mamarracho. Esperaba ser capaz de encerrarme en mi casa y quitarme todo sin que nadie me reconociera. Por ende, le felicito por demostrar, una vez más, su fina sagacidad sherlockiana. Permítame, pues, relatarle mi historia con la mayor brevedad posible, ya que los afeites y ungüentos que nublan mi rostro comienzan a provocarme cierta comezón en el mismo.


La tentación

“¡Oh, cómo detesto que me vea usted así, en esta fémina mortaja que me sirve de justo castigo por ceder ante la lujuria desenfrenada! ¡Oh, carne débil!, eres incapaz de contener las riadas de concupiscencia que brotan por cada poro de mi cuerpo! Y es que debo confesarle, caro amico, que después de nuestro encuentro en tierras escandinavas, y de promulgar mi célebre 'Disertación o sentencia empírica sobre la inferioridad del pensamiento nórdico en comparación directa con el francés', me entró tamaño dolor de cabeza que me desmayé en el navío que me trajo de vuelta a Francia. Entre espasmos de inconcebible dolor, pude reconocer a mi vieja enemiga, la jaqueca, que venía a recordarme, una vez más, que todos somos prisioneros de nuestro finito cuerpo mortal”.


La curación

“No sé si recordará usted cuál es el único remedio que me auto-prescribo para mis jaquecas; la única solución efectiva al punzante dolor que me paraliza cuerpo y mente. Permítame refrescar su memoria: el sexo. Por ello, y debido al aspecto paliativo-curativo-terapéutico que la actividad sexual produce en mi cabeza, me lanzo cual sátiro perseguidor de ninfas a por todo lo que lleve falda. Este defecto, tanto en mi carácter como en mi metabolismo, me ha provocado no pocos quebraderos de cabeza, como se puede usted imaginar. Indeed, mi aspecto actual es el resultado del último de éstos, el cual paso a relatarle a continuación con la celeridad que me caracteriza”.


La explicación

“Juntando en una sola pasión tanto mi amor por la literatura como por los pecados veniales, decidí camelarme a la ibérica esposa del librero, la cual, dicho sea de paso, de un tiempo a esta parte la notaba receptiva a mis sutiles alegatos. Creo que fue al undécimo ramo de flores, con sus correspondientes bombones y profilácticos, cuando al final cedió, cual Madame Bovary andaluza, ante mi natural encanto.
Concertamos, pues, de mutuo acuerdo, la que debería ser la primera de innumerables citas. Así, me presenté como un pincel en su domicilio, aprovechando la ausencia de su cónyuge, que se hallaba visitando a un hermano suyo sito en la hermosa y soleada Madrid. ¡Bendito cuñado, pues, el de ella, que me proporcionaba indirecta e involuntariamente el mayor de los placeres y el alivio a mi fatigada cabeza! O así, tan dulcemente, me lo plantee yo”.
Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 16, 2006

Pierradas IX (1 de 3)


El encuentro

Cierto día de otoño, descansando en un café parisino mi fatigado cuerpo de los rigores estivales a los que Pierre Menard me sometió en Finlandia, pude observar, sorprendido, a una mujer de idénticas trazas que las de mi mentor y amigo. No era solamente una vaga similitud en la complexión, por otra parte bastante patizamba, de Monseur Menard, sino que ambos rostros hacían pensar en la posibilidad de que hubiera descubierto a su hermana gemela o siamesa: la misma nariz aguileña a la par que ancha, los labios finos, la frente en huida hacia la coronilla, los ojos chicos en los cuales brillaba el mismo engañoso destello de inteligencia; en resumen, la señora en cuestión poseía un calco idéntico del rostro de Pierre.
Decidí armarme de valor y, a pesar de ser enemigo de entrometerme en la vida de los demás y, por ende, poco dado al abordaje de la burbuja personal que a cada uno nos ha concedido Dios, me acerqué a la fémina.
A pesar de mis dificultades por mantener la verticalidad, debido a la ingesta ligeramente abundante de cerveza rubia de malta, conseguí mantenerme eréctil, con perdón, cuando interrogué a la, que ya me lo figuraba sin ninguna duda, hermana de Pierre Menard.
Su identidad era, no obstante y como se ve a continuación, bien distinta.


La hipótesis

-Excusez-moi, mademoiselle –ataqué al oxigenado clon de mi mentor- ¿Por ventura no será usted hermana del famoso escritor Pierre Menard?
La expresión de sorpresa que se dibujó en el rostro de la dama, me hizo pensar en la hipótesis de que quizá ella no fuera consciente de tener un hermano, y que podría ser su existencia, real y palpable (aunque no me atreví a tal) por otra parte, fruto de una aventura out of marriage, lo que la convertiría en hermanastra y no en hermana al cien por cien; pero aún así, creía que mi amigo tenía derecho a saberlo, y quería proceder de inmediato a ponerme en contacto con Pierre.
Me lamenté del poco tacto a la hora de abordar a la hermanastra de mi mentor, pero hay que tener en cuenta la aguda dipsomanía, como ya comenté, que embotaba mi sistema nervioso central.
Sin embargo, como dije antes, todas mis teorías se fueron al traste en poco segundos.


El travestido

-No se extrañe de verme de tamaña guisa, mi buen amigo. La necesidad, y no otra menester, me ha abocado a esta suerte de travestismo.- Me soltó en voz baja Pierre Menard, pues de él de trataba en realidad, y no de una presunta hermanastra ilegítima.
¡Cuánta razón tenía mi difunto padre al decirme que la razón más lógica suele ser la verdadera! Sabias palabras a las que, empero, en esta ocasión y en otras precedentes, he aplicado el axioma de toda generación posterior, consistente en hacer caso omiso de los preceptos paternos.
Efectivamente, resultó ser mi mentor el esperpento vodevilesco que dañaba mis retinas, inclinadas más hacia lo bello que al astracán. Por fortuna, Pierre se explicó rápido, al percatarse, como gran conocedor de las idiosincrasias del alma humana que era, de que mi estupor dejaría pronto paso a la chufla. Así, Monsieur Menard relató lo siguiente...
Cayetano Gea Martín

viernes, octubre 13, 2006

Feliz


Hoy, que le hablo a tus manos y les digo que hoy soy feliz, que la lujuria me gana, que mis sentidos estallan, que estoy cansado de trabajar pero feliz, feliz, feliz en mi juventud y en mi vida. Feliz, feliz y solo. Solo y feliz, por fin lo conseguí: ser feliz con mi corazón a tus pies, a vuestros pies...
Os amo

Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 09, 2006

Palabras sueltas de sexo con/sin amor

Ayer te pude ver en tu balcón de azucenas muertas, trenzándole huesos nonatos a la gris melena de los asexuales años perdidos.

Pensar, llorar, escribir, caer, caer, caer de pie, morir de pie. Mejor morir de pie que abrazado y eréctil a tus dolorosamente hermosas rodillas.

Es que no hay hueco, rincón, parte, porción que me guste más que tu centro de nácar. El universo se pliega ante ti. Tú conviertes la existencia en carne rosa.

Vendrán los días grises, el pelo gris, el alma gris, el sexo gris. Cuando las hormonas mueran de inanición y las mariposas que aletean sobre mí emigren a otro pubis más estival.

Flor de otoño, gran reserva.

Tantas vueltas que das para seguir en el punto de partida, amor. Tantos años necios, olvidados, de camisas rotas y pétalos verdes. De la floración a la inevitable flaccidez, un paso, una vida.

Aún no sabes lo que quiero, envuelta en la mortaja de mis vanas metáforas: quiero tocarte, besarte, entrar.

Pasaré raudo, en esta vida cruel que sólo me permite rozar el infinito cuando navego entre tus trémulas aguas y me ciega el inmenso placer de ese segundo eterno que alcanzo sin ser yo, desaparecido de la realidad. Después, la cálida y húmeda laxitud me envuelve y me recuerda que tarde o temprano seré humus.


Cayetano Gea Martín

viernes, octubre 06, 2006

Rendición


Simplemente ocurrió que, cual cobarde rastrero, según tú, decidí tirar la toalla, ¿sabes? Demasiado esfuerzo, joder, y demasiadas pocas recompensas que recoger. No merece la pena, te lo digo yo. ¿Tanto pa qué? Al final todo se va al garete, tío, al sumidero gris de... no sé, he perdido el hilo de la metáfora, nunca me salieron bien.

Pues eso, que me rendí, que me dije, ¡eh, que ya está bien!, que esta vida es una gena, y además, que no se puede estar luchando todo el rato contra la naturaleza de uno, que no es sano, tío, que a lo mejor te crees muy íntegro, pero que a la larga se nota, que se te carga la espalda de estar tol puto día arrastrao, que no somos perros, coño.

Y nada, que no quieres, que no te consigo convencer. Tú mismo. Cucha, no es rendirse, ¿vale? No lo mires así. Es soltar el timón, no tienes que aferrarte demasiao, que no es bueno tampoco, que estás obsesionado con mantenerte firme, macho. Además, que lo que te va a pasar si lo dejas está de puta madre, que es un cambio a mejor, joder. Que te vas a promocionar, tío. Mírame, ostias, lo bien que visto. ¿Has visto cuánta elegancia? ¡Compararás!

¿Qué coño venderse al sistema ni que niño muerto? Desengáñate, esto sólo tiene dos salidas. Si te mantienes en tus trece nada cambiaría, todo igual, ¿sabes? Morirás como tó quisque, pero muy orgulloso de tu encabezonamiento de mierda, eso sí. No es sano, tronco, no es sano, que te estás negando tu propósito en la vida, pa lo que estás aquí.

Ná, que no consigo nada de ti, está visto. Pues hale, tú ahí, empreña, empreña, que acabarás jodido. Lo que estás haciendo va contra natura, ya lo sabes, ¿no? Te estás matando, tío. Nada, erre que erre. Bueno, allá te las compongas, es tu vida no la mía. Pero reconocerás que no es normal. ¿Qué? ¡Claro que no es normal, leche! ¿Te parece a ti normal que un gusano de seda decida no hacer el capullo pa ser mariposa? ¡Amos, no me jodas!

Cayetano Gea Martín, extracto del capítulo VII de su libro imaginario ‘Memorias de un gusano de seda madrileño’

jueves, octubre 05, 2006

El autor principiante.

Un escritor (que lo es por el hecho de escribir y de pensar lo que escribe aunque no lo plasme en una página de papel, o en la pantalla de un ordenador, o en una tablilla de arcilla, o en un papiro, o en una roca, algo que ya dejamos claro hace algunas líneas) tiene un modo muy particular de ser escritor. Es un caso exótico pues tan sólo principia sus obras y nunca las concluye, aunque eso no ha sido óbice para que este autor posea una extensa obra de gran calidad (no publicada aún debido a los inexplicables escrúpulos de los editores de su país). Sus obras, por tanto, frente a lo que suele ser habitual, está compuesta por creaciones que ocupan unas líneas, algunas cuartillas, o, en casos de extrema ambición literaria, tres o, a lo sumo, cuatro capítulos. Después cesa su actividad y comienza una nueva tarea, del todo diferente a la anteriormente emprendida, que nunca más recuperará, ni ocupará un solo instante del tiempo posterior en su siempre agitada sesera. Varios podrían ser los motivos que diesen cuenta del extraño carácter creativo de este autor pero ninguna podría satisfacernos completamente. En la memoria de muchos lectores tal vez aparezcan ahora, de súbito, esa novela que nunca finalizaba, de Macedonio Fernández, o esa otra, que eran muchas que comenzaban, de Ítalo Calvino, o aquellas jamás escritas por Bénabou. Las tres eran excelentes ejercicios de estilo, que desafiaban a los ciclos y las tumbas y los paquetes envueltos. Si preguntásemos al autor acerca de su extraño comportamiento podría respondernos que su literatura es un intento por eludir la muerte (de un modo metafórico, claro) y no de eludirla, sino más concretamente de eludir el modo de morir pues afirmaría que no es morir (y la nada consiguiente) lo que le preocupa del mero hecho de morir, sino los aspectos nimios de la muerte, como el momento en que ésta acaecerá y cómo acaecerá. El final de un relato, nos podría decir el autor, es la muerte del relato, que lo relega al olvido, a la conclusión que lo hace completo, pero al mismo tiempo, un objeto acabado e imposible de modificar, al contrario que el relato inacabado, que siempre podrá enriquecerse de aquello que aún no posee, que nunca estaría completo porque nunca finalizaría, pero nosotros podríamos responderle que eso ya se consigue con el final abierto, a lo que él podría respondernos que el final abierto no es más que un burdo artificio de aquel que no sabe cómo concluir su obra de un modo verosímil, afirmación ante la cual nosotros no responderíamos por no conocer cómo funcionan las mentes de aquellos autores empeñados en el uso de ese artificio y de si la generalidad empleada por este autor sería aplicable a todos los sujetos que hiciesen uso de tal recurso. El autor podría intentar convencernos con esas razones pero probablemente no le creeríamos, suspicaces como somos y por no sentirnos intimidados por la supuesta valía de un hombre al que denominan autor. Ante nuestro fruncir las cejas en gesto de honda desaprobación el autor podría verse cercado y cazado como una pobre gacela y confesar que sus obras sólo comienzan porque él es incapaz de finalizarlas, porque nunca ve el final y sus relatos son sólo imágenes que de cuando en cuando se fijan en su mente como fotogramas estáticos, de los que poco puede decirse, salvo apenas tres frases que se extiendan a lo largo de unas líneas, cuartillas o capítulos...
Pedro Garrido Vega.

miércoles, octubre 04, 2006

El nido

Navego por el décimo mes del calendario,
De este octubre nuevo sin sentir tus piernas.
Huelo la lluvia de nuevo, con su aroma olvidado,
No cargada de la melancolía vacua de los poetas,
Si no con el olor de las cosas nuevas,
De un comienzo y de una prueba.

Nuevas sendas se abren a ambos lados,
Carreteras secundarias, raeduras, grietas.
Y nunca he estado más asustado
Ni más entusiasmado por andar a ciegas.
Nuevas sendas sin ti, corazón de hielo,
Dama de las sombras, nihilista de mis anhelos.

Hace tiempo que no ha, ni acontece
Mis síntomas de dejadez sin remedio,
Mi acostumbrada y catastrofista molicie,
Que me obliga a sumirme en tedio.
Ya no, ahora sólo estoy latente,
Absorto ante los prodigios nacientes.

Abandono el nido con dolor mudo,
Con el dolor del desarraigo inerme,
De lo inconmensurable del mundo,
Pero con la esperanza de deshacerme
De lo material anclado a mis secretos,
Y de tu olor en mi boca y en mi sexo.

lunes, octubre 02, 2006

Uno


Tanto el deseo como la consecución de éste deberían ir de la mano, en según qué casos, por supuesto. Yo, por ejemplo, hombre culto de miradas inquietas, peregrino de horizontes eternamente nuevos, cazador de la sabiduría allá donde ésta se halle, debo tener, debido a mi condición de superhombre Nietszcheniano, acceso inmediato a todo aquello que mi corazón o mi cerebro anhelen.

Sé que algunos no comparten esta idea. Sé incluso que hay quienes no me consideran digno de tales deseos. Sé que han intentado (y seguirán haciéndolo) atentar contra mi persona. Bueno. Allá ellos. Si sus amenazas son tan efectivas como hasta ahora, me imagino que viviré más de cien años.

Jamás he entendido porqué no se me permite llevar a cabo mis deseos, cuando éstos son beneficiosos, irónicamente, para aquellos que primero osan alzar su mano hacia mi. Lo que yo anhelo es siempre pensando en los demás, en ayudar a esa masa informe demasiado absorta en sus quehaceres mundanos como para decidir acerca de su vida.

Yo les libro de la imposible carga que supondría para ellos ser los que llevaran las riendas. La masa no puede, no debe y no quiere tales responsabilidades. Yo lo hago, con sumo gusto. A cambio, sólo pido respeto ante mis deseos, por absurdos que éstos puedan llegar a parecer. Creo que me he ganado el derecho, tras tantos años al servicio de la gente, a ser algo estrafalario o refinado en mis apetencias.
Soy lo más parecido a un dios que camina sobre la tierra. Y la masa no se da cuenta, ingrata, desconfiada, me da la espalda, me aborrece. Y como todo aquel que ostenta el poder, tengo miedo de perderlo.
Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 29, 2006

Otoño, sueño de ojos bárbaros



Enterrada entre las hojas del otoño,
Pasa mi juventud sin prisa pero sin pausa,
Al ritmo candente de los bárbaros ojos
Que cada día me contemplan desde el otro lado,
Ansiosos, declamatorios, excitados.

Cada hora tengo más miedo
A esta locura de sueño de sábanas
Que se entremezcla en mi sangre morena,
Carente de mácula,
De torpes criaturas
Navegando corriente arriba por mis venas.

Al instante, me incorporo, finalizo,
Cuelgo el traje y me arrimo al paraíso
En forma de bárbaros ojos, provocativos,
Que intentan penetrar en mi alma,
Calentarla, afianzarse en densa calma,
Hacer que mi espíritu se vacíe en preservativos.

¡Oh, plástico aséptico y triste!
Pululas lo incoloro de tu alma
Por la orografía de mi carne

Aquellos ojos bárbaros
Aquella colección de agradecida metralla,
De metáforas vanas en silencio de mártires,
De tomar plazas fuertes, bastiones, atalayas,
Dominadas siempre por ojos bárbaros
De pestañas enhiestas, dolorosas, supurantes.

Creo que me entregaré de nuevo
Al maleficio carnal de lo que
Se esconde tras esos ojos escudriñadores,
Creo que cederé
Con todo el encanto de mi voluntad,
Pecador no arrepentido,
Sátiro persiguiendo ninfas
Con el pene erecto que expulsa
Garfios de pan de azúcar.

Cazador de lunas nuevas, esclavo de los ojos bárbaros.
Cayetano Gea Martín

miércoles, septiembre 27, 2006

Pierradas VIII


Pierre en Finlandia

Siempre recordaré con cariño aquella cabaña que mis abuelos me legaron cerca de Rauma, a las orillas de un pequeño lago, de esos millones de lagos que salpican de azul el verde paisaje finlandés. Siempre, como digo, me acuerdo de forma grata de la pequeña casa, sobre todo aquel verano en el cual Monsieur Menard decidió pasar las vacaciones en mi nórdico retiro espiritual.

No teniendo suficiente con regalarme con su magnánima presencia en París durante los meses laborales, se presentó sin equipaje y con fatigado rostro ante la puerta de mi cabaña. No me quedó más remedio que hacer las veces de guía turístico. A pesar del grato mes de julio que pasé en compañía de mi ilustre y admirado maestro, no puedo si no entrar en un ligero ataque de ansiedad cada vez que recuerdo aquellas vacaciones.


El kotipelto invadido

“Se ha buscado usted un retiro de lo más ermitaño, mi buen amigo”, comentó Menard, golpeando con su bastón el hermoso y frágil entarimado de madera. “Por eso se denomina retiro, maestro”, repliqué, mientras mi rostro adquiría una tonalidad verde, lo cual siempre era síntoma de lo grato que me resultaba la presencia de Pierre.

Siempre estaré en deuda con él por el tiempo que pasó conmigo en la cabaña. ¿Cómo pagar las horas de sabiduría, las hermosas frases que brotaban incansables de los labios de Menard a todas horas, día y noche, mientras devoraba mi provisión de salmón y se bebía mis botellas de koskenkorva?


Man of Helsinki

“¡Qué ciudad tan curiosa!”, proclamó Pierre nada más pisar la céntrica Erikinkatu, “Todos los carteles están escritos en dos idiomas, a cada cual más raro”, sentenció con maestría el autor de El Quijote. “No me extraña que sean de mentalidad cuadriculada, ¡con esas lenguas extrañas llenas de kas y diéresis en lugares incorrectos! ¿Y el frío? ¿Qué decir de la rasca que sopla?”

Estas y otras lindezas, igualmente intelectuales, iba vertiendo Monsieur Menard según nos íbamos adentrando en el ordenado bullicio de la ciudad, ganándonos la antipatía de un forzudo finlandés que hablaba perfectamente el idioma galo, amén de otras anécdotas tan curiosas como peligrosas. Pero lo que marcó la jornada para la posteridad, fue su disertación filosófica.


La disertación

Sí, yo estaba presente cuando Pierre Menard legó a la humanidad unos de sus más profundos pensamientos. Yo estaba allí, cuando la prodigiosa mente de Pierre parió semejante sofisma, cual Zeus a Palas Atenea. Yo estaba allí cuando pronunció su famosa disertación, la que se acabó denominando por los críticos: “Disertación o sentencia empírica sobre la inferioridad del pensamiento nórdico en comparación directa con el francés”.


Disertación o sentencia empírica sobre la inferioridad del pensamiento nórdico en comparación directa con el francés

El pensamiento tradicional nórdico es claramente inferior al ilustrado y bien amueblado, si me permiten la expresión, pensamiento francés. Para comprobarlo, baste comparar la exuberante belleza femenina finlandesa con la paupérrima y ligeramente pilosa feminidad gala.

Quizás las mentes simples no encuentren una relación directa entre un hecho y otro. Para tales casos, permítanme promulgar una ley de mi propia cosecha, si se me permite tal expresión, que he venido a denominar “ley de la consecuencia nefasta de lo hermoso en el pensamiento colectivo o como es necesario ser feo o fea para alcanzar el satori”. Dice así:

“El desarrollo filosófico de un pueblo es inversamente proporcional a la belleza objetiva de su población femenina”.
Cayetano Gea Martín

lunes, septiembre 25, 2006

Escribo


Hoy dejo de hablarte: me tienes cada día un poco más cerca del precipicio, del barranco. Acabarás por tirarme, lo sé, lo huelo en tus ojos de niña perversa, en el aura de maldad que riela en tus pupilas negras.

Hoy te hablo, me oigo y lamento. Lamento tantas cosas, como estas palabras que surgen a raudales de mis dedos que teclean un ordenador infame en un mundo capitalista infame, al que odio e incinero desde mi mal remunerada hipocresía.

¿Doy la impresión de escribir cosas sin sentido? Es que lo son. No intentéis ver nada más que chorradas, porque no las hay. Soy un niño vertiendo cubos de pintura sobre un lienzo en blanco.

No escribo por ser feliz, ni escribo para sacar conclusiones precipitadas de la vida, ni para caer bien, ni para ligar.

Escribo porque si no reviento.

Escribo para volcar en papel digital toda la mierda que se me va prendiendo de la ropa y del pelo según me muevo.

Escribo como terapia, para expulsar de mi mente todo lo que pueda, para vomitar como recurso más fiable que una pesada noche de indigestión.

Escribo en oleadas insanas, en eyaculaciones fortuitas.
Escribo para no morir.
Cayetano Gea Martín

miércoles, septiembre 20, 2006

...y cómo no echarte de menos si el lado derecho de la cama está siempre vacío y cada vez que trato de estirar el brazo para tocar tu cara y decirte buenos días siento tan sólo un desierto de tela a mi lado, una ausencia fría e indiferente, y recuerdo que no estás allí, que debo levantarme solo, que ya no puedo despertarte con un beso en la mejilla, o sobre tus párpados, y decirte que te quiero, que debo compartir el desayuno con mi sombra, a la que aún le cuesta desperezarse a esas horas, que ya no puedo mirarte extasiado mientras preparas el café, ni reírme mientras escuchamos las noticias en la radio, ni decirte hasta luego, cariño, que pases un buen día, ni pensar en ti mientras estoy en el trabajo, aunque eso sigo haciéndolo, a cada instante, y la mano corre rauda hacia el teléfono para preguntarte qué tal andas, y si me echas tanto de menos como yo a ti, pero descubro que ya no estás en casa, y la mano vuelve al repetitivo trabajo, y vuelve el abatimiento y mis ganas de desaparecer, y después un poco de odio hacia ti por dejarme solo, por no querer compartir lo que nos quedaba aún, por irte tan pronto, por morirte y no esperarme, porque ahora vuelvo a casa y el tintineo de mis llaves antes de entrar no produce un movimiento apresurado en el interior, tus pies desnudos desplazándose presurosos hacia la puerta, ni puedo sentir ya tu beso de bienvenida, ni las preguntas habituales, qué tal el día, has trabajado mucho, y tú no me dirás, como siempre, un día menos de trabajo, y ya no cenaremos juntos ni yo podré mirarte a los ojos durante minutos completos que son días y eternidades porque tu ya estás en esa otra eternidad solitaria que los dos siempre quisimos eludir y ahora me veo enfrentado a tu eternidad, desde esta finitud que antes no queríamos abandonar y del que ahora deseo huir con todas mis fuerzas abandonar para no ser consciente a cada momento de tu ausencia, que no es vacío porque todavía me siento en el mismo sitio del sillón a ver la tele, como si todavía estuvieses a mi lado, y pongo el cepillo de dientes en la misma posición, dejando espacio al tuyo, que ya no está ahí, aunque el espacio vacío me recuerda que tendría que estar ahí, y sobre todo no oigo tus pies descalzos desplazarse sigilosos por el suelo, ni veo tu lunar, ya no puedo decirte que te quiero, sólo en estos monólogos de autocompasión que emprendo en la angustia de mi soledad, y cómo te quiero, cómo me gustaría que resucitaras, nosotros seríamos más felices aquí, uno junto al otro, con nuestra vida cotidiana y nuestros besos matinales y nuestros te quiero y nuestros desayunos y nuestras llamadas y tu lunar y mis llaves repicando, y cómo odio esta ausencia tuya que no puedo evitar y esta muerte en vida que es peor, mucho peor, que tu vida en la muerte.

Pedro Garrido Vega.

lunes, septiembre 18, 2006

El último


Desde que el ocaso llegó al mundo de los dioses profanos, nada había vuelto a ser lo mismo. La soledad, la inmensidad de la cueva se hacía palpable, así como las manchas negras del humo de las antorchas estampadas en el techo. Y ante ese espectáculo, el último dios antiguo, Väinämöinen, dios de la música, rumiaba su final extrayendo tristes acordes a su kantele.

Y el final consistía en dos opciones, a cada cual más triste y lamentable. Por un lado, podría quedarse en la cueva primigenia hasta que el último ser humano que creyese en él muriera. Por otro lado, podría enfrentarse con su destino, salir de la cueva y caminar con paso firme hacia la entropía. Morir como murió su prometida Aino, por voluntad propia.

Tales oscuros pensamientos nublaban su mente cuando una sombra de hombre bloqueó la luz ambarina que iluminaba la cueva. Cuando el visitante acabó de entrar en el recinto, Väinämöinen pudo ver que se trataba de un mortal de mediana edad, pelo rubio y ensoñadores ojos azules. Fueron lo que más le llamaron la atención, sus dos profundos ojos celestes que escudriñaban el rostro y la apariencia del dios con beatífica fascinación.

El hombre se adelantó. Plantó su rodilla izquierda en el suelo. Habló.

Me llamo Elias Lönnrot –proclamó –y soy el último hombre que cree en ti.


Elias Lönnrot fue el autor de la Kalevala, un poema épico compilado por él en el siglo XIX a partir de fuentes folclóricas finlandesas.
Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 15, 2006

El argumento definitivo, o cómo agarrarse a un clavo ardiendo.

Dijo Gidé alguna vez, o eso quiero creer, que es cierto, que en literatura ya está todo escrito y todo dicho, pero que nadie lo lee ni lo escucha y por eso hay que seguir repitiéndolo sin cesar. O algo así. Para mí es suficiente (por el momento).

PGV.

jueves, septiembre 14, 2006

Sin promesas



Sin promesas, sin promesas
Sin cantos que entonar
Sin miradas que alcanzar
Sin pan blanco sobre la mesa

Sin promesas, sin bien ni mal
Sin malabarismos vanos,
Sin darme del todo sus manos
Sin desplegar sus alas de cristal

Ella navega sin rumbo, con ciego vuelo
Y yo, Ícaro, alas de cera caliente
La sigo y contemplo, moribundo, penitente
A veces detrás, a veces, desde el suelo

Sin promesas, pero, ay, sus ojos avellana
Sus ojos desean más, pero me legan canas
Quizá su juventud, quizá su karma
Quizá su levedad del ser no hallada

Sin promesas, qué queda
Mi terquedad, mis penas
Mi amistad, mi doble o nada
¿Mi apuesta? Me juego el alma
Cayetano Gea Martín

martes, septiembre 12, 2006

Tervetuola!

Volviendo, al final, de nuevo, al camino desandado de vuestros ojos, ojos que me leen y que me conocen por el grueso de mis letras.
Volviendo a casa tras un retiro tan necesario como breve.
Volviendo, al principio, al final, al camino medio, a seguir.

En el alma, un poema finés, una caricia nórdica, una calle mojada, una atmósfera pura, un país tímidamente amable, un recuerdo presente y eterno, una identidad perfeccionada, un ansia satisfecha. Más vendrán.

Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 08, 2006

Acefalia.

Un señor sale de su casa sorprendido porque al levantarse por la mañana su cabeza ya no es una suerte de esfera ostensible sobre su torso. El asunto es harto más complicado si consideramos que este señor acéfalo es capaz de pensar y hasta de expresar sus pensamientos en voz alta. Decimos que es harto más complicado si tenemos en cuenta que, por lo que nos dicen esos señores tan listos (es cierto, unos más, otros menos) denominados científicos, el cerebro (por mucho que sea grande o pequeño) es necesario para pensar (mucho o poco, eso en este momento de la narración es irrelevante) y hasta para expresar los propios pensamientos en voz alta. El señor camina por la calle y discurriendo llega a la conclusión de que tal vez no sea un hombre acéfalo sino un hombre con la cabeza invisible, aunque, en cierto modo, ¿cómo podría diferenciarse una cosa de la otra? Él mismo se responde con el famosísimo cogito ergo sum, término este último que no sabemos si se refiere sólo al cerebro, sólo al cuerpo, o a las múltiples realidades que, afirman algunos (no es cuestión de excluir opiniones), conforman al ser humano. De hecho, y todo esto según Descartes, no vayan a tildarme de anacrónico cronista, si el señor carece de cabeza también, por consiguiente, carecerá de glándula pineal. Y no dormirá bien, se apresurará algún lector instruido en las facultades de esta glándula que hoy prefiere que la llamen epífisis (eso de estar siempre por encima, que a algunos les gusta mucho), pero mi digresión, claro está, va en otra dirección, que el lector no tan apresurado como el anterior seguramente otee en el horizonte de estas líneas y que es el siguiente: si el hombre carece de epífisis, carecerá de alma (nota que espero no resulte pedante: Descartes emplazó al alma humana precisamente en esta glándula de la que ahora nos ocupamos, o más bien de la ausencia de ella) y por tanto, no sabemos ya si este señor es un ser humano o sólo una prisión, como diría Platón, la sombra de algo mucho más importante que ya no podría ser. Pero sin embargo, ya que piensa y puede expresar sus pensamientos en voz alta, es posible que también posea alma ¿qué se lo impide, acaso somos nosotros quién para decirlo, para sustraer a este señor el derecho a poseer un alma como todo ser humano? El señor se convence de que tiene alma y no quiere ni oír hablar a quien le dice que si no tiene cabeza no tiene alma. Pero no nos preocupemos por él porque se siente bien, animado, podríamos incluso decir que feliz, si no fuese por esa ausencia que muchos ven como algo anómalo y que él sólo ve como un inconveniente pasajero al que pronto se acostumbrarán los que le rodean. Sin embargo ya hay quien ha puesto el grito en el cielo (o, mejor, que es más eficaz, en el infierno) y ha pedido a las altas instancias (las bajas, sin embargo, como ya hemos dejado claro, son más eficientes) que se retire a ese hombre de las calles pues los niños se asustan al ver un cuerpo sin cabeza y los perros no hacen más que ladrar a su paso. Aunque la situación, podríamos afirmarlo sin temor a caer en equívocos subjetivos, neutrales como somos en esta condición de meros cronistas, no es como los detractores de este señor han proclamando, ya que a este hombre le gusta pasear por la noche y se organiza una algarabía tremenda entre los gritos de admiración de los niños que casualmente (como si del acéfalo de Hamelin se tratase) esperan su paso por la calle pegados a los cristales de las ventanas de sus casas, y los ladridos interminables de los perros que, junto a sus respectivas casetas, esperan la llegada de la noche para saludar al hombre acéfalo, que ningún daño hace a nadie, que a todos, amigos y enemigos, saluda con una sonrisa, les desea que pasen un buen día y enarca las cejas en señal de cariñosa despedida.
Pedro Garrido Vega.

jueves, septiembre 07, 2006

Tragicomedia.


Es un señor muy serio, tan serio que nunca en su vida ha reído, ni siquiera cuando era tan sólo un bebé, ni siquiera cuando sus tíos le hicieron cosquillas, ni cuando fue con sus hermanos a ver a los payasos al circo. No sufría por ello porque la privación a veces no se sucede de la necesidad, especialmente si no existe tal privación porque nunca se ha poseído aquello de lo que se le puede a uno privar. No es lo mismo que decir que a un señor se le ha privado de su dinero cuando alguna vez lo tuvo, o que otro señor se levantó una mañana y al contemplarse en el espejo vio que ya no tenía cabeza. A este señor le es igual no haber reído porque no sabe lo que es. Digamos que es como aquel otro señor que nunca jamás probó las drogas mientras muchos a su alrededor las probaban- y reían también- mientras él se mantenía inapetente ante tales ofrecimientos. El señor muy serio que nunca ha reído y que, hasta ahora, ha sido un hombre solitario, ha conocido hace un mes a un señor con el que comparte ciertas preferencias y algún tiempo, lo que se llama un amigo, en suma. Los dos charlan animosamente en torno a una mesa de una cafetería cada tarde y el señor protagonista de nuestra histeria le confiesa con cierto pudor al otro, al que ahora también otorgaremos un papel predominante en estos hechos narrados, que él jamás ha podido reír, a lo que el segundo señor le contesta que él jamás ha podido llorar, por mucho que lo ha intentado (porque él sí siente cierta envidia al comprobar cómo los demás pueden enjugarse las lágrimas y ver desbocarse sus sentimientos entre llantos mientras él tiene que contentarse con un gesto entre lastimoso y deforme que sólo le conduce a una más honda desolación al ser consciente de que es incapaz de llorar cuando lo necesita, sabiendo que ese algo que necesita existe y que a él no le es dado disfrutarlo). El primer señor comienza a sentirse un poco como el segundo señor. Le intriga el porqué de la risa de los demás y de su necesidad de ella. Él cree no haberla necesitado nunca pero tal vez si la prueba una vez, si en alguna ocasión consigue reír, es posible que ya no pueda vivir sin ello y que toda su vida se convierta en una búsqueda continua de la risa. Así pues los dos señores intentan idear algún método que les permita a ambos conseguir sus respectivas aspiraciones: el segundo señor propone al primero leer libros de chistes, ver espectáculos cómicos en la televisión, beber incontroladamente y reunirse con él en algún lugar y charlar de todo y nada; el primero propone al segundo que piense en enfermedades, en familiares difuntos, en algún antiguo amor fracasado (por eso lo de antiguo, le responde el otro), que piense en esos bultos que hay debajo de las calles y que nadie sabe cómo eliminar. Cada uno sigue los consejos del otro, pero todo esfuerzo resulta infructuoso y, mientras uno se queda tan sólo en la sonrisa, sin conseguir que las carcajadas se asomen de una vez, el otro anda todo el día compungido y desolado, como un fantasma silencioso ahogado en su dolor, pero sin ser capaz de hacer aflorar una sola lágrima de sus tristes ojos. Y al cabo del tiempo se encuentras de nuevo en la cafetería y al verse, uno y otro, desolados como están, se alegran de verse y se sorprenden de lo insólito de su situación, de la comienzan a hablar, a discutir, y ambos comienzan sonreír sin parar, hasta que estallan en carcajadas, que ascienden en sonoridad y duración y que terminan en un llanto compartido, y ambos se miran y se abrazan, sabiendo que no les faltaba la risa ni el llanto sino el amigo con quien compartirlos.
Pedro Garrido Vega.

miércoles, septiembre 06, 2006

Incluso las matemáticas no son perfectas.


Un señor que contempla el cielo cada noche y que es un convencido panteísta se asombra, en cada una de las ocasiones en las que acude al observatorio que ha dispuesto en el piso superior de su casa, de las inmensidad del espacio exterior. No es este un asombro insólito en este señor y menos aún en el resto de seres conscientes del universo, pues todos los que gozan de tal condición se han sorprendido alguna vez de la incalculable (quizás ya no tanto) magnitud del conjunto de todo lo material existente. Lo insólito es que este señor, como carece de formación acerca de las dimensiones del universo y ni siquiera se plantea estudiarlas (demasiado tiempo, pocas incógnitas desveladas y un número mayor de cuestiones absolutamente novedosas), ha decidido establecer un sistema de coordenadas en el universo que atiende a criterios puramente psicológicos. Ha establecido como origen o punto central su propia persona como ente material, no sólo psicológico, para de una forma más sencilla, poder ubicarse en su particular sistema de coordenadas. Los objetos, por tanto, se desplazan en un sistema de cuatro coordenadas (las tres espaciales y la temporal) constituyendo este señor el referente de todo movimiento en el universo. El señor ha propuesto su sistema formalmente a algunas de sus amistades más estrechas, que pronto se sintieron atraídas por él y admitieron su validez, pero con ciertos matices, como el de que el punto de referencia lo constituyese siempre el observador. Para el señor que contempla cada noche las estrellas este no es un problema grave mientras en su propio mundo él constituya la referencia única y esencial del resto de movimientos del universo. Sería algo así como la conciencia cósmica que propiciaría el existir de las cosas y su causalidad. Bien mirada, la teoría no es del todo descabellada si se toma desde un punto de vista meramente alegórico, metafórico o, en cierto sentido no científico, por supuesto, en términos psicológicos. Es obvio que de cara a un entendimiento científico intersubjetivo y objetivable, este sistema no es el idóneo pues el sistema de coordenadas siempre dependería del observador y probablemente de parámetros más complejos, como la subjetividad, que conducirían a una segura deformación de los ejes de coordenadas. De este modo lo que para nuestro primer señor se encuentra en la coordenada (3,5,5,8) (asignando los tres primeros dígitos a las coordenadas de espacio clásicas y la última a la coordenada de tiempo) para otro señor, esa misma coordenada puede ser (6,4,4,1), en función de lo que esas coordenadas estén reflejando. Un ejemplo de lo que estamos intentando reflejar sería el de una señora al que ambos señores aman: debido a la inercia amorosa (denominada por algunos optimismo) que mueve al señor con el que iniciábamos esta crónica, las coordenadas de esta señora con respecto a él cuando toman una taza de café a la que él, melifluamente la invita, son de (0.3,0.3,0.3,0) o, lo que es lo mismo, se encuentra realmente cerca y en ese preciso instante; sin embargo, el segundo señor, caracterizado por una atávica angustia al enfrentarse con algún sujeto del sexo opuesto (lo que otros llamarían, sin duda, pesimismo), ocupando la misma posición que el primer señor con respecto a la señora que ambos aman, en la misma mesa de la misma cafetería (desde mis coordenadas de observadores imparcial oneutro), situaría a la mujer en las coordenadas (3,3,3, infinito). A veces las matemáticas son muy elocuentes, más aún que las palabras, que sólo dan rodeos en torno a lo que quieren expresar, cuando no existen palabras para ello y sí la abstracción que los números captan de una forma irremisible. La señora, obviamente, ama al segundo señor, para complicar aún más las cosas y los sistemas de referencia, pero es que nadie ha dicho que la física y las matemáticas sean sencillas.
Pedro Garrido Vega.