sábado, septiembre 03, 2005

Corticoide dos de tres...

Es bajo los efectos de un poderoso corticoide que escribo estas líneas desde el ordenador de mi hogar. Una horrible urticaria vegeta en mi piel desde hace dos días sin saber aún su causa, y el corticoide que me han recetado me deja casi en estado vegetativo y con el rostro fatigado e hinchado. Al menos hoy no he tenido que ir a trabajar deslizándome por las calles de Madrid.

Siempre que me encuentro bajo los efectos de algún tipo de droga, y casi siempre, de forma involuntaria, que conste, que vocación de experimentación no tengo, que no me considero ningún De Quincey, me da por escribir de corrillo para ver qué sale de toda esta montaña de cortisona que recubre mi cerebro ahora mismo y entorpece mi visión y mis enlaces sinápticos.

Así, he empezado a golpear con dedos surcados de prurito rojizo el teclado y de fondo he puesto el disco de Los Poetas han Muerto de Avalanch, mientras me deleito en el tremendo giro musical que dio este grupo desde que se fue el critter que cantaba antes. Libre, pues, de las influencias del rock patrio, este grupo se ha convertido en su propio referente y estandarte, lo que no deja de suscitar críticas dentro de sus sectarios compañeros de profesión.

Estupendo, el corticoide me hace crítico musical de medio pelo a lo Rafa Basa. Por lo menos, su efecto se empieza a notar en mi piel, la cual comienza a verse libre de manchas rojas, al menos, durante las próximas doce horas, una tregua que me hará feliz y me hará creer que ya está, que retomo mi vida de nuevo y dejo de rascarme de forma compulsiva de una vez. Las piernas aún me pican como un demonio, aunque algo menos. Por lo visto, el picor se desplaza arriba y abajo sin razón huyendo de la cortisona.

Perdón, me estaba rascando los gemelos. Sé que no debo, pero es inaguantable. Dios, que pase esto pronto, por favor. Es de lo más perturbador, aunque he descubierto otro remedio casero de lo más eficaz y que potencia el efecto del corticoide: la masturbación. Así que os dejo aquí aprovechando la soledad de esta casa y os emplazo a la siguiente entrega del Día D ese, cuando llegue, que siempre que empiezo una historia larga me voy cansando según sigo.

Sed buenos y recordad que los poetas han muerto, que se marchitan las rosas que un tiempo sus lágrimas regaron para ti.
Cayetano Gea Martín

jueves, septiembre 01, 2005

EL DÍA D, Cuarta Parte

Allí permanecía, agarrado a la peana del Ángel Caído, y esperando haber dado esquinazo a mi óseo (y enano, que no se nos olvide) perseguidor. Contemplaba a la realidad muriendo en el caos en que se había convertido, con enormes bolas de fuego cayendo a saco desde el cielo, estrellándose con fuerza atómica en el suelo y surgiendo de las llamas más esqueletos draconianos, mientras hervía el agua y el aire y el asfalto comenzaba a fragmentarse y a intentar combarse hacia arriba, como si algo monstruoso quisiera abrirse paso a través de él.

Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.

De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Cayetano Gea Martín

lunes, agosto 29, 2005

EL DÍA D, Tercera Parte

Lo que me terminó de desconcertar fueron los extraños aerolitos de fuego que caían del cielo a gran velocidad y que destrozaban lo que tocaban dejando unos agujeros en el suelo no muy profundos pero sí de diámetro considerable, cerca de tres metros.

Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.

En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).

Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Cayetano Gea

viernes, agosto 26, 2005

EL DÍA D, Segunda Parte

El Parque del Retiro, ante cuyos comienzos me hallaba, concretamente, como queda dicho, cerca de la Puerta del Ángel Caído, había cambiado su familiar tonalidad y gama de colores radicalmente, como si un malvado Dios estuviera jugando con un Photoshop universal.

Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.

Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.

Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.

Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Cayetano Gea Martín

miércoles, agosto 24, 2005

EL DÍA D, Primera Parte

Esa tarde, al pisar el asfalto empapado de la ciudad, me di cuenta de que iba a morir. No fue tanto una premonición como una corazonada; algo que me susurraba la vieja bomba de sangre al oído, como acostumbra a hacer, aunque tendamos a ignorarla, ya que el sonido de nuestro propio corazón nos recuerda a todos que, por muy sabios que seamos, por muchos mundos que visitemos y muchos seres que amemos, nuestra existencia depende de un pedazo de carne no mayor que un puño cerrado.

Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.

Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.

Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Cayetano Gea Martín

lunes, agosto 22, 2005

Noviembre

Comienza a otoñarse el verano, aunque el calor de esta odiosa ciudad que abandoné temporalmente, pero a la que estoy unido por una suerte de triple cordón (umbilical, espiritual y carnal), me susurre lo contrario al oído izquierdo (el derecho aún guarda el poso del rumor de las olas de dos océanos) , atemperado por el latido de tu corazón austral.

Comienza el otoño, cierto, pero es el otoño mío, el otoño melancólico del retorno del hijo pródigo. En esta nueva singladura, reviso los viejos planes y el exceso de equipaje, y decido vivir algo más de los sueños inconclusos que de la realidad pétrea.

Para mi karma, sólo existen dos estaciones, una de frío pero de promesa de vida y otra de calor pero de certeza mortal, las llamaré por su mes más representativo: noviembre y agosto. La primera dura doscientos veintisiete días, desde el uno de septiembre (que marca el verdadero comienzo del año) hasta el quince de abril; y la segunda, de ciento treinta y ocho días, va del dieciséis de abril al treinta y uno de octubre.

Empieza ya, pues, la estación de noviembre, siempre bajo el influjo central de ese mes azul, hermoso y frío, que nos habla directamente a la cara y nos embadurna el rostro de hibernante escarcha.

En este noviembre que comienza en septiembre, tu blanco rostro comienza a reflejárseme en el agua, en las esquinas ciegas de la noche insomne, entre dos puertas correderas de un armario reflejado en el espejo.

En este largo noviembre de doscientos veintisiete días guardo el deseo y la esperanza de verte al final de él. Si esta estación no tiñe de frío azul mi pelo y de gris indiferencia el tuyo, prometo cortarme la coleta y regalártela allí, en el confín del mundo, donde el destino sigue trazando sus versos orgánicos de eucalipto.
Cayetano Gea Martín

jueves, agosto 04, 2005

El descanso del guerrero

Fatigado, con los miembros laxos de tanto patearme esta ciudad impía, y a la vez gloriosa, a la que tanto amo y odio, me despido de los cuatro amables gatos siameses que leen estas páteticas líneas de vez en cuando...

Hasta los vagos de espíritu necesitamos descansar de vez en cuando, por ello me voy de vacaciones. Lamentablemente, no indefinidas, ya que volveré por mis fueros en dos semanas.

Quien me necesite irremediablemente, quien no pueda vivir sin mí, me encontrará primero en las rías Baixas y después en Málaga, espantando guiris y babeando por ellas en plan lamentable por las discotecas playeras.

Al resto, os veo, leo u oigo a la vuelta.

Consejo de verano: sed buenos y pecad todo lo que podáis. La única inmoralidad contra natura que existe es la castidad.

Un abrazo

Cayetano Gea Martín

martes, agosto 02, 2005

Y de nuevo

Y de nuevo en mis brazos te hiciste un nido donde poder enterrar tu cabecita loca contra mi pecho anhelante. Así volviste a mí, o contra mí, atravesando las nubes y los espejos cuajados de tigres para aterrizar en mi abrazo esperanzado, calentito, lujuriante.

Y de nuevo llegó la música, la danza, la lengua foránea y el sexo eterno, pero esta vez mejor, más íntimo y hermoso, más juguetón.

¿Y de nuevo las dudas? Esta vez no.

Y de nuevo te veré, unos días cálidos de Agosto, en los que te enseñaré Andalucía y el noble legado de mi tierra madre.
Cayetano Gea Martín

sábado, julio 30, 2005

Pierradas III


Imperativo categórico ruso

-¿Cree usted –le pregunté a Pierre Menard a bocajarro –que es posible discutir acerca de la validez del imperativo categórico kantiano mientras nos montamos en esta montaña rusa?
-¡No lo sé! –tuvo que casi chillar Menard debido al fuerte viento creado por los 215 km/h que alcanzaba en aquel instante nuestra vagoneta y que me impedía entenderle con claridad. -¡Santo Nietzsche! –exclamó -¡Si no le veo sentido ni en tierra firme!


Macropus robustus

Aquella fría noche invernal que pasé en casa de Pierre fue muy especial, no ya solamente por deleitarme en escuchar sus eruditas reflexiones, sino también porque, tras siete helados de fresa empapados de absenta, dichas reflexiones se tornaban en completas estupideces. Es decir, más estúpidas aún de lo normal.
Así, esperando con sorna una respuesta absurda, le pregunté al maestro (y no sin cierto esfuerzo, ya que el abuso aquella noche del tinto de verano había mermado mi facultad vocalizadora): -Dígame, Monsieur Menard, ¿qué animal de toda la creación es el que usted más odia? –A los canguros –respondió con determinación alcohólica el afamado escritor. -¿Por qué? –murmuré yo mientras babeaba tumbado, con la cara pegada al suelo. La respuesta de Menard se hizo esperar, exactamente dos horas, que fue cuando Pierre se despertó y se bajó de la lámpara donde, fortuitamente, se había quedado dormido boca abajo. Cuando pudo ponerse de rodillas, me murmuró con voz fangosa: -Pues mire usted, no me gustan los canguros lo más mínimo. Bueno, lo cierto es que no soporto a los marsupiales en general. ¿Por qué? Pues porque no me fío de nada que posea más capacidad de almacenamiento que yo desnudo.
Aún no sé si esa respuesta la dijo de verdad o yo la soñé, ya que desde dos horas antes me encontraba en un estado de lo más parecido al coma profundo.


Cayetano Gea Martín

jueves, julio 28, 2005

Desde mi fiebre

Ardo, ardo de calor tendido en este lecho maloliente que me rodea en círculos concéntricos mientras escribo desde mi fiebre, ya que siempre me gustó aprovechar las pajas mentales que le salen a uno cuando escribe febril o borracho.

Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.

Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.

Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.

Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Cayetano Gea Martín

martes, julio 26, 2005

Velázquez

Transito veloz entre palacios, embajadas, villas, antiguos monasterios y edificios de paredes de metacrilato y suelo de linóleo. La calle se abre ante y para mí, expectante y deseosa de recibirme. Su vitalidad me atrae irresistiblemente, Paseo por ella, piso su suelo alfombrado de secas flores amarillas, que se precipitan desde los vigilantes árboles, los cuales crean un entorno de columnata catedralicia a toda la calle. Me senté en un banco suyo a escribir esta breve historia de amor. La he amado desde hace tanto… Por sus arterias corren las mías y es especial al resto de las calles, aunque aún sus confines se pierdan en el horizonte y sienta miedo a explorarla del todo, de descubrir que es como las demás, y que llega un punto en que se acaba o se desvirtúa.

La dejo por hoy, el deber me reclama. Mañana volveré a sentarme en este banquito, desde el cual observo la magnificencia de la embajada italiana y de ese extraño palacio romano que aún no sé qué es, que nace entre ti y Juan Bravo y que se extiende por extraños vericuetos de mi imaginación, de esta imaginación mía que ama la ciudad, las calles y las casas.

Un anciano me miró y me caló enseguida: “Qué hermosa es, ¿verdad?”. Y tanto.
Cayetano Gea Martín

sábado, julio 23, 2005

La Cumbre, Tercera Parte

Horrorizado, sin atreverse a entrar en el área sagrada, el padre de T’Chala contemplaba como aquel monstruo inmundo, al que estaba dispuesto a llamar yerno no ha mucho, intentaba abusar de su hija y, por como se desarrollaban los acontecimientos, nada hacía creer que no lo conseguiría. En efecto, Nok’Fala había desnudado por entero a la muchacha e intentaba separar sus piernas, piernas que T’Chala agitaba frenéticamente en un desesperado intento de impedir que aquella bestia consumara su horrendo propósito. -¡Deja de agitarte, perra! –escupía a grandes voces Nok’Fala -¡Deja de agitarte o te hundo la cabeza a golpes y violo tu cuerpo muerto! ¡No creas que me importa!

En aquel preciso instante, el viento dejó de soplar y los pájaros de cantar. Un silencio mortal inundó La Cumbre. La realidad comenzó a tornarse cada vez más azulada. Todos los pares de ojos que alzaron la vista al sol pudieron observar como éste se había vuelto turquesa. Paralizados por el terror, los presentes comenzaron a distinguir una silueta de mujer que, flotando en el horizonte, se iba acercando hacia ellos y cobrando nitidez por momentos. Para cuando llegó a La Cumbre, a ninguno de los hombres presentes (ni a T’Chala) les quedaba la menor duda de que se ante ellos se alzaba la Diosa Let’Oda, la Diosa de las Mujeres, guardiana de sus secretos y protectora de su simiente.

Con apariencia de mujer negra, mostraba, empero, un color turquesa muy claro en la piel, no así en su largo pelo, de un azul oscuro como el mar. Era hermosa, hermosa como sólo una representación onírica de pura belleza femenina puede serlo. Y temible. La Diosa se acercó hasta T’Chala, la alzó del suelo y la dio un beso con sabor a fresca hierba en la mejilla. Acto seguido, chasqueó los dedos delante de los ojos de Nok’Fala, el cual se había quedado petrificado por la sorpresa y el terror. No todos lo días cometía uno sacrilegio y se presentaba la deidad para castigarte. Porque de eso se trataba, comprendió inmediatamente el embrutecido guerrero.

Sin embargo, Let’Oda desapareció en un abrir y cerrar de ojos sin haber aniquilado o torturado a Nok’Fala. Éste comenzó a moverse con creciente alivio, hasta que notó una especie de ausencia al andar. Horrorizado y al borde del colapso (el cual no tardó mucho en llegar), vio que allí donde antes se alzaba orgulloso su enhiesto falo, ahora se dibujaba una hermoso pubis de mujer.

***

Después de los sucesos en La Cumbre, y a la espera de que Nok’Fala despertase de un coma profundo a consecuencia de su transformación, el consejo de ancianos debatía si expulsar o no a éste del poblado. Al final, se decidió que Nok’Fala ya portaba en su alma castigo suficiente.

Un año más tarde, Nok’Fala continuaba viviendo entre su gente. Su carácter se había dulcificado desde el castigo divino. Ahora, era un miembro integrado en la sociedad. Ayudaba a todo el mundo, se portaba bien con los niños, se mostraba respetuoso con los ancianos y escuchaba con atención a las personas cuando éstas hablaban.
Se había vuelto, en fin, mejor persona.
Se había vuelto mujer.
Cayetano Gea Martín

jueves, julio 21, 2005

La Cumbre, Segunda Parte

Mientras T’Chala le rogaba a Let’Oda, oyó pasos por la vereda que ascendía en espiral hasta La Cumbre. Se asomó para contemplar a una comitiva (que parecía más una partida de caza) encabezada por su padre y Nok’Fala. “En un instante estarán aquí”, pensaba la desdichada muchacha. “Oh, Diosa, ¡protégeme, protégeme!” La comitiva llegó al final, aunque nadie entró en la cima, ya que ésta era terreno sagrado que sólo las mujeres podían hollar.

-¡Hija mía! –exclamó el padre de T’Chala, la cual se había situado peligrosamente cerca del borde, -¡Vida de mi sangre y sangre de mi vida! ¡Acude a tu padre, pues éste te reclama! T’Chala, con lágrimas en los ojos, lo increpó con agrias palabras -¡No reconozco por padre a aquel que quiere entregarme al monstruo que tienes a tu lado! –dijo, señalando a Nok’Fala, quien contemplaba la escena mudo de rabia.

¡Terrible, terrible fue el sacrilegio que cometió Nok’Fala! Ante el estupor de los congregados, ¡se atrevió a pisar el suelo sagrado de la cima de La Cumbre de la Diosa Let’Oda! Gritos de dolor y de maldición surgieron por doquier, aunque Nok’Fala los silenció gritando más fuerte que todos a la vez. Con el rostro descompuesto por el odio, se dirigió a T’Chala en términos injuriosos. -¡Ven aquí, mujer! ¡Acude a tu pronto amo, perra! ¡Arrástrate y besa las piernas de tu futuro señor o tendré que ir yo!- ¡Oh, cuán odiosas resultaron esas palabras para los presentes, sobre todo para el padre de T’Chala! Pero ningún hombre se atrevía a entrar en La Cumbre, nadie más quería firmar su condena divina y morar en los infiernos junto con el loco de Nok’Fala. El padre de T’Chala hacía gestos a su hija para que rodeara a aquel monstruo y se situara bajo la protección de sus alas, pero Nok’Fala agarró de la muñeca a la muchacha, la cual gritó al sentir la presión.

-¡Pequeña ramera! –increpó Nok’Fala a T’Chala -¿Quién te crees que eres para despreciarme? Si no fuera por mí, ¡nadie en este inmundo poblado sabría lo que es comer carne todos los días! ¡Es un gran honor el que hago a tu familia accediendo a casarme contigo, ingrata! ¡Baja de La Cumbre enseguida o te bajaré yo por la fuerza! ¡Corre a tu casa y dile a esa madre tuya con cara de perro que te adecente para la boda! ¡Vamos! ¡Vamos!

A pesar de que era evidente que Nok’Fala había perdido por completo la razón, T’Chala aún sacó fuerzas de flaqueza para mirarle a los ojos e increparle. -¡Jamás me uniré a ti, monstruo! –dijo T’Chala -¡No es a ti a quien amo! ¡Mi corazón pertenece a otro! ¡Pertenece a Fac’Ne! ¡Él es, a ojos de Let’Oda, mi legítimo marido!- Blanco se quedó el rostro de todos los presentes ante la revelación de la muchacha, incluido el de su padre y el de Nok’Fala, pero éste último se recuperó pronto, y cogiendo a la muchacha por la espalda la obligó a tumbarse boca a bajo. –¡Ahora vas a ver la diferencia entre Fac’Ne y yo, perra! –le chilló a T’Chala al oído, mientras arrancaba la falda de la muchacha -¡Ahora verás la diferencia!...
Cayetano Gea Martín

martes, julio 19, 2005

La Cumbre, Primera Parte

Cuando T’Chala huyó del poblado, jamás pudo imaginar que terminaría allí, en La Cumbre. Pero ahí estaba, tumbada sobre la estéril roca de la cima, sin nada que se interpusiera entre su rostro de ébano y el sol, salvo la profundidad celeste. Desde ese privilegiado lugar, observaba el valle que se extendía a sus pies, como naciendo de ellos. Las cuentas de colores que adornaban su cuello, muñecas y tobillos tintineaban al ser sacudidas por el ligero pero constante viento que soplaba a aquella altitud, creando un mágico rumor de campanillas.

T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.

T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.

T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
Cayetano Gea Martín

domingo, julio 17, 2005

MALDITA NOCHE


Maldita noche eterna de dolor y desconcierto, maldito sentimiento de ansiedad que regresa, triunfante, a posarse con las alas plegadas y las garras extendidas sobre mi alma una vez más. El calor seco de la meseta, el ladrido de los perros, la luz ambarina de la crueles farolas, la gente gorda de satisfacción que sube y baja de sus pequeños utilitarios de felicidad; todo ello me impide dormir y abren una puerta que creía cerrada a cal y canto hace mucho. La ansiedad me devora, y esta noche, esta noche eterna, se convierte en un personal e intransferible castigo por algo que no recuerdo, quizá por pecados de otra vida.

Me levanto y siento sobre mi caldeado lecho y empiezo a hacer ejercicios de respiración, con la esperanza de calmar la marea que se abre como una negra flor en mi pecho, y que me conecta con el caos primigenio del centro del universo. Fracasado en mi intento, comienzo a escribir a velocidad de vértigo estas líneas, deseando que hagan de toma de tierra para la ansiedad. Al cabo de un instante, que se me antoja largo como una vida, consigo que ésta descienda del corazón a mis pies y muera al contacto con el aire, formando un montoncito frío de cenizas en el parqué.

Extenuado, casi post-orgásmico, suelto el bolígrafo y me tiendo de nuevo en la cama, sospechando que no podré dormir de nuevo, que el monstruo que yace en el suelo el un fénix y que, como tal, renacerá de sus cenizas para seguir torturándome. Medio segundo después, el sueño, hermano de la muerte, me rodea en su negro abrazo y me hunde en sus profundas simas. Despierto doce horas después.
Cayetano Gea Martín

jueves, julio 14, 2005

Las Tierras Baldías II

Y llegué a la ruina y a la desolación que anidaban en mi alma. Cada hora perdida, cada palabra de sobra, cada acción de menos, cada mentira, daño y furia, se habían convertido en fuego devastador que agostaba las cosechas y ennegrecía el cielo.

Un gran mal campa a sus anchas, una rapaz negra preparada para salir a la palestra: orgullo. Descubrí apenado que por orgullo era capaz de ahorcarme antes que de humillarme. “Nunca más”, le grito al cielo cada vez que aprieto la soga alrededor de mi cuello y del cuello de los demás.

***

Utilizo el lenguaje rebuscado y circunvalatorio como respuesta cobarde, como sustituto rastrero de los cojones puestos sobre la mesa, pero lo aparto hoy…

Lo siento.
Lo siento mucho.
Lo siento todo.
Siento haberme convertido en lo que yo no quería y tú temías: juez, fiscal y jurado.

Siento mi carencia empática y el haber tenido que elegir.

Siento todo y todo y todo. Siento el daño que te he hecho o el que te haya podido hacer. Siento el daño que tú me has hecho a mí. Siento ambos, y los siento entre tú y yo.

Siento todo esto. Siento no tenerte y que creas que no me importa. Tres pilares de amistad sostienen mi vida y uno comenzó a oscilar y yo le ayudé a caer.

Siento el juicio de terceros, las voces de terceros, el aliento de terceros.

No sé si la redención y la expiación llegarán, pero mi arrepentimiento sí.

Me equivoqué, qué más puedo decir. Pensé que no acudías a mí, cuando no dejabas de hacerme señales. Lo que tú querías era mi presencia, nada más: jugar al Puzzle Fighter, contar una burrada, beber, hablar del último disco de Dream Theater, del regreso de Stratovarius, de Borges, del cine chino raro que te gusta, de la vida.


Cayetano Gea Martín

lunes, julio 11, 2005

Llevo tus ojos

Dedicado a Cayetano Gea Bermejo

Llevo tus ojos y veo el mundo a través de ellos. Observo y estudio todas aquellas cosas ya escudriñadas por ti mucho antes: las catedrales, los libros, el cielo, las mujeres… las fugaces mujeres de cuerpo de catedral y alma de libro que te llevan al cielo.

Llevo tus manos, y como tú antes que yo, oso dibujar y escribir con ellas. Algún día, tu poesía frustrada y mi prosa hueca servirán para reconocernos.

Llevo tus oídos, y con ellos aprecio lo que me enseñaste a apreciar: los silencios contemplativos y la música atronadora, que tú luego abandonaste en pos de terrenos más armónicos. Te vas haciendo viejo, muchacho.

Llevo tu muerte, la temo más que a la mía. Es mi castigo. Pero a la vez soy tu atea esperanza de eternidad, ya que llevo tus ojos y tu alma, esa en la que curiosamente ni tú ni yo queremos, dentro de mí, padre.

Cayetano Gea Martín

sábado, julio 09, 2005

Quiero tener tu sabor


Quiero tener tu sabor.
Quiero morder tu pulpa.
Quiero beber tu fértil espuma.

Quiero sentir tu rosada magia contra mis labios.
Quiero hacerte gemir de placer con mi lengua toda la noche.

Quiero tener tu sabor, tu marea oscilante y tu placer en la palma de mi boca.
Cayetano Gea Martín

martes, julio 05, 2005

El Holandés Errante, Epílogo

No puedo evitar un mudo asombro de fascinación entrópica por los viejos restos de lo que fuera en su día el Centro Sanitario de la Paloma, nombre hueco que no pone de relieve el hacinamiento y marginación al que eran sometidos sus reclusos, a cuyos fantasmas vengo hoy a molestar.

Cuando la empresa a la que represento me encomendó la tarea de recuperación, después de tres años de exasperantes solicitudes al Ayuntamiento y a la Generalitat, me sentí excitado ante la idea de ser yo el que, quizá, consiga desentrañar los secretos y los misterios que rodearon la vida de Don Manuel VanHerden, natural de Barcelona.

Atravieso el jardín, donde la naturaleza se ha hecho dueña y señora del terreno, creciendo por doquier y empezando a extender su dominio de zarzas, matas y enredaderas por las paredes del edificio. Llego hasta la puerta principal de la clínica, cerrada solamente por un descolorido cordón policial. La puerta rechina en plan película de terror cuando la abro, aumentando mi fascinación, obviamente. El interior se encuentra completamente desolado: polvo, cristales rotos, lámparas caídas, azulejos y fragmentos de yeso convertidos en una gruesa capa de escombros que cubre todo el suelo, restos de material sanitario y utillería desperdigados, y un penetrante olor a cerrazón, a tumba, olor que se convierte en sabor y se pega al fondo del paladar.

Mientras me dirijo al primero de mis dos objetivos, no puedo evitar fijarme en la ausencia de señales que delaten presencia humana: no hay pintadas en las paredes, ni restos de comida, ni cartones, ni siquiera se aprecian las comunes deposiciones de las ratas, o una mísera cucaracha. Incluso el avance orgánico del jardín se paraliza en cuanto se asoman al interior del edificio las enredaderas. Nadie ni nada osa mancillar el centro sanitario, como si de un templo se tratase.

En breve me hallo frente a mi primera parada: la celda acolchada de Manuel VanHerden. Por alguna razón que se me escapa, ésta se encuentra inmaculada, prístina. Ni una leve mota de polvo flota en su interior, y una tenue luz blanca, cuya procedencia no consigo ubicar, baña la escena. En el centro exacto de la celda veo un montoncito de hojas y cartones, incluso un fragmento de bata verde, completamente escritos por todas partes, en una letra desigual con una tinta que varía de tonalidad y (mucho me temo) de sustancia.

Aquellas notas conformaban el testimonio de un paciente de la institución. Paciente, al parecer, testigo presencial de aquellos acontecimientos de hace veinte años que supusieron la caída definitiva en las garras de la locura a Manuel VanHerden.

Cualquier persona con dos dedos de frente, al leer aquellas notas, descubriría inmediatamente la verdad subyacente. Como bien se explica en el texto, Manuel sufría una enfermedad que le hacía olvidar quién era cuando se encontraba solo. Con el tiempo, este trastorno fue derivando hacia otro menor, pero no menos curioso: en los instantes de “apagón”, Manuel creía ser otra persona. Así, pudiendo contemplar su tragedia personal (su fobia a la vida) desde fuera, era capaz de enfrentarse mejor a sus demonios.

Su figura más elaborada era la de un enfermo mental, bajo la cual escribió estas notas. Bajo esa apariencia, escribió toda una fábula falsaria sobre su vida: Manuel no era inventor, ni (obviamente) ha tenido contactos con diabillos en otras dimensiones. Manuel VanHerden era sólo un pobre diablo con desdoblamiento de personalidad, que, para poder sobrellevar su odio irracional a su vida, se autoexpió creyéndose un dios, y, por ende, inmortal.

Lástima que su muerte, a manos de otro recluso, acabara con su error.
Cayetano Gea Martín

sábado, julio 02, 2005

FANTASÍA 2005

En aquel instante final, no fue toda su vida lo que pasó por su mente, sino sólo los días anteriores, cuando se despidió de su status quo y, ya puestos, de la existencia.

Peter Pan recordó cómo, hace una semana, aquél viejo con pinta de drogota de Ibiza que se hacía llamar Merlín le encomendó la tarea de ir al Monte del Destino y arrojar en su fuego eterno la espada de luz de un tal Obi-Wan, para poder así destruir el alma de Voldemort, un malvado de ésos cuyo único propósito es conquistar el mundo. Ante tal alarde de originalidad, Peter Pan pensó que tendría que ser alguien bastante imbécil y que seguramente acabaría muerto por culpa de su ambición, como todos los malosos.

Al final, resignado a su papel de protagonista de cuento de hadas, aceptó la misión. El viejo chivo sonrió beatíficamente (adjetivo inseparable del verbo sonreír) y dejó de propinarle bastonazos entre las ingles. Así, Peter se despidió de su paraíso de la pederastia con la desagradable sensación de que no volvería nunca jamás a Nunca Jamás.

El viaje en sí fue lo típico: el mago, en vez de dejarle cerca del objetivo, lo soltó en el otro extremo del universo conocido. Miles fueron las aventuras que pasó: caza mayor de Ewoks, robo de cálices sagrados, masajista del vestuario femenino de los X-Men, etc., etc. Claro está que su ritmo de avance resultaba algo lento, hasta que el cretino se acordó de que podía volar.

“Esto ya es otra cosa”, pensó nuestra muestra gratuita de héroe. Sorteando dragones y X-Wings, consiguió llegar al Monte del Destino. Pero cuando estaba a punto de tirar la espada, algo en su interior (la codicia) empezó a impedírselo. ¿Quién sabe cuánta pasta podría sacar de aquel truño en la próxima convención friki? Sonriendo avariciosamente más que beatíficamente (¿veis?), empezó a darse la vuelta. Lástima que tropezó con el cadáver de Jar-Jar Binks y se cayó por el cráter del volcán, porque eso es lo que es, un volcán, y no un jodido monte. Y así, harto de tanto personaje de ficción, el ¿escritor? de este ¿relato? se vengó de los frikis, o sea, de sí mismo.
Was Peter Pan in Mordor?
No one's there to keep alive
All these fairy tales
Blind Guardian – Imaginations from the Other Side
Cayetano Gea Martín