No puedo evitar un mudo asombro de fascinación entrópica por los viejos restos de lo que fuera en su día el Centro Sanitario de la Paloma, nombre hueco que no pone de relieve el hacinamiento y marginación al que eran sometidos sus reclusos, a cuyos fantasmas vengo hoy a molestar.
Cuando la empresa a la que represento me encomendó la tarea de recuperación, después de tres años de exasperantes solicitudes al Ayuntamiento y a la Generalitat, me sentí excitado ante la idea de ser yo el que, quizá, consiga desentrañar los secretos y los misterios que rodearon la vida de Don Manuel VanHerden, natural de Barcelona.
Atravieso el jardín, donde la naturaleza se ha hecho dueña y señora del terreno, creciendo por doquier y empezando a extender su dominio de zarzas, matas y enredaderas por las paredes del edificio. Llego hasta la puerta principal de la clínica, cerrada solamente por un descolorido cordón policial. La puerta rechina en plan película de terror cuando la abro, aumentando mi fascinación, obviamente. El interior se encuentra completamente desolado: polvo, cristales rotos, lámparas caídas, azulejos y fragmentos de yeso convertidos en una gruesa capa de escombros que cubre todo el suelo, restos de material sanitario y utillería desperdigados, y un penetrante olor a cerrazón, a tumba, olor que se convierte en sabor y se pega al fondo del paladar.
Mientras me dirijo al primero de mis dos objetivos, no puedo evitar fijarme en la ausencia de señales que delaten presencia humana: no hay pintadas en las paredes, ni restos de comida, ni cartones, ni siquiera se aprecian las comunes deposiciones de las ratas, o una mísera cucaracha. Incluso el avance orgánico del jardín se paraliza en cuanto se asoman al interior del edificio las enredaderas. Nadie ni nada osa mancillar el centro sanitario, como si de un templo se tratase.
En breve me hallo frente a mi primera parada: la celda acolchada de Manuel VanHerden. Por alguna razón que se me escapa, ésta se encuentra inmaculada, prístina. Ni una leve mota de polvo flota en su interior, y una tenue luz blanca, cuya procedencia no consigo ubicar, baña la escena. En el centro exacto de la celda veo un montoncito de hojas y cartones, incluso un fragmento de bata verde, completamente escritos por todas partes, en una letra desigual con una tinta que varía de tonalidad y (mucho me temo) de sustancia.
Aquellas notas conformaban el testimonio de un paciente de la institución. Paciente, al parecer, testigo presencial de aquellos acontecimientos de hace veinte años que supusieron la caída definitiva en las garras de la locura a Manuel VanHerden.
Cualquier persona con dos dedos de frente, al leer aquellas notas, descubriría inmediatamente la verdad subyacente. Como bien se explica en el texto, Manuel sufría una enfermedad que le hacía olvidar quién era cuando se encontraba solo. Con el tiempo, este trastorno fue derivando hacia otro menor, pero no menos curioso: en los instantes de “apagón”, Manuel creía ser otra persona. Así, pudiendo contemplar su tragedia personal (su fobia a la vida) desde fuera, era capaz de enfrentarse mejor a sus demonios.
Su figura más elaborada era la de un enfermo mental, bajo la cual escribió estas notas. Bajo esa apariencia, escribió toda una fábula falsaria sobre su vida: Manuel no era inventor, ni (obviamente) ha tenido contactos con diabillos en otras dimensiones. Manuel VanHerden era sólo un pobre diablo con desdoblamiento de personalidad, que, para poder sobrellevar su odio irracional a su vida, se autoexpió creyéndose un dios, y, por ende, inmortal.
Lástima que su muerte, a manos de otro recluso, acabara con su error.
Cuando la empresa a la que represento me encomendó la tarea de recuperación, después de tres años de exasperantes solicitudes al Ayuntamiento y a la Generalitat, me sentí excitado ante la idea de ser yo el que, quizá, consiga desentrañar los secretos y los misterios que rodearon la vida de Don Manuel VanHerden, natural de Barcelona.
Atravieso el jardín, donde la naturaleza se ha hecho dueña y señora del terreno, creciendo por doquier y empezando a extender su dominio de zarzas, matas y enredaderas por las paredes del edificio. Llego hasta la puerta principal de la clínica, cerrada solamente por un descolorido cordón policial. La puerta rechina en plan película de terror cuando la abro, aumentando mi fascinación, obviamente. El interior se encuentra completamente desolado: polvo, cristales rotos, lámparas caídas, azulejos y fragmentos de yeso convertidos en una gruesa capa de escombros que cubre todo el suelo, restos de material sanitario y utillería desperdigados, y un penetrante olor a cerrazón, a tumba, olor que se convierte en sabor y se pega al fondo del paladar.
Mientras me dirijo al primero de mis dos objetivos, no puedo evitar fijarme en la ausencia de señales que delaten presencia humana: no hay pintadas en las paredes, ni restos de comida, ni cartones, ni siquiera se aprecian las comunes deposiciones de las ratas, o una mísera cucaracha. Incluso el avance orgánico del jardín se paraliza en cuanto se asoman al interior del edificio las enredaderas. Nadie ni nada osa mancillar el centro sanitario, como si de un templo se tratase.
En breve me hallo frente a mi primera parada: la celda acolchada de Manuel VanHerden. Por alguna razón que se me escapa, ésta se encuentra inmaculada, prístina. Ni una leve mota de polvo flota en su interior, y una tenue luz blanca, cuya procedencia no consigo ubicar, baña la escena. En el centro exacto de la celda veo un montoncito de hojas y cartones, incluso un fragmento de bata verde, completamente escritos por todas partes, en una letra desigual con una tinta que varía de tonalidad y (mucho me temo) de sustancia.
Aquellas notas conformaban el testimonio de un paciente de la institución. Paciente, al parecer, testigo presencial de aquellos acontecimientos de hace veinte años que supusieron la caída definitiva en las garras de la locura a Manuel VanHerden.
Cualquier persona con dos dedos de frente, al leer aquellas notas, descubriría inmediatamente la verdad subyacente. Como bien se explica en el texto, Manuel sufría una enfermedad que le hacía olvidar quién era cuando se encontraba solo. Con el tiempo, este trastorno fue derivando hacia otro menor, pero no menos curioso: en los instantes de “apagón”, Manuel creía ser otra persona. Así, pudiendo contemplar su tragedia personal (su fobia a la vida) desde fuera, era capaz de enfrentarse mejor a sus demonios.
Su figura más elaborada era la de un enfermo mental, bajo la cual escribió estas notas. Bajo esa apariencia, escribió toda una fábula falsaria sobre su vida: Manuel no era inventor, ni (obviamente) ha tenido contactos con diabillos en otras dimensiones. Manuel VanHerden era sólo un pobre diablo con desdoblamiento de personalidad, que, para poder sobrellevar su odio irracional a su vida, se autoexpió creyéndose un dios, y, por ende, inmortal.
Lástima que su muerte, a manos de otro recluso, acabara con su error.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Esquizofrenia pura. Quizás lo que nos salva a veces de caer en el espanto de ver nuestras vidas.
Efectivamente, amigo...
Y como habrás podido notar, le tengo que dar las gracias a Bioy Casares por la idea...
Gracias por seguir por aquí...
Un abrazo
Publicar un comentario