Y ocurrió que un señor se separó de una señora de una forma un tanto desaforada. Las palabras pronunciadas por el hombre en tal trance -y que no conviene repetir aquí para no despertar remembranzas que puedan permanecer en la memoria de algún lector desengañado recientemente- se refirieron a la visible mediocridad de la relación que compartían, aparte de ciertos calificativos, evitados con escrupuloso esmero por el señor durante meses, dirigidos al aspecto físico de la señora, que los acogió con honda sorpresa y efusivo odio. El hombre, tras la prolongada sarta de duras palabras, se retiró a un piso alejado del que compartía con la señora, pensando en recuperar el tiempo perdido y comenzar de nuevo. El primer día que salió de allí creyó ver a la señora en el metro. Fue tan sólo un instante pero lo creyó de veras. Después se convenció de que no era ella (dos lunares situados en su mejilla izquierda lo corroboraron). El día siguiente, al volver a casa, creyó verla de nuevo, en un coche que pasó junto a él. Creyó ver su cabellera rubia y los pendientes de aro dorados que siempre llevaba, pero llevaba gafas y ella nunca llevaba gafas. A partir de entonces la vio en el supermercado, en un partido de fútbol, en la biblioteca, en un bar que solía frecuentar, en un parque repleto de niños y perros, en un bosque a cincuenta kilómetros de la ciudad, y todos aquellos lugares que frecuentase con cierta asiduidad . Nunca era ella pero se le parecía. Siempre había algún detalle- el color de ojos, algunas mechas en su cabellera rubia, unos pendientes diferentes, una ropa poco usual- que no correspondía con ella. Siempre la veía de un modo fugaz pero ese instante era suficiente para crear en él un desasosiego que no lograba calmar. Se sucedieron días y meses y con ellos, los encuentros fugaces entre ambos. El señor siempre había oído decir a sus amigos que cuando algunas mujeres les abandonaron y ellos estaban aún enamorados de ellas creían verlas por todas partes- bajando del autobús, de la mano de otro hombre, sentadas en un banco, charlando con una amiga- para darse cuenta al instante de que no eran ellas sino alguien que se les parecía mucho. Pensó el señor que tal vez no seamos tan diferentes como pensamos y que en realidad nos reducimos a cinco a seis tipos que se repiten sin cesar, con leves modificaciones. Pero lo que atormentaba al señor era pensar que tal vez amase a la mujer, que tal vez su ruptura fue precipitada y debió meditarlo algo más. Siguió viendo a la mujer en cualquier lugar, y reprochándose a sí mismo, cada vez con más ahínco, el no haber sabido descubrir esos sentimientos antes. En estas penosas circunstancias el señor decidió hablar con la mujer y pedirle una nueva oportunidad. La mujer le recibió con gesto serio, atenta a lo que él fuese a decirle. El señor le dijo que no podía olvidarla y que su vida era un tomento (y aquí puso especial cuidado) desde que decidió romper con ella, que la veía en cualquier rincón de la ciudad, que no había pasado un solo día sin que no la viese en algún sitio. Que la amaba. La mujer soltó una risotada y le dijo que ella ya no le amaba, que se fuera por favor, que no quería saber nada de él, que si no podía olvidarla era su problema y que la dejase en paz, que ella ya había rehecho su vida. El señor salió cabizbajo, confundido y lamentando lo que ya no debe lamentarse, es decir, lo que ya se hizo. La mujer, en su casa, hizo una llamada rápida, se dirigió a su dormitorio y se colocó con esmero una peluca morena y unos pendientes de aro plateados.
Pedro Garrido Vega.
2 comentarios:
Cruel, cruel... NO, histeria SI, jeje
Cuánto tiempo sin verte por estos lares Marga. Sé bienvenida siempre. Un saludo.
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