Siempre empieza igual: con un primer paso. Con un primer movimiento, un gesto casi al azar, leve, en la comisura de la realidad, pero tan anclado en ella, que es su propio desencadenante, su propio destino y consecución. Ese paso se convierte en acción, la acción en proceso y el proceso en rutina, en movimiento y palancas: la velocidad aumenta, el cuerpo intenta tocarse con la espalda y las ruedas se recogen en su estuche de acero, mientras el avión, la suprema maravilla del hombre, se eleva y surca los cielos, y los viola con su mácula, con su huella de humanidad que ansía volar.
Desde la ventanilla, observo nubes y más nubes, hermosos firmamentos que no permiten que la mente permanezca quieta, y nos hacen pensar en Dios, en el Za-zen, el agua condensada a kilómetros de altura, en los amores perdidos y en los errores por cometer. Y en los cometidos, claro está. En mi caso, muchos y fatales. Aunque sólo el último me ha forzado a este exilio no del todo involuntario, a estas vacaciones pagadas por Papá Estado (digamos gracias, que se oiga ese amén). Qué gran error, qué gran cagada, macho. He batido mi propio récord de maldad. Pero lo peor es esta carencia de arrepentimiento que me invade. Soy el niño orgulloso de serlo, y además la pelota es mía, ¿no? Allá cada cual con su conciencia. Qué palabra tan grande y tan fea: conciencia. Es casi una palabrota. Odio los conceptos abstractos: ¿qué coño es la conciencia? La puede uno destruir, matar, enterrar, resucitar, pero nunca asir, nunca entenderla. Sólo nos resta, pues, disolverla: romper el mito hasta obtener mitemas, el almidón en monosacáridos, las proteínas en aminoácidos. Qué horror: hasta la química orgánica posee carácter gremial.
Me relajo en mi asiento. La azafata fea me trae un té horrible, astringente, que me hará visitar el baño del avión en breve, seguro. Odio los retretes en movimiento. La sensación de defecar en algo que vuela me parece terrible, antinatural. ¿Dónde van las heces? ¿Se depositan y se compactan para ser vendidas como compost de Clase A y Turista? ¿O se vierten desde el aire como un pájaro más? En fin, dejémoslo. Aunque no pienso perdonar a la azafata fea. Seguro que la otra, la guapa, no me hubiera traído este caldo inmune. Seguro. Me miró con deseo. Como todas. Como casi todas.
Reparo en el chaval con gafas que tengo al lado. No tendrá más de doce años y está leyendo Rayuela. Ya son ganas. Otro enfermo más para un mundo dividido en dos: los imbéciles y los enfermos. Elijan bando, damas y caballeros. ¡Oh, Discordia! El pseudo té hace su efecto antes de lo previsto. El intestino empieza a danzar al ritmo de la batería de Velcro Fly. Fuera, a través del ojo de buey, el cielo revela sus rojizos secretos al atardecer. El sol es una esfera gigante carmesí que derrama sangre de luz. El avión, rumbo a poniente, no ceja en su empeño de perseguirlo. La consecuencia: la más hermosa y larga puesta de sol que jamás contemplé. Casi lloro ante la escena. No hay cuadro, canción ni artificio de hombre capaz de compararse con esto. Y el niño sigue leyendo ese puto libro, mientras se pierde la belleza de la naturaleza indómita, de la vida en estado puro. Vida, señores, vida. No el remanso artificial en el que nos desenvolvemos.
El sol acaba por ocultarse, para mi pesar. Decido levantarme e ir al excusado. Otra palabra imbécil: excusado. ¿Por qué hay que excusarse ante Dios sabe quién de las necesidades corporales? Odio los eufemismos y las medias tintas. Aunque cumplen su cometido, claro está. Como ahora. “Disculpe, señorita, ¿el excusado?” La azafata guapa me indica una puerta al final del pasillo con su hermosa mano derecha. Con mucho gusto me llevaría esos finos y morenos dedos a la boca. Mi rostro debe traslucir lo que siento, porque ella me sonríe con picardía juguetona. “¿Qué le pasa, es que se encuentra usted mal?”, me responde por decir algo. “Creo que el té que su compañera me sirvió hace un rato me está jugando una mala pasada”. “Oh, lo lamento mucho, señor”, contesta con fingido pesar (las feromonas empiezan a restañar en el aire estancado del avión). “Mientras usted va al baño, le buscaré algo para que se sienta mejor”. Intento lanzarle mi mirada más evidente de “ya sabes lo que necesito para sentirme mejor, cariño”, y parece que, a pesar del patetismo de la intención, lo capta. Se aleja dedicándome un contoneo de caderas que me hace olvidar, temporalmente, los retortijones. Temporalmente.
Abro la puerta del WC e intento sentarme en la montaña rusa que supone defecar a esta altura y a esta velocidad, a pesar de que no se note el efecto de ambas. Gracias al cielo por la física, ¿eh? Ahora comprendo cuando mi profesor decía que todo dependía del punto de vista del observador. Pienso, mientras vacío mis sufridos intestinos, en la hermosa azafata morena de acento canario (es curioso, ahora lo capto), en el repelente niño que lee un libro demasiado grande para su diminuto cerebro pre-púber y que cree comprender, en la azafata fea, en el señor gordo y con pinta de imbécil que se sienta a mi lado y que sufre la típica incontinencia verbal de los que no tienen realmente nada que decir… pero al medio minuto mi mente comienza a repasar mi desgracia, mi caída al exilio. Lo que hice fue… bueno, no estuvo bien, no, nada bien…
La lluvia golpea mi rostro mientras me inclino hacia el suelo y recojo lo que, con las prisas, casi pierdo, coño, odio que llueva siempre en los momentos dramáticos, pero es una especie de ley, de ley no escrita, de sabiduría popular universal, algo subconsciente en la mente colectiva maestra, mientras observo cómo los canalones de las casas bajas de este inmundo pueblo desalojan sobre las cabezas de algunos viandantes poco precavidos interminables decímetros cúbicos de agua con un ligero tinte marrón, la lluvia sucia y caliente del verano, cuando el cielo es una amalgama de polvo que se convierte en barro, y el agua desciende por las calles en riadas de fuerza intermitente, como el embiste de de una turbia eyaculación de Dios que es engullida con furia y anhelo de amante por los desagües, por esos agujeros estratégicos que siempre me han hecho pensar, desde que con trece años me leí aquel jodido libro que me hacía cagarme de miedo en la soledad nocturna de mi habitación, en compartimentos oscuros y húmedos a ras del suelo y que se encuentran llenos de globos de colores que flotan, flotan y flotan, porque ahí abajo todos flotan, y me paro a pensar en el peso demasiado real de lo que llevo en el bolsillo y que pienso utilizar sólo si es necesario, aunque mi corazón sabe que lo será, que tendré que usarlo y que me condenaré, tanto en este mundo como en los que vengan, “que vengan, pues”, pienso desafiante, mientras valoro mi crimen y las reencarnaciones que me costará (como decían Les Luthiers, pasaré de sultán de la India a tigre de Bengala, y de ahí a bacilo de Coj), o los infiernos en los que tendré que morar, pero sólo pienso en el daño y en el dolor que voy a infligir y en que él no puede quedar sin castigo, no, no puede: no es cuestión de mal y bien, ni siquiera de ética, joder, es cuestión de horizontes machistas: soy un perro que no puede marcar su territorio, una víctima de su propia territorialidad animal irracional, y lo peor es que me gusta, lo disfruto, y me sigo sintiendo, a mis treinta y muchos, como un puto adolescente con granos pajeros, incapaz de madurar ni de abandonar un orgullo infame que sólo sirve para acabar con dolor de huevos y ceniza en la lengua, pero sé que es la maldición de hombre, sé que ningún hombre es maduro, jamás, es un fallo genético, una tara que hace que el catedrático de arte eslavo y letras muertas se parta la caja cuando le mandan un email en el que un hombre se cae de su bicicleta, u otro ejemplo cualquiera que simbolice mi (nuestra) inmadurez, pero me da lo mismo, soy consciente de ello y de que tengo que cumplir con este penoso ritual de hombría, mientras la lluvia me sigue golpeando, y entonces le veo, le veo a él, a él, a él, como una aparición onírica, envuelto en un pesado abrigo que le sirve de escudo deflector contra el agua, no como mi empapada chaqueta, que debe añadir veinte kilos más de peso al total del conjunto, no como él, perfectamente seco debajo de su impermeable antiosmótico que repele la lluvia con la gracilidad antitética que siempre produce contemplar a alguien que va en contra de la naturaleza, alguien tan decididamente no entrópico, y tan alto, tan guapo y tan cachas, con ese porte y esa decisión que las vuelve locas, con ese sentido del humor que es una herencia directa de su sangre andaluza, su pelo pajizo y sus buenos modos con ellas, esos buenos modos tan fingidos y aparentes que sólo engañan a ellas, claro, pero un experto en el arte del flirteo como soy yo enseguida capta el truco, y me jode que me arrebaten el premio utilizando mis artimañas, qué coño, y menudo premio, eh, que Elena no es una cualquiera, con ese cuerpazo pidiendo a gritos un traje de saliva, pero el cabronazo éste niño peras de anuncio de aparato de abdominales ha mordido al hueso equivocado del perro viejo equivocado, y se ha ganado a pulso un susto, solamente eso, nada más, un pequeño susto que le quite las ganas de meter la polla en corral ajeno…
Impacto.
Desde la ventanilla, observo nubes y más nubes, hermosos firmamentos que no permiten que la mente permanezca quieta, y nos hacen pensar en Dios, en el Za-zen, el agua condensada a kilómetros de altura, en los amores perdidos y en los errores por cometer. Y en los cometidos, claro está. En mi caso, muchos y fatales. Aunque sólo el último me ha forzado a este exilio no del todo involuntario, a estas vacaciones pagadas por Papá Estado (digamos gracias, que se oiga ese amén). Qué gran error, qué gran cagada, macho. He batido mi propio récord de maldad. Pero lo peor es esta carencia de arrepentimiento que me invade. Soy el niño orgulloso de serlo, y además la pelota es mía, ¿no? Allá cada cual con su conciencia. Qué palabra tan grande y tan fea: conciencia. Es casi una palabrota. Odio los conceptos abstractos: ¿qué coño es la conciencia? La puede uno destruir, matar, enterrar, resucitar, pero nunca asir, nunca entenderla. Sólo nos resta, pues, disolverla: romper el mito hasta obtener mitemas, el almidón en monosacáridos, las proteínas en aminoácidos. Qué horror: hasta la química orgánica posee carácter gremial.
Me relajo en mi asiento. La azafata fea me trae un té horrible, astringente, que me hará visitar el baño del avión en breve, seguro. Odio los retretes en movimiento. La sensación de defecar en algo que vuela me parece terrible, antinatural. ¿Dónde van las heces? ¿Se depositan y se compactan para ser vendidas como compost de Clase A y Turista? ¿O se vierten desde el aire como un pájaro más? En fin, dejémoslo. Aunque no pienso perdonar a la azafata fea. Seguro que la otra, la guapa, no me hubiera traído este caldo inmune. Seguro. Me miró con deseo. Como todas. Como casi todas.
Reparo en el chaval con gafas que tengo al lado. No tendrá más de doce años y está leyendo Rayuela. Ya son ganas. Otro enfermo más para un mundo dividido en dos: los imbéciles y los enfermos. Elijan bando, damas y caballeros. ¡Oh, Discordia! El pseudo té hace su efecto antes de lo previsto. El intestino empieza a danzar al ritmo de la batería de Velcro Fly. Fuera, a través del ojo de buey, el cielo revela sus rojizos secretos al atardecer. El sol es una esfera gigante carmesí que derrama sangre de luz. El avión, rumbo a poniente, no ceja en su empeño de perseguirlo. La consecuencia: la más hermosa y larga puesta de sol que jamás contemplé. Casi lloro ante la escena. No hay cuadro, canción ni artificio de hombre capaz de compararse con esto. Y el niño sigue leyendo ese puto libro, mientras se pierde la belleza de la naturaleza indómita, de la vida en estado puro. Vida, señores, vida. No el remanso artificial en el que nos desenvolvemos.
El sol acaba por ocultarse, para mi pesar. Decido levantarme e ir al excusado. Otra palabra imbécil: excusado. ¿Por qué hay que excusarse ante Dios sabe quién de las necesidades corporales? Odio los eufemismos y las medias tintas. Aunque cumplen su cometido, claro está. Como ahora. “Disculpe, señorita, ¿el excusado?” La azafata guapa me indica una puerta al final del pasillo con su hermosa mano derecha. Con mucho gusto me llevaría esos finos y morenos dedos a la boca. Mi rostro debe traslucir lo que siento, porque ella me sonríe con picardía juguetona. “¿Qué le pasa, es que se encuentra usted mal?”, me responde por decir algo. “Creo que el té que su compañera me sirvió hace un rato me está jugando una mala pasada”. “Oh, lo lamento mucho, señor”, contesta con fingido pesar (las feromonas empiezan a restañar en el aire estancado del avión). “Mientras usted va al baño, le buscaré algo para que se sienta mejor”. Intento lanzarle mi mirada más evidente de “ya sabes lo que necesito para sentirme mejor, cariño”, y parece que, a pesar del patetismo de la intención, lo capta. Se aleja dedicándome un contoneo de caderas que me hace olvidar, temporalmente, los retortijones. Temporalmente.
Abro la puerta del WC e intento sentarme en la montaña rusa que supone defecar a esta altura y a esta velocidad, a pesar de que no se note el efecto de ambas. Gracias al cielo por la física, ¿eh? Ahora comprendo cuando mi profesor decía que todo dependía del punto de vista del observador. Pienso, mientras vacío mis sufridos intestinos, en la hermosa azafata morena de acento canario (es curioso, ahora lo capto), en el repelente niño que lee un libro demasiado grande para su diminuto cerebro pre-púber y que cree comprender, en la azafata fea, en el señor gordo y con pinta de imbécil que se sienta a mi lado y que sufre la típica incontinencia verbal de los que no tienen realmente nada que decir… pero al medio minuto mi mente comienza a repasar mi desgracia, mi caída al exilio. Lo que hice fue… bueno, no estuvo bien, no, nada bien…
La lluvia golpea mi rostro mientras me inclino hacia el suelo y recojo lo que, con las prisas, casi pierdo, coño, odio que llueva siempre en los momentos dramáticos, pero es una especie de ley, de ley no escrita, de sabiduría popular universal, algo subconsciente en la mente colectiva maestra, mientras observo cómo los canalones de las casas bajas de este inmundo pueblo desalojan sobre las cabezas de algunos viandantes poco precavidos interminables decímetros cúbicos de agua con un ligero tinte marrón, la lluvia sucia y caliente del verano, cuando el cielo es una amalgama de polvo que se convierte en barro, y el agua desciende por las calles en riadas de fuerza intermitente, como el embiste de de una turbia eyaculación de Dios que es engullida con furia y anhelo de amante por los desagües, por esos agujeros estratégicos que siempre me han hecho pensar, desde que con trece años me leí aquel jodido libro que me hacía cagarme de miedo en la soledad nocturna de mi habitación, en compartimentos oscuros y húmedos a ras del suelo y que se encuentran llenos de globos de colores que flotan, flotan y flotan, porque ahí abajo todos flotan, y me paro a pensar en el peso demasiado real de lo que llevo en el bolsillo y que pienso utilizar sólo si es necesario, aunque mi corazón sabe que lo será, que tendré que usarlo y que me condenaré, tanto en este mundo como en los que vengan, “que vengan, pues”, pienso desafiante, mientras valoro mi crimen y las reencarnaciones que me costará (como decían Les Luthiers, pasaré de sultán de la India a tigre de Bengala, y de ahí a bacilo de Coj), o los infiernos en los que tendré que morar, pero sólo pienso en el daño y en el dolor que voy a infligir y en que él no puede quedar sin castigo, no, no puede: no es cuestión de mal y bien, ni siquiera de ética, joder, es cuestión de horizontes machistas: soy un perro que no puede marcar su territorio, una víctima de su propia territorialidad animal irracional, y lo peor es que me gusta, lo disfruto, y me sigo sintiendo, a mis treinta y muchos, como un puto adolescente con granos pajeros, incapaz de madurar ni de abandonar un orgullo infame que sólo sirve para acabar con dolor de huevos y ceniza en la lengua, pero sé que es la maldición de hombre, sé que ningún hombre es maduro, jamás, es un fallo genético, una tara que hace que el catedrático de arte eslavo y letras muertas se parta la caja cuando le mandan un email en el que un hombre se cae de su bicicleta, u otro ejemplo cualquiera que simbolice mi (nuestra) inmadurez, pero me da lo mismo, soy consciente de ello y de que tengo que cumplir con este penoso ritual de hombría, mientras la lluvia me sigue golpeando, y entonces le veo, le veo a él, a él, a él, como una aparición onírica, envuelto en un pesado abrigo que le sirve de escudo deflector contra el agua, no como mi empapada chaqueta, que debe añadir veinte kilos más de peso al total del conjunto, no como él, perfectamente seco debajo de su impermeable antiosmótico que repele la lluvia con la gracilidad antitética que siempre produce contemplar a alguien que va en contra de la naturaleza, alguien tan decididamente no entrópico, y tan alto, tan guapo y tan cachas, con ese porte y esa decisión que las vuelve locas, con ese sentido del humor que es una herencia directa de su sangre andaluza, su pelo pajizo y sus buenos modos con ellas, esos buenos modos tan fingidos y aparentes que sólo engañan a ellas, claro, pero un experto en el arte del flirteo como soy yo enseguida capta el truco, y me jode que me arrebaten el premio utilizando mis artimañas, qué coño, y menudo premio, eh, que Elena no es una cualquiera, con ese cuerpazo pidiendo a gritos un traje de saliva, pero el cabronazo éste niño peras de anuncio de aparato de abdominales ha mordido al hueso equivocado del perro viejo equivocado, y se ha ganado a pulso un susto, solamente eso, nada más, un pequeño susto que le quite las ganas de meter la polla en corral ajeno…
Impacto.
Cayetano Gea Martín
4 comentarios:
Me sigue cayendo mal el tipo este... no hay forma, aunque lo relea... jajaja.
Tranquila, tendrás tu Vendetta, je, je, je...
Mmmmmm, debo confesar q antes no lo había leñido, jejeje, pero ahora si, y tiene buena pinta!!! Dale cera!!!
Mañana el siguiente, I promise...
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