¿Quién es el Lector?¿A qué dedica, libre, el tiempo?
El Lector podría ser Rafael Cansinos Assens, de quien Borges aseguraba que lo había leído todo. Pero el Lector es Rómulo Gea y el Lector es también usted, lector, y también lo es Borges, que leyó el Quijote, en inglés, con diez años y
Harold Bloom, que conoció a cierto príncipe danés habiendo disfrutado de tan sólo siete
rotaciones terrestres. Porque si todas las obras conforman
la Obra no es menos verosímil afirmar que todos los lectores conforman al Lector.
Imagínenlo como deseen: alto, bajo, desgarbado, grueso, tosco, amable, recio. Su aspecto físico no es indispensable en esta narración. Si nos adentrásemos en su domicilio no encontraríamos nada fuera de lo habitual, salvo un
laberinto de libros entre los que figuran una cama, un par de armarios, algún que otro cuadro dadaísta (el más grande, uno de
Picabia que siempre le hizo reír) y notas desperdigadas por las estanterías y las paredes. Elegimos una al azar:
Lo que queda del día tras el desayuno, el autobús, el trabajo, el almuerzo, el trabajo, la comida, el trabajo, el autobús y la llave en la cerradura, es el día. Y cada día, el ritual. Se asoma por la puerta y, sin decir nada, se acerca y me besa, con un beso que es una apertura, una madeja que se despliega. Primero: la narración minuciosa, ceremoniosa, de la rutina cadenciosa. Segundo: la cena frugal, anticipo siempre, apertura. Tercero: la cama, el edredón blanco y las sábanas gruesas. Cuarto: soy tan feliz, susurra. El resto, tumbarme muerto, como Törless, para dar paso a un nuevo día que transcurre en tres, cuatro horas a lo sumo, cuarenta y ocho horas los fines de semana. Magnífica la idea de los fines de semana.
nota que apenas proporciona información sobre el sujeto protagonista de nuestra segunda entrega, salvo que trabaja y espera a la noche para ser feliz; que no sueña, la noche es la nada. Seamos curiosos y examinemos esta otra nota cercana a la anterior:
Sólo permito una concesión al pasado: la permanencia, durante tu ausencia, de restos de tu presencia (un cabello, tu olor sobre la almohada, tu ropa esparcida de forma caótica por la habitación); sólo permito una concesión al futuro: el deseo de seguir descubriendo tu presencia en tu ausencia (un cabello, tu olor sobre la almohada, tu ropa esparcida de forma caótica por la habitación).
de lo que podemos colegir dos observaciones. Rómulo Gea vive el presente como
único tiempo posible. Rómulo Gea ha llegado a esta condición vital gracias a quien le susurra
soy tan feliz, a quien deja rastros como
un cabello, su olor sobre la almohada, su ropa esparcida de forma caótica por la habitación.
Todo lector busca libros, por lo que ha de concluirse que el Lector busca el Libro. Rómulo Gea es lector y busca libros. Y tanto es así que la ocupación principal de Rómulo es la de buscar libros. Rómulo busca libros perdidos en las
bibliotecas. Rómulo conoce todas las editoriales, todos los formatos, todos las fuentes posibles, todos los tipos de tinta, todos los tipos de papel.
Rómulo conoció las bibliotecas, cómo no, leyendo. Ha leído bibliotecas enteras siguiendo la estrategia lectora de aquel personaje de
La náusea, que consistía en abandonar todo criterio lector y leer la biblioteca por orden alfabético. Leyó por encima la
Anglo-American Cyclopaedia donde no pudo resistir la tentación de buscar la entrada de
Uqbar. No la encontró. Leyó a
Joyce y los libros para comprender a Joyce y los libros para comprender los libros que servían para comprender a Joyce. También leyó sobre
medicina asiática, sobre el vudú, los
Upanishad, los Vedantas, el
Rubaiyat, un tratado de
alquimia, un breviario de estética de Croce, el
Timeo de Platón, un
manual de neurociencias, una biografía de Pedro I El Cruel, una diatriba contra la moral cristiana,
Sein und Zeit, de Heidegger y otras obras de las que apenas recordaba nada.
Pronto los bibliotecarios advirtieron la extraordinaria capacidad de Rómulo para encontrar libros. Pronto su habilidad le llevó de gira por el mundo a cientos de bibliotecas que reclamaban sus servicios. Visitó extrañas bibliotecas:
una, que creó un grupo de escritores, en la que absolutamente todos los libros presentaban sus hojas en blanco, si bien en la portada constaba un título y en su contraportada una sinopsis de la obra.
otra, que más bien era un museo, que se encontraba en EEUU y que se inauguró durante la vigencia de la Ley Seca. Todos los libros contenían una diminuta botella de alcohol en su interior.
otra, la biblioteca de Jeremías
von Bertalanffy, un erudito judío que jugaba con los libros. En una amplia sala los libros se hallaban situados en estantes, en cada uno de los cuales había espacio, únicamente, para tres volúmenes. Cada uno de ellos presentaba en el lomo tres títulos, correspondientes a cada uno de los títulos de los volúmenes que se hallaban sobre el estante. El juego consistía en desencuadernar cada uno de esos libros y encuadernarlos al azar, descubriendo así cada una de las tres obras del estante de forma fragmentaria y desorganizada. Su idea no era original: ya Mallarmé ideo algo similar en su
Livre, que nunca llegó a concluir.
otras, no extrañas pero sí cálidas, en Perú, Libia, Ecuador, Suráfrica, que son pequeñas bibliotecas y, por consiguiente, y según la opinión de Monterroso, las mejores, porque no tienen espacio para los libros malos, es decir, los contemporáneos.
Nunca se decidió a escribir. En su casa sólo se conserva un
Prólogo de una novela que nunca escribió y un
pequeño cuento, que siempre detestó, con el que fue finalista de un concurso en unos grandes almacenes.
Rómulo soñó con encontrar algún día el libro de arena de Borges. Jamás lo encontró. Su búsqueda fue ardua en otros tiempos. Ahora se ha disuelto aquel ímpetu inicial. Ya sólo observa los anaqueles de las bibliotecas en busca de libros perdidos. Ya apenas le inquieta la existencia del Libro perdido. Aunque tal vez, trata de convencerse a sí mismo, la pérdida y recuperación de los libros, le conduzca algún día al hallazgo del Libro.
El libro de Emery Blanchard que abre esta narración llegó a manos de Rómulo en extrañas circunstancias que aún no viene al caso detallar. Del libro del Blanchard existieron únicamente doscientos ejemplares diseminados por el mundo. Por tanto, la posibilidad de poseer tal libro, siquiera de poder contemplarlo o leerlo, se torna harto complicada. Rómulo lo sostiene entre sus manos como un preciado tesoro, como si del Santo Grial se tratase, mientras un hombre de negro, con un maletín, le mira a los ojos y le pregunta:
-¿Nos acompaña?
Pedro Garrido Vega.