Creo no caer en la soberbia (perdón si eso parece) si digo que, a estas alturas de lo leído, el que algún novelista contemporáneo me sorprenda y me fascine hasta el extremo de desear leer todo lo que haya escrito me resulta extraño y poco frecuente. Tremendo impacto me aconteció al leer Desgracia, de Coetzee.
Un libro puede conquistar al lector de mil maneras distintas: temática, estilo, crítica, profundidad, o una mezcla de todo, lo cual es lo deseable: que los libros sean crisoles perfectos donde su ejecución nos haga pensar en una mano maestra detrás de ellos. Para mi gusto, pocas novelas de este o del pasado siglo han alcanzado este estado de gracia: Pedro y el capitán, La invención de Morel (de la cual, ya nos advierte Borges en el prólogo que se trata de la novela perfecta), Crimen y castigo, La fiesta del chivo, El desierto de los tártaros, y pocas más (a sabiendas de que corro el riesgo de que Pedro me arroje a la cara la consistente edición de Cátedra de Rayuela). Pues bien, creo que Desgracia no quedaría excluida de este grupo.
Bajo la apariencia de un libro sencillo, sensación producida por un estilo muy directo, se esconde una novela que opera y juega con muy diferentes capas. La historia principal se resume en pocas líneas: un profesor de la universidad de Ciudad del Cabo, cincuentón y bastante epicúreo, tiene un affaire con una alumna que acaba siendo de dominio público cuando ésta lo denuncia por acoso sexual y abuso de autoridad. Orgulloso y altanero, David Lurie decide irse a vivir al campo con su hija antes que reconocer su error. A través, sobre todo, de un acontecimiento tan brutal como inesperado, nuestro protagonista descubrirá que el odio y la xenofobia que el hombre blanco ha sembrado en Sudáfrica se vuelve en su contra en una tierra que va pasando poco a poco a ser propiedad de los originales habitantes del país, y no de los colonos anglosajones.
Nació Coetzee en 1940 en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en el seno de una familia de emigrantes británicos que participaron en la colonización del país africano. Su vocación de escritor surgió cuando empezó a descubrir lo que había más allá de la sociedad burguesa, racista y colonial a la que pertenecía por su linaje. En 1971 se convirtió en profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo. Además de traductor, crítico literario y lingüista de referencia en Sudáfrica, donde desde la publicación de su primera novela, Tierras en penumbra (1974), despertó el recelo y la animadversión de la clase dirigente del país.
Como escritor, John Maxwell Coetzee permanece ajeno a los medios y a los reportajes, prefiriendo la soledad de su estudio, siendo coherente con lo que escribe, que de una forma u otra, se cimenta en la soledad. Sin embargo, el Premio Nobel que se le otorgó en 2003 ha roto esta comodidad, y ahora es estudiado en todo el mundo, con lo que se ha visto obligado a abandonar parcialmente su hermetismo, aunque no deja de lamentarse públicamente de ello cada vez que tiene ocasión de hacerlo.
Hace poco, la Editorial Debolsillo publicó la mayoría de las novelas de Coetzee en rústica. La edición de Desgracia cuesta poco más de ocho euros y se encuentra fácilmente en cualquier librería.
En resumidas cuentas, Coetzee es un escritor ético que nos habla de la civilización humana y de sus desgracias, de la inutilidad del idioma propio (en este caso, el inglés) para entenderse en un mundo que no nos corresponde, en el que siempre seremos foráneos. Como bien dijo Javier Marías del autor, “Las novelas luminosas y desconcertantes de J. M. Coetzee revelan que la verdad es siempre extranjera”.
Un libro puede conquistar al lector de mil maneras distintas: temática, estilo, crítica, profundidad, o una mezcla de todo, lo cual es lo deseable: que los libros sean crisoles perfectos donde su ejecución nos haga pensar en una mano maestra detrás de ellos. Para mi gusto, pocas novelas de este o del pasado siglo han alcanzado este estado de gracia: Pedro y el capitán, La invención de Morel (de la cual, ya nos advierte Borges en el prólogo que se trata de la novela perfecta), Crimen y castigo, La fiesta del chivo, El desierto de los tártaros, y pocas más (a sabiendas de que corro el riesgo de que Pedro me arroje a la cara la consistente edición de Cátedra de Rayuela). Pues bien, creo que Desgracia no quedaría excluida de este grupo.
Bajo la apariencia de un libro sencillo, sensación producida por un estilo muy directo, se esconde una novela que opera y juega con muy diferentes capas. La historia principal se resume en pocas líneas: un profesor de la universidad de Ciudad del Cabo, cincuentón y bastante epicúreo, tiene un affaire con una alumna que acaba siendo de dominio público cuando ésta lo denuncia por acoso sexual y abuso de autoridad. Orgulloso y altanero, David Lurie decide irse a vivir al campo con su hija antes que reconocer su error. A través, sobre todo, de un acontecimiento tan brutal como inesperado, nuestro protagonista descubrirá que el odio y la xenofobia que el hombre blanco ha sembrado en Sudáfrica se vuelve en su contra en una tierra que va pasando poco a poco a ser propiedad de los originales habitantes del país, y no de los colonos anglosajones.
Nació Coetzee en 1940 en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en el seno de una familia de emigrantes británicos que participaron en la colonización del país africano. Su vocación de escritor surgió cuando empezó a descubrir lo que había más allá de la sociedad burguesa, racista y colonial a la que pertenecía por su linaje. En 1971 se convirtió en profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo. Además de traductor, crítico literario y lingüista de referencia en Sudáfrica, donde desde la publicación de su primera novela, Tierras en penumbra (1974), despertó el recelo y la animadversión de la clase dirigente del país.
Como escritor, John Maxwell Coetzee permanece ajeno a los medios y a los reportajes, prefiriendo la soledad de su estudio, siendo coherente con lo que escribe, que de una forma u otra, se cimenta en la soledad. Sin embargo, el Premio Nobel que se le otorgó en 2003 ha roto esta comodidad, y ahora es estudiado en todo el mundo, con lo que se ha visto obligado a abandonar parcialmente su hermetismo, aunque no deja de lamentarse públicamente de ello cada vez que tiene ocasión de hacerlo.
Hace poco, la Editorial Debolsillo publicó la mayoría de las novelas de Coetzee en rústica. La edición de Desgracia cuesta poco más de ocho euros y se encuentra fácilmente en cualquier librería.
En resumidas cuentas, Coetzee es un escritor ético que nos habla de la civilización humana y de sus desgracias, de la inutilidad del idioma propio (en este caso, el inglés) para entenderse en un mundo que no nos corresponde, en el que siempre seremos foráneos. Como bien dijo Javier Marías del autor, “Las novelas luminosas y desconcertantes de J. M. Coetzee revelan que la verdad es siempre extranjera”.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Como has escrito un párrafo para incitarme a que te conteste, lo haré. En mi último comentario erscribía precisamente que no era partidsario de citar obras denominándolas imprescindibles porque siempre hay alguna que se me olvidará y muchas otras que me puedan echar a la cara, o incluso algunas de las que se mencionen pueden no ser del gusto de quien lee el comentario (aunque, por supuesto, todas las opiniones son respetables, aunque criticables). TE podría escribir una lista extensísima de obras que se te han escapado y que seguro que me confirmarías que también cambiaron algo en ti, pero no voy a hacerlo. Llámalo corrección política si quieres. Y, además, ten en cuenta que nos queda mucho por leer y descubrir. Qúe diablos, sí que voy a enumerar: Virginia Woolf (Orlando), Musil (el hombre sin atributos), Cabrera Infante (tres tristes tigres), Tolstoi (Ana Karenina o Guerra y paz, elige), Lewis Carroll (Alicia en el país de las maravillas, es un libro espléndido), cualquier cosa de Kaeabata o de Mishima, o incluso de Kenzaburo Oé, Gao Xingian (El libro de un hombre solo es fascinante), Juan Rulfo (¡Dios! no has nombrado Pedro Páramo), García Márquez (aunque me cueste decirlo, pero Cien años de soledad, tu novela por excelencia), y te acabas de leer La muerte de Artemio Cruz, que nadie como él ha tratado el tiempo en la narración, Eduardo Mendoza (tal vez prescindible para la humanidad pero no para ti y para mí), y deberías ponerte a fondo con Calvino (Si una noche de invierno un viajero...). Y lo dejo, pero te podría enumerar varias decenas más y no parar y todos serúian libros que seguramente considerarías importantísimos y desearías leerte todo lo que escribieron esos autores (con algunos de los que te he citado lo has hecho).
Definitivamente no me gustan estas clasificaciones. No soy capaz de elegir un autor preferido (tak vez sí una obra preferida, pero esa no es de este siglo ni del pasado, sino mucho anterior, ya sabes cúál es).
Hala, ya me has obligado a escribir un comentario, con lo vago que soy para eso. Un abrazo y a ver si nos vemos y te doy de una vez El mandarín, que ciertas polillas comienzan a mirarlo con ojos glotones.
Pues para ser vago a la hora de escribir un comentario, te has resarcido agusto...
Estoy, además, completamente de acuerdo contigo, salvo por la pederastia camuflada de literatura de Carroll, ni Pedro Páramo, ni La Muerte de Artemio Cruz.
Cierto, no he nombrado a Mendoza, cachis... Pero, recuerda, hablaba acerca de la búsqueda de la novela perfecta, no de las que me gustasen más o menos.
Y sí, tienes razón en que la novela perfecta universal ya se escribió hace un tiempito... Cuatrocientos años, exactamente
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