Helena:
He despertado. Y, despierto, no te recuerdo. No recuerdo aquella noche bajo la lluvia frente al mar. No recuerdo el paseo por los valles nevados. Ya no recuerdo el día en el zoológico donde te propuse mi teoría sobre el zoo lógico, que tú corregías de forma redundante denominándola teoría teórica acerca del zoológico lógico y yo, remiso siempre ante las disputas, corregía y llamaba Tierra zoológica, que no tierra zoológica, que las mayúsculas son muy importantes. No recuerdo tampoco el sabor afrutado de tus besos (siempre, siempre me supieron a frutas aunque yo te dijese que sabían a miel). Tampoco recuerdo tu mirada, que siempre me inspiró un temor racional y fundado (aunque yo te confesase que era irracional e infundado). No recuerdo la risa que provocaba en ti mi teoría sobre el sonido mudo de la hache, o la ache, o la acheh, ¡¿qué mas da?!, pregunclamaba o exclaguntaba yo, que a veces pronunciaba la hache (ache o acheh) de tu nombre como una jota, otras veces la aspiraba anglosajónamente y otras la transmutaba por una i griega (o tal vez se escriba y griega, si bien eso sería como escribir redundancia redundancia), sonido este último que me recordaba siempre a la Helena [o Elena, o (H)Elenah, o (H)Elhena, o (H)Elehna, o (H)Ehlena]* de Goethe, ¿o era de Fausto?¿o de Mefistófeles? Más bien la del lector. Era un sonido embellecido por el tiempo, que evocaba en mí sentimientos que ahora ya no recuerdo. Tampoco recuerdo esas declaraciones monstruosas, afectadamente líricas, despreocupadamente vulgares en las que anhelaba aunar todos los suspiros de tu vida en uno solo y dar vida así al viento, a la brisa que estremecía mi alma y me conducía a la tierra donde tomaba conciencia de mi necesidad de tu existencia, ya fuese a mi lado (hablando, acariciando, besando) o en mi memoria (orgánica actividad artera por definició). No podía dejar de aludir al peso mastodóntico de tus caricias, que arrastraba y que no me permitía desperezarme del miedo y abarcar con los brazos la libertad que un día poseí. Y cómo olvidarme de mencionar el calor de tus besos, convocados en uno solo para conformar un fuego inagotable que me situaba en la (falsa) disyuntiva del escorpión que, por ser falaz, no podía ser tal disyuntiva. Me vi, por tanto, forzado a persistir en mi obcecado esfuerzo por vivir, que nunca ha sido tal esfuerzo pues el verdadero esfuerzo sería no vivir estando vivo. Mi ateísmo (que supone una estructuración de categorías que implica a dios pero, a su vez, a todos los que se encuentran sometidos a su falaz entramado de infinitos y eternidades) no me permite otro consuelo que el consuelo del futuro, la esperanza de continuar existiendo. Y no recuerdo ya, de nuevo ese lirismo cursi (porque existe en muy diversas formas que ya analizaré para ti en mis cartas), la inmensa estrella (más que una enana blanca, una mediana roja) que, juntas, conformaban el total de tus miradas, y no recuerdo tampoco el ¡Evohé!, infinito y universal engendrado por tu pubis, como Dionisos del muslo de Zeus, que convocaba todos los orgasmos y las toneladas de éxtasis consumidas, que emulaban de forma vana la felicidad sentimental y agónica que cada uno de tus actos no recuerdo que provocase en mí. No recuerdo que me encontrase en el peor de los calvarios: peor que el de Tántalo, peor que el de Sísifo:
a) En el vórtice de un huracán.
b) Soportando toneladas de peso sobre mi cuerpo.
c) Cercado por el fuego.
d) Cegado por una estrella.
e) Narcotizado.
Regresé al sueño cuando te marchaste. Regresé al sueño para omitir tu pérdida. Regresé al sueño y al pasado, al deseo, a la insatisfacción continua de saberte existiendo y no poder compartir contigo. Regresé al sueño como un ejercicio de consuelo para encontrar lo que busco y no hallo en la realidad. Regresé al sueño para tenerte, Helena, y nombrarte de nuevo con la hache anglosajona, o con la h que es i griega o con la hache como si no estuviese allí, que era cuando me decías que te había llamado Elena y yo juraba por todos los dioses del Olimpo y por mis lóbulos frontales que había pronunciado con extrema minuciosidad la hache, pero que tú no lo habías advertido y que estuvieses más atenta que ya verías cómo la pronunciaba casi con deleite, y en la siguiente oración yo pronunciaba unas palabras (¿cómo puedes creer que no te llamo....) y dejaba esa pausa para que la hache se expresase y después, de improviso decía un Elena que no admitía discusión, por eso tú me advertías que yo no pronunciaba Helena, sino H-Elena y ya ambos reíamos, dónde ha quedado eso, tan sólo en mi memoria, que cada vez se asemeja más a mis sueños porque se deforma con el paso del tiempo hasta ser un recuerdo de un recuerdo en una sucesión infinita en la que la causa y la consecuencia ya no son imagen y reflejo, sino imagen y recuerdo, que parecen sinónimos pero nada tienen en común.
Regresé al silencio para pronunciar de forma definitiva esa hache que tantas veces te sustraje del nombre. Regresé al silencio porque no tenía ya con quien hablar. Regresé al silencio de la depresión, que es un silencio no deseado y, por tanto, ingrato, que menoscaba todo intento de recomposición. Regresé al silencio de la deserción del Interlocutor Ideal, regresé al mundo de la expresión sin comprensión.
Al final, ya, permanecías impertérrita, siempre tan Helena. Y yo siempre insignificante, siempre tan Julio. Tú, siempre tan elocuente, tan nítida, tan Borges, tan Mondrian. Yo siempre tan enrevesado, tan reservado, tan Huidobro, tan Duchamp. Mis intentos por imbuirte una nueva realidad fracasaron a causa de mi torpeza pero también de tu serenidad pasiva. No recuerdo quiénes era Borges, ni Huidobro, aquellos Borges y Huidobro. Sí recuerdo a los actuales, a los que he hecho míos.
No recuerdo los cientos de cartas que te envié. No recuerdo las miles de miradas dirigidas, ni los cientos de miles de caricias que pude extender sobre tu piel o que creí haber extendido sobre tu piel y tan sólo soñé que extendía sobre tu piel. No recuerdo si soñar y vivir forman parte de la misma realidad. No recuerdo los millones de palabras que te dediqué y los que engulliste con tus oídos, porque engullías con los oídos y me escuchabas a través de los ojos y me olías con las manos, lo que me evocaba en todo momento aquella novela de Bioy.
No recuerdo que lo pasásemos mal. Tampoco recuerdo que lo pasásemos bien. Acuerdo De No Agresión, supongo. En efecto.
No recuerdo que el tiempo sea un lenitivo eficaz, aserción propugnada, sin duda, por algún sujeto suicida. El tiempo no existe, afirmaron algunos, futuros suicidas, sin duda.
Ya, despierto del sueño de tu pérdida no recuerdo que deba sufrir por ti. Sin embargo, tampoco recuerdo que deba olvidarte.
*Elimino la posibilidad (H)Elenha, que nunca apreciaste por su similitud con el portugués, porque, afirmabas, suponía una objeción a mi teoría de la hache ubicua.
Pedro Garrido Vega.
viernes, febrero 17, 2006
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4 comentarios:
Ya te lo he dicho, pero te lo vuelvo a decir: qué bonito, Pedro. Siempre acabas haciéndome llorar, pero esta vez llorar está bien.
Un buen juego literario, chapó a las haches y sus espirales
Y que me haya tenido que enterar en las piramides que has vuelto a tu actividad literaria en este blog....
Vuelvo entonces a ser asidua visitante de este lugar. Es un placer volver a poder disfrutar de tu palabra escrita.
Saludos,
Negra
Uy, uy, uy, que me huele a regañina. Lo siento. Me encanta tenerte de lectoram de verdad.
¡¡Un saludo transoceánico!!
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