Subió al coche cuando sintió una mano contra su espalda que le empujaba hacia el interior forrado de cuero, de ese cuero negro que se pega a la espalda en los meses de calor, y en Sevilla, esos meses eran muchos al cabo del año. La mano enguantada parecía formar un solo ser con la tapicería del vehículo cuando pasó de la espalda de Juan a apoyarse con suavidad pero con firmeza en el cuero del auto. La mano no venía sola, sino acompañada de casi cien kilogramos de matón con aspecto de ex-boxeador, el cual siguió empujando a Juan hasta empotrarlo contra la lujosa puerta trasera izquierda. Juan pudo sentir el frío cristal contra su viejo rostro, y a duras penas contemplar el exterior: una calle simple, anodina, hueca y cargada del hedor de la extracción social más humilde. Algunos curiosos se pararon con el descaro que da el territorio propio a ver el espectáculo que se desarrollaba dentro del Mercedes negro de cristales ahumados, lo cual no aminoraba el espíritu de intromisión de los parroquianos. Las cagao, amigo, le dijo el matón a Juan. Las cagao bien cagá y daquí no saldrás salvo con los pies por alante, compartió con él mientras extraía de un bolsillo de su lujoso esmoquin una navaja roñosa y la enfilaba hacia el cuello de él. Fuera, el público rugía de excitación. Man dicho que taga daño, y daño ti vi hacé. ¿Tas preparao? El no rotundo de Juan se perdió entre gorgoteos de sangre cuando el matón comenzó a abrirle la garganta a trompicones, debido al gastado filo de aquel instrumento emponzoñado. No supo cuánto tiempo estuvo así pero, oh me muero Dios me muero me muero y no sé por qué y me muero, estuvo pensando durante mucho tiempo, más del que hubiera deseado. Los parroquianos rugían de placer. Al final, el matón dio por concluido su trabajo, limpió la cuchilla con la camisa de seda de Juan, ahora encharcada de sangre, y salió del asiento de atrás para sentarse en el del conductor y largarse de ese agujero. Si hubiera alcanzado el asiento de piloto por dentro del coche en vez de salir de éste, ahora seguiría vivo, seguiría degollando traidores, insolventes, morosos. Su decisión le costo la vida, y no podemos decir que fuera una vida que el universo vaya a lamentar. AL salir, al salir del coche, la masa, la turba, la marabunta, el poder del grupo, la incontenible marea de injusticia que siempre aflora cuando el individuo se convierte parte de un colectivo, le inundó. Alguien que no estaba libre de culpa arrojó la primera piedra, y las demás volaron a su encuentro. Palos, piedras y gritos de asesino surgiendo de voces descarnadas de hombres, niños, ancianas. Patadas frías sobre su rostro que comienza a llenarse del calor de la sangre, de la riada de sangre sobre el suelo mal asfaltado. Su sorpresa da paso a la furia, y ésta al dolor, y del dolor hay poco camino hasta exigir piedad, piedad a través de sus cuerdas vocales pisoteadas, de sus ojos rotos, de su cráneo hundido, hundido, me hundo joder me hundo me muero. Triste destino de aquel que siembra tormentas. Pero lo terrible es que daba igual la culpabilidad: sólo importaba esa especie de fe ciega que se erige con terrorífico valor, el valor de los cobardes envueltos entre cobardes, con osadía de metralla, con el espíritu asesino del anonimato gremial.
Cayetano Gea Martín
martes, enero 31, 2006
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