CARLOS. Todo comenzó cuando nos conocimos en la universidad. Ella provenía de una familia adinerada: la típica familia burguesa que consideraba a la mujer como un ser inferior, proclive a amamantar hijos más que a acudir al aula magna. Imagínate, pues, el escándalo de ésta cuando se enteraron de que su benjamina quería cursar filosofía en la universidad pública, en vez de Marketing por la privada, o qué sé yo.
ALBERTO. (Con cara de sospecha y enfado) Para un poco el carro, amigo. Te he pedido que te retraigas a los hechos, no que me cuentes tu vida.
CARLOS. Lo sé, pero creo que es relevante para que comprendas el por qué de su muerte. La necesidad de matarla para que fuera libre. La única forma para que fuera libre… (Su mirada se pierde, ensoñador)
ALBERTO. Vale, vale. Continúa. Y deja de disculparte, me provoca arcadas.
CARLOS. No me disculpo. Sé que no tengo perdón. Y sé que debo pagar por lo que hice, ¡oh, vaya si lo sé bien! No busco expiación, créeme. Solamente exponer los hechos.
ALBERTO. (Exasperado) ¡Que vale! Continúa, hazme el favor.
CARLOS. Bueno, pues nos conocimos en la universidad. Lo que recuerdo con más viveza fue la primera vez que la vi, dueña y señora de una belleza de leona, morena, arrebatadora, rotunda. Desde aquel día supe que ella era mi destino y mi condenación, y posiblemente la suya. Era demasiado hermosa, ¿comprendes? Su belleza hería los ojos, el alma, la creación.
ALBERTO. Ajá, bien. Sigue.
CARLOS. Íbamos juntos a las asignaturas troncales, y me las apañé para sentarme cerca de ella, a pesar de que su presencia resultaba dolorosa, ofensiva. Me hacía sentir que todo lo que yo había conocido hasta entonces eran nimiedades, apenas la corteza de la realidad, de la verdad. Ella era todo, lo abarcaba todo, todas las lenguas, todas las teorías y conceptos de las humanidad. Todos los sinónimos de la palabra hermosura.
ALBERTO. (Con socarronería) Y siendo ella tan hermosa y tú tan vulgar, ¿cómo surgió el amor entre los dos?
CARLOS. Porque ella quiso. Porque ella me eligió. Yo no hubiera reunido el valor para abordarla ni en un millón de años, créeme.
ALBERTO. (Continúa mirando a Carlos con gran ironía e incluso, desprecio) No sé por qué, pero te creo.
CARLOS. Al principio, no supe bien qué fue lo que ella vio en mí. No lo comprendía. ¿Cómo aquella diosa dignaba posar una sola y fugaz mirada en mí? Yo era el típico post-adolescente que se las daba de intelectual, de lector, de cultivado, y que, por ende, sufría hasta lo indecible en el terreno del amor. Virgen y frustrado, adoptaba ante los demás cierto y afectado aire de superioridad, para luego en la intimidad masturbarme con fiereza entre lágrimas de frustración.
ALBERTO. El típico pajillero con el Ulises de Joyce bajo el brazo, vamos.
CARLOS. Exacto. Por eso era incapaz de nada, y menos con ella. Pero fue ella la que vino a mí. Al principio, como te digo, no comprendí qué fue lo que la indujo a ello. Más tarde lo entendí todo con meridiana lucidez…
ALBERTO. (Con cara de sospecha y enfado) Para un poco el carro, amigo. Te he pedido que te retraigas a los hechos, no que me cuentes tu vida.
CARLOS. Lo sé, pero creo que es relevante para que comprendas el por qué de su muerte. La necesidad de matarla para que fuera libre. La única forma para que fuera libre… (Su mirada se pierde, ensoñador)
ALBERTO. Vale, vale. Continúa. Y deja de disculparte, me provoca arcadas.
CARLOS. No me disculpo. Sé que no tengo perdón. Y sé que debo pagar por lo que hice, ¡oh, vaya si lo sé bien! No busco expiación, créeme. Solamente exponer los hechos.
ALBERTO. (Exasperado) ¡Que vale! Continúa, hazme el favor.
CARLOS. Bueno, pues nos conocimos en la universidad. Lo que recuerdo con más viveza fue la primera vez que la vi, dueña y señora de una belleza de leona, morena, arrebatadora, rotunda. Desde aquel día supe que ella era mi destino y mi condenación, y posiblemente la suya. Era demasiado hermosa, ¿comprendes? Su belleza hería los ojos, el alma, la creación.
ALBERTO. Ajá, bien. Sigue.
CARLOS. Íbamos juntos a las asignaturas troncales, y me las apañé para sentarme cerca de ella, a pesar de que su presencia resultaba dolorosa, ofensiva. Me hacía sentir que todo lo que yo había conocido hasta entonces eran nimiedades, apenas la corteza de la realidad, de la verdad. Ella era todo, lo abarcaba todo, todas las lenguas, todas las teorías y conceptos de las humanidad. Todos los sinónimos de la palabra hermosura.
ALBERTO. (Con socarronería) Y siendo ella tan hermosa y tú tan vulgar, ¿cómo surgió el amor entre los dos?
CARLOS. Porque ella quiso. Porque ella me eligió. Yo no hubiera reunido el valor para abordarla ni en un millón de años, créeme.
ALBERTO. (Continúa mirando a Carlos con gran ironía e incluso, desprecio) No sé por qué, pero te creo.
CARLOS. Al principio, no supe bien qué fue lo que ella vio en mí. No lo comprendía. ¿Cómo aquella diosa dignaba posar una sola y fugaz mirada en mí? Yo era el típico post-adolescente que se las daba de intelectual, de lector, de cultivado, y que, por ende, sufría hasta lo indecible en el terreno del amor. Virgen y frustrado, adoptaba ante los demás cierto y afectado aire de superioridad, para luego en la intimidad masturbarme con fiereza entre lágrimas de frustración.
ALBERTO. El típico pajillero con el Ulises de Joyce bajo el brazo, vamos.
CARLOS. Exacto. Por eso era incapaz de nada, y menos con ella. Pero fue ella la que vino a mí. Al principio, como te digo, no comprendí qué fue lo que la indujo a ello. Más tarde lo entendí todo con meridiana lucidez…
Cayetano Gea Martín
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