Desde el dolor que me supone escribirte, te escribo esta carta de amor, esta canción desesperada, este dardo sin más intención que la de calmar mis nervios y la de pedirte un favor que sólo en tu mano está el concederme.
El daño que te hice, si te sirve de consuelo, amado mío, acude a mí ahora, multiplicado por cada minuto de mi existencia que no pasé a los pies de tu cama, contemplando tu respiración sosegada y temiendo porque algún día no pudiera contemplarla más, que me encontrara perdido, y varado en la orilla gris de estos días insulsos, vacíos, de amores furtivos y promesas de felicidad envueltas en hielo y ron.
Como me conoces bien, sabes que intento enternecerte, ablandarte y conseguir así, quizá, que el favor que te voy a pedir me sea cumplido. Sólo quiero una cosa, algo que sólo tú puedes cumplir y que me pertenece. Después, desapareceré. No volverás a saber de mí aunque me llevarás contigo y miraré por ti desde la triste distancia de las hojas secas del otoño.
No puedo evitar amarte y continuar amándote. Este amor me duele y quema y ennegrece mi carne; y mi reflejo del espejo me mira y se ríe de mí, me reclama su parte del pastel, como todos, como tú. Tú, que tienes algo mío y por lo que no puedo pagar rescate, porque nada tengo; todo va contigo, lo que queda de mí es una mera sombra de mujer que vaga por la calle equivocada.
Por ello, mi amor, te pido que me lo devuelvas, te lo suplico. Esta angustia de amor, este túnel sin salida, no termina, no llega a término y, lo que es peor, la desgraciada que te escribe esto no es capaz de no amarte ni de dejar de odiarse a sí misma. Como una marioneta con las cuerdas cortadas, el suelo me recibe y entorno mis ojos de madera ante la luz del sol, reservada ya para otras y otros.
Cayetano Gea Martín