jueves, septiembre 29, 2005

Epístola de desamor ficticia, femenina y epicúrea


Desde el dolor que me supone escribirte, te escribo esta carta de amor, esta canción desesperada, este dardo sin más intención que la de calmar mis nervios y la de pedirte un favor que sólo en tu mano está el concederme.

El daño que te hice, si te sirve de consuelo, amado mío, acude a mí ahora, multiplicado por cada minuto de mi existencia que no pasé a los pies de tu cama, contemplando tu respiración sosegada y temiendo porque algún día no pudiera contemplarla más, que me encontrara perdido, y varado en la orilla gris de estos días insulsos, vacíos, de amores furtivos y promesas de felicidad envueltas en hielo y ron.

Como me conoces bien, sabes que intento enternecerte, ablandarte y conseguir así, quizá, que el favor que te voy a pedir me sea cumplido. Sólo quiero una cosa, algo que sólo tú puedes cumplir y que me pertenece. Después, desapareceré. No volverás a saber de mí aunque me llevarás contigo y miraré por ti desde la triste distancia de las hojas secas del otoño.

No puedo evitar amarte y continuar amándote. Este amor me duele y quema y ennegrece mi carne; y mi reflejo del espejo me mira y se ríe de mí, me reclama su parte del pastel, como todos, como tú. Tú, que tienes algo mío y por lo que no puedo pagar rescate, porque nada tengo; todo va contigo, lo que queda de mí es una mera sombra de mujer que vaga por la calle equivocada.

Por ello, mi amor, te pido que me lo devuelvas, te lo suplico. Esta angustia de amor, este túnel sin salida, no termina, no llega a término y, lo que es peor, la desgraciada que te escribe esto no es capaz de no amarte ni de dejar de odiarse a sí misma. Como una marioneta con las cuerdas cortadas, el suelo me recibe y entorno mis ojos de madera ante la luz del sol, reservada ya para otras y otros.

Cayetano Gea Martín

miércoles, septiembre 28, 2005

EL DÍA D, Novena Parte

Como dije, entré triunfal con mi traje de luces y marcando paquete en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, esperando un recibimiento sonado, en lo cual no me equivoqué. Miles y miles de fans de Iron Maiden abarrotaban la plaza en espera de sus ídolos. Habían conseguido reducir (masacrar) a los cuatro pobres gatos encargados de controlar el evento, y ahora no cabía un alfiler en la plaza.

Creo que fue aquella gorda descomunal con una camisa negra, en la que se podía ver, impresa, la portada del álbum de los Maiden titulado Seventh Son of a Seventh Son, la primera persona en sacudirme. Lo que ya no recuerdo es quién fue la o el que del puñetazo en la garganta con el que me obsequió me hizo caer de bruces al suelo, e inmediatamente una lluvia de pies y manos pugnaban por dejarme un recuerdo inolvidable del concierto.

Empero, las correosas alas volvieron a aparecer en mi espalda (y el dolor esta vez me pareció menor, ya que mi cuerpo ya venía aliñado por las ostias que me propinaban los fans de los Maiden) y me salvaron de morir allí, en la arena de la hermosa plaza de toros de la hermosa República Independiente de Leganés.

Mientras me elevaba con no demasiada seguridad, pude ver a El Pelota agitando el hacha hacia mí con un inútil, aunque espectacular, muestrario de energía. Aprovechando sus fútiles intentos, comencé a hacerle cortes de mangas, a pesar de dolor que sentía por la tormenta de sopapos.

El hecho de que un meteorito impactara contra mi nuca, me empujara de nuevo hacia abajo, me diera la vuelta sin saber cómo, que mi piel ardiera en negros jirones y fuera sustituida por una especie de quitina cristalizada, que se desviara el curso del meteorito debido al impacto y que me dirigiera enganchado al asteroide de nuevo hacia Madrid, me desconcertó bastante…
Cayetano Gea Martín

domingo, septiembre 25, 2005

Domingo

Abro mis ojos color avellana y permito que la suave luz del atardecer los bañe de rojizo fulgor. Hoy ha sido uno de esos extraños días de paz, de no salir de casa y de sentir cómo la calma me rodea, de cómo mi reloj vital se ralentiza al ritmo de una balada de jazz; así, el corazón se acompasa con la batería y late lento pero infinitamente poderoso.

Todo va bien. Hoy no había nada que hacer, salvo leer, releer y escribir. Con calma. Sin prisas. El sol se pone por su lugar común mientras saco a mi perro y huelo el primer aire del otoño que mece mi pelo en lentas oleadas castañas.

A la vuelta, una copa de vino, una película y una cena generosa me esperan con impaciencia. Doy buen provecho de las tres con calma, apurando los restos del día mientras fuera, más allá de las colinas, algunos se afanan todavía con sus maletines llenos de corbatas de papel y sueñan con días como éste.

Pienso en la felicidad que me provocan los días así, los días en lo que me detengo a escuchar el rumor de olas que anida en mi pecho. En estos días, como el de hoy, hago cuentas de lo andado, de lo bueno y de lo malo, y todavía me sale positivo el extracto. Me duermo acunado por la luz de Selene con una sonrisa en los labios.
Cayetano Gea Martín

jueves, septiembre 22, 2005

EL DÍA D, Octava Parte

La reacción de los parroquianos ante el anuncio del atraso del concierto y, encima, la eminente aparición estelar de El Niño de Zarzaquemada en su lugar, fue algo antológico y brutal. Jamás ví tal cantidad de seres humanos montar semejante marabunta. La confusión general no favorecía en absoluto mis planes. No podía pensar con tamaña tormenta heavy desarrollándose a mi alrededor. ¿Qué hacer? ¿Debería entrar igualmente en la plaza? Parecía que sin micrófono, ni escenario, no habría forma de comunicarme con el respetable. Aún así, decidí entrar y que fuera lo que Lucifer quisiera.

Mientras pensaba en la mejor vía para pasar de tapadillo, pude observar por el rabillo del ojo a un muchacho joven, delgado y trajeado que descendía de una limusina con la intención de entrar en la plaza por uno de los soportales laterales (concretamente, el que da a la Calle AC/DC). Inmediatamente supuse que se trataba de El Niño de Zarzaquemada, el cual se dirigía con paso raudo hacia el interior de la plaza. Sin pensármelo dos veces, corrí hacia él y llegando a su altura, considerable, por cierto, posé la rodilla en tierra y le supliqué un autógrafo. No sólo se negó a ello sino que además me mandó a cierta parte del cuerpo humano encargada de la evacuación de cuerpos sólidos de una forma bastante desconsiderada. Sin más miramientos, procedí a reducirle a él y a sus dos gorilas, con la sana intención de hacerme con el traje de luces y poder así entrar en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés. Como pude apreciar volé hasta allí, Lucifer me había otorgado determinados dones que se manifestaban cuando eran requeridos. Así, en aquella ocasión noté cómo un calor infernal pugnaba por abrirse paso a través de mi garganta. Así ocurrió. Una espantosa bola de fuego salió disparada de mi boca hacia los tres citados sujetos. Aún resuenan en mis oídos sus gritos y conservo su olor a churrasco en la nariz.

Lo más curioso de todo fue que la bola de fuego redujo a dióxido de carbono a los tres desdichados, pero dejó intactas todas sus ropas y pertenencias (uno de los guardaespaldas, constaté, llevaba bolas chinas). Sin hacer demasiados aspavientos, sacudí los restos de El Niño de Zarzaquemada y me introduje como pude (entendí por qué los toreros necesitan ayuda) en el traje de luces.

Así fue cómo hice mi entrada triunfal en la plaza de toros de La República Independiente de Leganés, con la espada envuelta en la capa y la montera calada. Ah, casi podía soñar con un hermoso aluvión de claveles, bragas y sostenes… Lo que me llovió fue bastante distinto...
Cayetano Gea Martín

lunes, septiembre 19, 2005

1, 2, 3...

Tengo un cuchillo, un cuchillo tengo, uno, dos, tres…
Para cortar todo aquello que sobra: tu mirada, tu cordón umbilical, tus porqués.
Para incidir en tu llaga y retorcerlo dentro de ella con cruel e insano placer.
Para ver la luna reflejada en su superficie cristalina de transparente quinqué.
Para trocear mi cuerpo en segmentos independientes y desaparecer.
Para perder, ganar y caer de nuevo. Y levantarme, otra vez.

Tengo dos almas, dos almas tengo, dos, tres, una…
Una para desear estar muerto en las frías madrugadas,
Y otra para resucitar del fango de tus cenizas enamoradas.
Una para verme al trasluz de mis pecados en la fría alborada,
Y otra para absolverme de toda suerte de condena indeseada.
Ambas brillan solas y juntas y forman el todo de mi esencia compilada.

Tengo tres años por delante, tres años tengo, tres, uno, dos…
Para no prometer nada y prometerlo todo si se tercia a mi son.
Para ventilar las telarañas del quizá a la luz del sol.
Para comprobar que la altura desde la que puedo caer es cada vez mayor.
Para morir como un perro atropellado y renacer con gran dolor.
Para enlazar mis dedos con los tuyos en nuestro común destino de amor.
Cayetano Gea Martín

sábado, septiembre 17, 2005

EL DÍA D, Séptima Parte

Recordarás, atento lector, que me dirigía hacia la plaza de toros de La República Independiente de Leganés para hablar ante un público numeroso, ya que tocaban esa noche los Maiden. Bueno, pues hacia allí me fui, pero no en Metrosur, si no volando, ya que sólo tuve que desearlo para desplazarme por los cielos, como Peter Pan (con la salvedad de que a él no le brotaron dos enormes alas correosas que le desgarraron la espalda, haciéndole desear estar muerto). Encontré fácilmente la ubicación de La República Independiente de Leganés desde el aire, y a ratos podía divisar abajo (volaba como a treinta metros, no me atrevía a más) a El Pelota siguiéndome como podía, aunque en breve lo perdí de vista. No pudo seguir mi velocidad de crucero. Que se joda.

Aterricé en las cercanías de la plaza de toros, con tan mala suerte que introduje mi pie derecho en un mini de calimocho del cual mamaban un grupo de jovenzuelos ataviados con camisas negras y largas pelambreras. Ante mi sorpresa, no sólo no se sorprendieron de mi llegada (ni de mis alas, que se replegaron dentro de mi espalda hasta desaparecer de forma tan dolorosa como surgieron), sino que me ovacionaron y me convidaron a probar su calentorro brebaje. Sin lugar a dudas, algo tendrían que haber oído de lo que pasaba en Madrid, amén de que, al mirar hacia el horizonte, se observaba el cielo de poniente rojo y con rugir de una tormenta cada vez más cercana. Una tormenta más sangrienta de lo habitual, les aseguré. Y ya de paso aproveché para hacer proselitismo con aquel grupo y difundir mi mensaje. Se lo tomaron bastante bien, casi con satisfacción, lo cual me desconcertó temporalmente, hasta que pude leer las diferentes y satánicas máximas que rezaban sus camisetas. Supuse que aquello sería casi un premio para ellos. El jefe estaría contento ante semejante entusiasmo.

Les expliqué mi cometido, cómo necesitaba entrar en el concierto y difundir mi mensaje a cuantos más mejor. Muy amablemente, condescendieron en intentar hacerme pasar de tapadillo entre ellos. Acepté encantado su propuesta y ya nos dirigíamos hacia la entrada cuando por megafonía anunciaron que debido a causas ajenas a su voluntad, el concierto se vería retrasado unas cuantas horas, ya que los integrantes de Iron Maiden aún no habían llegado a La República Independiente de Leganés. Al parecer, se encontraban atrapados en medio de un enorme atasco formado por la gente que abandonaba Madrid como alma que lleva el diablo (nunca mejor dicho). En su lugar, y mientras tanto, El Niño de Zarzaquemada, un famoso torero local, marearía con su capote a unas cuantas vaquillas…
Cayetano Gea Martín

martes, septiembre 13, 2005

el niño

I - 15

La primera vez que estuve cara a cara con el niño, yo apenas contaba quince años. Recuerdo de aquel primer encuentro que él quería jugar conmigo, quería que fuéramos hasta el polvoriento parque infantil que había debajo de mi hogar y que jugáramos a la guerra de las galaxias, aunque me advirtió que él, como promotor de la partida, escogería representar el rol de Darth Vader. Asustado, rechacé la proposición, por miedo a que mis vecinos me vieran jugar con un niño, encaramado a un columpio e imitando los sonidos de una espada láser con mi boca, aunque deseara hacerlo más que nada en el mundo. Recuerdo que el niño se puso muy triste, como si acabara de descubrir que yo, su mejor amigo, no fuera a jugar con él jamás.


II - 26

El niño continuó visitándome de forma esporádica y cuando menos me lo esperaba, aunque generalmente los domingos. Hacía mucho que no sabía de él, así que me alegró verlo dando saltos por la calle hacia mí, con sus pantaloncitos cortos y su camisa con un osito dibujado en ella. Me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos a jugar ya mismo al parquecito. Le dije que era imposible, que estaba trabajando por las mañanas y estudiando por las tardes, que los fines de semana quedaba con mis amigos e intentaba conocer a la mujer de mi vida, que mi vida era demasiado complicada y que, aunque me seguía llamando jugar con él, no tenía tiempo. El niño se llevó una gran decepción e intentó soltarme la mano. Para mitigar su pena, le invité a que viniera a mi casa, que se sentase en mi sillón y que viera la guerra de las galaxias las veces que quisiera, desde mi DVD. La idea, aunque la aceptó, no le consoló del todo. Su mirada me decía que no era lo mismo ver que sentir, y que por muchas veces que las viera en mi televisor, nunca sería lo mismo. Tenía razón, como siempre. Prometí llamarle al móvil o mandarle un mail de vez en cuando.


III - 51

El niño. Mucho tiempo hacía que no veía ya al niño. Pero eso no significaba que no quisiera verlo. Me dedicaba a buscarle por mi solitaria casa, como el hijo que nunca tuve. Intentaba comprar su retorno con las lágrimas que vertía por cada una de sus ausencias. Nada funcionaba. Parecía que jamás volvería ya a mí.


IV - 85

Recuerdo aquel día muy bien, ya que fue el día en que el niño volvió. Esta vez, la sorpresa fue suya. Él asomó su carita de ámbar por la puerta de mi dormitorio y yo me abalancé sobre él blandiendo mi espada láser de cartón. El niño siempre fue de pensamiento rápido, y así, pasó de la sorpresa al goce en menos de medio minuto. Me cogió de mi arrugada mano, la suya olía a promesa de parque infantil, a mi inocencia perdida. Nos subimos al mismo columpio de siempre, pero mi cuerpo ajado y marchito no me permitía seguir sus juegos. ¡Irónico destino! Ahora que quería jugar con él no podía. Me senté a llorar de impotencia en un banco, amargas lágrimas surcaban mi arrugado rostro, mientras que el niño me acurrucaba, con mi cabeza depositada sobre sus rodillas. Allí continué llorando mucho tiempo, maldiciendo a mi edad, a la vida, a las ocasiones perdidas, a la soledad. Llorando por el niño que fui, por el niño que quise abandonar, por al que ya no puedo hacer nada.
Cayetano Gea Martín

domingo, septiembre 11, 2005

EL DÍA D, Sexta Parte

Acaso el tiempo se convierte en deseos rotos para otros seres humanos, pero no para mí, que los ví cumplidos de una forma que sólo puedo clasificar de triunfal, aunque el camino fue duro y, a veces, por qué no decirlo, ridículo. Aún así, el premio final merece la pena, aunque para alcanzarlo haya que atravesar determinados puntos de inflexión más desagradables que leerse las obras completas de Dan Brown de una sentada y en ayunas.

Así me encontraba yo cuando Lucifer me depositó en el suelo, asustado y temeroso del porvenir, pero con la mente puesta en mi meta, que nunca ha sido otra que, parafraseando a Homer Simpson, ser más que alguien. Con ello en el coco, me convertí en el mesías que anunciaba a gritos la buena nueva, la llegada del reino de los infiernos. Obviamente, el que la ciudad entera se hubiera convertido en un hervidero de azufre, que el cielo fuera de color sangre y que enormes meteoritos destruyeran los edificios, hacía mi tarea mucho más fácil. Aún así, partí raudo a cumplir con los deseos de mi nuevo jefe.

Lo primero que pude comprobar era que mis capacidades sensoriales habían aumentado considerablemente, con lo que mi percepción de la realidad era claramente superior al común de los mortales, que se apartaban de mí con el respeto (o el miedo) dibujado en su frente. Hasta el esqueleto enano de hacha gargantuesca se apartó de mí con evidente temor. Supongo que ese gesto suyo confirmaba que había entrado en plantilla. Aún así, pude observar cómo me seguía allí a donde fuera a distancia prudencial. Sospeché que era el pelota de turno encargado de vigilar si el nuevo la cagaba. Por cierto, para mayor comodidad, ya que soltar cada vez que lo cito el rollo de esqueleto draconiano enano, o enano óseo con cuerpo de dragón o mil retruécanos más es muy fatigoso para mis dos neuronas, por lo que le llamaremos a partir de ahora El Pelota, así, en mayúsculas, para que sepamos siempre de quién se trata. ¿Estamos de acuerdo? El enano ése con un hacha más grande que él mismo se llama a partir de ahora El Pelota. Vale.

Bueno, abreviando, el caso es que decidí que lo mejor que podía hacer era acudir a algún evento de masas para ahorrarme el trabajo de ir acojonando al personal uno a uno. Recordé así a bote pronto que en la plaza de toros de Leganés (ciudad al sur de Madrid a la que, como buen y fiel leganense o pepinero, llamaré a partir de ahora La República Independiente de Leganés), había esa noche un concierto de los Maiden. Hacia allí acudí, con la sana intención de quitarle el micrófono a Bruce Dickinson (para los iletrados, el bueno de Bruce es el vocalista de Iron Maiden, también conocido como La Sirena) y anunciar el fin del mundo tal y como lo conocemos (“y me siento bien”, nota de Michael Stipe). Sobre si logré o no mi propósito en la hermosa plaza de toros de La República Independiente de Leganés hablaremos más tarde...
Cayetano Gea Martín

jueves, septiembre 08, 2005

La Espuma de Venus

Te miro y te busco y te encuentro donde siempre y donde siempre es donde me gusta estar tú puesta de pie en toda tu hermosa altura desnuda y yo arrodillado ante ti intentando capturar con la punta de mi lengua todo tu sabor mientras tu me regañas porque es tarde y porque nos están esperando y porque ya no quieres como antes y porque en fin cariño tras dos años ya no hay pasión y además te acabas de poner la crema y no esa cuestión de eliminarla del cuerpo y yo sólo pienso en tumbarte para mejor hundir mi boca en ti mientras te oigo gemir de placer porque sabes que se me da bien que sacaría un diez en cualquier examen oral pero tú ya no quieres ni gimes ni te gusto ni tu sexo me pertenece para darte placer ni para nada más que no sea ver cómo se esconde envuelto en algodones como si fuera algo frágil que se fuera a romper en vez de explotar en mis sentidos y de recorrer su fragancia y de caer de nuevo bajo el influjo de las feromonas que exhala o que exhalaba porque ahora sólo emana fría indiferencia hacía mí que tantas noches grandes y gratas y tantos días de esto es una locura es mediodía mientras jadeabas de deseo pero te oponías por seguir el juego el llegamos tarde pero no el llegamos tarde de verdad todos los días y el estoy cansada y me duele la cabeza y yo me muero por pensar quién anida ahora en tu cabeza en vez de yo y por qué no me lo dices y abandonamos esta farsa que no nos reporta bien a ninguno salvo cada vez más odio y tedio.
Cayetano Gea Martín

lunes, septiembre 05, 2005

EL DÍA D, Quinta Parte

Lucifer me alzó hasta su altura y me escudriñó con pétrea mirada (obviamente), mientras su boca intentaba articular palabras sin demasiado éxito. Lo que surgió de su garganta de mármol era más parecido a un ininteligible entrechocar de piedras que provocaba dentera y que hizo aullar de dolor a todos los perros que había en tres kilómetros a la redonda.

Al rato, fue capaz de vocalizar lo suficiente como para que pudiera entender determinadas palabras sueltas en un castellano bastante arcaico. Supuse que hacía mucho que no se daba un garbeo por Madrid. Por lo que comprendí, más o menos, era que me elegía a mí, desdichado mortal, para que anunciara entre el común de los mortales la buena nueva de su llegada, la proclamación oficial de que el infierno en la tierra había llegado.

Así fue como me convertí en el agente del diablo, como aquél desdichado coleguita de Drácula que gustaba de papear moscas y arañas. No es que a mí me lavara el cerebro, no. Que yo siempre he procurado apostar a caballo ganador y no había que tener mucho coco para darse cuenta de quién llevaba las de ganar en todo este tinglado de mil demonios (nunca mejor dicho).

Como todo jefe, Lucifer captó rápidamente mis reiteradas muestras de peloteo y, con una palmadita en la espalda me depositó en el suelo y me instó a comenzar mi trabajo. Casi esperaba que encendiera un habano y me contara un chiste malo. Afortunadamente, no fue así, que bastante terapia necesitaría ya por el resto de mi vida como para añadir más leña al fuego.

Y así comenzó mi periplo intentando informar a la población de lo que se le venía encima. Pero de cómo lo logré y de cómo terminé en el Palacio de la Moncloa vestido de torero hablaré otro día…
Cayetano Gea Martín

sábado, septiembre 03, 2005

Corticoide dos de tres...

Es bajo los efectos de un poderoso corticoide que escribo estas líneas desde el ordenador de mi hogar. Una horrible urticaria vegeta en mi piel desde hace dos días sin saber aún su causa, y el corticoide que me han recetado me deja casi en estado vegetativo y con el rostro fatigado e hinchado. Al menos hoy no he tenido que ir a trabajar deslizándome por las calles de Madrid.

Siempre que me encuentro bajo los efectos de algún tipo de droga, y casi siempre, de forma involuntaria, que conste, que vocación de experimentación no tengo, que no me considero ningún De Quincey, me da por escribir de corrillo para ver qué sale de toda esta montaña de cortisona que recubre mi cerebro ahora mismo y entorpece mi visión y mis enlaces sinápticos.

Así, he empezado a golpear con dedos surcados de prurito rojizo el teclado y de fondo he puesto el disco de Los Poetas han Muerto de Avalanch, mientras me deleito en el tremendo giro musical que dio este grupo desde que se fue el critter que cantaba antes. Libre, pues, de las influencias del rock patrio, este grupo se ha convertido en su propio referente y estandarte, lo que no deja de suscitar críticas dentro de sus sectarios compañeros de profesión.

Estupendo, el corticoide me hace crítico musical de medio pelo a lo Rafa Basa. Por lo menos, su efecto se empieza a notar en mi piel, la cual comienza a verse libre de manchas rojas, al menos, durante las próximas doce horas, una tregua que me hará feliz y me hará creer que ya está, que retomo mi vida de nuevo y dejo de rascarme de forma compulsiva de una vez. Las piernas aún me pican como un demonio, aunque algo menos. Por lo visto, el picor se desplaza arriba y abajo sin razón huyendo de la cortisona.

Perdón, me estaba rascando los gemelos. Sé que no debo, pero es inaguantable. Dios, que pase esto pronto, por favor. Es de lo más perturbador, aunque he descubierto otro remedio casero de lo más eficaz y que potencia el efecto del corticoide: la masturbación. Así que os dejo aquí aprovechando la soledad de esta casa y os emplazo a la siguiente entrega del Día D ese, cuando llegue, que siempre que empiezo una historia larga me voy cansando según sigo.

Sed buenos y recordad que los poetas han muerto, que se marchitan las rosas que un tiempo sus lágrimas regaron para ti.
Cayetano Gea Martín

jueves, septiembre 01, 2005

EL DÍA D, Cuarta Parte

Allí permanecía, agarrado a la peana del Ángel Caído, y esperando haber dado esquinazo a mi óseo (y enano, que no se nos olvide) perseguidor. Contemplaba a la realidad muriendo en el caos en que se había convertido, con enormes bolas de fuego cayendo a saco desde el cielo, estrellándose con fuerza atómica en el suelo y surgiendo de las llamas más esqueletos draconianos, mientras hervía el agua y el aire y el asfalto comenzaba a fragmentarse y a intentar combarse hacia arriba, como si algo monstruoso quisiera abrirse paso a través de él.

Alcé la vista hacia la estatua enhiesta de Lucifer para contemplar una aureola dorada sobre su cabeza, aureola que se difuminaba contra el cielo rojo de nubes negras. Con el dorso de la mano enjuagué de mi cara lo que esperaba que fuera sudor y pude observar que no había tal aura, sino un círculo luminoso que nacía (o moría) en algún punto indefinido en el firmamento. La luz ambarina que emanaba se derramaba sobre la estatua, haciendo que ésta pareciera más viva, al insuflar cierto color carne al conjunto.

De repente, una revelación hizo que manchara (aún más) mis hermosos vaqueros de H&M. ¿Cómo es posible que la estatua hubiera cambiado de posición? Antes de que algún teorema naciera en mi mollera, la marmórea mano del ángel caído que le decía fuck you a Dios, se abrió y se flexionó, dejando caer pequeñas nubes de polvo blanco, para acabar cogiéndome de la cabeza y alzándome del suelo como un pelele. Cabe decir que la situación se me antojaba desagradable y, por qué no decirlo, extraña. No todos días la estatua de Lucifer se estiraba en toda su altura y hermosura, con tu cabeza engarfada entre sus dedos.
Cayetano Gea Martín