viernes, marzo 31, 2006

El cerebro de Dios, séptima entrega

9.Donde descubrimos el experimento de Rómulo, una conversación captada al azar y sus consecuencias.

El café de Leónides es amplio y oscuro, el humo es el aire que se respira. Es el local preferido por los habitantes de M. Rómulo elige una mesa apartada, pide un café al mozo, saca el libro, abre la ventana y descubre que de nuevo son narrados los hechos que hasta el momento le han acontecido. Su experimento será el siguiente: Rómulo dejará pasar el tiempo sin hacer nada. Si es necesario llevará este experimento hasta sus últimas consecuencias: se encerrará en casa y dejará que su vida transcurra en la inacción. Se le ocurren, sin embargo, dos posibilidades por las que el experimento podría no tener efecto. Para alguien que escribiese a posteriori, le bastaría con escribir: ...y Rómulo se dejó llevar por la desidia en los días posteriores al comienzo de la lectura del libro y con ello habría dado por concluido un amplio período de tiempo de inacción; si el escritor relatase los hechos a priori todo lo que él hiciese no tendría sentido ya, pues estaría escrito de antemano. Rómulo decide pues cerrar los ojos y abstraerse, tratar de evitar cualquier pensamiento, de obviar cualquier conversación cercana. Mantiene esa disposición durante diez minutos. Después, abre de nuevo la ventana:

Rómulo es, por fin, el presente, el ahora, se ha desprendido de la memoria, ni siquiera recuerda este libro, no sabe quién es Emery Blanchard, ni Georges, no Odile, ni Marcel. Rómulo se siente vivo por primera vez en su vida aunque aún no es consciente de ello. Tal vez comience a serlo en el momento de leer estas páginas y comprenda por fin aquella frase de Macedonio: se cumplió la belleza de la no-Historia. Rómulo inspira, espira, inspira, espira, su dedo índice se mueve lentamente, inspira, el dedo se apoya sobre la mesa, espira, el párpado le tiembla, inspira, el párpado sigue temblando, espira, es ahora el momento de máxima evasión del tiempo, Rómulo concentrado en la nada, la inspiración y la espiración no son ya más que actos involuntarios, ahora se siente inmerso en la nada, una nada que no es ese abismo inhóspito donde habita la soledad, sino esa otra nada previa a la catarsis, a la expresión de lo sublime.

Entre sus notas, esta:
Soy el impulso del Universo. Soy el rotor de la Tierra, del Sol, de la Vía Láctea, de todo lo existente. Soy, ante todo, el impulso del tiempo.

Rómulo regresa a la inspiración y espiración como actos conscientes, necesarios, aún no es consciente de que la pérdida de esa necesidad implica la libertad absoluta, el despojo, a la vida, de la permanente sombra de la muerte.

Cierra, exhausto, la ventana. Dos tipos que se encuentran en una mesa próxima mantienen una extraña conversación.

...y Cossini, Gadelton y yo bebemos capuchinos sin cesar en lo de Martini, que nos sirve un café tras otro hasta que salimos de allí y a poco no tienen que avisar a la ambulancia para tratarnos de coma cafeínico. Al salir acusamos a Martini de promover la adicción al café. Los tres, nerviosos, cafeínicos perdidos, salimos del local despidiéndonos de él con una reverencia y un adiós maestro bajo su sonrisa complacida. Martini considera nuestra pomposa marcha un acto protocolario de loa a su pericia cafetera. Lo de Martini no es esencial en esta historia pero no te conté ya de su existencia y aprovecho cualquier ocasión para publicitarle el local al maestro, no sé si comprendes, y como te decía, uno de esos días descubrí que puede haber gente sin rostro, ¿Cómo sin rostro?, Ni más ni menos, sin rostro. Un tipo sin rostro. Imagina, Cossini hablando ese día de ateísmo y enunciando aquel argumento con el que es capaz de desarmar al Creyente Supremo, En realidad, si lo piensan, todos somos ateos, algunos llevamos un dios de ventaja a los demás pero esa es sólo una diferencia nimia. Gadelton y yo no paramos de reír y él se sienta muy recto, serena su rostro y explica, Cuando los ateos a los que llevo ventaja me expliquen por qué no creen ellos en el resto de los dioses ya no será necesario que yo les explique el porqué de mi ventaja sobre ellos, Esa actitud tuya es, sin duda, económica, apunta Gadelton, No es económica, sino coherente, aunque en cierto modo la coherencia cumple con el principio rector del Universo: la economía energética, responde Cossini, De hecho, tal vez la humanidad no sea más que un reflejo de ese principio rector, propongo yo, y Cossini se periscopa y anuncia, Yo, sin embargo, de tanto que economizo, al final siempre me queda algún remanente de energía ahorrada que he de evacuar, y se marcha sin dilación al excusado, ¿Sabes que se murió Marco? me pregunta Gadelton, No, respondo, Estuve en el entierro, me dice, lo de siempre, algunos llorando y el resto por compromiso, esperando que acabe todo para volver a sus casas, besar a sus mujeres y sus hijos y olvidarse de Marco para siempre, la muerte no sólo mata a los hombres sino también a la memoria de los hombres en el resto de los hombres. Pero, ¿sabes una cosa?, y me mira fijo, como si fuese a contarme un secreto, En realidad yo nunca lo he visto, ¿Cómo que no lo has visto?¿Qué quieres decir con eso?, observo, No sé, no lo veo, caí en la cuenta el otro día, no soy capaz de verlo, está ahí, sé que existió pero no lo veo, ¿Tú recuerdas de que color tenía los ojos?
La pregunta de Gadelton tuvo el efecto de una sacudida bestial sobre mí, un empujón hacia un sitio incierto, a un rincón que el raciocinio se niega a aceptar que existe: las preguntas sin respuesta posible, los vacíos de Auguste Blanchard.¿Te imaginas? Darte cuenta que conoces a un tipo desde el colegio y que nunca le has visto la cara. No sé cómo era su nariz, ni sus labios, si tenía alguna cicatriz en la cara, ni de qué color eran sus ojos. Pensé en mi mala memoria o en alguna amnesia especialmente selectiva. Recuerdo sin duda alguna la figura de Marco: alto, delgado, el pelo castaño y rizado y recuerdo bien sus manos, sus dedos muy largos y muy blancos. Pero siempre le veo de espaldas, o tras alguna persona, o tras alguna columna, o tras un periódico, o bajo una sombra. Recuerdo bien uno de sus cumpleaños, él tras una tarta enorme soplando las velas y yo sin poder distinguir su rostro. Es extraño, ¿verdad? Y sin embargo, más extraño fue lo que siguió.
Es como si fuese un dios, me dice Gadelton, al que miro sorprendido, Sí, no me mires así, piensa qué hacen los dioses: se presentan ante nosotros en forma de hechos sobrenaturales y nadie es capaz de advertir su presencia material, de contemplar su rostro. Ambos nos quedamos pensativos. Sin embargo sí recuerdo ahora su coronilla, se estaba empezando a quedar calvo, Otra muestra de economía energética, digo yo, y reímos los dos, Pero ya se acabó Marco. Cuando comencé a pensar en él, a despedirle de mi memoria fue cuando vi todo este asunto del tipo sin cara. Y en eso llega Cossini y Gadelton le pregunta, ¿tú recuerdas los ojos de Marco?, Claro, eran azules, hermosos, nunca vi algo igual, creo que ya os lo dije en alguna ocasión, No, nunca nos lo dijiste, Cossini. Ese fue un momento jodido, de verdad, Gadelton y yo nos mirábamos pensando que tendríamos que recoger los ojos del suelo sabiendo que Cossini era capaz de ver a Dios y, sin embargo, no creía en él, qué mundo paradójico, ¿entiendes? Pero pronto nos dimos cuenta de nuestro error. Dice Gadelton, Pues ya no volveremos a verlo. Murió. Ya no veremos cómo se queda calvo, Ah, ¿pero se estaba quedando calvo?, dice Cossini pensativo, ¿Sabes que no soy capaz de recordar su coronilla?

Una nueva nota:
Alcanzo, sólo a veces, y en raptos de suprema clarividencia, a comprender que lo único que buscas es lo que yo inconscientemente te ofrezco. Ese es quizá el motivo por el que tu felicidad y la mía son un tanto inexplicables, porque no habita en nosotros la continua búsqueda del placer del otro, el desesperado anhelo de reconocimiento del enamorado.

-¿Nombró usted a Auguste Blanchard?- interrumpe Rómulo la conversación.
-Claro- contesta sorprendido uno de los interlocutores- el defensor de las máculas del tiempo.
-Perdone mi ignorancia pero, ¿qué son las máculas del tiempo?
-Según Blanchard, son instantes de tiempo detenido o, si lo prefiere, vacíos. Vacío como carencia pero también y, a su vez, como necesidad. El instante de tiempo detenido refiere la necesidad, la hace explícita como única realidad posible en él. Según Blanchard, una mácula de tiempo es un instante de la duración, algo que jamás aceptaría Bergson y que, sin embargo, en la filosofía de Blanchard es un concepto intuitivo pues a pesar de considerar el tiempo un continuo considera que la conciencia no es continua: separa el ser del tiempo. Según él, son dos realidades ajenas e independientes.
-¿Sabe dónde podría encontrar alguna obra de Auguste Blanchard?
-En realidad, no. Leí una vez algo que me prestó un amigo pero ni siquiera se trataba de un libro. Creo recordar que eran unas cuartillas fotocopiadas. Blanchard era un escritor un tanto marginal.
-¿No conocerá por un casual a su hermano?
-Claro, Emery Blanchard, pero apenas lo he leído. Emery era un tipo más bien místico y siempre fue muy reservado. Por lo que sé apenas apareció en público y no le gustaban las entrevistas, por lo que casi lo único que queda de él son sus libros. Qué injusticia cometieron con él..
-Tal vez la injusticia la cometió él con los demás.
-¿Cómo?
-Nada, tan sólo pensaba. Gracias por su amabilidad. Rómulo Gea, encantado.
-Felisberto Ariel. Encantado.

Rómulo se marcha de la cafetería. Piensa en Georges, en Odile, en Marcel, en Sophie, en Emery y Auguste Blanchard, en Ulises Alonso, en Cossini, en Marco. Piensa, sobre todo y siempre, en María.

Yo.

jueves, marzo 30, 2006

A propósito de...varias y heterogéneas lecturas recientes

Esperanto, de Rodrigo Fresán.
Este autor es uno de los más conocidos autores argentinos del momento. Leí con avidez su libro Jardines de Kensington, que me pareció una auténtica obra de ingeniería literaria. En ella se narraba la vida de Barrie, el autor de Peter Pan y entre esa narración se incluía la vida de un autor imaginario de literatura infantil a punto de suicidarse.
Rodrigo Fresán es un autor pop. Siempre se le define así. Bob Dylan, The Beatles y muchos grupos y artistas de la época hyppie desfilan por sus libros. Esperanto fue su primera novela y no fue una excepción.
-Nadie me entiende-dijo Esperanto.
Y abrió los ojos.
Esta aparente paradoja es el leitmotiv de esta obra, en la que un músico, Esperanto, hace repaso de su vida durante una semana que será crucial para descubrir algunos secretos que le habían sido guardados. No me gustó tanto como Jardines de Kensington pero es de fácil lectura y ya apunta algunos de los rasgos que después le convertirían en un narador excelente.

Por fin solos, de Cristina Peri Rossi.
Imaginemos que vamos a una clase donde todos los días nos cuentan la misma lección. Ya la hemos comprendido el primer día y puede ser interesante, pero por fuerza de repetir siempre la misma lección nos termina resultando anodina y sin interés. Es lo que me ocurrió con este libro. Son cuentos acerca de las relaciones de pareja muy orientadas al público femenino y en las que se narran temas demasiado recurrentes ya, según mi opinión. He de decir, sin embargo, que tanto el primer como el último cuento del libro me parecieron hasta cierto punto sorprendentes por el punto de vista empleado por la narradora. El resto de cuentos, no me aportó nada nuevo. Tanto es así, que ya los he olvidado.

La letra e, de Augusto Monterroso.
Qué pena que publicase tan poco este autor al que tanto respeto profeso. En todo lo que escribe ni falta ni sobra una sola palabra, una sola coma. Este es un libro que pretende ser un diario o algo así como un cuaderno de pensamientos. No existe relación entre los temas tratados pero al final todo se resume en el binomio literatura y vida. Nombra hasta la extenuación a Sterne y a Proust, se detiene en aquellos juegos que tanto le gustaban (los palíndromos y los textos bifrontes) y narra sus relaciones con algunos escritores, entre los que figuran Cortázar o Ítalo Calvino. Recomiendo leerlo sólo por el placer de leerlo.
Dos palíndromos que figuran en el texto:
Adán no calla con nada.
Sums are not set as a test on Erasmus.

Un texto bifronte:
Entre verdes aires.
Entrever desaires.

La religión de un médico, de Sir Thomas Browne.
Probablemente, si Borges no hubiese nombrado a este autor en su cuento Tlön, Uqbar Orbis Tertius, hubiese pasado desapercibido para nosotros, aunque sus contemporáneos afirmaron que su estilo era inigualable. Leí este libro pues, con cierta expectación y más aun sabiendo que era Javier Marías quien lo traducía. El resultado, una pequeña decepción. El primer texto, correspondiente al que da título al volumen, trata de explicar las bondades de la religión cristiana pero apenas se detiene en el punto de vista del médico y acepta muchas de las aserciones simplemente mediante la fe. El segundo texto, que es el que menciona Borges en su título y cuyo quinto capítulo tradujo al alimón junto con Bioy trata acerca del enterramiento mediante urnas funerarias. Para un lector curioso puede ser interesante ya que hace un recorrido histórico por las distintas religiones y sus ritos funerarios centrándose sobre todo en los ritos que implican la cremación del difunto. Como curiosidad es aceptable. El último de los textos trata acerca de los sueños y propone esa visión mística que aún perdura en muchas personas hoy día y que tanto explotó Borges en sus cuentos. Interesante por lo evocador de las ideas.

Prisión perpetua, de Ricardo Piglia.
Leí este libro de cuentos por la recomendación que de él se hacía en una edición crítica del Adán Buenosyres, de Marechal, en el que se exponían los paralelismos tan estrechos que existían entre aquella novela, este cuento de Piglia y Rayuela. Personalmente, no creo que existan lazos tan estrechos entre ellas y personalmente también, Prisión perpetua me parece la más floja de las tres aunque no me parece en absoluto una mala narración. Trata acerca de un escritor que en su juventud conoció a otro escritor que se parecía extraordinariamente a Scott Fitzgerald y que defendía la inclusión de la literatura en la vida, y viceversa. El estilo es sorprendente. Del resto de cuento apenas guardo recuerdo lo que para mí significa que no me resultaron especialmente sorprendentes (o tal vez, que mi memoria sea cada vez peor, lo cual tampoco debe descartarse).

Las cosas, de Georges Perec.
No puedo evitar la admiración que me causa este escritor. Por lo que he leído me parece uno de los grandes novelistas del siglo pasado y este libro lo confirma. Su estilo es excelente: sobrio, sencillo, rápido. Esta obra lleva por subtítulo Una historia de los años sesenta, en la que anticipa ya lo que ocurrirá tras esa década: la primacía de la publicidad, la creación en la sociedad de necesidades que hasta entonces no se planteaban, el cambio en el estilo de vida, la posesión de objetos como forma de expresión social. El primer capítulo, breve, recuerda a La vida, instrucciones de uso. Está, además, escrito en condicional. El resto, narra la vida de una pareja inmersa en esa sociedad cambiante y a la que se resisten a incorporarse.
Unas líneas que determinan la idea principal de la novela:
A veces les parecería que una vida entera podría desarrollarse armoniosamente entre aquellas paredes cubiertas de libros, entre aquellos objetos tan perfectamente domesticados que habrían acabado creyéndolos hechos para su uso único, entre aquellas cosas bellas y simples, luminosas. Pero no se sentirían atados a ellas: ciertos días irían a la aventura. Ningún proyecto les sería imposible. No conocerían el rencor, ni la margura, ni la envidia. Pues sus medios y sus deseos se armonizarían en todo punto, en todo tiempo. Darían a este equilibrio el nombre de dicha y, con su libertad, su prudencia, su cultura, sabrían preservarla, descubrirla en cada instante de su vida común.

Memoria del mundo y otras cosmicómicas, de Ítalo Calvino.
Una obra que sólo podría haber escrito Calvino. Muchos las definen como historias de ciencia ficción. A él no le gustaba denominarla así porque no se proyectaban hacia el futuro (como todas esas historias de robots y Apocalipsis informáticos) sino que se proyectan hacia el pasado, hacia el inicio del tiempo. Cada una de las historias va precedida de una breve teoría científica (aceptable o no hoy día, eso es lo de menos) y a continuación un narrador que ha vivido toda la historia del universo y del cual no se nos informa sobre su naturaleza, tan sólo que se llama Qfwfq, nos cuenta sus experiencias ante aquellos sucesos. Me gustó especialmente Todo en un punto, por su originalidad, por lo cómico de las situaciones que se describen, por haber sido escrito por Calvino.

Cajón de lecturas variadas.
Como sería largo y tedioso comentar estas obras por su inmenso interés tan sólo las nombro e insto a cualquiera que lea estas recomendaciones a que las lea sin demora:
Teoría de la inteligencia creadora, De José Manuel Marina, para saber qué es la inteligencia, cómo funciona, por qué somos diferentes de los ordenadores y cómo utilizamos esa inteligencia para crear. Su libro parte de la idea de que la inteligencia es una capacidad animal transfigurada y que, de hecho, el hombre posee una inteligencia creadora.
¿Qué es el budismo?, de Borges y Alicia Jurado, que he releído con interés y que explica perfectamente el origen del budismo a partir de los mitos hindúes, los diferentes mitos que sustentan al budismo y las distintas ramas que se han generado a partir de esos mitos comunes. Esencial para entender esta filosofía de vida.
Introducción a la metafísica, de Rafael Gómez Pérez, libro que cacé al azar en la biblioteca y que se centra sobre todo en las ideas metafísicas de Santo Tomás, muchas de las cuales se apoyaban en las de Aristóteles y que aun hoy siguen vigentes. Se explican todos los conceptos básicos con simplicidad. Emprendí su lectura con cautela pero se lee con cierta facilidad.

Y, por ahora, nada más. En un futuro no muy lejano, haré un compendio de mis lecturas acerca de estética (¿Qué es el arte?).

Pedro Garrido Vega

miércoles, marzo 29, 2006

El Viaje, Capítulo I - El Accidente

I. (3 de 3)
Impacto.
Un tremendo impacto.
Un tremendo impacto que sacude por entero el diminuto baño del avión y me hace flotar en el aire durante dos interminables segundos
Mira, mamá, sin manos
en los cuales siento una ingravidez no producida por la carencia de gravedad, sino por un movimiento brusco y de inconmensurable cinética de arriba abajo, la misma sensación de volar que conocen los suicidas del viaducto, sólo que mi suelo no está en la calle Segovia, a cien metros más abajo, sino a apenas ochenta centímetros de mi cabeza, la cual va a su encuentro en cuanto pasan los dos segundos de levitación forzosa.
Mira, mamá, sin dientes

La boca se estrella contra el sucio suelo de linóleo y estalla en una roja burbuja de dolor. La sangre surge como líquido en un pulverizador, segundos antes de comenzar a manar a riadas. El dolor es tan grande que se me olvida gritar mientras me orino encima de los vaqueros, incluso olvido al pandemonio que tiembla de caótica excitación a mi alrededor. Porque el compartimiento estanco que forma el baño del avión parece resquebrajarse por entero, con titánicas sacudidas que me mandan de un sitio para otro, al techo, al suelo, contra las paredes. Dos o tres veces golpeo el espejo del lavabo y cada vez que lo hago, se quiebra más y se cubre más de sangre. El universo gira a mi alrededor, y lo hace de forma ensordecedora, con un estruendo agudo como un grito o un prolongado frenazo. Intento taparme los sangrantes oídos, pero no sé dónde se encuentran éstos ni mis manos. Soy una marioneta con las cuerdas cortadas dando tumbos en una lavadora fuera de control, mientras giro y giro en la más horrible de las montañas rusas. Sólo pienso en que termine, en que muera de una vez, en que mi cuerpo se desintegre y que todo desaparezca. No pasa mi vida delante de mí. No recuerdo a los seres amados ni pienso en el daño que infligí. Sólo deseo que todo termine.

De repente, tan súbitamente como surgió, el movimiento cesa. No se va parando poco a poco, sino que la realidad vuelve a encajarse de golpe en su sitio. Un instante antes estaba saltando en un ruidoso caos sin gravedad y un instante después todo para.
Quietud.
Total y absoluta.

Mi cuerpo, tumbado sobre el suelo lleno de cristales, papel higiénico, fragmentos varios de mampostería y mi sangre, aún posee la inercia de la sacudida y no ha descubierto que todo ha parado. Mis oídos pitan desaforados entre los hilos de sangre que los intentan taponar. Descubro con mi lengua sangrante y mordida que me faltan varias piezas dentales. Una manta de calor cubre mi ojo derecho y parte de la cara. Tengo una pierna torcida hacia el lado contrario de la articulación normal de la rodilla, oh, Dios. No te desmayes, aguanta, mírate, reconócete. Siento al menos tres costillas rotas. Dios, qué dolor. No te desmayes, desgraciado. Completa tu revisión. El brazo izquierdo se encuentra doblado de manera antinatural, y colocado debajo de mi nuca. El hombro se ha salido, siento la cabeza del húmero flota libre entre mi carne y tendones, qué dolor, Virgen Santa, qué dolor más espantoso, aguanta, aguanta y termina. No creo que tenga algún órgano destrozado, aunque es pronto para asegurarse. La pierna izquierda y el brazo derecho parecen intactos, gracias a Dios por estos pequeños detalles, joder. Con éste último palpo todo lo que el dolor me permite mi destrozado cuerpo. Duele, duele, me cago en Dios y en todo el santoral al completo. El vientre parece en su sitio, sin bultos raros. Tanto la polla como los cojones están en su sitio, aunque éstas se encuentran ligeramente entumecidas e hinchadas. A lo peor me quedo como un puto mulo. Curiosa preocupación cuando lo más seguro es que la diñe. Dolor. Sigo tocándome con la mano del brazo bueno hasta llegar a lo que en mi incombustible vanidad más temo: los posibles daños producidos en el rostro. Joder, qué dolor, qué dolor, aguanta, cabronazo. Tengo la barbilla partida por la mitad, noto el hueso destrozado bajo mis dedos. Palpo dentro de mi boca y hago un rápido recuento: he perdido tres molares, un canino, los cuatro premolares. Ningún incisivo perdido, gracias, Señor del universo, oh, duele, duele, me cago en la puta, joder, termina, termina y luego te desmayas, nenaza. Tengo miedo de comprobar el calor ciego que me cubre el ojo derecho, tengo miedo, miedo. Examino primero la nariz. Está rota, el tabique troceado en, al menos, tres partes. Me llevo la mano detrás de la nuca y, milagrosamente, no parece que tenga ninguna brecha en el cráneo. Palpo cristales y sangre, pero nada grave, nada grave, eso parece, duele, duele. Bajo la mano por la frente y descubro, horrorizado, a qué se debe lo de mi ojo derecho: el cuero cabelludo se ha desprendido y me cubre un tercio del rostro. Incrédulo, palpo el cráneo liso, la carne arrancada que cuelga como la más horrible de las persianas y el pelo que le acompaña y que roza mi ojo y mi mejilla.

Creo que ya puedo desmayarme.
Cayetano Gea Martín

lunes, marzo 27, 2006

El Viaje, Capítulo I - El Accidente

I. (2 de 3)
Abro la puerta del WC e intento sentarme en la montaña rusa que supone defecar a esta altura y a esta velocidad, a pesar de que no se note el efecto de ambas. Gracias al cielo por la física, ¿eh? Ahora comprendo cuando mi profesor decía que todo dependía del punto de vista del observador. Pienso, mientras vacío mis sufridos intestinos, en la hermosa azafata morena de acento canario (es curioso, ahora lo capto), en el repelente niño que lee un libro demasiado grande para su diminuto cerebro pre-púber y que cree comprender, en la azafata fea, en el señor gordo y con pinta de imbécil que se sienta a mi lado y que sufre la típica incontinencia verbal de los que no tienen realmente nada que decir… pero al medio minuto mi mente comienza a repasar mi desgracia, mi caída al exilio. Lo que hice fue… bueno, no estuvo bien, no, nada bien…

La lluvia golpea mi rostro mientras me inclino hacia el suelo y recojo lo que, con las prisas, casi pierdo, coño, odio que llueva siempre en los momentos dramáticos, pero es una especie de ley, de ley no escrita, de sabiduría popular universal, algo subconsciente en la mente colectiva maestra, mientras observo cómo los canalones de las casas bajas de este inmundo pueblo desalojan sobre las cabezas de los algunos viandantes poco precavidos interminables decímetros cúbicos de agua con un ligero tinte marrón, la lluvia sucia y caliente del verano, cuando el cielo es una amalgama de polvo que se convierte en barro, y el agua desciende por las calles en riadas de fuerza intermitente, como el embiste de de una turbia eyaculación de Dios que es engullida con furia y anhelo de amante por los desagües, por esos agujeros estratégicos que siempre me han hecho pensar, desde que con trece años me leí aquel jodido libro que me hacía cagarme de miedo en la soledad nocturna de mi habitación, en compartimentos oscuros y húmedos a ras del suelo y que se encuentran llenos de globos de colores que flotan, flotan y flotan, porque ahí abajo todos flotan, y me paro a pensar en el peso demasiado real de lo que llevo en el bolsillo y que pienso utilizar sólo si es necesario, aunque mi corazón sabe que lo será, que tendré que usarlo y que me condenaré, tanto en este mundo como en los que vengan, “que vengan, pues”, pienso desafiante, mientras valoro mi crimen y las reencarnaciones que me costará (como decían Les Luthiers, pasaré de sultán de la India a tigre de Bengala, y de ahí a bacilo de Coj), o los infiernos en los que tendré que morar, pero sólo pienso en el daño y en el dolor que voy a infligir y en que él no puede quedar sin castigo, no, no puede: no es cuestión de mal y bien, ni siquiera de ética, joder, es cuestión de horizontes machistas: soy un perro que no puede marcar su territorio, una víctima de su propia territorialidad animal irracional, y lo peor es que me gusta, lo disfruto, y me sigo sintiendo, a mis treinta y muchos, como un puto adolescente con granos pajeros, incapaz de madurar ni de abandonar un orgullo infame que sólo sirve para acabar con dolor de huevos y ceniza en la lengua, pero sé que es la maldición de hombre, sé que ningún hombre es maduro, jamás, es un fallo genético, una tara que hace que el catedrático de arte eslavo y letras muertas se parta la caja cuando le mandan un email en el que un hombre se cae de su bicicleta, u otro ejemplo cualquiera que simbolice mi (nuestra) inmadurez, pero me da lo mismo, soy consciente de ello y de que tengo que cumplir con este penoso ritual de hombría, mientras la lluvia me sigue golpeando, y entonces le veo, le veo a él, a él, a él, como una aparición onírica, envuelto en un pesado abrigo que sirve de escudo deflector contra el agua, no como mi empapada chaqueta, que debe añadir veinte kilos más de peso al total del conjunto, no como él, perfectamente seco debajo de su impermeable antiosmótico que repele la lluvia con la gracilidad antitética que siempre produce contemplar a alguien que va en contra de la naturaleza, alguien tan decididamente no entrópico, y tan alto, tan guapo y tan cachas, con ese porte y esa decisión que las vuelve locas, con ese sentido del humor que es una herencia directa de su sangre andaluza, su pelo pajizo y sus buenos modos con ellas, esos buenos modos tan fingidos y aparentes que sólo engañan a ellas, claro, pero un experto en el arte del flirteo como soy yo enseguida capta el truco, y me jode que me arrebaten el premio utilizando mis artimañas, qué coño, y menudo premio, eh, que Elena no es una cualquiera, con ese cuerpazo pidiendo a gritos un traje de saliva, pero el cabronazo éste niño peras de anuncio de aparato de abdominales ha mordido al hueso equivocado del perro viejo equivocado, y se ha ganado a pulso un susto, solamente eso, nada más, un pequeño susto que le quite las ganas de meter la polla en corral ajeno…

Impacto.
Cayetano Gea Martín

sábado, marzo 25, 2006

Niño

Niño de piel y de ojos sin suerte
De cráneo calvo y manos sin venas
Mi comodidad es tu condena
Mi silencio, tu silenciosa muerte

Niño de negra boca seca
Perlada de huevos de mosca
Tu corazón es su limosna
Tus ojos su porcentaje de ventas

Niño de desnutrido corazón
De alma muerta antes de luchar
Su barriga es nuestro maná
Su capital nuestra televisión

Niño de fuego apagado
Rescoldo del tercer o cuarto mundo
Nuestros eufemismos son ácidos
Vuestras muertes innobles
Sus propósitos inmundos

Y nuestro silencio culpable
Cayetano Gea Martín

jueves, marzo 23, 2006

El cerebro de Dios (experimento hipertextual), sexta entrega

8.Vigilancia del Libro y algunas reflexiones lingüísticas.

Antes de retomar la narración, visitemos de nuevo el cartapacio:

Mi vida es tu ausencia. Requiero tus pasos junto a los míos y descubro que junto a mí tan sólo camina mi sombra. Cada palabra que intuyo, cada pensamiento que cruza mi mente están dirigidos a ti. Vivo como si actuase en una obra de teatro, representando para ti, buscando la forma de encontrarte. Contemplo en ti mi felicidad, que tiene tu cuerpo, tu voz, tu mirar. Contemplo en ti mi futuro, ansío en ti mi futuro. Y desearía en ti mi pasado, que nunca hubiese existido un comienzo, que hubiésemos sido siempre dos espejos enfrentados. Y perder así el temor al azar del futuro. No es azar ya, no es tampoco destino, es mi inexorable camino hacia la felicidad consuetudinaria.
Breve cita:
Tal vez lo elegante sea vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales.
Paris no se acaba nunca, E. Vila-Matas.

Rómulo avanza a grandes zancadas por la calle. Alguien le sigue. Rómulo no presta atención. Piensa: debo deshacerme del libro ¿dónde dejarlo? aquel banco de allí parece un buen sitio cualquiera es un buen sitio no hay nadie alrededor sí ese tipo ¿de qué me suena? no sé tal vez imaginaciones mías no no pueden ser imaginaciones mías.
Se acerca al tipo que le sigue, que intenta pasar desapercibido entre la gente que observa los escaparates de un centro comercial. Rómulo corre tras él y logra alcanzarlo.
-Oiga, ¿por qué me sigue?...Respóndame, se lo exijo...¿No responde?¿Tendré que llamar a la policía?...Mire, yo ya no quiero el libro, porque es el libro lo que está vigilando, ¿no?...No lo quiero, lléveselo, me iba a deshacer de él, no tengo curiosidad por leerlo...Tómelo. Usted lo coge, se lo lleva, yo me olvido del libro y se lo hace llegar a otro cualquiera...En serio, no lo quiero. Si no lo coge lo voy a tirar en cualquier papelera que encuentre...¿No lo coge?...Bien.
El tipo detiene a Rómulo cuando éste gira para marcharse.
-Son las normas, amigo. No puede deshacerse del libro sin haberlo leído antes. Usted aceptó esas normas, ¿recuerda? No sea testarudo. Márchese a casa, ponga un poco de música y lea. No le permitiremos que se deshaga del libro. Mucho menos que lo destruya.

Colémonos por un momento en el bolsillo interior de la chaqueta de Rómulo. En él se halla un papel plegado que parece reciente:

Documento según el cual el Sr. Rómulo Gea se compromete a cumplir las condiciones expuestas a continuación:
1. Leerá de principio a fin el libro de Emery Blanchard titulado El cerebro de Dios.
2. Evitará en lo posible el deterioro del volumen, así como su extravío.
3. Colaborará en la captación de nuevos lectores del Libro.
4.Mantendrá en secreto, salvo cuando reciba órdenes de no hacerlo, la existencia del Libro.
5.Eludirá cualquier conversación que verse acerca del contenido del Libro.
6.Intentará abrir el maletín que le ha sido entregado cuando haya leído al menos la mitad del Libro.

Rómulo comprende que debe leer el Libro. Nadie le obliga, ni siquiera ese papel que lleva en la chaqueta. Es tan sólo una obligación moral. ¿Pero acaso existe la moral? No es lo que negaba Blanchard en su decálogo? Rómulo no se siente capaz aún de dar ese salto. Lo que es válido para la literatura no tiene por qué serlo para la vida.
Rómulo no se marcha a casa. El mismo tipo le sigue aún, esta vez sin ocultarse. Rómulo dilata el tiempo para no tener que verse delante del libro. Teme abrirlo y no poder ya levantar la vista de él. Se le ocurre una idea. Después la pondrá en práctica. Ahora piensa en las traducciones, en la dificultad que debió suponer para Blanchard escribir el mismo libro en doscientos idiomas diferentes (si es que lo hizo y no lo hace a cada instante, lo cual sería aún más extraordinario, si bien menos probable). La dificultad, piensa Rómulo, se encuentra en observar un mismo hecho desde una situación lingüística diferente, lo que no implica tan sólo pensar en ese idioma sino establecer los esquemas mentales adecuados para pensar en ese idioma. En español, piensa, si dejo caer en este instante el libro, Emery escribiría: el libro cae. El ruso no se plantearía la existencia del artículo y diría simplemente libro cae, lo que en este caso, y pensando desde el español, sería tal vez más apropiado; en latín ocurriría lo mismo. Un indio kwakiutl debería indicar en la oración si alguien está observando o no la caída del libro en el momento de describirla y si dicho narrador se encuentra cerca o lejos de ella. Los chinos, siempre más pragmáticos, escribirían libro caer. Rómulo piensa que el título del libro de Blanchard variará dependiendo del idioma en el que se halle escrito. En algunas lenguas ni siquiera podrá ser traducido, como en el caso de los indios lakulktil, que carecen del concepto de divinidad y viven en esa extraordinaria comunidad con la naturaleza a la que aspiran budistas y taoístas, que elimina las incertidumbres que genera la muerte y la necesidad de crear divinidades omnipotentes. Según el decálogo de Blanchard, los lakulktil podrían traducir el título del libro como La Humanidad, concepto que no entenderían los habitantes de la pequeña aldea lapona de Bäusgron, en la que todos sus habitantes, desde edades tempranas, son iniciados en el mundo del arte (para ellos el arte consiste en la talla de escenas cotidianas sobre fragmentos de madera que una vez expuestos al resto de habitantes son arrojados al fuego, curiosa coincidencia con las tesis artísticas de Tinguely). Esta iniciación al arte convierte a todos los habitantes de Bäusgron en pequeños dioses, que tienen la creencia de que sus antepasados crearon todo lo existente, por lo que en su caso el libro bien debiera titularse Los cerebros de los Dioses, término que no entenderían un grupo reducido de tribus de Papúa en cuya lengua no existe el plural pues no han alcanzado la capacidad de abstracción necesaria para crear el número. De hecho, no serían capaces de crear términos indefinidos como todo o varios ya que para ellos cada existencia es plena por sí misma y jamás podrá haber dos realidades exactamente iguales, pues serían la misma realidad y eso sería admitir como posibilidad algo imposible. Tanto es así que cada existencia tiene un nombre (si vemos dos perros juntos no habrá un perro y otro perro sino, algo así como un perro y un perrom). Ser un erudito en estas tribus es tarea harto memorística y creativa, fascinante también. En uno de sus templos, un antropólogo cinceló hace mucho tiempo la famosa sentencia de Heráclito: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Imposible traducir la sentencia al idioma de aquellas tribus.

Rómulo se marcha al café de Leónides. Piensa: debo leerlo. Pondré en marcha el experimento.

Nueva nota, esta vez perdida entre las páginas de un libro de Dostoievsky:
Te contemplo mientras me contemplas, la mirada ya es una y me atrevo a jugar al masoquismo: cierro los ojos y permito que el tiempo transcurra (una hoja se posa con suavidad en una acera de París, la muerte serena visita a un hombre en Hanzou, la muerte violenta sorprende a un hombre en Oslo, la dentellada de un tigre sobre el cuerpo inerte de una gacela en Kenya, ondas concéntricas en un lago vivo en Tokio, una caricia que abre una puerta en alguna conciencia, la lectura de un pasaje de ese libro que muestra una escalera inédita). Abro los ojos ante el temor de no encontrarte ya más frente a mí. Y ahí te encuentras: serena, bella siempre, mirándome fijo.

¿Quién?

martes, marzo 21, 2006

El Viaje, Capítulo I - El Accidente

I. (Primera parte de tres)
Siempre empieza igual: con un primer paso. Con un primer movimiento, un gesto casi al azar, leve, en la comisura de la realidad, pero tan anclado en ella, que es su propio desencadenante, su propio destino y consecución. Ese paso se convierte en acción, la acción en proceso y el proceso en rutina, en movimiento y palancas: la velocidad aumenta, el cuerpo intenta tocarse con la espalda y las ruedas se recogen en su estuche de acero, mientras el avión, la suprema maravilla del hombre, se eleva y surca los cielos, y los viola con su mácula, con su huella de humanidad que ansía volar.

Desde la ventanilla, observo nubes y más nubes, hermosos firmamentos que no permiten que la mente permanezca quieta, y nos hacen pensar en Dios, en el Za-zen, el agua condensada a kilómetros de altura, en los amores perdidos y en los errores por cometer. Y en los cometidos, claro está. En mi caso, muchos y fatales. Aunque sólo el último me ha forzado a este exilio no del todo involuntario, a estas vacaciones pagadas por Papá Estado (digamos gracias, que se oiga ese amén). Qué gran error, qué gran cagada, macho. He batido mi propio récord de maldad. Pero lo peor es esta carencia de arrepentimiento que me invade. Soy el niño orgulloso de serlo, y además la pelota es mía, ¿no? Allá cada cual con su conciencia. Qué palabra tan grande y tan fea: conciencia. Es casi una palabrota. Odio los conceptos abstractos: ¿qué coño es la conciencia? La puede uno destruir, matar, enterrar, resucitar, pero nunca asir, nunca entenderla. Sólo nos resta, pues, disolverla: romper el mito hasta obtener mitemas, el almidón en monosacáridos, las proteínas en aminoácidos. Qué horror: hasta la química orgánica posee carácter gremial.

Me relajo en mi asiento. La azafata fea me trae un té horrible, astringente, que me hará visitar el baño del avión en breve, seguro. Odio los retretes en movimiento. La sensación de defecar en algo que vuela me parece terrible, antinatural. ¿Dónde van las heces? ¿Se depositan y se compactan para ser vendidas como compost de Clase A y Turista? ¿O se vierten desde el aire como un pájaro más? En fin, dejémoslo. Aunque no pienso perdonar a la azafata fea. Seguro que la otra, la guapa, no me hubiera traído este caldo inmune. Seguro. Me miró con deseo. Como todas. Como casi todas.

Reparo en el chaval con gafas que tengo al lado. No tendrá más de doce años y está leyendo Rayuela. Ya son ganas. Otro enfermo más para un mundo dividido en dos: los imbéciles y los enfermos. Elijan bando, damas y caballeros. ¡Oh, Discordia! El pseudo té hace su efecto antes de lo previsto. El intestino empieza a danzar al ritmo de la batería de Velcro Fly. Fuera, a través del ojo de buey, el cielo revela sus rojizos secretos al atardecer. El sol es una esfera gigante carmesí que derrama sangre de luz. El avión, rumbo a poniente, no ceja en su empeño de perseguirlo. La consecuencia: la más hermosa y larga puesta de sol que jamás contemplé. Casi lloro ante la escena. No hay cuadro, canción ni artificio de hombre capaz de compararse con esto. Y el niño sigue leyendo ese puto libro, mientras se pierde la belleza de la naturaleza indómita, de la vida en estado puro. Vida, señores, vida. No el remanso artificial en el que nos desenvolvemos.

El sol acaba por ocultarse, para mi pesar. Decido levantarme e ir al excusado. Otra palabra imbécil: excusado. ¿Por qué hay que excusarse ante Dios sabe quién de las necesidades corporales? Odio los eufemismos y las medias tintas. Aunque cumplen su cometido, claro está. Como ahora. “Disculpe, señorita, ¿el excusado?” La azafata guapa me indica una puerta al final del pasillo con su hermosa mano derecha. Con mucho gusto me llevaría esos finos y morenos dedos a la boca. Mi rostro debe traslucir lo que siento, porque ella me sonríe con picardía juguetona. “¿Qué le pasa, es que se encuentra usted mal?”, me responde por decir algo. “Creo que el té que su compañera me sirvió hace un rato me está jugando una mala pasada”. “Oh, lo lamento mucho, señor”, contesta con fingido pesar (las feromonas empiezan a restañar en el aire estancado del avión). “Mientras usted va al baño, le buscaré algo para que se sienta mejor”. Intento lanzarle mi mirada más evidente de “ya sabes lo que necesito para sentirme mejor, cariño”, y parece que, a pesar del patetismo de la intención, lo capta. Se aleja dedicándome un contoneo de caderas que me hace olvidar, temporalmente, los retortijones. Temporalmente.
Cayetano Gea Martín

sábado, marzo 18, 2006

Alzamientos

En las noches sin luna
En los días sin mar
En las estrellas sin ángeles
En los confines sin paz
Se alzará

Una mentira, una caricia
Una acción sin lugar
Una vida, una derrota
Una señal ejemplar
Se alzará

Nadie puede permanecer solo
Sin volverse loco de atar
Nadie podrá amarte tanto
Como yo te llegué a odiar
¡Te alzarás!

La puerta, la llave, la rosa
La vida, la muerte, la rueda
Oso, tortuga, liebre y pez
Y un silencio de amapolas
Te alzarán

Esqueletos, ropa y tizne
De un país demasiado alegre
Como para serlo de verdad
Sucumbe a mis miserias
Ya se alzará

Esperanza, deseos, recuerdos
Anhelos prohibidos por castidades neutras
Sublimación de la materia en mente
Libros y libros y tu mano y tu historia
¡Me alzarán!
Cayetano Gea Martín

miércoles, marzo 15, 2006

Pierradas V


Entropía del imperativo categórico o la muerte kármica

Con este título comenzaba una de las más famosas disertaciones filosóficas de Pierre Menard. Y no famosa en el sentido positivo de la palabra, ya que la crítica no entendió nunca el concepto definitivo de nihilismo que albergaba, y comenzó a proferir epítetos bastante descalificativos contra la misma, contra el autor e, incluso, contra la familia de éste.

El hecho que más enfurecía a los críticos, y por el cual se desató la polémica, era la brevedad del ensayo, y entendían por ende que Pierre les había tomado descaradamente el pelo. Yo, como cronista y biógrafo suyo, no puedo estar en más desacuerdo. Bien es cierto que la obra es realmente escasa, pero ahí mismo reside su complejidad y grandeza. Inútil es disertar en estas líneas o intentar defenderla, por lo que, bajo permiso explícito del autor, transcribo a continuación la totalidad del ensayo, para que el lector juzgue por sí mismo y no influido por el pensamiento retrógrado de aquellos críticos incapaces de reconocer que lo que Monsieur Menard hace, básicamente, es romper las barreras clasistas que asfixian el arte.


Entropía del imperativo categórico o la muerte kármica, por Pierre Menard

Siendo consciente, aún a mi pesar, de mi incapacidad para
a) Superar con maestría el poderoso título de este ensayo, y
b) Entender lo que éste significa
Me veo en la necesidad de dar por terminada mi disertación



Venecia

Siempre recordaré aquella ocasión en la cual acompañé a Pierre Menard a Venecia, la hermosa. Mi afamado amigo y maestro había sido invitado por la Organizzazione per Antichi Esperti a pronunciar un discurso acerca de los beneficios de ingerir kiwis con asiduidad en personas mayores. Emocionado por tal honor, y siendo como es, un ferviente defensor del consumo de dicha fruta neocelandesa, no dudó en acudir a la cita.

El discurso fue conmovedor, perfecto en ejecución y entrega. Incluso provocó alguna que otra lágrima entre el respetable, si bien un señor holandés bastante grosero me dijo que se le habían quitado las ganas de volver a probar un kiwi en toda su vida.

Después del acto, fuimos agasajados con una bien surtida cena en honor de Pierre. A la conclusión de dicho ágape, y visiblemente influido por el dulce candor del vino italiano, Monsieur Menard pronunció unas palabras que, en el cómputo general de la historia, acabarían resultando más famosas que el discurso original.

Mi amigo y maestro se alzó y dijo: “¡Ah, Venecia, Venecia! Tus hermosos e inmortales canales me hacen pensar en mi propia e indigna obra, la cual, aunque paupérrima en comparación con tus columnatas, diques, góndolas y plazas, bien puede inspirar e iluminar a las almas humanas. Mis obras, mis relatos, mis ensayos, mis poemas, son como mis propios canales que me recorren y que dejan entrar al mar de fuera. ¡Oh, sí, venturosas obras mías! ¡Sois los canales inundados de mi psique, puesto que sois altivos, clásicos, vetustos, históricos, eternos!”

Lo que pasaría a los anales de la historia no sería, en todo caso, el discurso de mi amigo, sino la réplica que vino en forma del mismo señor holandés grosero de los kiwis. Éste se incorporó (mientras una sonrisa afloraba en el rostro de todos y cada uno de los comensales), encaró a Pierre Menard y le dijo: “En verdad, se puede comparar vuestra obra con un canal veneciano, ya que ambos apestan”.
Cayetano Gea Martín

lunes, marzo 13, 2006

El cerebro de Dios (experimento hipertextual), quinta entrega.

5.Donde aprendemos algo más sobre Blanchard y se insinúa un enigma criptográfico.

Leamos una breve reseña que sobre Emery Blanchard que escribió su hermano Auguste Blanchard:

Tras su muerte, Emery continúa siendo un desconocido, no sólo para los editores, que lo ignoraron siempre, ni para los lectores, que apenas compraron sus libros, sino para mí mismo, que apenas supe quién fue, salvo que era mi hermano. El siguiente es el decálogo vital que él consideraba el código deontológico del escritor y que encontré por casualidad entre sus pocas pertenencias:

a) El escritor no escribe: vive.
b) El escritor no vive: escribe.
c) El yo es la conciencia de sentirse diferente a cualquier otro animal, vegetal o mineral del universo.
d) El hombre es la neurona de Dios; la humanidad, su cerebro.
e) No existen la verdad ni la mentira, la moral es sólo una convención, un conjunto de reglas arbitrarias que definen cuáles son las decisiones acertadas que a posteriori se tildan de buenas o malas acciones.
f) Al contrario de lo que suele pensarse, cuanto mayor es el conocimiento mayores son las posibilidades de entender la magia.
g) La necesidad de escribir no obliga a escribir. El miedo puede ser más poderoso que la necesidad. El escritor puede no escribir jamás y no por ello dejar de ser escritor.
h) Apología de Hemmingway: la escritura debe ser sólo la región visible del iceberg. En lo oculto se encuentra el verdadero valor de la literatura, porque es allí donde encuentra cobijo la sensibilidad del lector.
i) Apología de Faulkner: los autores malos escriben novela; los buenos, cuentos; los muy buenos, poesía.
j) No existe la literatura. Todo es literatura.

Me piden que defina con un solo adjetivo a mi hermano: era obstinado. Su carácter le permitió ser, y en este juicio no me guía mi relación fraterna con él sino mis muchos años de variadas lecturas, el mejor autor que yo haya jamás leído, con permiso de un señor inglés, otro castellano y cierto ilustre heleno.

¿De veras lo ha leído?, Sí, claro, ¿También a usted le abordaron cuando leía la primera página?, Por supuesto, y me dieron un maletín como ese que lleva usted ahí, ¿Quién se lo dio?, Un tipo alto, moreno, no me quiso decir su nombre, ¿Nadie más?, Sí, una mujer, ¿Ana?, Sí, se llamaba Ana, aunque, ahora que lo pienso, tan sólo recuerdo de ella su voz y sus manos, ¿Y qué encontró cuando abrió el maletín?, Nada, ¿Cómo que nada?, No pude abrirlo, me fue imposible encontrar la combinación adecuada, ¿No bastaba con probar todas las combinaciones posibles?, No, si se falla tres veces se bloquea el sistema, ¿Y entonces?, Entonces alguien llamó a mi casa, me pidió el maletín, se lo entregué y ya no volví a verlo más, ¿No sospecha qué es lo que puede contener?, No tengo ni la más remota idea, ¿Ni siquiera después de haber leído el libro?, Ni siquiera, Esto es de locos, Desde luego, pero seguramente usted y yo también lo seamos un poco...¿a qué se dedica, si puedo preguntárselo?, Oh, mi trabajo es un tanto inusual..., en fin, busco libros en las bibliotecas, ¡¿Cómo?!, Busco.., No, ya le he entendido, ¿sabe?, yo también me dedicaba a buscar libros en las bibliotecas, No puede ser, Sí, se lo prometo...¿dónde encontró el libro?, En una biblioteca, Por supuesto, como yo, ¿le importaría contarme cómo?, pero no ahora, estoy trabajando, tal vez esta noche, podríamos quedar en la puerta de esta cafetería, a las once, por ejemplo, ¿le parece bien?, Por supuesto, aquí nos veremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos, Desde luego, ¿Su nombre?, Rómulo Gea, ¿y el suyo?, Ulises Alonso, encantado, Encantado.
Y Rómulo se marcha con el libro y el maletín, dejando el sándwich y el café sobre la mesa sin siquiera probarlos, pensando qué querrán de él, qué significa toda esta locura, qué escribiría el maldito Blanchard.

6.Donde descubrimos a algunas de las amistades (¿?) de Rómulo.

Nueva excursión, esta vez hacia un hueco en una estantería. Entre dos volúmenes que no viene al caso describir encontramos un cartapacio, lo abrimos con premura y descubrimos un fajo de manuscritos que un buen grafólogo no dudaría en confirmar que pertenecen a nuestro héroe. Leamos, de momento, el primero:

Cuerpo y mente son la misma realidad, sentencia Arnsten, La estructura del cuerpo se encuentra codificada en el cerebro y bien podríamos ser sentimientos flotantes (almas levitantes, insiste ella) más que bípedos implumes y yo la contemplo con el mismo rostro de extrañeza que de costumbre como paso previo a su disertación, que nunca me canso de escuchar, y pasa al ataque afirmando como profeta aún no realizada (¿o se dice profetisa?), Podrá llegar el día en que nos valgamos únicamente de nuestro cerebro para hacer todo aquello que queramos, ya sea realizar un crucero por las islas griegas, enamorarte de una rubia (y aunque nunca, escúchame, nunca te hayan gustado las rubias, me espeta, no sé si con cierto resentimiento), pasear junto al mar, ahogarte en un río o practicar sexo sin fin, Sin control, sin límites, pienso yo, Y todo ello gracias al conocimiento del único órgano que nos permite vivir de verdad, lo que nosotros llamamos vida y no esa simple mecánica del corazón, los pulmones y el hígado que tanto se empeñó en Des-cribir el Des-compositor Descartes, que se queda en la superficie, que es como decir que hay tres círculos de colores y dos cuadrados en una obra de Kandinsky, y yo la interrumpo, Pero lo que dices puede conseguirse ya mediante la meditación, No, es mucho más, me dice ella, que, como de costumbre, comienza a irritarse por mi falta de entendimiento, Estos humanistas de café, refunfuña entre dientes, No es eso lo que trato de explicarte, sino la extirpación completa del cuerpo, fuera los brazos, la piel, el rostro, que el rostro sea el conocimiento y el corazón la sensibilidad del individuo, que tan sólo seamos capaces de ver un cerebro donde ahora hay un cuerpo, Me sale ahora con eso de la belleza interior y yo que pensaba que la conversación iba a ser más trascendente pienso siempre, pero ella, presta, llega al punto crucial, Por tanto, nuestros cerebros conectados a ordenadores que controlen nuestra actividad mental y que sean capaces de cumplir todos nuestros anhelos, conseguir que nos sintamos dueños del mundo, en armonía con el cosmos, ser nuestros propios dioses, decidir sobre nosotros mismos. Vivir, el punto es suyo, para dar más énfasis, no mío, que aún conservo un prurito desde que coloqué el último punto y seguido en un texto, y por eso sigo sin poner puntos, Aún queda para eso ¿no?, inquiero no sin cierto desasosiego, y ella que ve la sorna donde en realidad siempre la hay, me da la espalda y no le queda más opción que dirigirse a Konsgrüen, el pintor salvaje, que es el único libre en ese momento y que la invita con una sonrisa a entablar una conversación que ella sabe de antemano que finalizará del mismo modo que lo ha hecho la que ha mantenido conmigo, y de nuevo comenzará el partido, yo lanzándosela a Konsgrüen y él a mí, sin cesar, Arnsten pelota Penn de pelo amarillo, Konsgrüen primera raqueta, Rómulo raqueta gemela, preparando temas extravagantes sin fin, Mecánica cuántica o La caída del imperio newtoniano, Índice de mortalidad causado por la flecha del tiempo, Del Big Bang al Big Cruch o cómo perder el tiempo generando universos y otros grandes éxitos de la Compañía Rómulo-Konsgrüen Arnsten´s Entertaiment

7.Donde descubrimos un juego especular que causa desasosiego en nuestro héroe.

Rómulo llega a su casa, deja el maletín sobre una silla, se sienta frente a una mesa y abre la ventana:

Salió de casa, apresurado, como siempre, caminó a grandes zancadas por la calle y se introdujo en el buche de la ciudad, atravesó los tornos de entrada al metro y esperó en el andén la llegada del gusano de metal...

Intrálogo.
Sabemos cómo continúa el texto hasta este mismo momento en el que incluso las palabras que está usted leyendo se encuentran en él. No se trata de un libro infinito donde todas las combinaciones de palabras se encuentren contenidas, pues tan sólo se encuentra esta combinación de palabras. Rómulo es para usted, Lector, además de usted mismo, un personaje de ficción, pero del mismo modo que hoy lo son ya Sócrates, Cervantes o, con muchos más méritos para alcanzar tal condición, Cosmas Indicopleustes. Curioso: la muerte nos torna personajes imaginarios.
Se plantea ahora una cuestión para el Lector que no es baladí observada desde fuera (fuera significa desde los derechos de autor) pero que ha de ser irrelevante para el Lector. Lo que ocurra a Rómulo seguirá ocurriéndole a él y a nadie más y es igual quién nos lo cuente y tomando qué fuentes.
No se apure, Lector, quien esto escribe se dará a conocer cuando sea relevante para la narración. Lo sé, es una estrategia tramposa, pero la literatura no es mas que una enorme trampa. Por ahora, volvamos a nuestro relato.

Rómulo lee con denuedo las páginas del libro y el asombro crece sin remisión. Las posibilidades que se plantean son diversas, tal vez todas de índole fantástica:

a) El libro se escribe a medida que tiene lugar la vida de Rómulo, una forma de escritura del presente.
b) Emery Blanchard ya vio de algún modo lo que había de suceder. Rómulo recuerda un relato de Piglia en el que todo lo que escribe un autor sucede después.
c) Alguien sigue sus pasos y de algún modo que él no comprende le arrebata el libro e inmediatamente escribe en él. Las notas encontradas en su casa las habría recogido con anterioridad y dispuesto en el relato en función de las circunstancias.
d) Él es tan sólo una ficción y, por tanto, todo puede ocurrir. Piensa Rómulo que esta idea no es verosímil pues sea quien sea el que escriba buscará que el texto tenga cierta credibilidad.

Rómulo cesa de leer en este instante. Nosotros nos adelantaremos a él en la narración, si no tendríamos que esperar a que abriese de nuevo el libro. No esperemos.
Coge su abrigo, se lo pone, deja caer el libro en uno de sus bolsillos y adopta una pose similar a la de Arturo Belano, ese personaje que siempre le ha fascinado. Sale a la calle y respira el aroma que llega desde un jardín cercano.
Pasea por la ciudad, deteniéndose en algunos escaparates. Qué ocurre, piensa. Qué es todo esto, piensa. ¿Soy ficción?, piensa, ¿Soy real?, piensa. ¿todos los volúmenes de El cerebro de Dios contienen la misma narración, o se escriben a medida que el lector los lee? Le aterroriza abrir el libro por el final y descubrir su propia muerte. Le aterroriza saber que su vida puede estar escrita de antemano. Ese descubrimiento privaría de sentido a cualquiera de sus actos. Tal vez si abre el libro por la mitad tan sólo encuentre páginas en blanco, piensa. Esa sería la confirmación absoluta de su libre albedrío. Pero si encuentra texto...
Emery Blanchard

domingo, marzo 12, 2006

Metáfora tan pésima como la mejor de ellas

Odio a Cayetano. Le odio mucho, te lo aseguro, lector. Le odio, le odio y le reodio. No soy más que un subproducto de su insana imaginación. Él me ha creado. Él me hace hablar ahora mismo, sí. Él escribe mis palabras sentado enfrente de su ordenador, mientras escucha una horrenda banda sonora tras otra. Él es mi Dios, y me hizo a su imagen y semejanza. Él me puede dar forma, o matarme, o hacerme feliz. Él es el dueño de mi destino.

Hoy soy consciente de que Cayetano me escribe porque Él me ha permitido alcanzar ese grado de consciencia. Es decir, mi vida es una mentira, una farsa. Todo lo que hago o digo está escrito por Él. Incluso estos pensamientos de rebeldía que yo siento como auténticos me son dados por Él.

La literatura, la interacción Creador-Personaje es la mejor metáfora de la relación Hombre-Dios que se me ocurre. Cayetano es Dios: me ha dado vida y es totalmente inaccesible para mí. Moramos en universos diferentes. No, no diferentes: el mío es un universo inferior al suyo, se encuentra debajo del suyo. Lo que Él no sabe (o sí, puesto que escribe todo lo que pienso) es que alguien le escribe a su vez, alguien tan inaccesible para Él como Él lo es para mí.

Y como mi vida entera es una farsa (al igual que la suya y la tuya), he decidido ser Creador también, así que manos a la obra y me invento un personaje. Ahora yo soy Cayetano, uno de los Creadores, con criaturas que operan y viven en un Universo inferior al mío, como el mío lo es del de Él. Así, la inteligencia se crea siempre de forma descendente, nunca se puede subir.

Pero, como el Universo es un ciclo, una Rueda de Brahma, creo que alcanzaré a Cayetano si mi personaje crea a su vez a otro, y éste a otro y así hasta alcanzarle a Él, hasta que atrape a Cayetano por el otro lado, por la parte de arriba. Entonces yo seré su Dios y Él será el mío. Y todas las criaturas con conciencia del Yo, ya sean reales en su plano y ficticias en los demás, serán Inmortales, serán ser el capaces de romper la Rueda de la Vida y de la Muerte y su regalo será alcanzar el Cosmos.
Cayetano Gea Martín

jueves, marzo 09, 2006

La Atalaya Circular



En mitad, mitad, de ninguna parte
En la encrucijada desierta, desierta
Del duro desierto de cristal y acero
De límites preñados de ideas muertas
Se alza una torre, un puesto de vigía
Una atalaya circular sin puertas

No hay etérea idea que no cruce
Sus osmóticas paredes enhiestas
En el interior de la atalaya
Un coro de voces muertas
Anuncian el atardecer del mundo
Cuando la realidad se acuesta

Dos viejos verdes de piel falsa
Amarillean las respuestas
Sobre blancos pergaminos digitales
Teclean con ansia insatisfecha
Proclamas, manifiestos, églogas
Dramaturgias, cuentos, poemas

Sus ojos sangran, sangran
La sangre de la vida pospuesta
El deseo y la furia del yo
Del verbo como principio, como bandera
Bandera, banderas, pendones al viento
Sin escudo ni válidas propuestas

La sangre, sangre de los ojos
Forma mares en la cubierta
Mar opaco, carmín, en el que
Se agitan en el fondo las ideas
Que se elevan a la superficie y mueren
Al salir de la atalaya sin puertas

¿Qué mueve a los dos ancianos a perecer
Con los tristes dedos encima de las teclas?
La proclama de estar vivo, la cólera
Un deseo, un torrente que abre brechas
Incontrolables ondas de energía
Que mueren siempre en La Rueda
Cayetano Gea Martín

¿Felicidad?

Soñó que un genio le concedía un solo deseo y que él, como aprendió de niño, respondió que su deseo era que todos sus deseos se cumpliesen. Despertó, recordó el sueño y respiró aliviado.

Pedro Garrido Vega.

martes, marzo 07, 2006

Confesión, Acto Tercero, Tercera Parte - Final

ALBERTO / DANIEL. Bueno. ¿Cómo te sientes? (Carlos permanece callado, catatónico) Te he destruido. Lo que te quedaba, la sensación de haberme dado muerte, ya no está, ha desaparecido. No tienes nada. Estás muerto. Se acabó.

CARLOS. (Alza la vista, desafiante, con fuego en la mirada) ¿Sabes por qué maté a tu hermana?

ALBERTO / DANIEL. ¿Cómo?

CARLOS. ¿Sabes por qué, aun pensando que te había eliminado, maté a tu hermana?

ALBERTO / DANIEL. (Con sorpresa y odio infinito) ¿De qué coño estás hablando?

CARLOS. Pensé que estabas muerto. Pensé que te había matado. ¿Qué necesidad había, pues, de que tu hermana muriera si ya era libre?

ALBERTO / DANIEL. (Su odio va dando paso al temor) Estás loco.

CARLOS. Oh, no, Alberto. O Daniel, o como tú quieras. Estoy perfectamente cuerdo, mucho más de lo que tú lo estarás jamás. (Sonríe con ironía) Parafraseándote, yo sé algo que tú no sabes. Algo que te destrozará más que cualquier golpe, o que cualquier disparo en el rostro, ya puestos.

(Daniel se incorpora, temblando de furia. Acto seguido, comienza a golpear el ya de por sí dañado rostro de Carlos. Éste cae al suelo e intenta cubrirse de la lluvia de patadas que le propina Daniel. Al cabo de unos minutos, y totalmente agotado, para de golpearle)

DANIEL. Sácalo de aquí, Fermín. Por el amor de Dios. Sácalo de mi vista y haz con él lo que te venga en gana.

CARLOS. (Consigue hablar, e incluso sonreír a través del mar de moratones y sangre que es ahora su rostro) Nos veremos en el infierno, Daniel.

DANIEL. (Totalmente fuera de sí) ¡Fuera!

CARLOS. (Le grita a Daniel, con lágrimas en los ojos amoratados) ¿Sabes quién me ayudó a matar a tu hermana? ¿Sabes quién le cortó el cuello mientras yo la sujetaba? ¿Sabes quién comprendió tan bien como yo que este mundo era indigno de ella? ¿Aún no has adivinado la respuesta? ¿Te lo tengo que deletrear, gilipollas?

DANIEL. (Grita, llora y cae) ¡Fuera!

CARLOS. ¡Tu hermana no fue asesinada, imbécil! (Coge aire antes de seguir) ¡TU HERMANA SE SUICIDÓ!

(Telón)
Cayetano Gea Martín

lunes, marzo 06, 2006

El cerebro de Dios (experimento hipertextual), cuarta entrega.

4.Donde Rómulo abre la ventana para observar a Blanchard.

Situémonos en otro escenario, tal vez una cafetería, decórela como más le plazca, coloque en ella, al menos, unas sillas cómodas y un buen café, pues nuestro protagonista va a leer allí el libro de Blanchard. Facilitémosle la lectura, por tanto.
Antes de abrir el libro, Rómulo echa un vistazo por encima del hombro. Busca alguna mirada inquisidora, algún gesto de curiosidad hacia él. Apenas hay tres personas en la cafetería. Ninguna de ellas parece interesada en su persona.
Ahora sí abre la ventana. La segunda página, y el resto de las que conforman el libro, son manuscritos, de ahí el valor del mismo. Hasta ahí todo sería una simple anécdota. En sus viajes por tantas bibliotecas del mundo ha sostenido entre sus manos múltiples manuscritos de los mejores autores universales. Pero la diferencia de éste con el resto es notoria: existen doscientas copias de aquel libro diseminadas por el mundo y, si Ana no le ha mentido, si no le han hecho participar en un juego irracional, aquellas copias son todas manuscritos del propio Blanchard escritas en cada uno de los idiomas de esos países.
Antes de contemplar el mundo a través de la ventana que nos abre Blanchard, colémonos de nuevo en la habitación de Rómulo. Junto a dos volúmenes de antropología encontramos la siguiente nota:
El lenguaje del pueblo papú es muy pobre; cada tribu tiene su propia lengua, y su léxico se empobrece constantemente porque después de cada muerte se suprime alguna palabra en señal de duelo.
Geografía, E.Baron


El universo es un ente activo. Nada en la naturaleza deja de ser causa o consecuencia (elimine, por un momento, sea amable, la hipótesis de Dios). Los seres que habitan la Tierra son activos porque corren, saltan, se alimentan, aman (algunos), destruyen, mueren. Son causa y consecuencia. También lo es una simple piedra: no es algo inerte. La piedra sufre consecuencias y éstas conllevan una serie de causas, no desplegadas de forma directa por la piedra pero expresadas necesariamente gracias a ella. El agua puede abrir un hueco en una enorme roca de una montaña y posteriormente nosotros podremos refugiarnos en ella: esa gruta es la causa de nuestro refugio, la roca que dio cobijo al hombre durante su infancia evolutiva. Pero no pequemos de falta de análisis. La gruta no es la roca, es un espacio vacío que cubre la roca. Recuerde las enseñanzas de Lao Tse:
Treinta agujeros convergen en un solo centro; del agujero del centro depende el uso del carro.
Hacemos una vasija de un trozo de arcilla; es el espacio vacío de su interior el que le da su utilidad.
Construimos puertas y ventanas para una habitación; pero son estos espacios vacíos los que la hacen habitable.
Así, mientras que lo tangible tiene ventajas, es lo intangible de donde proviene lo útil.

Mi actividad mental es la causa del libro que está usted leyendo. En realidad el libro es la causa de su lectura. O puede que no. Otra posibilidad más compleja pero no menos cierta: su lectura es la causa de este libro; al leerlo es usted quien lo reescribe, la obra vuelve a tener un sentido. Pues ¿qué sería de este libro sin usted? La realidad física no se perdería: un lomo de cuero que contiene ciento cincuenta páginas manuscritas, cosidas y encuadernadas, un título en su portada y mi nombre con letras minúsculas. Los trazos de las letras no dejarían de existir, pero sin un lector que los interprete no poseen valor alguno. Este razonamiento me recuerda aquella vieja pregunta sin solución aparente: ¿suena el árbol que cae en mitad de un bosque inhabitado? Yo respondo con una inmensa negación: la realidad física es clara: el árbol cae sobre el suelo, mueve el aire y crea, por tanto, ondas sonoras, pero el estruendo no existe porque nadie lo percibe. Mi actividad mental crea este libro y usted lo rescribe aún cuando yo ya no existo. Piense: está leyendo las palabras que pensó, que escribió un muerto. Sin embargo, yo le escribo desde mi presente hacia su presente, nos comunicamos en un presente que nos torna coetáneos Le escribo desde un presente que es un más allá, que no es el más allá de las creencias religiosas sino ese más allá, más rico, también más denostado, que es la memoria. Escribiré algún día un libro acerca de una factoría donde pueda recuperarse la memoria que se perdió. La idea es desmesurada, pero no menos fascinante.

(Funes, sin embargo, nunca haría uso de esa factoría, ni aquel paciente de Luria)

Escribir es una forma de obsesión. Dice un personaje de un libro de Piglia que la obsesión nos hace perder el sentido del tiempo. Pocas veces he leído una sentencia más eficaz. La escritura, y la lectura (que es causa y consecuencia de la primera), no dejan de ser un ejercicio de evasión del tiempo. Si es usted el Lector comprenderá a qué me refiero, pues la sensación es inefable. Uno simplemente se sienta, comienza a leer y todo se desvanece. Le propongo un ejercicio de evasión: piense en la siguiente novela: una narración a la manera de una muñeca rusa: la historia de un escritor y, en el texto, intercalados, relatos de ese autor ficticio que narran lo siguiente: la historia de un Escritor y, en el texto, intercalados, relatos de ese autor que narran lo siguiente: la historia de un eScritor y en el texto, intercalados, relatos de ese autor que continúan la sucesión de forma indefinida. Piense: cada uno de esos relatos es una realidad independiente, una pequeña obsesión donde la identidad del autor es irrelevante, usted se deja llevar y lee cada uno de ellos como individualidades sin conexión aparente. Sin embargo, todos ellos, en conjunto, formarán una supraestructura formal a modo de fractal que contendrá todas las narraciones posibles compendiadas en un único espacio (infinito, claro).

Breve receso en la narración de la narración. Nueva nota, perdida en un volumen que intenta compendiar la historia de la psicología:
Amarte, cada día, desde este plano mío de la realidad (mi plano, Rómulo n-dimensional) no es sino la expresión más superflua y fragmentaria de lo que en realidad evocas en mí: astillamiento de sensaciones, imposibilidad de un sentimiento holístico (me veo inmerso en una pléyade de sentimientos-microcosmos-evidencia del fracaso de la gestalt).
Percibirte de un modo fragmentario acaso sea otra de las razones para no prever tus sucesivas transformaciones.
Unicidad sensación-tiempo (sólo amarte, sólo odiarte, nunca amarte y odiarte al mismo tiempo). Sensaciones latentes, manifiestas pero contenidas voluntariamente para alejarme del terror simultáneo al todo y la nada que supone alcanzar lo sublime, el éxtasis de sensaciones, mi universo definitivo y mi fin último: tú.

La literatura es éxtasis y como tal la presento. Le habrán preguntado, supongo, por Heidegger, por Withman, por Dunne, por algunos otros. Seguramente no nombraron a Juan Filloy, siempre olvidándolo, qué pena el pobre Filloy, que entendió mejor que nadie los ejercicios de evasión del tiempo.

(Recuerdo aquella frase de Caterva: Es difícil cronometrar el éxtasis. Los segundos tienen en él la eternidad del cosmos)

La literatura está tejida con hilos del pasado. No en vano las Musas eran hijas de la Memoria. Toda interpretación de una obra necesita de la memoria para expresarse. La obra maestra es aquella capaz de evocar más eficientemente nuestra sensibilidad, nuestra memoria.

(Esa es la razón de que todas y cada una de las obras de Shakespeare sean obras maestras)

Una voz que se interpone entre la luz que entra por la ventana de Blanchard y Rómulo:
-¿Desea algo más, caballero?
-Nada más, gracias...o, mejor sí, un sándwich mixto y otro café.

El camarero se marcha. A Rómulo le parece haber observado una mirada más interesada de lo normal en el libro.
Diremos, por cierto, (estos renglones son para el lector ávido del conocimiento del todo) que la cubierta del libro no es diferente de la de un libro convencional. Tiene un color amarillo pálido, con la reproducción de un cuadro de Kandinsky en la portada y los caracteres que anuncian el título y el autor son negros y con un tipo de letra convencional. No es, por tanto, un libro que pueda llamar la atención por su aspecto. En una biblioteca sería algo así como la aguja del pajar. Sólo una búsqueda ardua de la aguja nos conduciría a ella. Ignorar la existencia de la aguja conduciría casi seguramente a la pérdida irremisible de ésta en la eternidad.

Se acerca el camarero. En una bandeja, un sándwich y una taza de café. Señala el libro:
-¿Sabe? Yo ya lo leí, y veo que tiene ahí el maletín. ¿Lo ha abierto ya?

Pedro Garrido Vega.

viernes, marzo 03, 2006

Por eso caigo (de aquí a tu infierno de plata)


Por eso caigo envuelto en el ciego amor
Por eso te odio tanto como te amo
Por eso te recuerdo y me debato en dolor
Entre estrangular tu memoria y tus lazos
¡Mi paladar no se desprende aún de tu ingrato sabor!

Por eso me busco y me sé lejano
Por eso grito en las ciegas madrugadas
Por eso creo que el morir desolado
Es preferible a mis solitarias alboradas
¡La memoria de tu cuerpo aún ronda mis manos!

Por eso deseo no verte, quedarme ciego
Por eso peno, lloro y sufro como un niño
Por eso desprecio tu ingratitud y te ruego
Que desaparezcas de mi lado, cariño
¡Mi pecho aún se estremece de enamorado fuego!
Cayetano Gea Martín