I. (Primera parte de tres)
Siempre empieza igual: con un primer paso. Con un primer movimiento, un gesto casi al azar, leve, en la comisura de la realidad, pero tan anclado en ella, que es su propio desencadenante, su propio destino y consecución. Ese paso se convierte en acción, la acción en proceso y el proceso en rutina, en movimiento y palancas: la velocidad aumenta, el cuerpo intenta tocarse con la espalda y las ruedas se recogen en su estuche de acero, mientras el avión, la suprema maravilla del hombre, se eleva y surca los cielos, y los viola con su mácula, con su huella de humanidad que ansía volar.
Desde la ventanilla, observo nubes y más nubes, hermosos firmamentos que no permiten que la mente permanezca quieta, y nos hacen pensar en Dios, en el Za-zen, el agua condensada a kilómetros de altura, en los amores perdidos y en los errores por cometer. Y en los cometidos, claro está. En mi caso, muchos y fatales. Aunque sólo el último me ha forzado a este exilio no del todo involuntario, a estas vacaciones pagadas por Papá Estado (digamos gracias, que se oiga ese amén). Qué gran error, qué gran cagada, macho. He batido mi propio récord de maldad. Pero lo peor es esta carencia de arrepentimiento que me invade. Soy el niño orgulloso de serlo, y además la pelota es mía, ¿no? Allá cada cual con su conciencia. Qué palabra tan grande y tan fea: conciencia. Es casi una palabrota. Odio los conceptos abstractos: ¿qué coño es la conciencia? La puede uno destruir, matar, enterrar, resucitar, pero nunca asir, nunca entenderla. Sólo nos resta, pues, disolverla: romper el mito hasta obtener mitemas, el almidón en monosacáridos, las proteínas en aminoácidos. Qué horror: hasta la química orgánica posee carácter gremial.
Me relajo en mi asiento. La azafata fea me trae un té horrible, astringente, que me hará visitar el baño del avión en breve, seguro. Odio los retretes en movimiento. La sensación de defecar en algo que vuela me parece terrible, antinatural. ¿Dónde van las heces? ¿Se depositan y se compactan para ser vendidas como compost de Clase A y Turista? ¿O se vierten desde el aire como un pájaro más? En fin, dejémoslo. Aunque no pienso perdonar a la azafata fea. Seguro que la otra, la guapa, no me hubiera traído este caldo inmune. Seguro. Me miró con deseo. Como todas. Como casi todas.
Reparo en el chaval con gafas que tengo al lado. No tendrá más de doce años y está leyendo Rayuela. Ya son ganas. Otro enfermo más para un mundo dividido en dos: los imbéciles y los enfermos. Elijan bando, damas y caballeros. ¡Oh, Discordia! El pseudo té hace su efecto antes de lo previsto. El intestino empieza a danzar al ritmo de la batería de Velcro Fly. Fuera, a través del ojo de buey, el cielo revela sus rojizos secretos al atardecer. El sol es una esfera gigante carmesí que derrama sangre de luz. El avión, rumbo a poniente, no ceja en su empeño de perseguirlo. La consecuencia: la más hermosa y larga puesta de sol que jamás contemplé. Casi lloro ante la escena. No hay cuadro, canción ni artificio de hombre capaz de compararse con esto. Y el niño sigue leyendo ese puto libro, mientras se pierde la belleza de la naturaleza indómita, de la vida en estado puro. Vida, señores, vida. No el remanso artificial en el que nos desenvolvemos.
El sol acaba por ocultarse, para mi pesar. Decido levantarme e ir al excusado. Otra palabra imbécil: excusado. ¿Por qué hay que excusarse ante Dios sabe quién de las necesidades corporales? Odio los eufemismos y las medias tintas. Aunque cumplen su cometido, claro está. Como ahora. “Disculpe, señorita, ¿el excusado?” La azafata guapa me indica una puerta al final del pasillo con su hermosa mano derecha. Con mucho gusto me llevaría esos finos y morenos dedos a la boca. Mi rostro debe traslucir lo que siento, porque ella me sonríe con picardía juguetona. “¿Qué le pasa, es que se encuentra usted mal?”, me responde por decir algo. “Creo que el té que su compañera me sirvió hace un rato me está jugando una mala pasada”. “Oh, lo lamento mucho, señor”, contesta con fingido pesar (las feromonas empiezan a restañar en el aire estancado del avión). “Mientras usted va al baño, le buscaré algo para que se sienta mejor”. Intento lanzarle mi mirada más evidente de “ya sabes lo que necesito para sentirme mejor, cariño”, y parece que, a pesar del patetismo de la intención, lo capta. Se aleja dedicándome un contoneo de caderas que me hace olvidar, temporalmente, los retortijones. Temporalmente.
Desde la ventanilla, observo nubes y más nubes, hermosos firmamentos que no permiten que la mente permanezca quieta, y nos hacen pensar en Dios, en el Za-zen, el agua condensada a kilómetros de altura, en los amores perdidos y en los errores por cometer. Y en los cometidos, claro está. En mi caso, muchos y fatales. Aunque sólo el último me ha forzado a este exilio no del todo involuntario, a estas vacaciones pagadas por Papá Estado (digamos gracias, que se oiga ese amén). Qué gran error, qué gran cagada, macho. He batido mi propio récord de maldad. Pero lo peor es esta carencia de arrepentimiento que me invade. Soy el niño orgulloso de serlo, y además la pelota es mía, ¿no? Allá cada cual con su conciencia. Qué palabra tan grande y tan fea: conciencia. Es casi una palabrota. Odio los conceptos abstractos: ¿qué coño es la conciencia? La puede uno destruir, matar, enterrar, resucitar, pero nunca asir, nunca entenderla. Sólo nos resta, pues, disolverla: romper el mito hasta obtener mitemas, el almidón en monosacáridos, las proteínas en aminoácidos. Qué horror: hasta la química orgánica posee carácter gremial.
Me relajo en mi asiento. La azafata fea me trae un té horrible, astringente, que me hará visitar el baño del avión en breve, seguro. Odio los retretes en movimiento. La sensación de defecar en algo que vuela me parece terrible, antinatural. ¿Dónde van las heces? ¿Se depositan y se compactan para ser vendidas como compost de Clase A y Turista? ¿O se vierten desde el aire como un pájaro más? En fin, dejémoslo. Aunque no pienso perdonar a la azafata fea. Seguro que la otra, la guapa, no me hubiera traído este caldo inmune. Seguro. Me miró con deseo. Como todas. Como casi todas.
Reparo en el chaval con gafas que tengo al lado. No tendrá más de doce años y está leyendo Rayuela. Ya son ganas. Otro enfermo más para un mundo dividido en dos: los imbéciles y los enfermos. Elijan bando, damas y caballeros. ¡Oh, Discordia! El pseudo té hace su efecto antes de lo previsto. El intestino empieza a danzar al ritmo de la batería de Velcro Fly. Fuera, a través del ojo de buey, el cielo revela sus rojizos secretos al atardecer. El sol es una esfera gigante carmesí que derrama sangre de luz. El avión, rumbo a poniente, no ceja en su empeño de perseguirlo. La consecuencia: la más hermosa y larga puesta de sol que jamás contemplé. Casi lloro ante la escena. No hay cuadro, canción ni artificio de hombre capaz de compararse con esto. Y el niño sigue leyendo ese puto libro, mientras se pierde la belleza de la naturaleza indómita, de la vida en estado puro. Vida, señores, vida. No el remanso artificial en el que nos desenvolvemos.
El sol acaba por ocultarse, para mi pesar. Decido levantarme e ir al excusado. Otra palabra imbécil: excusado. ¿Por qué hay que excusarse ante Dios sabe quién de las necesidades corporales? Odio los eufemismos y las medias tintas. Aunque cumplen su cometido, claro está. Como ahora. “Disculpe, señorita, ¿el excusado?” La azafata guapa me indica una puerta al final del pasillo con su hermosa mano derecha. Con mucho gusto me llevaría esos finos y morenos dedos a la boca. Mi rostro debe traslucir lo que siento, porque ella me sonríe con picardía juguetona. “¿Qué le pasa, es que se encuentra usted mal?”, me responde por decir algo. “Creo que el té que su compañera me sirvió hace un rato me está jugando una mala pasada”. “Oh, lo lamento mucho, señor”, contesta con fingido pesar (las feromonas empiezan a restañar en el aire estancado del avión). “Mientras usted va al baño, le buscaré algo para que se sienta mejor”. Intento lanzarle mi mirada más evidente de “ya sabes lo que necesito para sentirme mejor, cariño”, y parece que, a pesar del patetismo de la intención, lo capta. Se aleja dedicándome un contoneo de caderas que me hace olvidar, temporalmente, los retortijones. Temporalmente.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Uffff que tipo más repelente!! me ha puesto hasta de mala leche... jeje. Cachis! lo que sucede es que narra bien el puñetero. Pues nada,a seguir leyéndole, ayssss
Saludos
Esa era la intención, jejeje... Sigue odiándole, que el viaje es largo...
Publicar un comentario