lunes, marzo 27, 2006

El Viaje, Capítulo I - El Accidente

I. (2 de 3)
Abro la puerta del WC e intento sentarme en la montaña rusa que supone defecar a esta altura y a esta velocidad, a pesar de que no se note el efecto de ambas. Gracias al cielo por la física, ¿eh? Ahora comprendo cuando mi profesor decía que todo dependía del punto de vista del observador. Pienso, mientras vacío mis sufridos intestinos, en la hermosa azafata morena de acento canario (es curioso, ahora lo capto), en el repelente niño que lee un libro demasiado grande para su diminuto cerebro pre-púber y que cree comprender, en la azafata fea, en el señor gordo y con pinta de imbécil que se sienta a mi lado y que sufre la típica incontinencia verbal de los que no tienen realmente nada que decir… pero al medio minuto mi mente comienza a repasar mi desgracia, mi caída al exilio. Lo que hice fue… bueno, no estuvo bien, no, nada bien…

La lluvia golpea mi rostro mientras me inclino hacia el suelo y recojo lo que, con las prisas, casi pierdo, coño, odio que llueva siempre en los momentos dramáticos, pero es una especie de ley, de ley no escrita, de sabiduría popular universal, algo subconsciente en la mente colectiva maestra, mientras observo cómo los canalones de las casas bajas de este inmundo pueblo desalojan sobre las cabezas de los algunos viandantes poco precavidos interminables decímetros cúbicos de agua con un ligero tinte marrón, la lluvia sucia y caliente del verano, cuando el cielo es una amalgama de polvo que se convierte en barro, y el agua desciende por las calles en riadas de fuerza intermitente, como el embiste de de una turbia eyaculación de Dios que es engullida con furia y anhelo de amante por los desagües, por esos agujeros estratégicos que siempre me han hecho pensar, desde que con trece años me leí aquel jodido libro que me hacía cagarme de miedo en la soledad nocturna de mi habitación, en compartimentos oscuros y húmedos a ras del suelo y que se encuentran llenos de globos de colores que flotan, flotan y flotan, porque ahí abajo todos flotan, y me paro a pensar en el peso demasiado real de lo que llevo en el bolsillo y que pienso utilizar sólo si es necesario, aunque mi corazón sabe que lo será, que tendré que usarlo y que me condenaré, tanto en este mundo como en los que vengan, “que vengan, pues”, pienso desafiante, mientras valoro mi crimen y las reencarnaciones que me costará (como decían Les Luthiers, pasaré de sultán de la India a tigre de Bengala, y de ahí a bacilo de Coj), o los infiernos en los que tendré que morar, pero sólo pienso en el daño y en el dolor que voy a infligir y en que él no puede quedar sin castigo, no, no puede: no es cuestión de mal y bien, ni siquiera de ética, joder, es cuestión de horizontes machistas: soy un perro que no puede marcar su territorio, una víctima de su propia territorialidad animal irracional, y lo peor es que me gusta, lo disfruto, y me sigo sintiendo, a mis treinta y muchos, como un puto adolescente con granos pajeros, incapaz de madurar ni de abandonar un orgullo infame que sólo sirve para acabar con dolor de huevos y ceniza en la lengua, pero sé que es la maldición de hombre, sé que ningún hombre es maduro, jamás, es un fallo genético, una tara que hace que el catedrático de arte eslavo y letras muertas se parta la caja cuando le mandan un email en el que un hombre se cae de su bicicleta, u otro ejemplo cualquiera que simbolice mi (nuestra) inmadurez, pero me da lo mismo, soy consciente de ello y de que tengo que cumplir con este penoso ritual de hombría, mientras la lluvia me sigue golpeando, y entonces le veo, le veo a él, a él, a él, como una aparición onírica, envuelto en un pesado abrigo que sirve de escudo deflector contra el agua, no como mi empapada chaqueta, que debe añadir veinte kilos más de peso al total del conjunto, no como él, perfectamente seco debajo de su impermeable antiosmótico que repele la lluvia con la gracilidad antitética que siempre produce contemplar a alguien que va en contra de la naturaleza, alguien tan decididamente no entrópico, y tan alto, tan guapo y tan cachas, con ese porte y esa decisión que las vuelve locas, con ese sentido del humor que es una herencia directa de su sangre andaluza, su pelo pajizo y sus buenos modos con ellas, esos buenos modos tan fingidos y aparentes que sólo engañan a ellas, claro, pero un experto en el arte del flirteo como soy yo enseguida capta el truco, y me jode que me arrebaten el premio utilizando mis artimañas, qué coño, y menudo premio, eh, que Elena no es una cualquiera, con ese cuerpazo pidiendo a gritos un traje de saliva, pero el cabronazo éste niño peras de anuncio de aparato de abdominales ha mordido al hueso equivocado del perro viejo equivocado, y se ha ganado a pulso un susto, solamente eso, nada más, un pequeño susto que le quite las ganas de meter la polla en corral ajeno…

Impacto.
Cayetano Gea Martín

3 comentarios:

Marga dijo...

Ufff como está la historia! si lo que pretendes es que las féminas que te leemos acabemos formando un grupo de liberación antimachista y por supuesto de acción armada... lo vas a conseguir! proclamo!!

Prometemos respetarte para que inventes cuentos a la luz de la luna en ese nuevo orden que vendrá... jeje

Marga dijo...

Ey, aparece como cero comentarios y yo aqui, currándome los mios... pues vaya!! jeje

Kay dijo...

Tranquila, que hay más de un personaje, más de una historia... y más de una condena...

...Espera a mañana y tu venganza será completa, jeje