9.Donde descubrimos el experimento de Rómulo, una conversación captada al azar y sus consecuencias.
El café de Leónides es amplio y oscuro, el humo es el aire que se respira. Es el local preferido por los habitantes de M. Rómulo elige una mesa apartada, pide un café al mozo, saca el libro, abre la ventana y descubre que de nuevo son narrados los hechos que hasta el momento le han acontecido. Su experimento será el siguiente: Rómulo dejará pasar el tiempo sin hacer nada. Si es necesario llevará este experimento hasta sus últimas consecuencias: se encerrará en casa y dejará que su vida transcurra en la inacción. Se le ocurren, sin embargo, dos posibilidades por las que el experimento podría no tener efecto. Para alguien que escribiese a posteriori, le bastaría con escribir: ...y Rómulo se dejó llevar por la desidia en los días posteriores al comienzo de la lectura del libro y con ello habría dado por concluido un amplio período de tiempo de inacción; si el escritor relatase los hechos a priori todo lo que él hiciese no tendría sentido ya, pues estaría escrito de antemano. Rómulo decide pues cerrar los ojos y abstraerse, tratar de evitar cualquier pensamiento, de obviar cualquier conversación cercana. Mantiene esa disposición durante diez minutos. Después, abre de nuevo la ventana:
Rómulo es, por fin, el presente, el ahora, se ha desprendido de la memoria, ni siquiera recuerda este libro, no sabe quién es Emery Blanchard, ni Georges, no Odile, ni Marcel. Rómulo se siente vivo por primera vez en su vida aunque aún no es consciente de ello. Tal vez comience a serlo en el momento de leer estas páginas y comprenda por fin aquella frase de Macedonio: se cumplió la belleza de la no-Historia. Rómulo inspira, espira, inspira, espira, su dedo índice se mueve lentamente, inspira, el dedo se apoya sobre la mesa, espira, el párpado le tiembla, inspira, el párpado sigue temblando, espira, es ahora el momento de máxima evasión del tiempo, Rómulo concentrado en la nada, la inspiración y la espiración no son ya más que actos involuntarios, ahora se siente inmerso en la nada, una nada que no es ese abismo inhóspito donde habita la soledad, sino esa otra nada previa a la catarsis, a la expresión de lo sublime.
Entre sus notas, esta:
Soy el impulso del Universo. Soy el rotor de la Tierra, del Sol, de la Vía Láctea, de todo lo existente. Soy, ante todo, el impulso del tiempo.
Rómulo regresa a la inspiración y espiración como actos conscientes, necesarios, aún no es consciente de que la pérdida de esa necesidad implica la libertad absoluta, el despojo, a la vida, de la permanente sombra de la muerte.
Cierra, exhausto, la ventana. Dos tipos que se encuentran en una mesa próxima mantienen una extraña conversación.
...y Cossini, Gadelton y yo bebemos capuchinos sin cesar en lo de Martini, que nos sirve un café tras otro hasta que salimos de allí y a poco no tienen que avisar a la ambulancia para tratarnos de coma cafeínico. Al salir acusamos a Martini de promover la adicción al café. Los tres, nerviosos, cafeínicos perdidos, salimos del local despidiéndonos de él con una reverencia y un adiós maestro bajo su sonrisa complacida. Martini considera nuestra pomposa marcha un acto protocolario de loa a su pericia cafetera. Lo de Martini no es esencial en esta historia pero no te conté ya de su existencia y aprovecho cualquier ocasión para publicitarle el local al maestro, no sé si comprendes, y como te decía, uno de esos días descubrí que puede haber gente sin rostro, ¿Cómo sin rostro?, Ni más ni menos, sin rostro. Un tipo sin rostro. Imagina, Cossini hablando ese día de ateísmo y enunciando aquel argumento con el que es capaz de desarmar al Creyente Supremo, En realidad, si lo piensan, todos somos ateos, algunos llevamos un dios de ventaja a los demás pero esa es sólo una diferencia nimia. Gadelton y yo no paramos de reír y él se sienta muy recto, serena su rostro y explica, Cuando los ateos a los que llevo ventaja me expliquen por qué no creen ellos en el resto de los dioses ya no será necesario que yo les explique el porqué de mi ventaja sobre ellos, Esa actitud tuya es, sin duda, económica, apunta Gadelton, No es económica, sino coherente, aunque en cierto modo la coherencia cumple con el principio rector del Universo: la economía energética, responde Cossini, De hecho, tal vez la humanidad no sea más que un reflejo de ese principio rector, propongo yo, y Cossini se periscopa y anuncia, Yo, sin embargo, de tanto que economizo, al final siempre me queda algún remanente de energía ahorrada que he de evacuar, y se marcha sin dilación al excusado, ¿Sabes que se murió Marco? me pregunta Gadelton, No, respondo, Estuve en el entierro, me dice, lo de siempre, algunos llorando y el resto por compromiso, esperando que acabe todo para volver a sus casas, besar a sus mujeres y sus hijos y olvidarse de Marco para siempre, la muerte no sólo mata a los hombres sino también a la memoria de los hombres en el resto de los hombres. Pero, ¿sabes una cosa?, y me mira fijo, como si fuese a contarme un secreto, En realidad yo nunca lo he visto, ¿Cómo que no lo has visto?¿Qué quieres decir con eso?, observo, No sé, no lo veo, caí en la cuenta el otro día, no soy capaz de verlo, está ahí, sé que existió pero no lo veo, ¿Tú recuerdas de que color tenía los ojos?
La pregunta de Gadelton tuvo el efecto de una sacudida bestial sobre mí, un empujón hacia un sitio incierto, a un rincón que el raciocinio se niega a aceptar que existe: las preguntas sin respuesta posible, los vacíos de Auguste Blanchard.¿Te imaginas? Darte cuenta que conoces a un tipo desde el colegio y que nunca le has visto la cara. No sé cómo era su nariz, ni sus labios, si tenía alguna cicatriz en la cara, ni de qué color eran sus ojos. Pensé en mi mala memoria o en alguna amnesia especialmente selectiva. Recuerdo sin duda alguna la figura de Marco: alto, delgado, el pelo castaño y rizado y recuerdo bien sus manos, sus dedos muy largos y muy blancos. Pero siempre le veo de espaldas, o tras alguna persona, o tras alguna columna, o tras un periódico, o bajo una sombra. Recuerdo bien uno de sus cumpleaños, él tras una tarta enorme soplando las velas y yo sin poder distinguir su rostro. Es extraño, ¿verdad? Y sin embargo, más extraño fue lo que siguió.
Es como si fuese un dios, me dice Gadelton, al que miro sorprendido, Sí, no me mires así, piensa qué hacen los dioses: se presentan ante nosotros en forma de hechos sobrenaturales y nadie es capaz de advertir su presencia material, de contemplar su rostro. Ambos nos quedamos pensativos. Sin embargo sí recuerdo ahora su coronilla, se estaba empezando a quedar calvo, Otra muestra de economía energética, digo yo, y reímos los dos, Pero ya se acabó Marco. Cuando comencé a pensar en él, a despedirle de mi memoria fue cuando vi todo este asunto del tipo sin cara. Y en eso llega Cossini y Gadelton le pregunta, ¿tú recuerdas los ojos de Marco?, Claro, eran azules, hermosos, nunca vi algo igual, creo que ya os lo dije en alguna ocasión, No, nunca nos lo dijiste, Cossini. Ese fue un momento jodido, de verdad, Gadelton y yo nos mirábamos pensando que tendríamos que recoger los ojos del suelo sabiendo que Cossini era capaz de ver a Dios y, sin embargo, no creía en él, qué mundo paradójico, ¿entiendes? Pero pronto nos dimos cuenta de nuestro error. Dice Gadelton, Pues ya no volveremos a verlo. Murió. Ya no veremos cómo se queda calvo, Ah, ¿pero se estaba quedando calvo?, dice Cossini pensativo, ¿Sabes que no soy capaz de recordar su coronilla?
Una nueva nota:
Alcanzo, sólo a veces, y en raptos de suprema clarividencia, a comprender que lo único que buscas es lo que yo inconscientemente te ofrezco. Ese es quizá el motivo por el que tu felicidad y la mía son un tanto inexplicables, porque no habita en nosotros la continua búsqueda del placer del otro, el desesperado anhelo de reconocimiento del enamorado.
-¿Nombró usted a Auguste Blanchard?- interrumpe Rómulo la conversación.
-Claro- contesta sorprendido uno de los interlocutores- el defensor de las máculas del tiempo.
-Perdone mi ignorancia pero, ¿qué son las máculas del tiempo?
-Según Blanchard, son instantes de tiempo detenido o, si lo prefiere, vacíos. Vacío como carencia pero también y, a su vez, como necesidad. El instante de tiempo detenido refiere la necesidad, la hace explícita como única realidad posible en él. Según Blanchard, una mácula de tiempo es un instante de la duración, algo que jamás aceptaría Bergson y que, sin embargo, en la filosofía de Blanchard es un concepto intuitivo pues a pesar de considerar el tiempo un continuo considera que la conciencia no es continua: separa el ser del tiempo. Según él, son dos realidades ajenas e independientes.
-¿Sabe dónde podría encontrar alguna obra de Auguste Blanchard?
-En realidad, no. Leí una vez algo que me prestó un amigo pero ni siquiera se trataba de un libro. Creo recordar que eran unas cuartillas fotocopiadas. Blanchard era un escritor un tanto marginal.
-¿No conocerá por un casual a su hermano?
-Claro, Emery Blanchard, pero apenas lo he leído. Emery era un tipo más bien místico y siempre fue muy reservado. Por lo que sé apenas apareció en público y no le gustaban las entrevistas, por lo que casi lo único que queda de él son sus libros. Qué injusticia cometieron con él..
-Tal vez la injusticia la cometió él con los demás.
-¿Cómo?
-Nada, tan sólo pensaba. Gracias por su amabilidad. Rómulo Gea, encantado.
-Felisberto Ariel. Encantado.
Rómulo se marcha de la cafetería. Piensa en Georges, en Odile, en Marcel, en Sophie, en Emery y Auguste Blanchard, en Ulises Alonso, en Cossini, en Marco. Piensa, sobre todo y siempre, en María.
Yo.
El café de Leónides es amplio y oscuro, el humo es el aire que se respira. Es el local preferido por los habitantes de M. Rómulo elige una mesa apartada, pide un café al mozo, saca el libro, abre la ventana y descubre que de nuevo son narrados los hechos que hasta el momento le han acontecido. Su experimento será el siguiente: Rómulo dejará pasar el tiempo sin hacer nada. Si es necesario llevará este experimento hasta sus últimas consecuencias: se encerrará en casa y dejará que su vida transcurra en la inacción. Se le ocurren, sin embargo, dos posibilidades por las que el experimento podría no tener efecto. Para alguien que escribiese a posteriori, le bastaría con escribir: ...y Rómulo se dejó llevar por la desidia en los días posteriores al comienzo de la lectura del libro y con ello habría dado por concluido un amplio período de tiempo de inacción; si el escritor relatase los hechos a priori todo lo que él hiciese no tendría sentido ya, pues estaría escrito de antemano. Rómulo decide pues cerrar los ojos y abstraerse, tratar de evitar cualquier pensamiento, de obviar cualquier conversación cercana. Mantiene esa disposición durante diez minutos. Después, abre de nuevo la ventana:
Rómulo es, por fin, el presente, el ahora, se ha desprendido de la memoria, ni siquiera recuerda este libro, no sabe quién es Emery Blanchard, ni Georges, no Odile, ni Marcel. Rómulo se siente vivo por primera vez en su vida aunque aún no es consciente de ello. Tal vez comience a serlo en el momento de leer estas páginas y comprenda por fin aquella frase de Macedonio: se cumplió la belleza de la no-Historia. Rómulo inspira, espira, inspira, espira, su dedo índice se mueve lentamente, inspira, el dedo se apoya sobre la mesa, espira, el párpado le tiembla, inspira, el párpado sigue temblando, espira, es ahora el momento de máxima evasión del tiempo, Rómulo concentrado en la nada, la inspiración y la espiración no son ya más que actos involuntarios, ahora se siente inmerso en la nada, una nada que no es ese abismo inhóspito donde habita la soledad, sino esa otra nada previa a la catarsis, a la expresión de lo sublime.
Entre sus notas, esta:
Soy el impulso del Universo. Soy el rotor de la Tierra, del Sol, de la Vía Láctea, de todo lo existente. Soy, ante todo, el impulso del tiempo.
Rómulo regresa a la inspiración y espiración como actos conscientes, necesarios, aún no es consciente de que la pérdida de esa necesidad implica la libertad absoluta, el despojo, a la vida, de la permanente sombra de la muerte.
Cierra, exhausto, la ventana. Dos tipos que se encuentran en una mesa próxima mantienen una extraña conversación.
...y Cossini, Gadelton y yo bebemos capuchinos sin cesar en lo de Martini, que nos sirve un café tras otro hasta que salimos de allí y a poco no tienen que avisar a la ambulancia para tratarnos de coma cafeínico. Al salir acusamos a Martini de promover la adicción al café. Los tres, nerviosos, cafeínicos perdidos, salimos del local despidiéndonos de él con una reverencia y un adiós maestro bajo su sonrisa complacida. Martini considera nuestra pomposa marcha un acto protocolario de loa a su pericia cafetera. Lo de Martini no es esencial en esta historia pero no te conté ya de su existencia y aprovecho cualquier ocasión para publicitarle el local al maestro, no sé si comprendes, y como te decía, uno de esos días descubrí que puede haber gente sin rostro, ¿Cómo sin rostro?, Ni más ni menos, sin rostro. Un tipo sin rostro. Imagina, Cossini hablando ese día de ateísmo y enunciando aquel argumento con el que es capaz de desarmar al Creyente Supremo, En realidad, si lo piensan, todos somos ateos, algunos llevamos un dios de ventaja a los demás pero esa es sólo una diferencia nimia. Gadelton y yo no paramos de reír y él se sienta muy recto, serena su rostro y explica, Cuando los ateos a los que llevo ventaja me expliquen por qué no creen ellos en el resto de los dioses ya no será necesario que yo les explique el porqué de mi ventaja sobre ellos, Esa actitud tuya es, sin duda, económica, apunta Gadelton, No es económica, sino coherente, aunque en cierto modo la coherencia cumple con el principio rector del Universo: la economía energética, responde Cossini, De hecho, tal vez la humanidad no sea más que un reflejo de ese principio rector, propongo yo, y Cossini se periscopa y anuncia, Yo, sin embargo, de tanto que economizo, al final siempre me queda algún remanente de energía ahorrada que he de evacuar, y se marcha sin dilación al excusado, ¿Sabes que se murió Marco? me pregunta Gadelton, No, respondo, Estuve en el entierro, me dice, lo de siempre, algunos llorando y el resto por compromiso, esperando que acabe todo para volver a sus casas, besar a sus mujeres y sus hijos y olvidarse de Marco para siempre, la muerte no sólo mata a los hombres sino también a la memoria de los hombres en el resto de los hombres. Pero, ¿sabes una cosa?, y me mira fijo, como si fuese a contarme un secreto, En realidad yo nunca lo he visto, ¿Cómo que no lo has visto?¿Qué quieres decir con eso?, observo, No sé, no lo veo, caí en la cuenta el otro día, no soy capaz de verlo, está ahí, sé que existió pero no lo veo, ¿Tú recuerdas de que color tenía los ojos?
La pregunta de Gadelton tuvo el efecto de una sacudida bestial sobre mí, un empujón hacia un sitio incierto, a un rincón que el raciocinio se niega a aceptar que existe: las preguntas sin respuesta posible, los vacíos de Auguste Blanchard.¿Te imaginas? Darte cuenta que conoces a un tipo desde el colegio y que nunca le has visto la cara. No sé cómo era su nariz, ni sus labios, si tenía alguna cicatriz en la cara, ni de qué color eran sus ojos. Pensé en mi mala memoria o en alguna amnesia especialmente selectiva. Recuerdo sin duda alguna la figura de Marco: alto, delgado, el pelo castaño y rizado y recuerdo bien sus manos, sus dedos muy largos y muy blancos. Pero siempre le veo de espaldas, o tras alguna persona, o tras alguna columna, o tras un periódico, o bajo una sombra. Recuerdo bien uno de sus cumpleaños, él tras una tarta enorme soplando las velas y yo sin poder distinguir su rostro. Es extraño, ¿verdad? Y sin embargo, más extraño fue lo que siguió.
Es como si fuese un dios, me dice Gadelton, al que miro sorprendido, Sí, no me mires así, piensa qué hacen los dioses: se presentan ante nosotros en forma de hechos sobrenaturales y nadie es capaz de advertir su presencia material, de contemplar su rostro. Ambos nos quedamos pensativos. Sin embargo sí recuerdo ahora su coronilla, se estaba empezando a quedar calvo, Otra muestra de economía energética, digo yo, y reímos los dos, Pero ya se acabó Marco. Cuando comencé a pensar en él, a despedirle de mi memoria fue cuando vi todo este asunto del tipo sin cara. Y en eso llega Cossini y Gadelton le pregunta, ¿tú recuerdas los ojos de Marco?, Claro, eran azules, hermosos, nunca vi algo igual, creo que ya os lo dije en alguna ocasión, No, nunca nos lo dijiste, Cossini. Ese fue un momento jodido, de verdad, Gadelton y yo nos mirábamos pensando que tendríamos que recoger los ojos del suelo sabiendo que Cossini era capaz de ver a Dios y, sin embargo, no creía en él, qué mundo paradójico, ¿entiendes? Pero pronto nos dimos cuenta de nuestro error. Dice Gadelton, Pues ya no volveremos a verlo. Murió. Ya no veremos cómo se queda calvo, Ah, ¿pero se estaba quedando calvo?, dice Cossini pensativo, ¿Sabes que no soy capaz de recordar su coronilla?
Una nueva nota:
Alcanzo, sólo a veces, y en raptos de suprema clarividencia, a comprender que lo único que buscas es lo que yo inconscientemente te ofrezco. Ese es quizá el motivo por el que tu felicidad y la mía son un tanto inexplicables, porque no habita en nosotros la continua búsqueda del placer del otro, el desesperado anhelo de reconocimiento del enamorado.
-¿Nombró usted a Auguste Blanchard?- interrumpe Rómulo la conversación.
-Claro- contesta sorprendido uno de los interlocutores- el defensor de las máculas del tiempo.
-Perdone mi ignorancia pero, ¿qué son las máculas del tiempo?
-Según Blanchard, son instantes de tiempo detenido o, si lo prefiere, vacíos. Vacío como carencia pero también y, a su vez, como necesidad. El instante de tiempo detenido refiere la necesidad, la hace explícita como única realidad posible en él. Según Blanchard, una mácula de tiempo es un instante de la duración, algo que jamás aceptaría Bergson y que, sin embargo, en la filosofía de Blanchard es un concepto intuitivo pues a pesar de considerar el tiempo un continuo considera que la conciencia no es continua: separa el ser del tiempo. Según él, son dos realidades ajenas e independientes.
-¿Sabe dónde podría encontrar alguna obra de Auguste Blanchard?
-En realidad, no. Leí una vez algo que me prestó un amigo pero ni siquiera se trataba de un libro. Creo recordar que eran unas cuartillas fotocopiadas. Blanchard era un escritor un tanto marginal.
-¿No conocerá por un casual a su hermano?
-Claro, Emery Blanchard, pero apenas lo he leído. Emery era un tipo más bien místico y siempre fue muy reservado. Por lo que sé apenas apareció en público y no le gustaban las entrevistas, por lo que casi lo único que queda de él son sus libros. Qué injusticia cometieron con él..
-Tal vez la injusticia la cometió él con los demás.
-¿Cómo?
-Nada, tan sólo pensaba. Gracias por su amabilidad. Rómulo Gea, encantado.
-Felisberto Ariel. Encantado.
Rómulo se marcha de la cafetería. Piensa en Georges, en Odile, en Marcel, en Sophie, en Emery y Auguste Blanchard, en Ulises Alonso, en Cossini, en Marco. Piensa, sobre todo y siempre, en María.
Yo.