Estaba sentado en el metro. El vagón, cómo no, estaba a esas horas atestado de gente escuchando música o leyendo el periódico, o escuchando la música del adolescente que no se sentía en absoluto intimidado por una más que probable hipoacusia temprana, o leyendo sobre el hombro del vecino el periódico gratuito que había recogido de una papelera, o mirando al infinito a través de las ventanas pero viéndose tan sólo a sí mismos, o haciendo alguna mueca aderezada con la clásica sonrisa bobalicona (habría que estudiar ese efecto fisiológico inevitable) al niño recostado en el carrito un metro más allá.
Yo escuchaba aquello de
¿quién le mandaba flores por primavera? a un volumen relativamente moderado, lo suficiente como para que los demás no pudiesen intuir siquiera la cursilada con la que todos los días me alegraba el camino al trabajo y porque yo sí tenía, a diferencia del adolescente, conciencia de la construcción de ladrillo que comenzaba a erigirse ante mis tímpanos. Leía un libro cuyo título prefiero no desvelar, no porque lo considere un tesoro innombrable sino porque mencionar su título sería conseguir una carcajada del lector que no le permitiría proseguir el cuento de una forma natural.
Tengo costumbre, cada vez que paso una página del libro que leo en el metro, de levantar la vista un instante, hacer repaso de los nuevos viajantes y regresar a mi mundo literario (en este caso no sé si podría ser calificado como tal). Así, en una de esas ocasiones, al regresar la vista hacia las páginas del libro observé que había alguien a mi lado, parecía una chica joven, sus manos la delataban, que contemplaba unas fotografías que poco a poco extraía de un sobre. Las pasaba rápidamente pero se detuvo a observar una de ellas. Se veía la fachada principal de la capilla Pazzi, sin duda. Las seis columnas, el arco de medio punto y la bóveda cónica delataban la obra de Brunelleschi en Florencia. Conocía el edificio porque cinco años atrás yo mismo lo había visitado y me habían fotografiado abrazado a Julia. Cuando iba a regresar a mi lectura observé con más detenimiento la fotografía (el último vistazo antes de volver a mi erudita ocupación) y descubrí que dos bultos de colores, que parecían personas, se encontraban ante la puerta de dicha capilla. Poco a poco fui descubriendo mi suéter azul, mis vaqueros, la camisa de cuadros de Julia y sus pantalones azules. No había tenido ocasión de contemplar el rostro de quien observaba aquella fotografía en la que aparecíamos Julia y yo hace ya tanto tiempo. Al levantar la vista la sorpresa fue mayúscula, si bien la lógica pedía que todo sucediese así.
-¿Julia?
Ella me miró, desconcertada, sorprendida, contempló un instante la fotografía y me respondió:
-¿Mario?
Olía igual que entonces y su voz no había cambiado un ápice. Pero yo no era Mario. Soy...bien, no puedo decir cómo me llamo pero en absoluto me llamo Mario. Aún así proseguí como si nada estuviese mal.
-¿Qué tal?¿Qué haces aquí?
-Pues ya ves, al trabajo, de algo hay que vivir.
-Claro. No sabes qué ilusión volver a verte. He visto la fotografía y...
-Ya, la verdad es que es una coincidencia...
El diálogo prosiguió entre interjecciones, frases incompletas y convencionalismos durante un buen rato. A medida que hablaba con ella me daba cuenta de que no era Julia y de que ella percibía que yo no era el tal Mario al que ella había interpelado. Pero un instante después la miraba y me decía: es imposible. Porque las únicas posibilidades que se me ofrecían, y se me siguieron mostrando incesantes, días después, cuando ya había cenado con ella en tres ocasiones y habíamos hecho el amor (y he de decir que, en ese sentido, era exactamente idéntica a la Julia que conocí), eran las siguientes: una simple confusión de nombres que no acertamos a resolver en su momento y que ya era demasiado tarde para enmendar; la existencia, por su parte y por la mía, de hermanos gemelos con los que cada uno de nosotros habríamos mantenido una relación amorosa cinco años atrás (efectivamente, en eso no estaba equivocado, la fotografía tenía exactamente cinco años como después ella me aseguró), pero esta posibilidad era poco verosímil pues yo no tenía conciencia de la existencia de tal hermano por mi parte y no parece que fuese posible, dado que mis padres fueron sometidos a un tercer grado intenso y exhaustivo cuyos resultados no apuntaban en esa dirección y sí en la de echarme de casa por hacer preguntas impertinentes; otra posibilidad más esotérica, sin duda, era la de que existiesen dos personas exactamente iguales a nosotros que nos habrían conocido y habrían mantenido una relación con cada uno de nosotros y quién sabe si no se habrían encontrado también cinco años después, en algún otro vagón de metro atestado de gente; la última posibilidad, a mi juicio inverosímil, era la de una amnesia extraña en la que ninguno de los dos sería capaz de recordar el nombre del otro.No he llegado aún a ninguna conclusión al respecto. Lo único de lo que estoy seguro en este momento es de que quiero a Julia (o como quiera que se llame) y de que seguramente ella me quiera a mí (a pesar de que no me llame Mario). Nos queremos a pesar de no ser nosotros mismos. Pero seguimos adelante con este engaño que nos fascina y nos seduce, en el que todo parece un misterioso juego. Ahora tan sólo pensamos en casarnos pronto y deseamos, cada uno por nuestro lado pero sin confesárnoslo, que a nuestros dobles les vaya tan bien como a nosotros, que puedan tener esa segunda oportunidad que se nos ha ofrecido como si estuviésemos al otro lado del espejo.
Pedro Garrido Vega.