Yo lo miro a él. Soy testigo de un fenómeno fisiológico único: John Shade percibiendo y transformando el mundo, integrándolo y desintegrándolo, reordenando sus elementos en el proceso mismo de almacenarlos para producir en una fecha no especificada un milagro orgánico, una fusión de imagen y de música, un verso.
De Pálido fuego, de Nabokov.
miércoles, enero 31, 2007
lunes, enero 29, 2007
El anciano
Desde que tengo uso de razón, recuerdo haber visto siempre al anciano sentado en su silla de mimbre a los pies de mi cama. Era un viejecito decrépito, marchito, más viejo de lo que pensaba que nadie podría serlo jamás. Y me daba miedo, al principio. Después, según fui creciendo, descubrí entre sus numerosas arrugas dos ojillos tristes, velados de capilares, que me miraban con infinita ternura, y dejé de temerle.
Cuando cumplí los quince años, me empecé a sorprender de su longevidad. A los veinte, descubrí, asombrado, que éste gozaba de un aspecto más lozano que nunca, con un atisbo de color rojo en sus arrugadas mejillas.
A los treinta, ya no me cabía duda: el anciano rejuvenecía día tras día: su piel se volvía tersa, sus ojos se abrían y su espalda se ponía erecta. Gozaba de todo el aspecto de un sano abuelo de setenta años. Aún así, nunca me dirigía la palabra, aunque sus ojos me seguían mirando con un amor infinito.
Cuando cumplí los cuarenta, pude confirmar mis sospechas: el anciano no sólo se parecía a mí, o yo al él, sino que su constante rejuvenecimiento le acercaba poco a poco a mi edad. Además, a estas alturas, ya no se le podía llamar viejo, exactamente: era una madura réplica de mí, pero con veinte años más.
A los cincuenta, éramos dos hermanos gemelos.
¿Para qué seguir? Poco a poco, me iba convirtiendo en el anciano que él fue, mientras él revertía en el joven que yo fui.
Ahora, en mi vejez extrema, lo contemplo en su cuna, a punto de convertirse en una criatura nonata. Sólo parece tener unos días, quizá horas. Me da miedo que desaparezca, temo por su vida y la mía.
Hace un par de semanas que me empiezo a encontrar mejor. Y el niño no para de crecer.
Cayetano Gea Martín
jueves, enero 25, 2007
Destierro
A modo de breve introducción
Don Francisco Javier Ruiz Moreno, Javi para mí, ha consentido, mediante amenazas telefónicas, acceder a ver publicado este relato maravilloso, mandado en forma de e-mail. Su estilo, que podríamos clasificar de crisol-adjetival de cientos de miles de lecturas, denota un gusto por lo romántico y lo fantástico bastante peculiar y soberbio (en el buen sentido de la expresión).
Claro que, el abajo firmante tampoco puede ser demasiado objetivo, ya que el Señor Ruiz es, ante todo, alguien a quien admiro, una criatura lúcida en un mundo de sombras. Y un gran amigo que lo demuestra cada día y al que se hace difícil no quererle.
¡Chapó!
Cayetano Gea Martín
Destierro
Avasallado por las inclementes mareas del destino, aquí me hallo hoy, privado de la sencilla calidez de las paredes de mi hogar, del reparador descanso al que solía entregarme cuando llegadas eran estas horas, e incluso de los amables azules (corporativos) que rodearon mi nacimiento a éste, ahora, mi mundo.
Desterrado, rodeado de cruel rojo (corporativo), perdido en las inconmensurables estepas, estériles y áridas, que, cual partida de carroñeros, rodean el dulce bosque de cristal y acero por el que, hasta ayer, paseaba feliz mi ignorancia en este lugar.
En esta mi fortuita reclusión, no encuentro solaz en pensamiento alguno que no sea que los minutos avanzan, inexorables, hacia las nocturnas horas, y que la luna, siempre amiga, y en ocasiones amante, traerá consigo la ansiada recompensa de mi fugaz liberación.
Y seré libre de volver a vagar (unas veces calmado, otras ansioso, todas ellas maravillado) por entre las cálidas raíces de mi amado bosque, surcando las distancias en el vientre de su metálica progenie, hasta que, al fin, cubierta del polvo del camino mi cansada figura, regrese al hogar...
... Y no pensaré en que el sol avanza inexorable, oculto y traidor, ni en que sus crueles rayos me devolverán mañana a este triste, y rojo (corporativo), erial.
Francisco Javier Ruiz Moreno
martes, enero 23, 2007
Soneto dedicado a J.M.
Si no fuera tal la maravilla
De tus ojos tan atrevidos
Te sentaría en mis rodillas
Y jugaría con tu vestido
Porque no es el sol menos valiente
Que la luna que oculta su cara
Ni Selene es menos caliente
Por no ser tú la que me desgarra
Y el miedo triste al no ser
Al poco tiempo definido
Me aterra siempre tanto
De intentar no ver
En tu silencioso ruido
Que en mi alegría te canto
Cayetano Gea Martín
lunes, enero 22, 2007
System failure
No, no me he vuelto antipático de repente y por eso no comento nada, sino que no sé por qué pero al pasar el blog a la versión Beta se me ha descuajeringado todo, y no me deja introducir ningún comentario (sólo entradas como ésta), ni aquí ni en otro blog... Mientras soluciono (o lo intento) el jaleo éste, os digo gracias por todos vuestros comentarios...
Espero solucionar el desagisado en breve...
Un beso
Kay
Espero solucionar el desagisado en breve...
Un beso
Kay
viernes, enero 19, 2007
Pierradas X
De todas las cosas que en mi vida han acontecido, de todos los momentos terribles en los cuales me he visto incapaz, literalmente, de seguir avanzando, de todas las tentaciones de tirar la toalla (mientras nos angustiamos y procuramos fatigar nuestra mente con preguntas sin respuesta, con epicúreos arquetipos), de todos los naufragios emocionales, de todas las razones supremas que alguna vez me han hecho pensar que si hubiera Dios habría que torturalo lentamente, de todos los sucesos terribles que he sufrido a lo largo de este incierto peregrinar por este valle de lágrimas, éste que ahora, mediante giros y retruécanos intento acercarme, ha sido, sin lugar a dudas, el peor de todos: la alopecia.
No fue tanto el sentimiento de vindicación temporal truncada como las paletadas de tierra primigenia y hereditaria sobre mi cráneo lo que me hizo ser consciente (apenas un esbozo de frío raciocinio, pero suficiente como para sumirme en la desesperación) de mi problema capilar. ¡Oh, gélida mano del tiempo que prematuramente adelantas tu reloj de arena para cubrir mi testa de caduca hojarasca otoñal! ¡Oh, triste condena del espejo en el cuarto de baño, del peine surcado de pelambrera muerta! ¡Cómo descargas tu ira de ruina calva sobre los pobre mortales!
Me veo casi incapaz de relacionarme con el resto de la humanidad. Mis hermosas guedejas, ¡perdidas para siempre! ¡Mi fuerte pelo francés, fortalecido por la carencia de lavados periódicos (que todo el mundo sabe que acortan la vida del cabello, de ahí que en nuestro vecino país de abajo proliferen tantos alopécicos, por esa estúpida manía ibera de enjabonarse el cráneo día sí y día también), mi bella melena gala, de cobrizos destellos! ¿Cómo me enfrentaré ahora al mundo? ¿Cómo serán capaz de encontrar sensual y atractiva las parisinas a mi calva redondez?
¡Oh, cruel destino, condena de pelucas y afeites para el coco mondo y lirondo! ¡Oh, no se puede ser más desdichado que yo! ¡Preferiría mil veces que se me amputara un miembro (sí, querido lector, incluso ése) antes que sufrir este desierto craneal!
Oh, ¿a quién acudir sin fe teológica sino a la todopoderosa madre ciencia? ¿En quién creer sino en la certidumbre empírica? Desesperado consulté a todos los médicos y especialistas, sin que éstos pudieran aportar solución ninguna, y me entregué a la búsqueda de curanderos, alquimistas y buhoneros que pueblan con sus pócimas los arrabales de París. Entonces, un buen día, mientras mi calvicie progresaba a ritmo uniformemente acelerado, encontré en una vieja y polvorienta librería cierto volumen que databa de hace más de un milenio, redactado en latín y hermosamente surcadas sus páginas de graciosos dibujos manuscritos. Nadie ignora mi enorme conocimiento en lenguas indoeuropeas. Con poco esfuerzo, pues, conseguí desentrañar aquel mamotreto. Desde la página setecientos cuarenta y siete hasta la mil doce (de un nada desdeñable total de tres mil cuatrocientas treinta y dos) se daba cuenta de un remedio natural para solucionar la caída del cabello, contada con pelos (valga la ironía) y señales, así cómo la receta del mismo.
¡Con cuánta alegría, oh, amado lector, me convertí de pronto en una suerte de druida! ¡Con cuánta decisión e ímpetu alquimista seguí con detenimiento las instrucciones precisas que en aquel incunable se me ofrecían! Así, y después de cierto tiempo, conseguí fabricar media onza del, esperaba, milagroso remedio a mis tormentosos problemas capilares.
Con más temor que esperanza, apliqué el mejunje a mis ralos cabellos, depositando para ello un poco del mismo en mis manos, masajeándome el orbe con fruición, como recomendaba el libro. Inmediatamente después me dispuse a entregarme en brazos de Morfeo. Aquella noche soñé con empíricas melenas al viento.
Adivino aquí, querido lectora o lector, tu incredulidad. Puedo adelantarme a tu escepticismo, y sé que posiblemente no me creas cuando te lo cuente, pero en honor a la veracidad, por la cual siempre se ha regido mi vida, debo atreverme a contarlo todo, aún cuando suene a engañifa a tus oídos incrédulos. Porque sé que no me creerás cuando te diga que el remedio funcionó. Sí, has oído bien, ¡funcionó! ¡Y ahora luzco una hermosa cabellera de nuevo! Y si tú, querido lector/a, también sufres de alopecia, te recomiendo que te pongas en contacto conmigo lo antes posible, en la dirección que figura en el anverso, y por el médico precio de quinientos francos (más gastos de envío), recibirás a domicilio tu fabuloso y genuino Kit de Salvación Capilar, consistente en un frasco de dos litros de la patentada fórmula de Monsieur Menard, sus (mis) obras completas firmadas ¡y una estupenda Acta de Renuncia de Demanda!
No fue tanto el sentimiento de vindicación temporal truncada como las paletadas de tierra primigenia y hereditaria sobre mi cráneo lo que me hizo ser consciente (apenas un esbozo de frío raciocinio, pero suficiente como para sumirme en la desesperación) de mi problema capilar. ¡Oh, gélida mano del tiempo que prematuramente adelantas tu reloj de arena para cubrir mi testa de caduca hojarasca otoñal! ¡Oh, triste condena del espejo en el cuarto de baño, del peine surcado de pelambrera muerta! ¡Cómo descargas tu ira de ruina calva sobre los pobre mortales!
Me veo casi incapaz de relacionarme con el resto de la humanidad. Mis hermosas guedejas, ¡perdidas para siempre! ¡Mi fuerte pelo francés, fortalecido por la carencia de lavados periódicos (que todo el mundo sabe que acortan la vida del cabello, de ahí que en nuestro vecino país de abajo proliferen tantos alopécicos, por esa estúpida manía ibera de enjabonarse el cráneo día sí y día también), mi bella melena gala, de cobrizos destellos! ¿Cómo me enfrentaré ahora al mundo? ¿Cómo serán capaz de encontrar sensual y atractiva las parisinas a mi calva redondez?
¡Oh, cruel destino, condena de pelucas y afeites para el coco mondo y lirondo! ¡Oh, no se puede ser más desdichado que yo! ¡Preferiría mil veces que se me amputara un miembro (sí, querido lector, incluso ése) antes que sufrir este desierto craneal!
Oh, ¿a quién acudir sin fe teológica sino a la todopoderosa madre ciencia? ¿En quién creer sino en la certidumbre empírica? Desesperado consulté a todos los médicos y especialistas, sin que éstos pudieran aportar solución ninguna, y me entregué a la búsqueda de curanderos, alquimistas y buhoneros que pueblan con sus pócimas los arrabales de París. Entonces, un buen día, mientras mi calvicie progresaba a ritmo uniformemente acelerado, encontré en una vieja y polvorienta librería cierto volumen que databa de hace más de un milenio, redactado en latín y hermosamente surcadas sus páginas de graciosos dibujos manuscritos. Nadie ignora mi enorme conocimiento en lenguas indoeuropeas. Con poco esfuerzo, pues, conseguí desentrañar aquel mamotreto. Desde la página setecientos cuarenta y siete hasta la mil doce (de un nada desdeñable total de tres mil cuatrocientas treinta y dos) se daba cuenta de un remedio natural para solucionar la caída del cabello, contada con pelos (valga la ironía) y señales, así cómo la receta del mismo.
¡Con cuánta alegría, oh, amado lector, me convertí de pronto en una suerte de druida! ¡Con cuánta decisión e ímpetu alquimista seguí con detenimiento las instrucciones precisas que en aquel incunable se me ofrecían! Así, y después de cierto tiempo, conseguí fabricar media onza del, esperaba, milagroso remedio a mis tormentosos problemas capilares.
Con más temor que esperanza, apliqué el mejunje a mis ralos cabellos, depositando para ello un poco del mismo en mis manos, masajeándome el orbe con fruición, como recomendaba el libro. Inmediatamente después me dispuse a entregarme en brazos de Morfeo. Aquella noche soñé con empíricas melenas al viento.
Adivino aquí, querido lectora o lector, tu incredulidad. Puedo adelantarme a tu escepticismo, y sé que posiblemente no me creas cuando te lo cuente, pero en honor a la veracidad, por la cual siempre se ha regido mi vida, debo atreverme a contarlo todo, aún cuando suene a engañifa a tus oídos incrédulos. Porque sé que no me creerás cuando te diga que el remedio funcionó. Sí, has oído bien, ¡funcionó! ¡Y ahora luzco una hermosa cabellera de nuevo! Y si tú, querido lector/a, también sufres de alopecia, te recomiendo que te pongas en contacto conmigo lo antes posible, en la dirección que figura en el anverso, y por el médico precio de quinientos francos (más gastos de envío), recibirás a domicilio tu fabuloso y genuino Kit de Salvación Capilar, consistente en un frasco de dos litros de la patentada fórmula de Monsieur Menard, sus (mis) obras completas firmadas ¡y una estupenda Acta de Renuncia de Demanda!
Cayetano Gea Martín
martes, enero 16, 2007
Carta de despedida.
Cuando leas estás líneas será ya demasiado tarde para hacer nada. Es posible que, al leerlas, me maldigas y te maldigas a ti misma por no haberlo visto antes, por no haber sabido reaccionar a tiempo. Pero no te culpes. La responsabilidad es sólo mía y de esa demencia que no me abandona desde hace tiempo. No pienses tampoco que este ardid es una venganza hacia ti. Muy al contrario, es un gesto de agradecimiento, de gratitud por tu apoyo constante y tu compañía sin condiciones. Tú eras parte necesaria en este ardid. De otro modo no hubiera sido posible, o tal vez sí, pero más deslucido, sin duda. A estas horas estaré en el anatómico forense. Algún médico estará inspeccionando impensables rincones de mi cuerpo en busca de la causa de mi muerte. Dará con ella, no te apures. Sabrá que habré muerto envenenado y que tú habrás colocado ese veneno en mi café, por la mañana, y que lo guardabas en algún rincón de tu armario o en cualquier otro lugar que no voy ahora a confesarte. Sabrán que no habré sufrido y verán en ello un gesto de compasión que, a su juicio, te honrará. La policía vendrá pronto a casa a hacer un severo registro ya que las sospechas pronto se centrarán en ti. Una nota anónima que envié ayer a la comisaría tomará rápidamente sentido para algún subalterno que esté al tanto del caso y gracias a ello darán con el pastillero en el que se encuentran los tres gramos de veneno que han sobrado tras colocar la dosis letal en mi café. Por si acaso, he dejado mínimos rastros del veneno en la ropa que llevabas puesta hoy. No te molestes en buscar el veneno. Tardarás más tiempo en encontrarlo del que tarde la policía en llegar a casa. No trates tampoco de lavar la ropa. En una nota en mi diario he consignado cada una de las prendas que vestías esta mañana. Por eso siéntate, coge una de las revistas de encima de la mesa (lee, y este es mi último deseo, el artículo de Juan Serrallet sobre los incas del suplemento dominical), abre el mueble bar y bébete un bourbon a mi salud. La policía comprenderá que bebas para sobreponerte a la impresión que te habrá causado mi muerte. No te preocupes por mis amigos: ya les advertí que temía por mi vida, que alguien trataba de envenenarme, que últimamente no me sentía demasiado bien. Has de reconocer que el plan ha sido casi perfecto. El único cabo suelto en todo este plan es esta carta que sostienes entre tus dedos y que piensas que es tu escapatoria. El problema es que difícilmente un jurado pueda considerarte inocente de mi asesinato prestando atención únicamente a esta carta, pues muy bien podrías haberla escrito tú misma y tratar de hacer creer al jurado que eres tan sólo una víctima de un demente que tan sólo buscaba notoriedad con su suicidio. He de recordarte que ninguno de mis reconocimientos psicológicos fue anormal. Soy una persona normal, un suicida normal, con una mujer normal. No me guardes rencor, sabes que lo hago por ti, mi amor.
La mujer a la que hace alusión la carta fue acusada y posteriormente absuelta del asesinato de su marido. Busca ahora a otro tonto a quien envenenar. Abstenerse aquellos que no posean un seguro de vida en condiciones.
Pedro Garrido Vega.
lunes, enero 15, 2007
Debajo
Debajo, debajo,
acostumbrado a morar
donde no llega la luz,
donde el cielo no existe,
ni como metáfora,
ni como bóveda.
Debajo, oscuro,
rodeado de tinieblas,
me circundan éstas
en oleadas de negros tribales
sobre el fondo negro
de la soledad.
Debajo, ahí,
donde te da miedo bajar,
donde jamás pondrías
tú los pies,
salvo al final del camino:
lo inevitable.
Debajo, debajo,
no hay pétalos por deshojar,
ni sendas por andar;
sólo el saber que estás debajo,
a oscuras, desnudo,frío y muerto.
Cayetano Gea Martín
viernes, enero 12, 2007
Rosa
Se llamaba Rosa, aunque las demás le llamaban La Tonta, no porque lo fuera, al contrario, su cociente intelectual superaba con creces el de las mayoría de sus compañeras, sino porque se negaba a verme, para escándalo de las demás, que la señalaban con sus enjoyados dedos y la relegaban al rincón más frío y húmedo de la celda.
Y además, aunque ellas lo negaran, Rosa era, y es, muy, muy hermosa, a pesar del desaliño voluntario al cual se sometía para evitar ser elegida por mí de nuevo. Pero aún así poseía un hálito de belleza indómita, un aura de potro salvaje que habrá hecho, seguro, que muchos hombres hayan intentado domarla en su día con, seguro, fútil resultado.
Los golpes, las vejaciones y a las amputaciones no la dañaban. Pero ellas sí, oh, mis niñas, cómo la hacían sufrir con sus voces de coro de los domingos, brincando como gacelas a su alrededor, llenando la celda del aroma de sus caros perfumes, aquellos que les regalé la última Navidad y que ella estrelló el suyo al suelo, para consternación de aquel coro de ángeles y mi consiguiente enfado, por supuesto. Ah, cómo gritó cuando empecé a cortar. Pero ¡cómo me desafiaba desde lo más profundo de sus ojos verdes!
Rosa, Rosae, envuelta en la confortable manta de su desprecio hacia mí, y de su asco y miedo hacia ellas, mis chiquitinas. Ah, mis queridas niñas. ¡Cómo me amaban todas y cada una de ellas! Excepto ella. Ella, a la que no podía dañar por mucho que la hiciera, oh, y le hice de todo, lo prometo. Lo prometo, sí. Pero nunca conseguí doblegarla, no. Nunca. Me quitaba el sueño, oh, sí. Tenía al resto, lo sé. Tenía mi amado harem de diecisiete lindas muchachitas entre los quince y los dieciocho que me amaban con la pasión que da el fanatismo. Podía elegir a cualquiera de ellas en cualquier momento del día. Podía ser cariñoso con ellas o violento, daba igual: me adoraban. Menos Rosa.
Rosa continuó siendo inaccesible hasta que todo se acabó. Cuando los hombres de uniforme y grandes pistolas descubrieron los secretos de mi hogar y se llevaron a mis niñas. Las liberaron, decían. A Rosa no. Rosa siempre fue libre de mí.
Hace ya cinco años que mis huesos se pudren entre rejas. Cinco años en los cuales la ley de los demás reclusos se aplica tan firmemente que todas las noches un reguero de sangre se escapa por entre mis piernas, mientras deseo la muerte y planeo cómo llegar a ella. Pero lo peor no es eso. Lo peor es cuando la radiante y deslumbrante Rosa me visita todos los domingos, con una cruel sonrisa dibujada en sus hermosos labios, disfrutando de verme cada semana más cerca de la ruina. Yo fui incapaz de hacerle daño. Ella sí es capaz de hacérmelo a mí.
Cayetano Gea Martín
jueves, enero 11, 2007
La niebla.
Se encontraron en la niebla. Ella había perdido una llave y él un pañuelo. No se veían el uno al otro. Sus manos quedaron entrelazadas. A partir de entonces, la mano de uno señalaba la presencia del otro. Él no veía las lágrimas de ella, corriendo, felices por su mejilla. Ella no veía la sonrisa plena de él. Juntos, de la mano, se encaminaban sin rumbo fijo, sin saber hacia dónde dirigirse, o dónde detenerse. No importaba. Lo importante era que al otro lado de la niebla estaba ese otro al que, sin necesidad de verlo, sólo tocándolo, habían esperado durante tanto tiempo.
Su única preocupación ahora es que la niebla se disipe y ellos puedan contemplarse sin el velo que impone. Por eso pasan horas junto a la radio deseando que el hombre del tiempo diga de una vez por todas que esa niebla no va a desaparecer...en fin, que el resto de sus vidas será siempre así.
Su única preocupación ahora es que la niebla se disipe y ellos puedan contemplarse sin el velo que impone. Por eso pasan horas junto a la radio deseando que el hombre del tiempo diga de una vez por todas que esa niebla no va a desaparecer...en fin, que el resto de sus vidas será siempre así.
Pedro Garrido Vega.
miércoles, enero 10, 2007
Condena
Tirar a la basura lo nuevo, lo brillante, lo pulido, el jolgorio de aquellos que sólo viven para ello, dar marcha atrás y enterrarse en la memoria, en los recuerdos de tiempos pretéritos, de caricias de velo ajado, del olvido del presente y de la negación asustada de un futuro de certera cercanía; arrodillarse de nuevo ante el altar y temer por la muerte y el olvido, intentar creer, tarde ya, desesperación de perpetuidad, sumido en el olor de antaño, en la maldición del dominó, las zapatillas de felpa, las batas, los capilares, las calvas, los huesos, las varices, y el pensar que importa más lo que no se hizo en su día que lo realizado; morirse de pena por las oportunidades perdidas, por las palabras muertas en la boca, por la condena de las telarañas.
Cayetano Gea Martín
lunes, enero 08, 2007
El pan nuestro de cada día
- Fue sólo eso. Nada. Menos que nada. Un mal martillazo y plaf, alcayata en el dedo. Auch. Duele, sí, pero no demasiado. Soportable. Digamos que, en una escala del uno al doce, este dolor se encontraría en, no sé, ¿el cinco? No mucho, vamos. El martillo iba sin fuerza apenas, despacito, como a cámara lenta. No había necesidad de salir corriendo, no, por una alcayatita de nada. Apenas medio, ¿qué digo medio?, un tercio de centímetro dentro del dedo. No llegaría casi ni a rozar la carne apenas, si acaso, la endodermis como mucho. ¿Se llama así, no? Endodermis, digo.
- Sí.
- Por lo que ¿qué necesidad había de salir corriendo, digo yo? De salir despepitado como un caballo con una guindilla en el culo, con perdón de la expresión. Joder, no veas tú qué nenaza. Por eso, por algo tan nimio como una leve rozadura en el dedo. Vamos, no jodas. Los hay flojos y después, él.
- Él no opina lo mismo. Ni el médico que lo atendió.
- Claro, qué coño va a decir si no. ¿Y el médico? Esos cabrones con tal de salir en la tele hacen lo que sea, si lo sabré yo. Pero yo lo cuento como fue. Joder, sé que cometí un error y que no calculé bien el golpe, pero en serio, que no fue nada de nada. Y él, hala, corre que te corre al hospital. De verdad que estos moros de mierda, con perdón, son unos debiluchos, coño. Para venir a España a quitarle el trabajo a los españoles son muy valientes, eso sí. Si es que no tenía que haberle cogido, coño. Encima que les das trabajo se quejan, no te jode. ¡Éstos quieren que les hagamos ministros nada más entrar!
Cayetano Gea Martín
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