De todas las cosas que en mi vida han acontecido, de todos los momentos terribles en los cuales me he visto incapaz, literalmente, de seguir avanzando, de todas las tentaciones de tirar la toalla (mientras nos angustiamos y procuramos fatigar nuestra mente con preguntas sin respuesta, con epicúreos arquetipos), de todos los naufragios emocionales, de todas las razones supremas que alguna vez me han hecho pensar que si hubiera Dios habría que torturalo lentamente, de todos los sucesos terribles que he sufrido a lo largo de este incierto peregrinar por este valle de lágrimas, éste que ahora, mediante giros y retruécanos intento acercarme, ha sido, sin lugar a dudas, el peor de todos: la alopecia.
No fue tanto el sentimiento de vindicación temporal truncada como las paletadas de tierra primigenia y hereditaria sobre mi cráneo lo que me hizo ser consciente (apenas un esbozo de frío raciocinio, pero suficiente como para sumirme en la desesperación) de mi problema capilar. ¡Oh, gélida mano del tiempo que prematuramente adelantas tu reloj de arena para cubrir mi testa de caduca hojarasca otoñal! ¡Oh, triste condena del espejo en el cuarto de baño, del peine surcado de pelambrera muerta! ¡Cómo descargas tu ira de ruina calva sobre los pobre mortales!
Me veo casi incapaz de relacionarme con el resto de la humanidad. Mis hermosas guedejas, ¡perdidas para siempre! ¡Mi fuerte pelo francés, fortalecido por la carencia de lavados periódicos (que todo el mundo sabe que acortan la vida del cabello, de ahí que en nuestro vecino país de abajo proliferen tantos alopécicos, por esa estúpida manía ibera de enjabonarse el cráneo día sí y día también), mi bella melena gala, de cobrizos destellos! ¿Cómo me enfrentaré ahora al mundo? ¿Cómo serán capaz de encontrar sensual y atractiva las parisinas a mi calva redondez?
¡Oh, cruel destino, condena de pelucas y afeites para el coco mondo y lirondo! ¡Oh, no se puede ser más desdichado que yo! ¡Preferiría mil veces que se me amputara un miembro (sí, querido lector, incluso ése) antes que sufrir este desierto craneal!
Oh, ¿a quién acudir sin fe teológica sino a la todopoderosa madre ciencia? ¿En quién creer sino en la certidumbre empírica? Desesperado consulté a todos los médicos y especialistas, sin que éstos pudieran aportar solución ninguna, y me entregué a la búsqueda de curanderos, alquimistas y buhoneros que pueblan con sus pócimas los arrabales de París. Entonces, un buen día, mientras mi calvicie progresaba a ritmo uniformemente acelerado, encontré en una vieja y polvorienta librería cierto volumen que databa de hace más de un milenio, redactado en latín y hermosamente surcadas sus páginas de graciosos dibujos manuscritos. Nadie ignora mi enorme conocimiento en lenguas indoeuropeas. Con poco esfuerzo, pues, conseguí desentrañar aquel mamotreto. Desde la página setecientos cuarenta y siete hasta la mil doce (de un nada desdeñable total de tres mil cuatrocientas treinta y dos) se daba cuenta de un remedio natural para solucionar la caída del cabello, contada con pelos (valga la ironía) y señales, así cómo la receta del mismo.
¡Con cuánta alegría, oh, amado lector, me convertí de pronto en una suerte de druida! ¡Con cuánta decisión e ímpetu alquimista seguí con detenimiento las instrucciones precisas que en aquel incunable se me ofrecían! Así, y después de cierto tiempo, conseguí fabricar media onza del, esperaba, milagroso remedio a mis tormentosos problemas capilares.
Con más temor que esperanza, apliqué el mejunje a mis ralos cabellos, depositando para ello un poco del mismo en mis manos, masajeándome el orbe con fruición, como recomendaba el libro. Inmediatamente después me dispuse a entregarme en brazos de Morfeo. Aquella noche soñé con empíricas melenas al viento.
Adivino aquí, querido lectora o lector, tu incredulidad. Puedo adelantarme a tu escepticismo, y sé que posiblemente no me creas cuando te lo cuente, pero en honor a la veracidad, por la cual siempre se ha regido mi vida, debo atreverme a contarlo todo, aún cuando suene a engañifa a tus oídos incrédulos. Porque sé que no me creerás cuando te diga que el remedio funcionó. Sí, has oído bien, ¡funcionó! ¡Y ahora luzco una hermosa cabellera de nuevo! Y si tú, querido lector/a, también sufres de alopecia, te recomiendo que te pongas en contacto conmigo lo antes posible, en la dirección que figura en el anverso, y por el médico precio de quinientos francos (más gastos de envío), recibirás a domicilio tu fabuloso y genuino Kit de Salvación Capilar, consistente en un frasco de dos litros de la patentada fórmula de Monsieur Menard, sus (mis) obras completas firmadas ¡y una estupenda Acta de Renuncia de Demanda!
No fue tanto el sentimiento de vindicación temporal truncada como las paletadas de tierra primigenia y hereditaria sobre mi cráneo lo que me hizo ser consciente (apenas un esbozo de frío raciocinio, pero suficiente como para sumirme en la desesperación) de mi problema capilar. ¡Oh, gélida mano del tiempo que prematuramente adelantas tu reloj de arena para cubrir mi testa de caduca hojarasca otoñal! ¡Oh, triste condena del espejo en el cuarto de baño, del peine surcado de pelambrera muerta! ¡Cómo descargas tu ira de ruina calva sobre los pobre mortales!
Me veo casi incapaz de relacionarme con el resto de la humanidad. Mis hermosas guedejas, ¡perdidas para siempre! ¡Mi fuerte pelo francés, fortalecido por la carencia de lavados periódicos (que todo el mundo sabe que acortan la vida del cabello, de ahí que en nuestro vecino país de abajo proliferen tantos alopécicos, por esa estúpida manía ibera de enjabonarse el cráneo día sí y día también), mi bella melena gala, de cobrizos destellos! ¿Cómo me enfrentaré ahora al mundo? ¿Cómo serán capaz de encontrar sensual y atractiva las parisinas a mi calva redondez?
¡Oh, cruel destino, condena de pelucas y afeites para el coco mondo y lirondo! ¡Oh, no se puede ser más desdichado que yo! ¡Preferiría mil veces que se me amputara un miembro (sí, querido lector, incluso ése) antes que sufrir este desierto craneal!
Oh, ¿a quién acudir sin fe teológica sino a la todopoderosa madre ciencia? ¿En quién creer sino en la certidumbre empírica? Desesperado consulté a todos los médicos y especialistas, sin que éstos pudieran aportar solución ninguna, y me entregué a la búsqueda de curanderos, alquimistas y buhoneros que pueblan con sus pócimas los arrabales de París. Entonces, un buen día, mientras mi calvicie progresaba a ritmo uniformemente acelerado, encontré en una vieja y polvorienta librería cierto volumen que databa de hace más de un milenio, redactado en latín y hermosamente surcadas sus páginas de graciosos dibujos manuscritos. Nadie ignora mi enorme conocimiento en lenguas indoeuropeas. Con poco esfuerzo, pues, conseguí desentrañar aquel mamotreto. Desde la página setecientos cuarenta y siete hasta la mil doce (de un nada desdeñable total de tres mil cuatrocientas treinta y dos) se daba cuenta de un remedio natural para solucionar la caída del cabello, contada con pelos (valga la ironía) y señales, así cómo la receta del mismo.
¡Con cuánta alegría, oh, amado lector, me convertí de pronto en una suerte de druida! ¡Con cuánta decisión e ímpetu alquimista seguí con detenimiento las instrucciones precisas que en aquel incunable se me ofrecían! Así, y después de cierto tiempo, conseguí fabricar media onza del, esperaba, milagroso remedio a mis tormentosos problemas capilares.
Con más temor que esperanza, apliqué el mejunje a mis ralos cabellos, depositando para ello un poco del mismo en mis manos, masajeándome el orbe con fruición, como recomendaba el libro. Inmediatamente después me dispuse a entregarme en brazos de Morfeo. Aquella noche soñé con empíricas melenas al viento.
Adivino aquí, querido lectora o lector, tu incredulidad. Puedo adelantarme a tu escepticismo, y sé que posiblemente no me creas cuando te lo cuente, pero en honor a la veracidad, por la cual siempre se ha regido mi vida, debo atreverme a contarlo todo, aún cuando suene a engañifa a tus oídos incrédulos. Porque sé que no me creerás cuando te diga que el remedio funcionó. Sí, has oído bien, ¡funcionó! ¡Y ahora luzco una hermosa cabellera de nuevo! Y si tú, querido lector/a, también sufres de alopecia, te recomiendo que te pongas en contacto conmigo lo antes posible, en la dirección que figura en el anverso, y por el médico precio de quinientos francos (más gastos de envío), recibirás a domicilio tu fabuloso y genuino Kit de Salvación Capilar, consistente en un frasco de dos litros de la patentada fórmula de Monsieur Menard, sus (mis) obras completas firmadas ¡y una estupenda Acta de Renuncia de Demanda!
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Uyyy, que me aspen si este no podría ser bautizado como el bálsamo de Pierrabrás, ahora ves tu pelo y ya no lo verás...
Interesante, muy interesante el estilo.
Gracias, neno
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