Se llamaba Rosa, aunque las demás le llamaban La Tonta, no porque lo fuera, al contrario, su cociente intelectual superaba con creces el de las mayoría de sus compañeras, sino porque se negaba a verme, para escándalo de las demás, que la señalaban con sus enjoyados dedos y la relegaban al rincón más frío y húmedo de la celda.
Y además, aunque ellas lo negaran, Rosa era, y es, muy, muy hermosa, a pesar del desaliño voluntario al cual se sometía para evitar ser elegida por mí de nuevo. Pero aún así poseía un hálito de belleza indómita, un aura de potro salvaje que habrá hecho, seguro, que muchos hombres hayan intentado domarla en su día con, seguro, fútil resultado.
Los golpes, las vejaciones y a las amputaciones no la dañaban. Pero ellas sí, oh, mis niñas, cómo la hacían sufrir con sus voces de coro de los domingos, brincando como gacelas a su alrededor, llenando la celda del aroma de sus caros perfumes, aquellos que les regalé la última Navidad y que ella estrelló el suyo al suelo, para consternación de aquel coro de ángeles y mi consiguiente enfado, por supuesto. Ah, cómo gritó cuando empecé a cortar. Pero ¡cómo me desafiaba desde lo más profundo de sus ojos verdes!
Rosa, Rosae, envuelta en la confortable manta de su desprecio hacia mí, y de su asco y miedo hacia ellas, mis chiquitinas. Ah, mis queridas niñas. ¡Cómo me amaban todas y cada una de ellas! Excepto ella. Ella, a la que no podía dañar por mucho que la hiciera, oh, y le hice de todo, lo prometo. Lo prometo, sí. Pero nunca conseguí doblegarla, no. Nunca. Me quitaba el sueño, oh, sí. Tenía al resto, lo sé. Tenía mi amado harem de diecisiete lindas muchachitas entre los quince y los dieciocho que me amaban con la pasión que da el fanatismo. Podía elegir a cualquiera de ellas en cualquier momento del día. Podía ser cariñoso con ellas o violento, daba igual: me adoraban. Menos Rosa.
Rosa continuó siendo inaccesible hasta que todo se acabó. Cuando los hombres de uniforme y grandes pistolas descubrieron los secretos de mi hogar y se llevaron a mis niñas. Las liberaron, decían. A Rosa no. Rosa siempre fue libre de mí.
Hace ya cinco años que mis huesos se pudren entre rejas. Cinco años en los cuales la ley de los demás reclusos se aplica tan firmemente que todas las noches un reguero de sangre se escapa por entre mis piernas, mientras deseo la muerte y planeo cómo llegar a ella. Pero lo peor no es eso. Lo peor es cuando la radiante y deslumbrante Rosa me visita todos los domingos, con una cruel sonrisa dibujada en sus hermosos labios, disfrutando de verme cada semana más cerca de la ruina. Yo fui incapaz de hacerle daño. Ella sí es capaz de hacérmelo a mí.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Será de necios pero me encantan las venganzas vitales...
Lástima que se den más en la literatura que en la vida, va a ser que por eso me quedo con la primera a la primera de cambio... jeje.
Un beso, Kay vengador!
Pues nada, oye, vénguese usted, que de vez en cuando viene vez, jejeje...
¿A la primera de cambio? Mmmm... te hacía yo por todo lo contrario.
Besos cambiantes de domingo laxo
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