sábado, abril 01, 2006

La culpa

El último trabajo, me ha dicho antes de colgar el teléfono. Lo prometo, ha dicho. No le creo. Ya lo ha prometido en otras ocasiones y aquí estoy, otra vez, esperando a cumplir este último trabajo.
Soy asesino profesional. Trabajo es sinónimo de muerte, dice Carlos, a veces, riéndose. Sabe que soy un buen tirador, el mejor. En cuanto tiene ocasión recuerda aquel trabajo en Moscú: le acerté a aquel tipo desde quinientos metros y con aquel viento terrible soplando de costado. Y si no, recuerda ese otro trabajo en Glasgow: allí casi nos cazan, pero estuvimos rápidos.
Me ha enviado todos los datos esta mañana en un correo electrónico cifrado. Figuraba una dirección, la de esta habitación que alquiló hace una semana. El cuarto es minúsculo, unos siete metros cuadrados pobremente iluminados, las paredes necesitan una mano de pintura y por muebles hay una cama y un pequeño armario empotrado. Nada más. Enfrente de la puerta se encuentra la ventana. Me acerco a ella y observo: es la esquina que aparece en el plano que me ha enviado Carlos. El tipo tiene que aparecer sobre las 12:30 subiendo por la calle R. para cruzar hacia D. A esa hora no habrá mucho tráfico. Eso facilitará el trabajo. Debo asegurarme de que nadie vigila desde el edificio de enfrente: siempre hay algún curioso que puede delatarme. Los juicios están repletos de curiosos que presenciaron asesinatos y que ya no pueden dormir por la noche. La curiosidad genera insomnes.
Son las 10:00. Abro el maletín y preparo con esmero el arma. Limpio cada una de las piezas para que encajen a la perfección. Cualquier imperfección en el arma me puede hacer errar el tiro. Sin embargo, Lucy, mi semiautomática rusa, nunca me ha fallado. Las rusas no fallan. O valen o no valen, pero las que valen jamás fallan. Compra una americana, me dice a menudo Carlos. Él no sabe disparar: fija un punto y dispara, como si el acto de matar fuese algo rutinario, mecánico. Matar es un ritual. No debe apuntarse y disparar. Disparar es un acto pasivo: es el arma quien dispara. El tirador es el medio que el arma emplea para realizar su naturaleza homicida.
Nunca siento remordimientos. El acto de levantar el arma y disparar es inexorable: una vez comenzado ya no hay retorno posible. Sólo yo soy responsable de mis actos. El único instante en el que me puedo volver atrás es aquel en el que me cargo el arma al hombro. Ese es el punto de no retorno. Sin embargo Carlos cree en el destino. Y cree que esa creencia le exime de cualquier culpa. E identifica la necesidad con el destino. Alguien está destinado a morir, por tanto es necesario que alguien ejecute ese designio. La libertad no es posible: ni la mía ni la del finado, asegura.
Termino de enroscar el silenciador. Si se piensa, el silenciador no es más que un elemento compasivo. Cuando la muerte se proporciona de forma rápida y eficaz ésta ha de ser silenciosa. Odio esas muertes atroces, vulgares, en las que el tipo se desangra con lentitud y grandes aspavientos. Esas muertes merecen ser ruidosas. Yo sólo otorgo una muerte rápida y silenciosa.
En la calle, poco a poco, el tráfico deja de ser tan denso. Observo a la gente que camina a grandes pasos por la calle R. Me encuentro en un segundo piso, por lo que no será difícil salir rápido de aquí cuando haya ejecutado el trabajo. Aun así tendré que correr hacia la calle y verificar que el tipo ha muerto. Nunca he fallado. Por eso Carlos me encarga estos trabajos sólo a mí. Junto al semáforo que regula el paso de la calle R. a la calle D., una mujer se detiene más tiempo del necesario. No parece sospechosa. Ni siquiera levanta la vista hacia los balcones de esta zona de la calle. Por fin cruza la calle y su silueta se pierde entre la multitud que camina junto a los escaparate de las tiendas de la calle D. Sin embargo, algo no va bien.
En el cuarto vecino al mío se oyen risas. Son dos señoras mayores, no hay por qué preocuparse. Abajo, en la calle, analizo el escenario. Si el tipo camina a buen paso tan sólo tendré unos treinta segundos para disparar. El ángulo de tiro no es el más idóneo, pero Carlos confía en mi destreza, y no sólo eso, el hecho de que el disparo se efectúe desde un punto anormal facilita la huida. Nadie sospechará que el disparo que acabe con el tipo salió de aquí.
Me retiro de la ventana y recuerdo el mensaje. El tipo vestirá un traje oscuro, camisa azul y corbata algo más oscura. Le reconoceré porque portará un maletín de pequeñas dimensiones en su mano izquierda. Es zurdo, por tanto. Eso me agrada.
Abro una botella de agua que traigo en la mochila y echo un par de tragos. Está tibia. El calor es asfixiante y yo ni siquiera puedo abrir la ventana. He de esperar. No hay nada que hacer hasta que aparezca el tipo. Son sólo las 10:30. Sé que algo no va bien.
Recuerdo la conversación con Carlos de hace dos días. Nunca le vi igual. Borracho, agónico, inconsciente de todo, se dejó llevar y me confió intenciones que yo no querría haber escuchado jamás. No sé cómo seguir viviendo. Clara se ha marchado, me dijo. Puedo enfrentarme a cualquier dificultad, lo sabes, me decía, puedo perderme en la selva colombiana, nadar durante varios kilómetros en el Yantzé o incluso esconderme en un camión refrigerado durante horas, pero si hay algo que me considero incapaz de hacer es vivir sin Clara. Carlos lloraba y balbucía palabras que yo apenas podía comprender. Intenté convencerlo: piensa que es lo mejor. Clara es policía, ya ha permitido bastante, no puedes pretender que los demás carezcan de moral. Miraba a un lado y a otro, frenético, desesperado. No es eso. Soportaría que me abandonase por cuestiones morales, pero ese no es el problema. ¿Y cuál es el problema?, inquirí yo. Que no me quiere.
Me asomo de nuevo a la ventana. En el piso de enfrente una mujer tiende la colada. No hay nadie más en el resto de ventanas. El sol cae a borbotones sobre la calle poblada de sombras que proyectan sombras. Sigo pensando que algo no va bien.
¿Cómo aconsejar nada a Carlos? Clara me sorprendió aquel día. Sus piernas, sus manos. Nunca había contemplado nada igual. Desde la primera mirada ya ambos sabíamos que tendría que suceder. Y sucedió. Mirarla fue como coger el arma. Ya no había vuelta atrás. Pasamos un buen rato. Ella aún no sabía que yo trabajaba para Carlos, me creía más decente que él, con más escrúpulos. Creo que nunca llegó a saber quién era yo realmente.
En el pasillo se oyen pasos apresurados. Dos niños corretean. No hay peligro. Pero sé que algo no va bien.
Prometimos no contárselo a Carlos. Esa noche, al despedirse de mí, Clara me dijo: te amo, recuérdalo bien. Su voz sonó melancólica, apagada. Nunca lo olvidé.
Son las 11:30. Son las 11:35. Son las 11:40. Son las 11:45. Son las 11:50. Son las 11:55.
Son las 12:00. Me aproximo de nuevo a la ventana y la abro con cuidado. Yo me echo a un lado y, protegido por la pared, escruto la esquina por la que ha de aparecer el tipo. Ya no suelto a Lucy. Cualquier distracción puede malograr el trabajo.
No sé quién es el tipo. Nunca lo sé. A veces me entero por los periódicos del día siguiente, pero prefiero no saberlo. Tal vez sea ese el motivo de mi carencia de remordimientos, el hecho de ver al tipo como a un blanco en movimiento al que disparar, una diana como las empleadas en las prácticas de tiro.
Lucy está preparada para trabajar, lo sabe, la siento inquieta entre mis manos, conoce su cometido a la perfección. Son las 12:15. Ya no dejo de mirar por la ventana. De vez en cuando un vistazo al piso de enfrente y un barrido rápido por la calle en busca de coches de policía, de vagabundos, de ociosos. Todo tranquilo.
Son las 12:25. Ahí está. Baja por la calle R. Lucy ya se encuentra sobre mi hombro, suave, a la espera, ávida. El tipo es alto, fuerte. Desde aquí no veo su cara. Me recuerda a Carlos en su forma de andar. Recuerdo ahora a Clara, siempre ocurre lo mismo. El tipo sigue avanzando y Lucy y yo le seguimos, yo a través de su mirilla, ella con su cañón. Pasan dos coches blancos por delante de él. En el piso de enfrente no hay nadie en las ventanas. Ahora es el momento. Se para en la esquina mira un momento hacia donde estoy. Disparo.
El tipo se ha desplomado. Dos personas corren hacia él. Desmonto rápido a Lucy y corro hacia la esquina de R. con D. Ya hay diez personas rodeando al tipo. Tengo que asegurarme de que haya muerto. Me abro paso entre los curiosos. El tipo está muerto, eso es seguro. Cuando llego a él sé de una vez por todas que algo no va bien. ¿Cómo no lo supe?, me digo, contemplando el cuerpo inerte de Carlos.
Tres coches de policía aparecen en ese momento. Demasiado pronto. Aún puedo huir. Sin embargo, acepto formar parte de esta tragedia urdida por Carlos. Sería una desconsideración hacia él no hacerlo. De uno de los coches sale, cómo no, la tragedia no tendría éxito si no fuese así, Clara. Primero me ve, luego se inclina sobre el cuerpo un instante después comprende el argumento de la obra. Viene hacia mí. Es el momento de su papel protagonista. Una lágrima corre por su mejilla. Me susurra, te quiero, nunca lo olvides, y en un tono más autoritario, más cruel: queda usted arrestado por la muerte de este hombre.

Pedro Garrido Vega.

4 comentarios:

Martuki dijo...

Ñas, lo sabía!!!

Marga dijo...

Ayssss los circulos!!

Me gustó, señor Kay, me gustan sus círculos...

Saludos

Kay dijo...

Gracias, pero te equivocas de dueño de círculo, je, je...

Muy bueno, Pedro, por cierto, un alivio después de tantooo, eeh, 'cultismo'

XD

Marga dijo...

Jajajaja son circulos no? y además soy una persona confusa... jeje

Sorry, me gustan tus circulos, Pedro.