Imperativo categórico ruso
-¿Cree usted –le pregunté a Pierre Menard a bocajarro –que es posible discutir acerca de la validez del imperativo categórico kantiano mientras nos montamos en esta montaña rusa?
-¡No lo sé! –tuvo que casi chillar Menard debido al fuerte viento creado por los 215 km/h que alcanzaba en aquel instante nuestra vagoneta y que me impedía entenderle con claridad. -¡Santo Nietzsche! –exclamó -¡Si no le veo sentido ni en tierra firme!
Macropus robustus
Aquella fría noche invernal que pasé en casa de Pierre fue muy especial, no ya solamente por deleitarme en escuchar sus eruditas reflexiones, sino también porque, tras siete helados de fresa empapados de absenta, dichas reflexiones se tornaban en completas estupideces. Es decir, más estúpidas aún de lo normal.
Así, esperando con sorna una respuesta absurda, le pregunté al maestro (y no sin cierto esfuerzo, ya que el abuso aquella noche del tinto de verano había mermado mi facultad vocalizadora): -Dígame, Monsieur Menard, ¿qué animal de toda la creación es el que usted más odia? –A los canguros –respondió con determinación alcohólica el afamado escritor. -¿Por qué? –murmuré yo mientras babeaba tumbado, con la cara pegada al suelo. La respuesta de Menard se hizo esperar, exactamente dos horas, que fue cuando Pierre se despertó y se bajó de la lámpara donde, fortuitamente, se había quedado dormido boca abajo. Cuando pudo ponerse de rodillas, me murmuró con voz fangosa: -Pues mire usted, no me gustan los canguros lo más mínimo. Bueno, lo cierto es que no soporto a los marsupiales en general. ¿Por qué? Pues porque no me fío de nada que posea más capacidad de almacenamiento que yo desnudo.
Aún no sé si esa respuesta la dijo de verdad o yo la soñé, ya que desde dos horas antes me encontraba en un estado de lo más parecido al coma profundo.
Cayetano Gea Martín