sábado, julio 30, 2005

Pierradas III


Imperativo categórico ruso

-¿Cree usted –le pregunté a Pierre Menard a bocajarro –que es posible discutir acerca de la validez del imperativo categórico kantiano mientras nos montamos en esta montaña rusa?
-¡No lo sé! –tuvo que casi chillar Menard debido al fuerte viento creado por los 215 km/h que alcanzaba en aquel instante nuestra vagoneta y que me impedía entenderle con claridad. -¡Santo Nietzsche! –exclamó -¡Si no le veo sentido ni en tierra firme!


Macropus robustus

Aquella fría noche invernal que pasé en casa de Pierre fue muy especial, no ya solamente por deleitarme en escuchar sus eruditas reflexiones, sino también porque, tras siete helados de fresa empapados de absenta, dichas reflexiones se tornaban en completas estupideces. Es decir, más estúpidas aún de lo normal.
Así, esperando con sorna una respuesta absurda, le pregunté al maestro (y no sin cierto esfuerzo, ya que el abuso aquella noche del tinto de verano había mermado mi facultad vocalizadora): -Dígame, Monsieur Menard, ¿qué animal de toda la creación es el que usted más odia? –A los canguros –respondió con determinación alcohólica el afamado escritor. -¿Por qué? –murmuré yo mientras babeaba tumbado, con la cara pegada al suelo. La respuesta de Menard se hizo esperar, exactamente dos horas, que fue cuando Pierre se despertó y se bajó de la lámpara donde, fortuitamente, se había quedado dormido boca abajo. Cuando pudo ponerse de rodillas, me murmuró con voz fangosa: -Pues mire usted, no me gustan los canguros lo más mínimo. Bueno, lo cierto es que no soporto a los marsupiales en general. ¿Por qué? Pues porque no me fío de nada que posea más capacidad de almacenamiento que yo desnudo.
Aún no sé si esa respuesta la dijo de verdad o yo la soñé, ya que desde dos horas antes me encontraba en un estado de lo más parecido al coma profundo.


Cayetano Gea Martín

jueves, julio 28, 2005

Desde mi fiebre

Ardo, ardo de calor tendido en este lecho maloliente que me rodea en círculos concéntricos mientras escribo desde mi fiebre, ya que siempre me gustó aprovechar las pajas mentales que le salen a uno cuando escribe febril o borracho.

Mientras el universo gira alrededor de mí en espirales, en malditas espirales y siento que tengo a un grupo de ancianos intentando colocar placas de vidrio esmerilado en mi mente, puedo oír los sonidos de los submundos que yacen por debajo de nuestra cordura.

Intento dormir, trato de calmar el infierno que anida en mi pecho y que me desmaya, mata y entierra. Al final, los ojos rodeados de aureolas rojas consiguen cerrarse, y entonces sueño.

Sueño que nuestra sociedad ha sufrido un cataclismo irrecuperable, que todos los edificios se han hundido, y que sólo quedan naúfragos a la deriva, supervivientes que asoman sus sucios escombros por entre la ruinas. Yo los guío hacia la ciudad, pero el campo se encuentra infestado de cadáveres que hay que ir sorteando. Los ríos, negros de fragmentos humanos, susurran mi nombre en mi cabeza, pero me niego a ser arrastrado, muchos dependen de mí, en esta hora maldita en la que el cielo sufre un desgarrón rojo por el cual se cuelan extrañas criaturas provenientes del multiverso.

Todo es dolor, mire donde mire. Un punzante dolor que se repite en intervalos crecientes. Cada vez duele más, tanto que me despierto para ver una realidad deformada por la fiebre, tan horrenda como la ficción. El dolor sigue pegado a mí, concretamente, a mi garganta. Amigdalitis, lo llaman. Sólo sé que cuando abro la boca delante del espejo del cuarto de baño para contemplar el destrozo vírico que anida en mi campanilla me quiero morir del asco y del espanto.
Cayetano Gea Martín

martes, julio 26, 2005

Velázquez

Transito veloz entre palacios, embajadas, villas, antiguos monasterios y edificios de paredes de metacrilato y suelo de linóleo. La calle se abre ante y para mí, expectante y deseosa de recibirme. Su vitalidad me atrae irresistiblemente, Paseo por ella, piso su suelo alfombrado de secas flores amarillas, que se precipitan desde los vigilantes árboles, los cuales crean un entorno de columnata catedralicia a toda la calle. Me senté en un banco suyo a escribir esta breve historia de amor. La he amado desde hace tanto… Por sus arterias corren las mías y es especial al resto de las calles, aunque aún sus confines se pierdan en el horizonte y sienta miedo a explorarla del todo, de descubrir que es como las demás, y que llega un punto en que se acaba o se desvirtúa.

La dejo por hoy, el deber me reclama. Mañana volveré a sentarme en este banquito, desde el cual observo la magnificencia de la embajada italiana y de ese extraño palacio romano que aún no sé qué es, que nace entre ti y Juan Bravo y que se extiende por extraños vericuetos de mi imaginación, de esta imaginación mía que ama la ciudad, las calles y las casas.

Un anciano me miró y me caló enseguida: “Qué hermosa es, ¿verdad?”. Y tanto.
Cayetano Gea Martín

sábado, julio 23, 2005

La Cumbre, Tercera Parte

Horrorizado, sin atreverse a entrar en el área sagrada, el padre de T’Chala contemplaba como aquel monstruo inmundo, al que estaba dispuesto a llamar yerno no ha mucho, intentaba abusar de su hija y, por como se desarrollaban los acontecimientos, nada hacía creer que no lo conseguiría. En efecto, Nok’Fala había desnudado por entero a la muchacha e intentaba separar sus piernas, piernas que T’Chala agitaba frenéticamente en un desesperado intento de impedir que aquella bestia consumara su horrendo propósito. -¡Deja de agitarte, perra! –escupía a grandes voces Nok’Fala -¡Deja de agitarte o te hundo la cabeza a golpes y violo tu cuerpo muerto! ¡No creas que me importa!

En aquel preciso instante, el viento dejó de soplar y los pájaros de cantar. Un silencio mortal inundó La Cumbre. La realidad comenzó a tornarse cada vez más azulada. Todos los pares de ojos que alzaron la vista al sol pudieron observar como éste se había vuelto turquesa. Paralizados por el terror, los presentes comenzaron a distinguir una silueta de mujer que, flotando en el horizonte, se iba acercando hacia ellos y cobrando nitidez por momentos. Para cuando llegó a La Cumbre, a ninguno de los hombres presentes (ni a T’Chala) les quedaba la menor duda de que se ante ellos se alzaba la Diosa Let’Oda, la Diosa de las Mujeres, guardiana de sus secretos y protectora de su simiente.

Con apariencia de mujer negra, mostraba, empero, un color turquesa muy claro en la piel, no así en su largo pelo, de un azul oscuro como el mar. Era hermosa, hermosa como sólo una representación onírica de pura belleza femenina puede serlo. Y temible. La Diosa se acercó hasta T’Chala, la alzó del suelo y la dio un beso con sabor a fresca hierba en la mejilla. Acto seguido, chasqueó los dedos delante de los ojos de Nok’Fala, el cual se había quedado petrificado por la sorpresa y el terror. No todos lo días cometía uno sacrilegio y se presentaba la deidad para castigarte. Porque de eso se trataba, comprendió inmediatamente el embrutecido guerrero.

Sin embargo, Let’Oda desapareció en un abrir y cerrar de ojos sin haber aniquilado o torturado a Nok’Fala. Éste comenzó a moverse con creciente alivio, hasta que notó una especie de ausencia al andar. Horrorizado y al borde del colapso (el cual no tardó mucho en llegar), vio que allí donde antes se alzaba orgulloso su enhiesto falo, ahora se dibujaba una hermoso pubis de mujer.

***

Después de los sucesos en La Cumbre, y a la espera de que Nok’Fala despertase de un coma profundo a consecuencia de su transformación, el consejo de ancianos debatía si expulsar o no a éste del poblado. Al final, se decidió que Nok’Fala ya portaba en su alma castigo suficiente.

Un año más tarde, Nok’Fala continuaba viviendo entre su gente. Su carácter se había dulcificado desde el castigo divino. Ahora, era un miembro integrado en la sociedad. Ayudaba a todo el mundo, se portaba bien con los niños, se mostraba respetuoso con los ancianos y escuchaba con atención a las personas cuando éstas hablaban.
Se había vuelto, en fin, mejor persona.
Se había vuelto mujer.
Cayetano Gea Martín

jueves, julio 21, 2005

La Cumbre, Segunda Parte

Mientras T’Chala le rogaba a Let’Oda, oyó pasos por la vereda que ascendía en espiral hasta La Cumbre. Se asomó para contemplar a una comitiva (que parecía más una partida de caza) encabezada por su padre y Nok’Fala. “En un instante estarán aquí”, pensaba la desdichada muchacha. “Oh, Diosa, ¡protégeme, protégeme!” La comitiva llegó al final, aunque nadie entró en la cima, ya que ésta era terreno sagrado que sólo las mujeres podían hollar.

-¡Hija mía! –exclamó el padre de T’Chala, la cual se había situado peligrosamente cerca del borde, -¡Vida de mi sangre y sangre de mi vida! ¡Acude a tu padre, pues éste te reclama! T’Chala, con lágrimas en los ojos, lo increpó con agrias palabras -¡No reconozco por padre a aquel que quiere entregarme al monstruo que tienes a tu lado! –dijo, señalando a Nok’Fala, quien contemplaba la escena mudo de rabia.

¡Terrible, terrible fue el sacrilegio que cometió Nok’Fala! Ante el estupor de los congregados, ¡se atrevió a pisar el suelo sagrado de la cima de La Cumbre de la Diosa Let’Oda! Gritos de dolor y de maldición surgieron por doquier, aunque Nok’Fala los silenció gritando más fuerte que todos a la vez. Con el rostro descompuesto por el odio, se dirigió a T’Chala en términos injuriosos. -¡Ven aquí, mujer! ¡Acude a tu pronto amo, perra! ¡Arrástrate y besa las piernas de tu futuro señor o tendré que ir yo!- ¡Oh, cuán odiosas resultaron esas palabras para los presentes, sobre todo para el padre de T’Chala! Pero ningún hombre se atrevía a entrar en La Cumbre, nadie más quería firmar su condena divina y morar en los infiernos junto con el loco de Nok’Fala. El padre de T’Chala hacía gestos a su hija para que rodeara a aquel monstruo y se situara bajo la protección de sus alas, pero Nok’Fala agarró de la muñeca a la muchacha, la cual gritó al sentir la presión.

-¡Pequeña ramera! –increpó Nok’Fala a T’Chala -¿Quién te crees que eres para despreciarme? Si no fuera por mí, ¡nadie en este inmundo poblado sabría lo que es comer carne todos los días! ¡Es un gran honor el que hago a tu familia accediendo a casarme contigo, ingrata! ¡Baja de La Cumbre enseguida o te bajaré yo por la fuerza! ¡Corre a tu casa y dile a esa madre tuya con cara de perro que te adecente para la boda! ¡Vamos! ¡Vamos!

A pesar de que era evidente que Nok’Fala había perdido por completo la razón, T’Chala aún sacó fuerzas de flaqueza para mirarle a los ojos e increparle. -¡Jamás me uniré a ti, monstruo! –dijo T’Chala -¡No es a ti a quien amo! ¡Mi corazón pertenece a otro! ¡Pertenece a Fac’Ne! ¡Él es, a ojos de Let’Oda, mi legítimo marido!- Blanco se quedó el rostro de todos los presentes ante la revelación de la muchacha, incluido el de su padre y el de Nok’Fala, pero éste último se recuperó pronto, y cogiendo a la muchacha por la espalda la obligó a tumbarse boca a bajo. –¡Ahora vas a ver la diferencia entre Fac’Ne y yo, perra! –le chilló a T’Chala al oído, mientras arrancaba la falda de la muchacha -¡Ahora verás la diferencia!...
Cayetano Gea Martín

martes, julio 19, 2005

La Cumbre, Primera Parte

Cuando T’Chala huyó del poblado, jamás pudo imaginar que terminaría allí, en La Cumbre. Pero ahí estaba, tumbada sobre la estéril roca de la cima, sin nada que se interpusiera entre su rostro de ébano y el sol, salvo la profundidad celeste. Desde ese privilegiado lugar, observaba el valle que se extendía a sus pies, como naciendo de ellos. Las cuentas de colores que adornaban su cuello, muñecas y tobillos tintineaban al ser sacudidas por el ligero pero constante viento que soplaba a aquella altitud, creando un mágico rumor de campanillas.

T’Chala evitaba pensar en el motivo que la había llevado hasta La Cumbre, pero éste se abría paso poco a poco, de forma perezosa pero constante, en su mente. “Fuera, fuera”, pensaba T’Chala, “fuera, mal pensamiento, te expulsaré de mi cabeza pensando en cosas alegres, como cuando era pequeña”. Precisamente, ése era el problema, que ya no era tan niña (y nunca volvería a serlo), al menos para sus padres, que habían decidido casarla con Nok’Fala, el mejor guerrero del poblado, siempre sudoroso y con la lanza sangrienta en la mano, sonriente, extasiado y feliz, febril de deseo cuando posaba sus ojos de león maduro en ella, con su abultado miembro cimbreándose al son de sus pasos.

T’Chala pidió en voz alta a la Diosa de La Cumbre que impidiera la boda que se celebraría esa misma tarde, que impidiera la noche de bodas, cuando Nok’Fala la poseyera como su legítimo dueño y señor, y descubriera, traicionado, que ella ya se había entregado a otro hombre antes que a él. Pero la Diosa no parecía escuchar a nadie aquella soleada mañana de mayo. Pero T’Chala no cejaría en su empeño, ya que sabía de la bondad de Let’Oda, la venerada Diosa que extendía la sombra de sus altos dominios sobre el valle, y le procuraba a éste agua en abundancia. Era la Diosa de la vida, de la fertilidad y, por ende, de la mujer. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres del poblado han acudido a Ella para protegerse de los hombres impíos que quisieron forzarlas, mancillar su honor consumando matrimonios indeseados.

T’Chala le contó a la Diosa cómo se entregó a su dulce amor de la infancia, Fac’Ne, cuando sus juegos de niños se convirtieron en desenfrenada pasión y en dulces caricias de amor con los primeros rayos de la adolescencia. Como un incendio estival, su cariño abrasaba sus corazones, los inflamaba con el ardiente fuego de la juventud.
Cayetano Gea Martín

domingo, julio 17, 2005

MALDITA NOCHE


Maldita noche eterna de dolor y desconcierto, maldito sentimiento de ansiedad que regresa, triunfante, a posarse con las alas plegadas y las garras extendidas sobre mi alma una vez más. El calor seco de la meseta, el ladrido de los perros, la luz ambarina de la crueles farolas, la gente gorda de satisfacción que sube y baja de sus pequeños utilitarios de felicidad; todo ello me impide dormir y abren una puerta que creía cerrada a cal y canto hace mucho. La ansiedad me devora, y esta noche, esta noche eterna, se convierte en un personal e intransferible castigo por algo que no recuerdo, quizá por pecados de otra vida.

Me levanto y siento sobre mi caldeado lecho y empiezo a hacer ejercicios de respiración, con la esperanza de calmar la marea que se abre como una negra flor en mi pecho, y que me conecta con el caos primigenio del centro del universo. Fracasado en mi intento, comienzo a escribir a velocidad de vértigo estas líneas, deseando que hagan de toma de tierra para la ansiedad. Al cabo de un instante, que se me antoja largo como una vida, consigo que ésta descienda del corazón a mis pies y muera al contacto con el aire, formando un montoncito frío de cenizas en el parqué.

Extenuado, casi post-orgásmico, suelto el bolígrafo y me tiendo de nuevo en la cama, sospechando que no podré dormir de nuevo, que el monstruo que yace en el suelo el un fénix y que, como tal, renacerá de sus cenizas para seguir torturándome. Medio segundo después, el sueño, hermano de la muerte, me rodea en su negro abrazo y me hunde en sus profundas simas. Despierto doce horas después.
Cayetano Gea Martín

jueves, julio 14, 2005

Las Tierras Baldías II

Y llegué a la ruina y a la desolación que anidaban en mi alma. Cada hora perdida, cada palabra de sobra, cada acción de menos, cada mentira, daño y furia, se habían convertido en fuego devastador que agostaba las cosechas y ennegrecía el cielo.

Un gran mal campa a sus anchas, una rapaz negra preparada para salir a la palestra: orgullo. Descubrí apenado que por orgullo era capaz de ahorcarme antes que de humillarme. “Nunca más”, le grito al cielo cada vez que aprieto la soga alrededor de mi cuello y del cuello de los demás.

***

Utilizo el lenguaje rebuscado y circunvalatorio como respuesta cobarde, como sustituto rastrero de los cojones puestos sobre la mesa, pero lo aparto hoy…

Lo siento.
Lo siento mucho.
Lo siento todo.
Siento haberme convertido en lo que yo no quería y tú temías: juez, fiscal y jurado.

Siento mi carencia empática y el haber tenido que elegir.

Siento todo y todo y todo. Siento el daño que te he hecho o el que te haya podido hacer. Siento el daño que tú me has hecho a mí. Siento ambos, y los siento entre tú y yo.

Siento todo esto. Siento no tenerte y que creas que no me importa. Tres pilares de amistad sostienen mi vida y uno comenzó a oscilar y yo le ayudé a caer.

Siento el juicio de terceros, las voces de terceros, el aliento de terceros.

No sé si la redención y la expiación llegarán, pero mi arrepentimiento sí.

Me equivoqué, qué más puedo decir. Pensé que no acudías a mí, cuando no dejabas de hacerme señales. Lo que tú querías era mi presencia, nada más: jugar al Puzzle Fighter, contar una burrada, beber, hablar del último disco de Dream Theater, del regreso de Stratovarius, de Borges, del cine chino raro que te gusta, de la vida.


Cayetano Gea Martín

lunes, julio 11, 2005

Llevo tus ojos

Dedicado a Cayetano Gea Bermejo

Llevo tus ojos y veo el mundo a través de ellos. Observo y estudio todas aquellas cosas ya escudriñadas por ti mucho antes: las catedrales, los libros, el cielo, las mujeres… las fugaces mujeres de cuerpo de catedral y alma de libro que te llevan al cielo.

Llevo tus manos, y como tú antes que yo, oso dibujar y escribir con ellas. Algún día, tu poesía frustrada y mi prosa hueca servirán para reconocernos.

Llevo tus oídos, y con ellos aprecio lo que me enseñaste a apreciar: los silencios contemplativos y la música atronadora, que tú luego abandonaste en pos de terrenos más armónicos. Te vas haciendo viejo, muchacho.

Llevo tu muerte, la temo más que a la mía. Es mi castigo. Pero a la vez soy tu atea esperanza de eternidad, ya que llevo tus ojos y tu alma, esa en la que curiosamente ni tú ni yo queremos, dentro de mí, padre.

Cayetano Gea Martín

sábado, julio 09, 2005

Quiero tener tu sabor


Quiero tener tu sabor.
Quiero morder tu pulpa.
Quiero beber tu fértil espuma.

Quiero sentir tu rosada magia contra mis labios.
Quiero hacerte gemir de placer con mi lengua toda la noche.

Quiero tener tu sabor, tu marea oscilante y tu placer en la palma de mi boca.
Cayetano Gea Martín

martes, julio 05, 2005

El Holandés Errante, Epílogo

No puedo evitar un mudo asombro de fascinación entrópica por los viejos restos de lo que fuera en su día el Centro Sanitario de la Paloma, nombre hueco que no pone de relieve el hacinamiento y marginación al que eran sometidos sus reclusos, a cuyos fantasmas vengo hoy a molestar.

Cuando la empresa a la que represento me encomendó la tarea de recuperación, después de tres años de exasperantes solicitudes al Ayuntamiento y a la Generalitat, me sentí excitado ante la idea de ser yo el que, quizá, consiga desentrañar los secretos y los misterios que rodearon la vida de Don Manuel VanHerden, natural de Barcelona.

Atravieso el jardín, donde la naturaleza se ha hecho dueña y señora del terreno, creciendo por doquier y empezando a extender su dominio de zarzas, matas y enredaderas por las paredes del edificio. Llego hasta la puerta principal de la clínica, cerrada solamente por un descolorido cordón policial. La puerta rechina en plan película de terror cuando la abro, aumentando mi fascinación, obviamente. El interior se encuentra completamente desolado: polvo, cristales rotos, lámparas caídas, azulejos y fragmentos de yeso convertidos en una gruesa capa de escombros que cubre todo el suelo, restos de material sanitario y utillería desperdigados, y un penetrante olor a cerrazón, a tumba, olor que se convierte en sabor y se pega al fondo del paladar.

Mientras me dirijo al primero de mis dos objetivos, no puedo evitar fijarme en la ausencia de señales que delaten presencia humana: no hay pintadas en las paredes, ni restos de comida, ni cartones, ni siquiera se aprecian las comunes deposiciones de las ratas, o una mísera cucaracha. Incluso el avance orgánico del jardín se paraliza en cuanto se asoman al interior del edificio las enredaderas. Nadie ni nada osa mancillar el centro sanitario, como si de un templo se tratase.

En breve me hallo frente a mi primera parada: la celda acolchada de Manuel VanHerden. Por alguna razón que se me escapa, ésta se encuentra inmaculada, prístina. Ni una leve mota de polvo flota en su interior, y una tenue luz blanca, cuya procedencia no consigo ubicar, baña la escena. En el centro exacto de la celda veo un montoncito de hojas y cartones, incluso un fragmento de bata verde, completamente escritos por todas partes, en una letra desigual con una tinta que varía de tonalidad y (mucho me temo) de sustancia.

Aquellas notas conformaban el testimonio de un paciente de la institución. Paciente, al parecer, testigo presencial de aquellos acontecimientos de hace veinte años que supusieron la caída definitiva en las garras de la locura a Manuel VanHerden.

Cualquier persona con dos dedos de frente, al leer aquellas notas, descubriría inmediatamente la verdad subyacente. Como bien se explica en el texto, Manuel sufría una enfermedad que le hacía olvidar quién era cuando se encontraba solo. Con el tiempo, este trastorno fue derivando hacia otro menor, pero no menos curioso: en los instantes de “apagón”, Manuel creía ser otra persona. Así, pudiendo contemplar su tragedia personal (su fobia a la vida) desde fuera, era capaz de enfrentarse mejor a sus demonios.

Su figura más elaborada era la de un enfermo mental, bajo la cual escribió estas notas. Bajo esa apariencia, escribió toda una fábula falsaria sobre su vida: Manuel no era inventor, ni (obviamente) ha tenido contactos con diabillos en otras dimensiones. Manuel VanHerden era sólo un pobre diablo con desdoblamiento de personalidad, que, para poder sobrellevar su odio irracional a su vida, se autoexpió creyéndose un dios, y, por ende, inmortal.

Lástima que su muerte, a manos de otro recluso, acabara con su error.
Cayetano Gea Martín

sábado, julio 02, 2005

FANTASÍA 2005

En aquel instante final, no fue toda su vida lo que pasó por su mente, sino sólo los días anteriores, cuando se despidió de su status quo y, ya puestos, de la existencia.

Peter Pan recordó cómo, hace una semana, aquél viejo con pinta de drogota de Ibiza que se hacía llamar Merlín le encomendó la tarea de ir al Monte del Destino y arrojar en su fuego eterno la espada de luz de un tal Obi-Wan, para poder así destruir el alma de Voldemort, un malvado de ésos cuyo único propósito es conquistar el mundo. Ante tal alarde de originalidad, Peter Pan pensó que tendría que ser alguien bastante imbécil y que seguramente acabaría muerto por culpa de su ambición, como todos los malosos.

Al final, resignado a su papel de protagonista de cuento de hadas, aceptó la misión. El viejo chivo sonrió beatíficamente (adjetivo inseparable del verbo sonreír) y dejó de propinarle bastonazos entre las ingles. Así, Peter se despidió de su paraíso de la pederastia con la desagradable sensación de que no volvería nunca jamás a Nunca Jamás.

El viaje en sí fue lo típico: el mago, en vez de dejarle cerca del objetivo, lo soltó en el otro extremo del universo conocido. Miles fueron las aventuras que pasó: caza mayor de Ewoks, robo de cálices sagrados, masajista del vestuario femenino de los X-Men, etc., etc. Claro está que su ritmo de avance resultaba algo lento, hasta que el cretino se acordó de que podía volar.

“Esto ya es otra cosa”, pensó nuestra muestra gratuita de héroe. Sorteando dragones y X-Wings, consiguió llegar al Monte del Destino. Pero cuando estaba a punto de tirar la espada, algo en su interior (la codicia) empezó a impedírselo. ¿Quién sabe cuánta pasta podría sacar de aquel truño en la próxima convención friki? Sonriendo avariciosamente más que beatíficamente (¿veis?), empezó a darse la vuelta. Lástima que tropezó con el cadáver de Jar-Jar Binks y se cayó por el cráter del volcán, porque eso es lo que es, un volcán, y no un jodido monte. Y así, harto de tanto personaje de ficción, el ¿escritor? de este ¿relato? se vengó de los frikis, o sea, de sí mismo.
Was Peter Pan in Mordor?
No one's there to keep alive
All these fairy tales
Blind Guardian – Imaginations from the Other Side
Cayetano Gea Martín