Capítulo III: Clotilde y el Chirlas
Desde donde me encontraba, debido a las tinieblas que cubrían compasivamente el inmundo callejón, no pude atisbar en demasía la inclemencia cruel del paso del tiempo sobre el, de por sí poco agraciado, rostro de mi hermana. Tres años hacía que no veía a Clotilde, desde que me ingresaron por última vez. Durante ese período de tiempo mi hermana no fue a verme, aunque no la culpo por ello, que conste. Sé que ella se debe a sus obligaciones para con su numerosa y selecta clientela, por lo que jamás se me ocurriría la ingratitud de pensar que no viniera a verme por otros motivos más egoístas. Sé que no hemos tenido en los últimos tiempos una relación demasiado positiva, ni negativa tampoco, es decir, no hemos tenido relación ninguna, pero la sangre tira, a pesar de todo, siendo la misma la que bombea en mi corazón y en mis esmirriadas piernas y la que navega por sus saturadas arterias y late en sus abundantes varices.
Me llegué a su altura y comprobé cómo su rostro surcado de arrugas, aunque por fortuna cubierto de abundante vello negro que las ocultaba parcialmente, se distendía en una cariñosa sonrisa de fraternal afecto, sonrisa que se desdibujó rápidamente un momento antes de decirme: “Ah, eres tú. Te había confundido con el ucraniano. ¿Desde cuando te va a ti el sado?”. Rápidamente, le conté todo lo relacionado con mi misión, incluido el robo del maletín de Victor. Este último acto enfureció mucho a mi hermana, ya que, según me contó, el ucraniano era su mejor y único cliente. “De gustos raros, pero buen pagador”, afirmó. Otro motivo más para lamentar el robo, pensé. Mi hermana me dio un collejón, como solía hacer siempre que se enfadaba conmigo, mientras que con la otra mano se rascaba la pelambrera que le asomaba por la grasienta axila izquierda, en un típico gesto suyo de enfurruñamiento, esparciendo a los cuatro vientos caspa blancuzca, capas de piel muerta y piojos como croquetas.
Afortunadamente, y debido al gran corazón que tenía mi hermana, se calmó enseguida, y me dijo: “Bueno, no me enfado contigo en demasía, porque ahora soy una mujer prometida, y mi maromo me ha jurado que me sacará de este trabajo tan estresante y me llevará con él a Madrid, donde pretende establecerse como agente de seguros”. A pesar de mi portentosa imaginación, la idea de que alguien o algo en este mundo se pudiera enamorar de mi hermana no me entraba en la cabeza. Me aterraba la idea de tener como cuñado al leviatánico monstruo retrasado mental cuya estampa empezaba a forjarse en mi mente, porque para salir con mi hermana, a la que una compañera de trabajo, algo más leída de lo que suelen ser el resto, le había puesto el cariñoso apodo de Cthulhu, debería representar físicamente a otro ejemplo de terror preternatural semejante. Aún así, haciendo un ingente acopio de valor, le pregunté a mi hermana por el nombre de su novio, temiendo que me respondiera Lucifer, Sauron o José María Aznar. Mudo me quedé cuando Clotilde me dijo que no sabía su nombre real, pero que le apodaban el Chirlas.
“Nos conocimos esta misma mañana, y ha sido amor a primera vista”, me relató mi hermana con sus ojos de huevo en blanco. “Es el único hombre en mi vida que me quiere por como soy, no por mi cuerpo”. En ese punto coincidía con mi hermana: dudaba muchísimo que el Chirlas estuviera saliendo con mi hermana por su cuerpo, la verdad, a no ser que pretendiera venderla al peso en algún matadero. No, deduje, el motivo es otro: ni más ni menos que el de utilizarla para chantajearme, ya que el muy canalla no es tonto, y sabe que de enviar a alguien, me enviarían a mí a por él. Además, todos los internos conocen a qué se dedica mi hermana, ya que yo intento siempre hacer publicidad a su favor. A pesar de mis denodados esfuerzos, ninguno de ellos se ha atrevido a propasarse con Clotilde, y eso que alguno de los internos llevan más de diez años de abstinencia carnal, salvo por algún gato despistado o por las fotos de las hijas del Doctor Rebáñez.
Mi hermana me sacó de mis silenciosas conjeturas: “Mira, por ahí viene mi churri”, comentó. Con mi ya comentada rapidez felina, me oculté detrás de la inmensa mole que era mi hermana. Pensando así que había burlado al Chirlas, me sentí descorazonado cuando le oí decir: “Vamos, cuñado, ponte de pie, coño, que ya tenía yo ganas de conocerte como tal”. Despacio, me incorporé y me quedé cara a cara contemplando a uno de los tipos más peligrosos de toda Barcelona. Con la voz temblando de pánico pude, no obstante, templarla lo suficiente como para pedirle a Clotilde que me permitiera departir con mi recién estrenado cuñado. Asintiendo con efusividad, nos dejó solos a los dos, cara a cara, mirándonos fijamente a los ojos, como en las películas del Oeste. Pero lo que aconteció a continuación pertenece ya a otro capítulo de otro libro y autor…
Desde donde me encontraba, debido a las tinieblas que cubrían compasivamente el inmundo callejón, no pude atisbar en demasía la inclemencia cruel del paso del tiempo sobre el, de por sí poco agraciado, rostro de mi hermana. Tres años hacía que no veía a Clotilde, desde que me ingresaron por última vez. Durante ese período de tiempo mi hermana no fue a verme, aunque no la culpo por ello, que conste. Sé que ella se debe a sus obligaciones para con su numerosa y selecta clientela, por lo que jamás se me ocurriría la ingratitud de pensar que no viniera a verme por otros motivos más egoístas. Sé que no hemos tenido en los últimos tiempos una relación demasiado positiva, ni negativa tampoco, es decir, no hemos tenido relación ninguna, pero la sangre tira, a pesar de todo, siendo la misma la que bombea en mi corazón y en mis esmirriadas piernas y la que navega por sus saturadas arterias y late en sus abundantes varices.
Me llegué a su altura y comprobé cómo su rostro surcado de arrugas, aunque por fortuna cubierto de abundante vello negro que las ocultaba parcialmente, se distendía en una cariñosa sonrisa de fraternal afecto, sonrisa que se desdibujó rápidamente un momento antes de decirme: “Ah, eres tú. Te había confundido con el ucraniano. ¿Desde cuando te va a ti el sado?”. Rápidamente, le conté todo lo relacionado con mi misión, incluido el robo del maletín de Victor. Este último acto enfureció mucho a mi hermana, ya que, según me contó, el ucraniano era su mejor y único cliente. “De gustos raros, pero buen pagador”, afirmó. Otro motivo más para lamentar el robo, pensé. Mi hermana me dio un collejón, como solía hacer siempre que se enfadaba conmigo, mientras que con la otra mano se rascaba la pelambrera que le asomaba por la grasienta axila izquierda, en un típico gesto suyo de enfurruñamiento, esparciendo a los cuatro vientos caspa blancuzca, capas de piel muerta y piojos como croquetas.
Afortunadamente, y debido al gran corazón que tenía mi hermana, se calmó enseguida, y me dijo: “Bueno, no me enfado contigo en demasía, porque ahora soy una mujer prometida, y mi maromo me ha jurado que me sacará de este trabajo tan estresante y me llevará con él a Madrid, donde pretende establecerse como agente de seguros”. A pesar de mi portentosa imaginación, la idea de que alguien o algo en este mundo se pudiera enamorar de mi hermana no me entraba en la cabeza. Me aterraba la idea de tener como cuñado al leviatánico monstruo retrasado mental cuya estampa empezaba a forjarse en mi mente, porque para salir con mi hermana, a la que una compañera de trabajo, algo más leída de lo que suelen ser el resto, le había puesto el cariñoso apodo de Cthulhu, debería representar físicamente a otro ejemplo de terror preternatural semejante. Aún así, haciendo un ingente acopio de valor, le pregunté a mi hermana por el nombre de su novio, temiendo que me respondiera Lucifer, Sauron o José María Aznar. Mudo me quedé cuando Clotilde me dijo que no sabía su nombre real, pero que le apodaban el Chirlas.
“Nos conocimos esta misma mañana, y ha sido amor a primera vista”, me relató mi hermana con sus ojos de huevo en blanco. “Es el único hombre en mi vida que me quiere por como soy, no por mi cuerpo”. En ese punto coincidía con mi hermana: dudaba muchísimo que el Chirlas estuviera saliendo con mi hermana por su cuerpo, la verdad, a no ser que pretendiera venderla al peso en algún matadero. No, deduje, el motivo es otro: ni más ni menos que el de utilizarla para chantajearme, ya que el muy canalla no es tonto, y sabe que de enviar a alguien, me enviarían a mí a por él. Además, todos los internos conocen a qué se dedica mi hermana, ya que yo intento siempre hacer publicidad a su favor. A pesar de mis denodados esfuerzos, ninguno de ellos se ha atrevido a propasarse con Clotilde, y eso que alguno de los internos llevan más de diez años de abstinencia carnal, salvo por algún gato despistado o por las fotos de las hijas del Doctor Rebáñez.
Mi hermana me sacó de mis silenciosas conjeturas: “Mira, por ahí viene mi churri”, comentó. Con mi ya comentada rapidez felina, me oculté detrás de la inmensa mole que era mi hermana. Pensando así que había burlado al Chirlas, me sentí descorazonado cuando le oí decir: “Vamos, cuñado, ponte de pie, coño, que ya tenía yo ganas de conocerte como tal”. Despacio, me incorporé y me quedé cara a cara contemplando a uno de los tipos más peligrosos de toda Barcelona. Con la voz temblando de pánico pude, no obstante, templarla lo suficiente como para pedirle a Clotilde que me permitiera departir con mi recién estrenado cuñado. Asintiendo con efusividad, nos dejó solos a los dos, cara a cara, mirándonos fijamente a los ojos, como en las películas del Oeste. Pero lo que aconteció a continuación pertenece ya a otro capítulo de otro libro y autor…
____________________________
EDUARDO MENDOZA
Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. De niño quiso ser torero, explorador y capitán de barco. Pero como estas actividades no eran factibles y en su familia había un culto a la literatura, tuvo que dedicarse a leer.
Al terminar Derecho, se va con una beca a Londres, donde en teoría está un año estudiando Sociología en la Universidad, aunque en la práctica pasa casi todo ese tiempo paseando, leyendo y escribiendo. A su regreso trabaja como abogado, lo que le sirve para familiarizarse con el lenguaje jurídico, que luego parodiará en sus novelas. El 1 de diciembre de 1973 se va a Nueva York como traductor de la ONU.
En la primavera de 1975 aparece en España su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta. El libro se convierte en precursor de un cambio en la sociedad española: la primera novela de la transición democrática. La primavera siguiente recibe el Premio de la Crítica.
En 1979, Mendoza se revela como gran parodista. El misterio de la cripta embrujada se plantea como divertimento, mezcla de novela negra y relato gótico, que gira alrededor de un humor exacerbado hasta el paroxismo. En 1982 se afianza como parodista al publicar El laberinto de las aceitunas, novela similar a la anterior, con el mismo escenario y protagonista, un extraño detective cliente de un manicomio.
En 1986 publica su novela más ambiciosa y aplaudida, que lo convertirá en una figura crucial de la literatura española: La ciudad de los prodigios. En 1989 la revista "Lire" elige La ciudad de los prodigios como el mejor libro del año publicado en Francia. Publica La isla inaudita.
En agosto de 1990 se comienza a publicar por entregas en "El País" Sin noticias de Gurb, la historia de un extraterrestre que aterriza en Barcelona y se dedica a contemplar la situación catalana con ojos asombrados. Ese mismo año estrena Restauraciò en Barcelona. Luego, traducida por él mismo al castellano, se representa en Madrid. En 1992 publica El año del diluvio.
Unas declaraciones a la prensa y una ponencia del autor en un curso de verano en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander desatan una larga polémica sobre la muerte de la novela:
"Es posible que cada vez haya menos lectores, pero eso no importa. En la época de Homero nadie leía y había muy buenos escritores. El número de lectores no tiene importancia, es algo meramente economicista. Hay revistas de medicina importantísimas que sólo leen cien personas y novelas que leen veinte millones de personas que olvidan al día siguiente".
"Es posible que cada vez haya menos lectores, pero eso no importa. En la época de Homero nadie leía y había muy buenos escritores. El número de lectores no tiene importancia, es algo meramente economicista. Hay revistas de medicina importantísimas que sólo leen cien personas y novelas que leen veinte millones de personas que olvidan al día siguiente".
En enero de 2001 publica La aventura del tocador de señoras, nuevo episodio en la saga del detective Ceferino, que se convierte de inmediato en un éxito de ventas.
En 2002 publica El último trayecto de Horacio Dos, un nuevo libro humorístico en el que su protagonista, jefe de una estrafalaria expedición, surcará el espacio en condiciones extremadamente precarias junto a los peculiares pasajeros de su nave. Esta nueva entrega participa de la ironía, de la parodia, el folletín y la picaresca.
Lejos del tópico, Mendoza es un escritor que guarda pocos libros en su biblioteca. "Tengo pocos libros", ha dicho Mendoza, "porque una vez leídos los regalo. Salvo que sea algo muy bueno, o un libro que sé que voy a querer consultar. Lo único que releo permanentemente es El Quijote".
Mendoza es un escritor de genio y temple, dotado de un sentido del humor esperpéntico que ralla la locura, lo fantástico y lo sobrenatural. Sabe conjugar con acierto y de forma natural momentos tristes con humor pesimista, amores imposibles con la contemplación de su Barcelona natal entre una exposición universal y unos juegos olímpicos. De estilo aparentemente sencillo, su laconismo va directamente al alma del lector. Su sentido del humor, lejos de hacer que el lector se evada, coloca encima de la mesa lo deprimente y absurdo que encierran nuestras vidas, a la vez que consigue arrancarnos una sonrisa. Es imposible leer a Mendoza y no sentir de inmediato un cariño especial hacia el autor. No hay más que buscar en la solapa del libro y mirarle. Hay que ver la cara de cachondo que tiene el tío.
Cayetano Gea Martín
No hay comentarios:
Publicar un comentario