Hacía uno de esos aburridos días de invierno en los cuales las nubes habían conseguido conquistar el cielo. Deprimido y débil, como me acontecía siempre que amanecía nublado, decidí pasar todo el domingo leyendo. Sin embargo, hacia la media mañana, el sol comenzó a iluminar mi habitación, por lo que me asomé desde mi terraza hacia el cielo y pude contemplar cómo la luz solar había triunfado de nuevo. Ya podía sentir el calor por mi cuerpo, la sangre afanándose en transportar oxígeno a las células y comida y, por ende, las renovadas energías, las ganas de salir a la calle, de estar con la gente, de hollar terrazas y de trasegar claras, de vivir, en fin, de puertas para fuera.
Mientras pensaba a quién llamar y dónde quedar, contemplé al diezmado ejército nimbo en retirada. Algunas nubes soldado, incapaces de huir a tiempo, eran desintegradas por la acción del calor del sol. El resto, sencillamente, recogieron sus gotas de agua y abandonaron el campo de batalla lo más rápido que les permitía el poco viento que circulaba esa mañana.
¿A dónde se reunirían las nubes vencidas? Habían perdido una batalla, pero no la guerra, por lo que debía existir un punto geográfico donde el sol no llegase y las nubes pudieran reagruparse y hacer planes para un nuevo ataque. Quizá no fuera un lugar determinado, sino la suma de sus colonias, de sus cielos conquistados, que, salvo por fortuitas incursiones solares, permanecen de color gris perla casi a perpetuidad. Mi mente procedió veloz a trazar un mapa aéreo que representase los dominios del Imperio Nube: los países nórdicos, Inglaterra, Canadá, Miranda del Ebro, y un largo etcétera.
¿Cuál sería el móvil de su insaciable sed de conquista? Porque lo que resulta obvio es que constantemente intentan apoderarse de nuevos dominios celestes, atreviéndose, incluso, a atacar en ocasiones a las regiones más importantes y seguras del Imperio Sol, provocando auténticas hecatombes para forzar a la zona en cuestión a reconocer la supremacía del Imperio Nube en sus tierras.
Considero que Madrid, mi hogar, es un protectorado del Imperio Sol, aunque aquí ambos bandos han aprendido a convivir, repartiéndose el año, amén de unos tratados firmados hace una eternidad. A pesar de ello, y de la relativa tregua que han alcanzado en Madrid y en más zonas, el Imperio Nube intenta continuamente forzar la débil paz existente. Sus ejércitos diezman nuestros cultivos, inundan nuestras calles y levantan por los aires nuestros hogares.
Con lo que no contaba el Imperio Nube era con nuestro alzamiento, rebeldía y ansias de libertad. Para ello, nosotros, los seres humanos, decidimos combatir a nuestro enemigo con la única arma eficaz que disponemos: la ciencia. Así, comenzamos a verter nuestros desechos gaseosos contra el Imperio Nube, a colocar sistemas de refrigeración y de calefacción por todas partes, a comprar vehículos autopropulsados y a coger un spray y, mirando al cielo, rociar los pérfidos cúmulos con CFC.
Nuestro trabajo ha ido dando sus frutos. Para empezar, hemos conseguido que aumente la temperatura media en la superficie, creando un hermoso efecto que podríamos definir de invernadero, que nos permite retener a ras del suelo las nobles radiaciones del sol entre nosotros, dándole así más tiempo para combatir a su feroz rival. Por otro lado, hemos abierto un agujero considerable entre las filas enemigas, en una capa defensiva del Imperio Nube denominada Ozono. Gracias a esta heroica acción, los rayos del sol penetran hasta lo más hondo de nuestros seres, colmándonos de su sabiduría y eternidad, bendiciéndonos por nuestras valerosas hazañas en contra del enemigo, y convirtiendo la superficie del planeta en un hermoso solar.
Mientras pensaba a quién llamar y dónde quedar, contemplé al diezmado ejército nimbo en retirada. Algunas nubes soldado, incapaces de huir a tiempo, eran desintegradas por la acción del calor del sol. El resto, sencillamente, recogieron sus gotas de agua y abandonaron el campo de batalla lo más rápido que les permitía el poco viento que circulaba esa mañana.
¿A dónde se reunirían las nubes vencidas? Habían perdido una batalla, pero no la guerra, por lo que debía existir un punto geográfico donde el sol no llegase y las nubes pudieran reagruparse y hacer planes para un nuevo ataque. Quizá no fuera un lugar determinado, sino la suma de sus colonias, de sus cielos conquistados, que, salvo por fortuitas incursiones solares, permanecen de color gris perla casi a perpetuidad. Mi mente procedió veloz a trazar un mapa aéreo que representase los dominios del Imperio Nube: los países nórdicos, Inglaterra, Canadá, Miranda del Ebro, y un largo etcétera.
¿Cuál sería el móvil de su insaciable sed de conquista? Porque lo que resulta obvio es que constantemente intentan apoderarse de nuevos dominios celestes, atreviéndose, incluso, a atacar en ocasiones a las regiones más importantes y seguras del Imperio Sol, provocando auténticas hecatombes para forzar a la zona en cuestión a reconocer la supremacía del Imperio Nube en sus tierras.
Considero que Madrid, mi hogar, es un protectorado del Imperio Sol, aunque aquí ambos bandos han aprendido a convivir, repartiéndose el año, amén de unos tratados firmados hace una eternidad. A pesar de ello, y de la relativa tregua que han alcanzado en Madrid y en más zonas, el Imperio Nube intenta continuamente forzar la débil paz existente. Sus ejércitos diezman nuestros cultivos, inundan nuestras calles y levantan por los aires nuestros hogares.
Con lo que no contaba el Imperio Nube era con nuestro alzamiento, rebeldía y ansias de libertad. Para ello, nosotros, los seres humanos, decidimos combatir a nuestro enemigo con la única arma eficaz que disponemos: la ciencia. Así, comenzamos a verter nuestros desechos gaseosos contra el Imperio Nube, a colocar sistemas de refrigeración y de calefacción por todas partes, a comprar vehículos autopropulsados y a coger un spray y, mirando al cielo, rociar los pérfidos cúmulos con CFC.
Nuestro trabajo ha ido dando sus frutos. Para empezar, hemos conseguido que aumente la temperatura media en la superficie, creando un hermoso efecto que podríamos definir de invernadero, que nos permite retener a ras del suelo las nobles radiaciones del sol entre nosotros, dándole así más tiempo para combatir a su feroz rival. Por otro lado, hemos abierto un agujero considerable entre las filas enemigas, en una capa defensiva del Imperio Nube denominada Ozono. Gracias a esta heroica acción, los rayos del sol penetran hasta lo más hondo de nuestros seres, colmándonos de su sabiduría y eternidad, bendiciéndonos por nuestras valerosas hazañas en contra del enemigo, y convirtiendo la superficie del planeta en un hermoso solar.
Cayetano Gea Martín
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