El público aplaudió a rabiar cuando Skeletor, con su poderoso giro de cintura, derribó a su oponente y puso fin, así, al duro combate final de aquella tarde. El público me ordenó que me acercara a él y me estampó un sonoro beso extremeño en mi carita de ocho años.
El público, a pesar de mi, entonces, limitada estatura, me llegaba no mucho más arriba de lo que se podría imaginar a priori, ya que le faltaba una pierna y casi siempre se encontraba sentado en su silloncito de mimbre, contemplándome desde esos hermosos ojos verdes, que si me asomaba a ellos podía ver su tierra, Cáceres, en la bruma de sus ancianos ojos, de esos hermosos ojos suyos que hace tiempo no veo, ni veré jamás: los ojos de mi abuelo materno.
Aún recuerdo cómo te hacía de rabiar con mis incómodas preguntas de niño, cómo disfrutabas de mi presencia. Quizá yo fuera la única alegría en tu incómoda vejez de pastillas, achaques y síndrome del miembro fantasma. Como niños nos peleábamos por la comida que abuela ponía encima de la mesa del pequeño salón de aquel piso de Vista Alegre, que aún hoy contemplo desde la calle algún que otro nostálgico domingo.
Recuerdo los fines de semana que pasábamos juntos, cuando mis padres iban a comer con abuela y contigo, y luego yo siempre rogaba para quedarme, y tú decía que no, que con tanto niño en tu casa no había quien descansara, aunque con el rabillo del ojo mirabas mi mochila, intentando averiguar si me había traído muñecos, si hoy también te pediría hacer de público o de comentarista, mientras trataba de explicarte la diferencia entre un Ewook y un Wookie.
Recuerdo tus ajadas novelas del oeste. Y cuando hablabas de la guerra, cuando perdiste la pierna a manos de un antiguo vecino tuyo que luchaba en el bando contrario. Siempre te entristecías cuando pensabas en la guerra, y sólo decías que era mala, muy mala, no te ponías a contar interminables batallitas, porque no te gustaba recordar todo aquello, que aún te provocaba dolor, como un mal sueño lejano que cuando vuelve parece que no ha pasado el tiempo, que los sesenta años entre medias no han valido para nada. Entonces yo, cuando te veía así, cabizbajo y distante, cogía la figura de Greedo, y enseñándotelo te decía: “Mira, abuelo, este es feo y flaco como tú”, con lo que tú hacías que te enfadabas mientras yo me tronchaba de risa, y en tus ojos se borraba el dolor y volvía a aparecer con todo su esplendor su acuoso color verde.
Recuerdo aquel día, sobre todo recuerdo aquel día. Y sólo yo sé el nudo que se me forma en la garganta al recordarlo y escribirlo.
La abuela se había ido al Retiro con papá y mamá, que estaba embarazada de casi nueve meses ya, y yo me quedé contigo a pasar la tarde. Después de comer, saqué los muñecos mientras tú te preparabas a cumplir con tu labor de bullente público. Recuerdo que, como media hora después de empezar, tu sonrisa se esfumó y una seria determinación apareció en tu rostro. Me miraste, desde tu inevitable sillón, y me dijiste en un tono de voz que jamás había oído antes: “Tano, hijo, me voy a tumbar un rato, que estoy algo cansado”. Yo dije que vale, que de acuerdo, pero sabía que algo no iba bien, aunque no me atrevía a preguntar por miedo a la respuesta.
Incorporaste todo tu alto cuerpo, cogiste el bastón, su bastón, que desde entonces tengo yo colgado en mi cuarto, y te dirigiste a tu habitación. Estabas apunto de desaparecer por la puerta cuando, dándote la vuelta, mirándome con esos ojos verdes tuyos y poniendo tu mejor sonrisa en los labios me dijiste: “Ah, Tano, hijo. Que te quiero mucho”. “Yo también, abuelo”, medio tartamudee yo. Y te fuiste. Y ya no te volví a ver en este mundo.
Recuerdo a mis padres llegando a las nueve de la noche con abuela, a mi madre preguntando por ti, y yo respondí que estabas durmiendo, y mis padres entraron en tropel al cuarto, y oí un grito y muchos lloros y pánico y el dolor flotando como una marea por encima de nuestras cabezas.
Recuerdo. Te recuerdo. Hoy más que nunca. Recuerdo tus manos, tus gestos. Pienso en mi hermano, que no llegó a conocerte, y cómo le hablo de ti. Cómo sigues vivo desde aquí, desde mí. Conservo tu bastón, tu pitillera. He heredado tu altura, tu andar de pato y tu pelo negro, no así tus ojos verdes. Aún utilizo expresiones tuyas, que acuden a mi boca e inundan mis diálogos con tu inconfundible añeja sabiduría popular. Aún voy por las calles y me parece verte en aquel anciano de cara bondadosa, o te huelo si hay cerca violetas secas y tierra mojada.
Desde aquí te recuerdo, abuelo, querido abuelo. Porque has sido alguien determinante en mi vida y has ayudado a conformarme como soy. Para bien o para mal, en parte, soy obra tuya.
Te recuerdo.
Y te sigo queriendo.
En memoria de mi abuelo, Gonzalo Martín Martín
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Hum... el mundo de los abuelos...Es un tema bastante complicado para mí la verdad, porke en ese sentido todo ha sido un poco extraño en mi vida.
Te tengo envidia chico!! Sana, claro :P Yo nunca he experimentado eso con uno de mis abuelos. Es muy bonito ke tú si lo hayas hecho.
PD: tú también escribes de puta madre, no te pongas celoso jeje
No me envidies tanto, je. Es cierto que le sigo queriendo, pero se me fue demasiado pronto, antes de poder decirle que le quería, de decírselo de adulto a adulto. Afortunadamente, a mi abuela, su mujer, se lo pude decir más tiempo... Aunque también se me fue cuando más falta me hacía...
PD: No me pongo celoso. Siempre he sabido que Pedro escribe bastante mejor que yo.
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