Capítulo 1: El buen doctor
No había terminado aún de depilarle las ingles al Roñas cuando el Doctor Rebáñez me reclamó a su despacho. Abandoné presto la sala común y me dirigí con celeridad hacia el citado habitáculo, ya que no convenía hacer esperar en exceso al Doctor, el cual, a pesar de su enorme sabiduría en cuestiones psiquiátricas, mostraba un desprecio total y absoluto hacia sus pacientes, por lo que se puede aducir que amaba el continente pero no el contenido. Para ilustrar mi teorema, baste citar cuando el Felpudo, el cual creía ser como esos enseres domésticos que se colocan en la puerta de las casas, y por ello se pintaba la palabra anglosajona “welcome” en la espalda, llegó medio minuto tarde al despacho de Rebáñez y encima haciéndole una pantomima de onda vital, ya que también se creía Son Goku en sus ratos libres, recibiendo a cambio de parte del buen doctor su famoso y terapéutico derechazo en la mandíbula, que le había hecho campeón de Barcelona en la categoría de peso pluma en sus años mozos, y que al pobre del Felpudo le quitó de encima todos los traumas, así como cinco piezas dentales que, debido a la bazofia semisólida que nos dan a modo de rancho, no echó demasiado de menos.
El caso es que llegué a tiempo a mi apresurada cita con el Doctor Rebáñez, o eso pude comprobar del pitido que emitió su reloj cronómetro medio segundo después de que yo entrara en su despacho. El citado doctor, a pesar no ser lo que se podría denominar como joven, ni de ser especialmente atractivo para ninguna especie conocida, hoy resultaba todavía más horrendo si cabe, debido a una enorme y reciente herida que le cruzaba la ceja, el ojo y el descarnado pómulo derecho. Semejante carnicería efectuada sobre semejante rostro fue excesivo para mi débil constitución, y no pude reprimir una mueca de asco que apunto estuvo de transformarse en vómito. Percatándose de mi gesto, el Doctor Rebáñez me preguntó si había reparado, quizá, en la descomunal herida que afeaba, si cabe, su rostro. “¿Qué herida?”, manifesté intentando componer mi mejor cara de póker, llevándome como premio un tremendo bastonazo en seco sobre mi cabeza.
“Dejémonos de zarandajas, villano, pendejo, pusilánime”, espetó Rebáñez, que siempre aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar su amplio vocabulario, lo que, sumado al siniestro color azul de su piel, le confería aspecto de diccionario de sinónimos. “Quiero que encuentres y halles por mí, ya que mi posición y/o condición no me lo permite, al responsable de tremenda felonía, injuria y daño sobre mi persona”. A continuación, y después de un nuevo bastonazo en la sien cuya misión era llamar mi atención (ya que me había quedado embobado al contemplar los tremendos pulmones de la hija mayor de Rebáñez, que pugnaban por salirse, en este orden, de sujetador, cuerpo y foto), el buen doctor terminó de narrarme los hechos que le llevaron a ser poseedor de tan vomitiva herida.
Según me relató el Doctor Rebáñez, entre bastonazos cada tres minutos exactos, aquella mañana a primera hora había reclamado a su presencia al pérfido Chirlas, uno de los peores reclusos de la institución. El Chirlas se comporta casi siempre de forma tranquila y relajada, ayudado por los sedantes que cada cinco minutos uno de los gorilatos le inyecta en el culo. El problema surge si alguien se olvida de dicha inyección, ya que en cuanto el Chirlas recupera el control sobre su drogado cuerpo, saca la terrible navaja de Albacete que le regaló su anciana madre y empieza a repartir mandobles a diestro y siniestro. Lo extraño e incluso paranormal del caso es que nadie sabe dónde leches guarda el Chirlas su arma blanca, a pesar de optar por dejarlo a perpetuidad en pelotas y a pesar de las continuas exploraciones que sobre sus orificios efectúan los enfermeros. Aquella navaja es como una prolongación de su cuerpo, o quizá permanece oculta en una dimensión paralela a la espera de ser reclamada por su legítimo dueño. Sea como sea, y a pesar de presentarse ante Rebáñez desnudo, sujeto por los dos gorilatos más fornidos de la institución (primer y segundo clasificado en el Mr. Olimpia) y con todos sus orificios cegados con cera, salvo la nariz; a pesar de todo ello, digo, fue capaz el Chirlas de zafarse de su hormonada guardia, extraer su navaja de Dios sabe que zona crepuscular, rajarle la cara a Rebáñez y consumar un acto masturbatorio contemplando la fotografía de la hija del doctor (no la de los pulmones, sino la menor, que tampoco era manca), saliendo disparado el pegote de cera que taponaba su órgano viril en el momento del clímax, rompiéndose el cristal de la foto.
Lo que el Doctor Rebáñez me ordenó aquel desgraciado día fue que encontrara al Chirlas, dondequiera que se encontrara éste, aunque, debido a su propensión a aliviar sus más bajos instintos, Rebáñez sospechaba que pasaría el resto del día en el barrio chino, donde casualmente trabajaba mi hermana Lurditas. Todas estas consideraciones, y mi legendaria sagacidad detectivesca, fueron las que movieron al doctor a encomendarme a mí la tarea de buscar y traer de nuevo al redil a la mala bestia del Chirlas, concediéndome para ello una libertad temporal de dos días; y, apelando a mi buena fe y a sus contactos con la policía, confiaba en que no abusaría de su generosidad huyendo a la Patagonia o a Murcia.
Y así, sin darme siquiera algo más de vestir que mi raído y translúcido albornoz de interno, dos de los enfermeros me posaron con toda suavidad en la calle, aterrizando encima de las bolsas de basura de la acera de enfrente que, debido al notable aumento de la población, no cabían en los ya insuficientes contenedores, a pesar de su novedosa y ecologista división por colores. Ahora, al olor de mi cuerpo, pues ya hacía cinco días que no me lavaba, había que sumarle el de la materia orgánica en descomposición de las bolsas. Pero aún así, yo sólo tenía nariz para aquel delicioso aire de libertad que inundaba como un torrente gaseoso mis fosas nasales.
No había terminado aún de depilarle las ingles al Roñas cuando el Doctor Rebáñez me reclamó a su despacho. Abandoné presto la sala común y me dirigí con celeridad hacia el citado habitáculo, ya que no convenía hacer esperar en exceso al Doctor, el cual, a pesar de su enorme sabiduría en cuestiones psiquiátricas, mostraba un desprecio total y absoluto hacia sus pacientes, por lo que se puede aducir que amaba el continente pero no el contenido. Para ilustrar mi teorema, baste citar cuando el Felpudo, el cual creía ser como esos enseres domésticos que se colocan en la puerta de las casas, y por ello se pintaba la palabra anglosajona “welcome” en la espalda, llegó medio minuto tarde al despacho de Rebáñez y encima haciéndole una pantomima de onda vital, ya que también se creía Son Goku en sus ratos libres, recibiendo a cambio de parte del buen doctor su famoso y terapéutico derechazo en la mandíbula, que le había hecho campeón de Barcelona en la categoría de peso pluma en sus años mozos, y que al pobre del Felpudo le quitó de encima todos los traumas, así como cinco piezas dentales que, debido a la bazofia semisólida que nos dan a modo de rancho, no echó demasiado de menos.
El caso es que llegué a tiempo a mi apresurada cita con el Doctor Rebáñez, o eso pude comprobar del pitido que emitió su reloj cronómetro medio segundo después de que yo entrara en su despacho. El citado doctor, a pesar no ser lo que se podría denominar como joven, ni de ser especialmente atractivo para ninguna especie conocida, hoy resultaba todavía más horrendo si cabe, debido a una enorme y reciente herida que le cruzaba la ceja, el ojo y el descarnado pómulo derecho. Semejante carnicería efectuada sobre semejante rostro fue excesivo para mi débil constitución, y no pude reprimir una mueca de asco que apunto estuvo de transformarse en vómito. Percatándose de mi gesto, el Doctor Rebáñez me preguntó si había reparado, quizá, en la descomunal herida que afeaba, si cabe, su rostro. “¿Qué herida?”, manifesté intentando componer mi mejor cara de póker, llevándome como premio un tremendo bastonazo en seco sobre mi cabeza.
“Dejémonos de zarandajas, villano, pendejo, pusilánime”, espetó Rebáñez, que siempre aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar su amplio vocabulario, lo que, sumado al siniestro color azul de su piel, le confería aspecto de diccionario de sinónimos. “Quiero que encuentres y halles por mí, ya que mi posición y/o condición no me lo permite, al responsable de tremenda felonía, injuria y daño sobre mi persona”. A continuación, y después de un nuevo bastonazo en la sien cuya misión era llamar mi atención (ya que me había quedado embobado al contemplar los tremendos pulmones de la hija mayor de Rebáñez, que pugnaban por salirse, en este orden, de sujetador, cuerpo y foto), el buen doctor terminó de narrarme los hechos que le llevaron a ser poseedor de tan vomitiva herida.
Según me relató el Doctor Rebáñez, entre bastonazos cada tres minutos exactos, aquella mañana a primera hora había reclamado a su presencia al pérfido Chirlas, uno de los peores reclusos de la institución. El Chirlas se comporta casi siempre de forma tranquila y relajada, ayudado por los sedantes que cada cinco minutos uno de los gorilatos le inyecta en el culo. El problema surge si alguien se olvida de dicha inyección, ya que en cuanto el Chirlas recupera el control sobre su drogado cuerpo, saca la terrible navaja de Albacete que le regaló su anciana madre y empieza a repartir mandobles a diestro y siniestro. Lo extraño e incluso paranormal del caso es que nadie sabe dónde leches guarda el Chirlas su arma blanca, a pesar de optar por dejarlo a perpetuidad en pelotas y a pesar de las continuas exploraciones que sobre sus orificios efectúan los enfermeros. Aquella navaja es como una prolongación de su cuerpo, o quizá permanece oculta en una dimensión paralela a la espera de ser reclamada por su legítimo dueño. Sea como sea, y a pesar de presentarse ante Rebáñez desnudo, sujeto por los dos gorilatos más fornidos de la institución (primer y segundo clasificado en el Mr. Olimpia) y con todos sus orificios cegados con cera, salvo la nariz; a pesar de todo ello, digo, fue capaz el Chirlas de zafarse de su hormonada guardia, extraer su navaja de Dios sabe que zona crepuscular, rajarle la cara a Rebáñez y consumar un acto masturbatorio contemplando la fotografía de la hija del doctor (no la de los pulmones, sino la menor, que tampoco era manca), saliendo disparado el pegote de cera que taponaba su órgano viril en el momento del clímax, rompiéndose el cristal de la foto.
Lo que el Doctor Rebáñez me ordenó aquel desgraciado día fue que encontrara al Chirlas, dondequiera que se encontrara éste, aunque, debido a su propensión a aliviar sus más bajos instintos, Rebáñez sospechaba que pasaría el resto del día en el barrio chino, donde casualmente trabajaba mi hermana Lurditas. Todas estas consideraciones, y mi legendaria sagacidad detectivesca, fueron las que movieron al doctor a encomendarme a mí la tarea de buscar y traer de nuevo al redil a la mala bestia del Chirlas, concediéndome para ello una libertad temporal de dos días; y, apelando a mi buena fe y a sus contactos con la policía, confiaba en que no abusaría de su generosidad huyendo a la Patagonia o a Murcia.
Y así, sin darme siquiera algo más de vestir que mi raído y translúcido albornoz de interno, dos de los enfermeros me posaron con toda suavidad en la calle, aterrizando encima de las bolsas de basura de la acera de enfrente que, debido al notable aumento de la población, no cabían en los ya insuficientes contenedores, a pesar de su novedosa y ecologista división por colores. Ahora, al olor de mi cuerpo, pues ya hacía cinco días que no me lavaba, había que sumarle el de la materia orgánica en descomposición de las bolsas. Pero aún así, yo sólo tenía nariz para aquel delicioso aire de libertad que inundaba como un torrente gaseoso mis fosas nasales.
Cayetano Gea
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