Capítulo 2: El maletín del ucraniano
No creo que nadie pueda tildarme de cobarde si afirmo que me encontraba aterrado ante la perspectiva de atrapar sin ayuda de nadie al Chirlas. Además, el muy maldito me caía simpático por haber conseguido afear aún más, dentro de lo posible, la jeta del Doctor Rebáñez. Aún así, órdenes son órdenes, por lo que mi portentoso cerebro comenzó a deslizar, conjeturar y racionalizar planes por doquier. Lo primero, me dije, es conseguir ropa decente para pasar desapercibido entre la población barcelonesa. Como si Dios hubiera leído mi mente, aunque no se qué dios de entre los que creo, ya que me considero panteísta, se cruzó por mi camino un joven ataviado con un hermoso traje de ejecutivo rico. Contemplé envidioso su porte y sus trazas, recordando a mi añorada juventud en mi pueblecito blanco: sus calles lavadas, sus casas pintadas, sus gallinas robadas que me valían para satisfacer dos necesidades, básicamente… En fin, el caso es que tan absorto me encontraba en mis contemplaciones internas que no reparé en que el joven empezaba a darse la vuelta ante mi fantasmagórica presencia. A pesar de mis reflejos de felino, cualidad mía que hacía más entretenidas las largas jornadas laborales de los gorilatos del internado, que se divertían apostando si era capaz de esquivar las piedras que me lanzaban; a pesar, digo, sólo pude arrebatarle el maletín que portaba, el resto se escabulló como alma que lleva el diablo.
Dentro encontré, en lugar de informes, un conjunto completo de sadomasoquismo para hombre, gorra de cuero negro con una pequeña calavera plateada incluida. A pesar de lo estrafalario del conjunto, amén de lo éticamente reprobable que resultaba, sobre todo por el látigo de nueve colas y las bolas chinas, no dudé en calzármelo, ya que resultaba mejor que la bata verdosa de papel de fumar que llevaba y me permitiría pasar mejor desapercibido una vez estuviera en el barrio chino. En el fondo del maletín encontré una cartera con dos euros y la documentación del joven, que resultó llamarse Victor Kumcha, natural de Ucrania. Aunque dicha información no me resultaba útil, me apenó el hecho de haber atracado precisamente a un extranjero, contribuyendo a que nuestro país tenga la fama que tiene allende nuestras fronteras.
Y así, vestido con tiras de cuero negro, me adentré por las calles de Barcelona. Una de las pocas ventajas que tienen las grandes ciudades es que la gente no se escandaliza ya de nada. Gracias a este liberalismo nacido de la indeferencia hacia el prójimo, pude cruzar la ciudad sin que nadie reparara en exceso en mi guisa, salvo un grupo de turistas japoneses que gastaron tres carretes de fotografías conmigo, unos jóvenes de pelo pincho y taladrados por piercings que decidieron seguirme un rato y arrojarme litronas vacías de vez en cuando, tres gitanas que salieron a mi encuentro cuando bajaba por Las Ramblas, dos mimos, tres agentes de policía, un ejecutivo, cuatro funcionarios de correos, un torero, dos vagabundos, tres repartidores de bombonas de butano y un cura lascivo. Afortunadamente, alguno de los señalados sujetos me arrojaba huevos y mondaduras de patata, por lo que pude ir llenando el buche por el camino, ya que desde el agua con el mendrugo de pan duro del desayuno, no había vuelto a menear el bigote. Cierto es que soy de poco comer por ser más bien escaso o nulo en carnes, pero me iban sonando las tripas ya desde hace rato.
Así fue como acabé llegando hasta el Barrio Chino, con mi tan peculiar como variada comitiva siguiendo mis pasos. Lo cierto es que el barrio no había cambiado en demasía, salvo porque ahora se veían más meretrices de distintas etnias, no como hace unos años, que lo más exótico que podía uno encontrar eran extremeñas. Algunas de dichas señoritas de la noche se acercaron a mí con lascivas intenciones, moviendo sensualmente sus caderas. Grande fue mi decepción cuando reparé en que tales muestras de afecto mercenario se debían a que me confundían con el ucraniano, debido sin duda a que llevaba su traje de faena; hasta que se acercaban más a mí y comprobaban que la estatura, musculatura y facha no concordaban con la de Victor. Lamenté profundamente que salieran de su engaño, por lo que procuré adoptar cierta desenvoltura de Europa del este, sin obtener grandes resultados, por cierto.
Tras andar un rato, llegué al inmundo callejón donde mi hermana se ganaba la vida. A pesar de la oscuridad reinante, su figura simiesca resultaba inconfundible. Pero lo que con ella departí tendrá que ser narrado en el siguiente capítulo…
No creo que nadie pueda tildarme de cobarde si afirmo que me encontraba aterrado ante la perspectiva de atrapar sin ayuda de nadie al Chirlas. Además, el muy maldito me caía simpático por haber conseguido afear aún más, dentro de lo posible, la jeta del Doctor Rebáñez. Aún así, órdenes son órdenes, por lo que mi portentoso cerebro comenzó a deslizar, conjeturar y racionalizar planes por doquier. Lo primero, me dije, es conseguir ropa decente para pasar desapercibido entre la población barcelonesa. Como si Dios hubiera leído mi mente, aunque no se qué dios de entre los que creo, ya que me considero panteísta, se cruzó por mi camino un joven ataviado con un hermoso traje de ejecutivo rico. Contemplé envidioso su porte y sus trazas, recordando a mi añorada juventud en mi pueblecito blanco: sus calles lavadas, sus casas pintadas, sus gallinas robadas que me valían para satisfacer dos necesidades, básicamente… En fin, el caso es que tan absorto me encontraba en mis contemplaciones internas que no reparé en que el joven empezaba a darse la vuelta ante mi fantasmagórica presencia. A pesar de mis reflejos de felino, cualidad mía que hacía más entretenidas las largas jornadas laborales de los gorilatos del internado, que se divertían apostando si era capaz de esquivar las piedras que me lanzaban; a pesar, digo, sólo pude arrebatarle el maletín que portaba, el resto se escabulló como alma que lleva el diablo.
Dentro encontré, en lugar de informes, un conjunto completo de sadomasoquismo para hombre, gorra de cuero negro con una pequeña calavera plateada incluida. A pesar de lo estrafalario del conjunto, amén de lo éticamente reprobable que resultaba, sobre todo por el látigo de nueve colas y las bolas chinas, no dudé en calzármelo, ya que resultaba mejor que la bata verdosa de papel de fumar que llevaba y me permitiría pasar mejor desapercibido una vez estuviera en el barrio chino. En el fondo del maletín encontré una cartera con dos euros y la documentación del joven, que resultó llamarse Victor Kumcha, natural de Ucrania. Aunque dicha información no me resultaba útil, me apenó el hecho de haber atracado precisamente a un extranjero, contribuyendo a que nuestro país tenga la fama que tiene allende nuestras fronteras.
Y así, vestido con tiras de cuero negro, me adentré por las calles de Barcelona. Una de las pocas ventajas que tienen las grandes ciudades es que la gente no se escandaliza ya de nada. Gracias a este liberalismo nacido de la indeferencia hacia el prójimo, pude cruzar la ciudad sin que nadie reparara en exceso en mi guisa, salvo un grupo de turistas japoneses que gastaron tres carretes de fotografías conmigo, unos jóvenes de pelo pincho y taladrados por piercings que decidieron seguirme un rato y arrojarme litronas vacías de vez en cuando, tres gitanas que salieron a mi encuentro cuando bajaba por Las Ramblas, dos mimos, tres agentes de policía, un ejecutivo, cuatro funcionarios de correos, un torero, dos vagabundos, tres repartidores de bombonas de butano y un cura lascivo. Afortunadamente, alguno de los señalados sujetos me arrojaba huevos y mondaduras de patata, por lo que pude ir llenando el buche por el camino, ya que desde el agua con el mendrugo de pan duro del desayuno, no había vuelto a menear el bigote. Cierto es que soy de poco comer por ser más bien escaso o nulo en carnes, pero me iban sonando las tripas ya desde hace rato.
Así fue como acabé llegando hasta el Barrio Chino, con mi tan peculiar como variada comitiva siguiendo mis pasos. Lo cierto es que el barrio no había cambiado en demasía, salvo porque ahora se veían más meretrices de distintas etnias, no como hace unos años, que lo más exótico que podía uno encontrar eran extremeñas. Algunas de dichas señoritas de la noche se acercaron a mí con lascivas intenciones, moviendo sensualmente sus caderas. Grande fue mi decepción cuando reparé en que tales muestras de afecto mercenario se debían a que me confundían con el ucraniano, debido sin duda a que llevaba su traje de faena; hasta que se acercaban más a mí y comprobaban que la estatura, musculatura y facha no concordaban con la de Victor. Lamenté profundamente que salieran de su engaño, por lo que procuré adoptar cierta desenvoltura de Europa del este, sin obtener grandes resultados, por cierto.
Tras andar un rato, llegué al inmundo callejón donde mi hermana se ganaba la vida. A pesar de la oscuridad reinante, su figura simiesca resultaba inconfundible. Pero lo que con ella departí tendrá que ser narrado en el siguiente capítulo…
Cayetano Gea Martín
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