No sé cuándo empezó, a ciencia cierta. Podría ponerme a especular sobre ello, intentar elucubrar el momento exacto, pero dado el tiempo de que dispongo para escribir estas últimas líneas, no sé si merece la pena, sinceramente. Debería centrarme en lo que produjo.
En lo que vino después.
Mi vida hasta que era monótona, plausible: Hijo único, niño bien de Pozuelo, del colegio a la universidad privada. Sexo los fines de semana en coches deportivos, alto y apuesto, vacaciones en Puerto Banús e Italia. Ron caro y cocaína en mis venas, fuerte y atlético, ojos verdes. Amigos predecibles, sustituibles. Desprecio por los demás, pelo moreno, y manos grandes. Carrera finiquitada a base de talonario. Ejecutivo y niñato, el hijo del jefe, bromas a mi espalda, sobre mis anchos hombros. Promociones internacionales, y, pum, entonces.
Entonces ocurrió.
Y como no podía ser de otra forma, lo hizo bajo la apariencia de una mujer. De muchas, en este caso.
Mujeriego irreprimible, algo crónico una vez superada la veintena. Pubs exclusivos Castellana arriba, barra libre americana con mulatas y europeas del este contoneándose al son de melodías desaforadas.
Y entonces, aunque no sé exactamente cuándo, sensación extraña, náuseas, mareos, rojeces en la piel, prurito intenso y miedo, mucho miedo. La enfermedad de las cuatro siglas llamando a la puerta. Adiós, mundo cruel.
Más tarde, pruebas médicas, señores con bata blanca pinchando mi piel morena, palpando mis partes íntimas. Diagnóstico: no concluyente. Síntomas típicos de enfermad venérea: herpes, sarna, ladillas, gonorrea, sífilis; vamos, lo que en argot popular se definía antes como que te habían pegado una buena mierda.
Mandando para casa, con un surtido variado de drogas paliativas e inútiles, con un malestar que sigue en aumento. Dolor infinito, piel que arde de dentro para fuera. Matojos de pelos en la bañera. Dientes en las sábanas por la mañana (insertar chiste sobre el ratoncito Pérez) Imposibilidad de digerir sólidos. Confinado como un anciano a mis treinta y pocos, marchito, seco, calvo, sin pellejo y desdentado. Y más impotente que un muñeco Ken.
Y en medio de mi marejada de dolor, extrañamente, agudización de los sentidos, sobre todo el olfato. Hiperdesarrollo sensorial, o como quiera que se llame. Según parece, los ciegos sienten mucho más con los sentidos que les restan. Yo siento igual, o incluso más, con la nariz. Soy capaz de oler el cáncer que anida dentro de un anciano sentado en el banco del parque que hay debajo de mi casa.
Locura, incapaz de soportar mi propio olor. Todo hiede. Los restos que me quedan de endodermis regados con amoníaco. Uñas arrancadas e incineradas. El agudo olor de las axilas me impedía dormir, por mucho que me lavara una y otra vez. Ya no. No quieran ustedes saber qué hice para que dejaran de apestar.
Oh, Dios mío, ¿no se dan cuenta de mi desesperación?
Lo huelo todo, absolutamente todo, y todo huele mal: la gota solitaria de orina en el calzoncillo de un niño en la otra punta de la ciudad, la cal podrida en las paredes, el pelo grasiento del portero, las ásperas motas de polvo del parqué, el adulterio del vecino. Hasta el cristal del cuarto de baño posee un perfume nauseabundo a eternidad, a duplicidad. Huelo el alma de las cosas, su esencia. ¿No lo entienden? Y va a más, cada vez huelo más profusamente. El mundo entero es un hervidero de pestilencia y putridez.
Hoy he decidido ponerle fin a todo. La pasada noche fue decisiva para ello, cuando un olor increíblemente intenso me atrajo hacia la terraza. Olía a muerte, a entropía, a desesperanza e inutilidad de los actos. Desnudo, sin piel, uñas, pelo o dientes, con los ojos rojos y mi cuerpo enflaquecido, abrí la puerta y aspiré el aire nocturno. Vomité de inmediato ante la mezcla heterogénea de hedores. Pero no era lo que, escasos momentos antes había sentido. El olor venía de arriba, de más allá de los edificios y sus emisiones. Reprimí un grito gutural y sordo. Caí de rodillas y me desmayé. Antes de perder la conciencia, comprendí. Acababa de oler la eterna podredumbre de las estrellas, del cosmos infinito.
Cayetano Gea Martín