Aunque el traje me protegía y me aislaba totalmente, me parecía percibir el acre olor de aquella atmósfera pobre en oxígeno. El aire, compuesto en su mayoría por vapor de agua y gas carbónico, modificaba y embellecía de acuosa gasificación el ya de por sí espectacular paisaje.
Era la primera vez que visitaba el pasado, concretamente, el periodo carbonífero, y la experiencia estaba resultando impresionante: océanos cálidos en los que burbujeaba la vida, pantanos enormes alimentados constantemente por la lluvia, lujuriosas selvas cargadas de helechos arborescentes que llegaban a los veinte metros de altura.
Recuerdo haber llorado de la emoción, y con lo ojos anegados de lágrimas, haber activado el mecanismo secador de mi traje. De pronto, sentí que algo pequeño y con huesos crujía bajo la suela de mi pesada bota derecha. Bajé, espantado, la vista, para observar el cuerpo desparramado y agonizante de un pez de unos ocho centímetros de largo. La criatura en cuestión estaba provista de unas rudimentarias patas delanteras, con las cuales se había abierto paso desde el agua hasta la playa en la que yo me encontraba, como pude comprobar por la miríada de diminutas huellas y surcos que el animalito había dibujado sobre la negra arena paleozoica.
Horrorizado, pensé inmediatamente en la teoría del efecto mariposa, el cual enuncia que un pequeño cambio puede generar grandes resultados, o más poéticamente, el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York. ¿Y si la destrucción de aquel pez-anfibio, que intentaba abrirse paso por el duro camino de la evolución, suponía el final de la raza humana? Sin anfibios, la escalada evolutiva hubiera tomado otros derroteros, impidiendo que la humanidad existiera. ¿Habría condenado al mundo entero a perecer antes de siquiera existir?
Los interrogantes se agolpaban en mi cabeza. Entonces, ¿me desvanecería yo? ¿Y por qué no lo había hecho ya? Y si iba a hacerlo, ¿por qué no desaparecí antes? Si iba yo a destruir a la humanidad, ¿por qué llevaba ésta existiendo desde eones? ¿Qué consecuencias traería el jugar así con el tiempo?
O quizá la clave estuviera en las catástrofes que mi acción provocaría. ¿Sentenciaría a muerte a una región remota del planeta? ¿Provocaría huracanes, tifones, terremotos, corrimientos de tierra? ¿Qué iba a pasar?
Mientras me encontraba sumido en tales negros pensamientos, una nave de viaje espacio-temporal descendió hasta situarse a mi lado. Los poderosos pero silenciosos motores Hawking se apagaron. Ya está, pensé para mí, vienen de mi época o de un tiempo futuro a arrestarme por delito ecológico y contra la humanidad, por haber provocado daños irreparables en algún momento en el tiempo.
De la carlinga saltó un hombre de unos treinta años, ataviado con un sombrero de paja, una camisa de manga corta floreada, unas bermudas a juego, unas chanclas y un hacha. El extraño me miró para acto seguido mirar al pez. Inmediatamente, comenzó a correr hacia mí, enarbolando el hacha y profiriendo a gritos: “¡Mi cena, me cago en todo! ¡Te has cargado mi cena!”.
Cayetano Gea Martín