En una escéptica, fría y húmeda isla, durante el tiempo de la mayor dictadora en la historia de la democracia, un joven caballero cruza Hungerford Bridge sin tener muy claro hacia dónde se dirigen sus pasos, aunque sabe con lejana tristeza que se va poco a poco encaminando hacia el West End, donde su alma casi siempre se torna de color ámbar al contemplar la magnificencia de la iluminación que recorre Trafalgar Square.
Recuerda lo que su padre siempre le decía: si estás cansado de Londres entonces estás cansado de la vida. Hoy no está demasiado de acuerdo con esa afirmación. A su temprana edad, algo más que un adolescente y algo menos que un hombre, ha recorrido las tripas masónicas de la ciudad sintiendo cada vez mayor hastío hacia ella, y sin embargo hoy más que nunca se siente vivo y rebosante de energía, como sólo se puede sentir durante la juventud.
Admirado, observa cómo el Soho ha conseguido aguantar el envite de la Navidad y de Margaret Tatcher: Sus truculentas calles sembradas de prostitutas y de Sex-Shops continúan siendo igual de deprimentes. Por cualquier parte, en cualquier esquina, profesionales de la noche ofrecen sus servicios como si quisieran rendarte un fragmento del paraíso, cuando en realidad pasas diez minutos en un inmundo cuartucho con una fulana cuarentona a la que le hiede cualquier parte de su cuerpo.
Aburrido y ligeramente asqueado del espectáculo eterno del Soho, enfiló por New Oxford Street hacia Lincoln’s Inn, donde había quedado con cierto sujeto que debía entregarle cierta mercancía de gran valor e importancia.
En un banco esperaba el personaje. Era éste un sujeto de luengas barbas y pelo largo y rizado. Parecía un Rasputín moderno. Se presentó ante nuestro joven protagonista, y ambos comenzaron a dialogar:
- Hola, amigo, ¿qué tal está?
- Encantado de conocerle. Andrew, ¿verdad?
- Y usted debe de ser Sir Alan Moore, ¿no es cierto?
- Dejémonos de formalidades, si le parece bien. Me comentó usted por teléfono que poseía determinado artículo que quizá podría interesarme, si no me equivoco.
- Así, es, jovenzuelo. Pero no se trata ni de un artículo corriente. De hecho, me atrevería a sugerir que se trata de lo más especial del universo. Además, no resulta ser excesivamente caro.
- Resulta apropiado, caballero, siendo Boxing day.
- Sí, pero no por ello son gangas, que conste. Sencillamente, el precio es distinto. Cada producto requiere aptitudes, derechos y obligaciones diferentes. Pero en fin, este es el producto que le quería ofrecer.
- ¿Y esto qué es? Parece una esfera que albergue mil colores en su interior.
- Contémplela bien, si me hace el favor. ¿Qué puede observar?
- Veo que no es realmente una esfera, ya que no posee un contorno definido. Más bien parece una imagen tridimensional flotando sobre la palma de mi mano.
- Me refiero a que contemple su interior, caballero.
- Puedo ver en su fondo la pirámide de Keops, creo. Y también todas las columnas de Hércules. Observo Babilonia en su mayor gloria, cuando Alejandro entró en ella. Puedo ver a Pierre Menard, el auténtico autor de El Quijote en su estudio de París. Contemplo ahora la maravilla hecha sueño que supone La Alambra de Granada. Veo imágenes y más imágenes: Pinturas del paleolítico, Lord Byron, un castillo escocés, un pistolero de ojos azules llamado Rolando, un negro cáncer mutando un pulmón, un soneto de Neruda, una rosa en el jardín de Plutarco, el primer barco normando que desembarcó en Francia, un guerrero Maorí en Nueva Zelanda, las horrendas ingles de nuestra Presidenta-Dictadora, antiguas monedas, viejos moribundos, parejas haciendo el amor, un templo masónico, los doce sabios de la tribu africana de los Chit-tauri, dioses muertos, olvidados o inexistentes, Holmes sodomizando a Watson, y veo libros, libros y más libros, una biblioteca de Babel infinita, una invención terrible, Pedro torturando a El Capitán, un strip-tease de la Dama de las Camelias, un hermoso sexo femenino apunto de abrir sus pétalos cual flor, el centro del universo y el extremo más alejado, alfa y omega, el aleph.
- Sí. Eso es lo que te ofrezco. Un aleph. La realidad entera, tal y como es. Y sólo te costará tu alma.
- Gracias, pero no. No lo necesito. Ya poseo uno.
- ¿Qué ya posees un aleph?
- Sí, mi querido amigo. Se llama Londres.
- No comprendo, sinceramente.
- Londres es un compendio de todo. Aquí se cruzan todos los pueblos, todas las razas que conquistamos y las que sometimos cuando éramos Imperio. Desde nuestras mitologías pasadas, pasando por cuando éramos los amos del mundo hasta hoy, hasta el triste y gris hoy. Salimos de nuestra isla convencidos de llevar la razón y la verdad del modo de vida británico a aquellos pobres infelices y bárbaros. Pero lo que pudimos comprobar es que nosotros éramos salvajes comparados con ellos. Comparados con culturas de más de cuatro mil años. Les cambiamos, sí, pero más nos aportaron ellos. Ya sabes lo que se dice: no puedes enviar al Dios de los blancos a los negros sin que el Dios negro acuda a los blancos. A eso me refiero, a la impresionante mezcla étnica que surgió y que después muchos ciegos e ignorantes han querido ignorar. Creo que poseemos dos herencias, una de ellas adquirida, que tenemos que amar. Hemos de crecer sobre nosotros mismos. Sobrevivir a esta mala década y alzarnos sobre nuestras propias cenizas y sobre las ajenas que hemos ido creando. No digamos ya que somos ingleses, o británicos. Eso es falso. Somos más. Mucho más.
- Buen discurso, en verdad. ¿Así que recomiendas…?
- Vivir y aprender.
Cayetano Gea Martín