lunes, febrero 28, 2005

En blanco

Si te quiero es porque no quiero que mueras en soledad, porque deseo que sobrevivas a alguien. En algún evo futuro, recordarán nuestro amor, y se preguntarán, maravillados, por su origen.

Las líneas de tu mano muestran un mapa futuro, un destino que deseo mío, aunque ya no espere nada de ti, salvo silencio, oscuridad y cuervos.

Siempre deseé sexo y amor a parte iguales. Hoy, la balanza se inclina más por lo segundo. ¿Una visión más romántica? Lo dudo. Quizá los años.

Me bajé del vagón y te contemplé a través de los cristales por última vez en mi vida. ¿Quién sabe si eras tú ella? Pero te pierdes en la marea cotidiana.

Inhalo el aire que te rodea con la esperanza. ¿Esperanza de qué? La respuesta es obvia.

Brilla el sol sobre ti, criatura dichosa. Tu pelo resplandece hermoso y con olor a tomillo y madreselva. En esta cima del mundo, en esta quebrada, mis manos se entrelazan con las tuyas y desean no ser mortales para amarte más allá del tiempo.


Cayetano Gea Martín

Disculpas

Lamentamos comunicar que pasamos por dificultades técnicas: Las musas se han ido a Brasil huyendo de este puto frío...

Tanto Pedro como un servidor volveremos en breve, cuando la inspiración aparezca...


Cayetano Gea Martín

jueves, febrero 24, 2005

Tentaciones

Calor, siento calor, siento el deseo que me corroe. Siento la lujuria desenfrenada despedazar mi alma. No dejo de pensar en húmedas cavernas, en recovecos cálidos, en sexo, en sexo, en fluidos, en sudor, en palpitante carne joven bajo mis manos, en bocas que se abren, febriles de deseo, en espaldas que se cimbrean al son del sexo, del sexo, del calor.

Mi alma se condena, desaparece en el infierno, se diluye y licua bajo este calor húmedo de latidos autónomos. Supongo que habrá personas que no sufran este tormento de los sentidos. Supongo que habrá gente que sea capaz de llevar una sexualidad sana. Pero yo no, yo no, a mí me golpea en las costillas este desenfreno, este sucio y pecaminoso deseo de sexo, de salvajismo animal, que ya no consigo aplacar vertiendo rosas blancas en cuencos de papel higiénico.

Calor, calor, rojo y pegajoso calor rodea mi miembro erecto, tan duro que parece que fuera a estallar. Deseo que estalle, lo deseo… Por lo menos acabaría con este sufrimiento. Sé que hay personas que no sufren como yo. Personas que han ubicado su sexualidad donde debe estar. Sé que hay culturas que hasta lo veneran, que incluso comparan el alcanzar la sabiduría con un orgasmo eterno. Incluso algunos creen rozar lo divino en el momento del clímax. He oído que hay gente capaz de disfrutar proporcionando placer tanto como de recibirlo.

Que el diablo me lleve, que el demonio me lleve. Por ahí aparece, desciende de una cruz de plástico con el enorme falo enhiesto. Un corrillo de novicias se apelotona ante el pene infernal y lo succionan, besan, lamen e introducen. Oh, pobre alma mía, novicias, novicias jovencitas de peludo pubis. El deseo me traspasa, el dolor me exprime y yo sólo puedo pensar en caliente carne de novicia.

Creo que mañana haré una visita a algún monasterio.

Qué duro es ser obispo.


Cayetano Gea Martín

lunes, febrero 21, 2005

Devolucionando

- No sabe usted de lo que está hablando, querido amigo mío. El demonio conocido como Urizen, aunque narrado por Blake en “El libro de Urizen”, no es una invención suya. Según la mitología hebrea, Urizen es uno de los siete grandes generales infernales con los que cuenta el diablo para su lucha final contra en cielo.

- Se equivoca, señor. Urizen no sólo es una invención de Blake, sino que además no hay que tomarlo en serio, ya que se trata de una sutil ironía escatológica sobre la caída de la humanidad, la cual, para Blake, es otra faceta distinta a la de la creación, pero siendo facetas de la misma hecatombe. La caída del hombre, como bien dijo Menard, es la caída de Dios.

- Conozco mejor que usted la obra de Pierre Menard, se lo aseguro; y, que yo recuerde, no tiene ningún relato, poema o referencia al apocalipsis. Creo, querido amigo, que confunde a Pierre Menard con Poe, Edgard Allan.

- Jamás podría confundir a ambos autores, créame. Creo, más bien, que cuando usted le niega Pierre Menard la autoría de aquella cita, es porque confunde al genial autor parisino con Pérez Reverte, posiblemente por el parecido fonético entre Pérez y Pierre, error típico en gente tan poco ilustrada como usted, amigo mío.

- Debo reconocerle, que nunca he tenido pretensiones de lo que no soy, a diferencia de usted, caballero. Además, admito que me gusta el señor Reverte. Encuentro su prosa bélica de lo más reconfortante para mi españolismo.

- Lo cierto es que, si he de serle sincero, no poseo demasiado espíritu nacionalista. Como bien sabe usted, ni siquiera leo nada español, salvo, claro está, a esa gran poetisa llamada Lucía Etxebarría. Cuando veo a algún alumno correteando por el campus con un libro de poemas de Bécquer, Lorca o Espronceda siempre intento convencerle para que lea algo de Lucía y se empape de poesía moderna.

- Ah, estos jóvenes apegándose siempre a viejas reliquias literarias… Yo, que intento siempre inculcarles valores nuevos y nada… Se niegan en redondo a reconocer a jóvenes talentos literarios, desprecian las novelas modernas e insultan esa obra de la literatura llamada El Código Da Vinci. No sé qué pasará con esta sociedad cuando no estemos nosotros…

- Debo confesarle, amigo mío, que prefiero Ángeles y Demonios a El Código Da Vinci, ya que se aprecia una clara evolución en el estilo de Dan Brown, que le convierte, para mí, en el mejor escritor vivo de nuestro tiempo.

- Ahí no puedo sino discrepar. Firme pero respetuosamente, debo decirle que el estilo de dicho autor es bastante inferior al de autores de la talla de Valdano, María Teresa Campos o El Sevilla.

- Cuestión de gustos, supongo. Por cierto, hablando de Valdano, habrá visto usted el desastroso partido de ayer del Madrid, ¿no?

- Lo cierto es que no soy muy entusiasta del fútbol. Me parece un deporte digno de bárbaros, querido colega. Prefiero la complejidad sentimental que supone Gran Hermano. Las diferentes subtramas se van entrelazando entre sí, creando una mitología propia de lo más enriquecedora para el subconsciente colectivo.

- Aunque comparto su afición con GH, lo cierto es que la calidez que me proporciona Aquí Hay Tomate aún no ha sido superada por ningún otro programa, salvo por Crónicas Marcianas, claro está…

- Hablando de ello, hace unos cuantos días, hablaron en Crónicas de la figura literaria que supone William Blake, en una nueva sección de lo más vigorizante dedicada a ridiculizar a viejas glorias como dicho escritor.

- Como debe ser… Es improductivo e inútil el guardar tanto respeto hacia gente que décadas o siglos muerta. Lo nuevo, lo último, es lo que debería imperar. En vez de celebrar el cuatrocientos aniversario de un mamotreto como “El Quijote”, que encima sólo lo leen cuatro enfermos, y el resto sólo conocen la aventura de los molinos, habría que festejar que El Último Catón ha recaudado este mes más dinero que nunca.

- Cierto. O el libro de recetas de Toni Genil. Bueno, querido amgio mío. Debo dejarle, que me quedan veinte páginas para terminar el libro de Coto Matamoros.

- De acuerdo. Yo voy a aprovechar para terminar de ver Salsa Rosa, que ayer dejé el vídeo grabando el programa.

- Bueno, pues cuando usted quiera nos volvemos a ver. Como tarde, nos vemos en un año, en la próxima feria de partir calabazas con la cabeza.


Cayetano Gea Martín

miércoles, febrero 16, 2005

PARA ELISA - Capítulo Cuatro y Último

Cansado y aturdido, en medio de la fatiga de la guerra, con ganas de desaparecer de toda esta muerte, del olor a carne cruda, de los orines y heces, del miedo a morir y repugnado por mis acciones, me alzo una vez más sobre mis restos, mientras que mi mente canaliza todos los pensamientos en uno solo: salir de este agujero. Ando hacia el muro de la trinchera que da a la pequeña y pelada elevación que se adentra en territorio alemán. Deseo ver qué hay detrás de esa colina. Quiero y necesito ver algo vivo, aunque sea en tierra enemiga. Quiero ver vida, aunque suponga mi muerte. Condenaría mi ya condenada alma por un rayo de sol en mi rostro, por beber de un río, por tenderme en la hierba.

Escalo con pocas fuerzas pero mucha convicción el muro de sacos negros y contemplo el pequeño promontorio que se alza ante mí. Tras descansar apenas un minuto para recuperar así el resuello, comienzo a ascender por él. No tiene una pendiente demasiado elevada, por lo que no me resulta difícil alcanzar la cima en corto espacio de tiempo.

El flautista y el tigre de bengala me esperaban en la cima.
El flautista tocaba el tema “Para Elisa” con una hermosa flauta travesera plateada. Vestía de juglar.
El tigre bostezó al verme y empezó a rascarse detrás de la oreja con una garra. Parecía bastante ocioso. Y bien alimentado.

Antes de poder exclamar siquiera el más ligero ruido de estupefacción, el flautista dejó de tocar y me dedicó una reverencia. Contemplé, aterrorizado, cómo el tigre desaparecía en el preciso instante en que la música cesó. No podía dar crédito. Sencillamente, estaba ahí parado, delante de mí, y una fracción de segundo más tarde no. Acto seguido, el flautista me dirigió sus primeras palabras en un perfecto inglés:

-Saludos, soldado de lejanas tierras. Por favor, descansa sobre la parda y seca hierba. Debes estar cansado después de tanto sesgar vidas. Pocas cosas hay tan fatigosas como el andar guerreando, si lo sabré yo. Eso es, siéntate, pero no tan cerca. No te ofendas, amigo mío, pero el hedor que despide tu cuerpo resulta ligeramente insoportable para mis delicadas fosas nasales. Nada personal, por supuesto. Veo por la cara de bobo que pones que quieres saber qué narices hace un flautista en medio de una guerra… de una guerra mundial, además. La respuesta puede resultar ciertamente complicada, amén de plural. Cualquier interpretación, por disparatada que suene, puede ser cierta. ¿Soy acaso un mago de undécimo nivel de un reino superior de la psique humana? ¿Soy el loco sueño de alguien? ¿Acaso tu destrozado cerebro se me imagina a mí y a mi peculiar tigre? ¿Seré por ventura un viajero temporal de remotas tierras y siglos pasados o venideros? Lo cierto es que la verdad, la pura verdad es bastante más simple que cualquier conjetura. Soy un bastión, un muro, un honrado ciudadano alemán bilingüe, un experimento, una línea de defensa. Yo soy, por decirlo con pocas palabras, un arma.

En aquel preciso instante, el flautista comenzó a tocar de nuevo “Para Elisa”. El tigre surgió y se abalanzó sobre mí súbitamente. Mientras yacía en el suelo con el tigre encima devorándome la garganta, pude atisbar, por el rabillo del ojo, el paisaje que se extendía detrás de la colina. Contemplé más colinas con más soldados como yo, exhaustos, medio muertos ascendiendo por la cuesta que los llevaba a su muerte: cientos de flautistas que materializaban tigres de la nada los aguardaban allí arriba.

domingo, febrero 13, 2005

PARA ELISA - Capítulo Tres

Al final se incorpora lo que queda de mí de forma gargantuesca y temblorosa, como una marioneta con las cuerdas cada vez más liadas y rotas. La ansiedad disminuye lo suficiente como para que me vuelva a importar mi supervivencia inmediata, el miedo a un ataque y el deber de comprobar la trinchera enemiga. El valor va caldeando poco a poco mi pecho hasta el punto de permitirme coger la única pistola con balas, la botella de bourbon y escalar el parapeto.

Detrás de mí, los rayos del sol, velados por la niebla y el frío, me muestran un campo marchito, yermo y estéril de color ceniza que se extiende hasta confundirse con el cielo, salpicado de cráteres como un paisaje lunar y plagado de cadáveres. Las ruinas de la ciudad alemana de Wergestein todavía humean allá lejos, en el horizonte. En aquel instante, más que nunca en mi vida, hecho de menos los verdes campos de mi hogar, los hermosos castillos con enredaderas milenarias, los largos días de verano, las costas azules…

Delante de mí, se extienden los límites de esta tierra de nadie, el final de treinta y cinco millas de campo de batalla en continua expansión favorable, de momento, a nosotros. A treinta metros de mí, la tierra se corta formando la zanja que supone la trinchera enemiga. Inmediatamente detrás de ésta, una pequeña elevación impide ver algo más del paisaje del país enemigo.

Despacio, me voy acercando a la trinchera pensando en que quizá no es buena idea hacerlo, ya que desconozco si realmente no queda ningún soldado vivo, ninguno con la suficiente vida como para acertar a un blanco perfecto como yo.

A unos diez metros del agujero enemigo me tiro al suelo y me arrastro sobre mi vientre hasta el borde de la trinchera. Apoyándome en los codos, me voy deslizando hasta casi sacar mi torso por la abertura y poder oler un aire familiar aunque más sucio que el de mi propia trinchera. Me dejo caer. En cuclillas, dentro del territorio enemigo, contemplo varios cadáveres de soldados alemanes, cajas de avituallamiento vacías y rotas, armas sin carga arrojadas descuidadamente por todas partes, colillas y botellas, cascos y botas, ratas y gusanos.

No deja de resultarme tétricamente curioso lo que siento estando aquí. En mi agujero podía palpar y mascar la muerte metálica que los alemanes nos proporcionaban tan generosamente, y la rabia y el odio que sus ataques me provocaban. Pero estando aquí, contemplo los resultados de mi propia furia, el daño que yo he causado, tan relevante en el orden general de las cosas como el que ellos me han hecho a mí. Dos sufrimientos gemelos que se alimentan uno del otro.


Cayetano Gea Martín

viernes, febrero 11, 2005

PARA ELISA - Capítulo Dos

Me veo zambullido en la vorágine, en la ceguera de la niebla y de mis ojos secos que tratan de llorar sin recompensa, mientras el enemigo responde con salvas de pistola, demostrando así estar más todavía en las últimas que nosotros, ya que yo aún tengo una ametralladora medio llena que no vacilo en usar a través de los agujeros de la zanja contra las estrellas blancas fugaces de las detonaciones alemanas, incapaz de visualizar nada más, en un momento al margen del tiempo y del espacio, ascendiendo hacia el olimpo de la destrucción, cual espectro carroñero ansioso de vida disparando contra luces intermitentes a través de la bruma. Me quedo sin munición más rápido de lo deseado, y aunque ya no se oyen ni ven disparos enemigos, sigo pulsando el gatillo y destrozándome el hombro con el retroceso hasta que el último casquillo humeante sale disparado del arma y se estrella contra el suelo.

Silencio. Un silencio que duele, que hiere mis oídos más que la estridente batalla. Un silencio que me hace sentir desnudo, solo y desamparado como un niño abandonado en la inmensidad de un parque.

Giro la cabeza para contemplar el desgastado rostro muerto del sargento, el cual no posee esa sensación de paz que en algunos relatos épicos comentan, sino la sorpresa de una muerte repentina, de un sistema nervioso cercenado de súbito, con los ojos de par en par y la boca torcida en un rictus de dolor. Con respeto, alargo mi mano y le cierro los ojos, pero no puedo recomponerle la boca, lo que le da una apariencia aún más tétrica al rostro, como de tremenda concentración en el sufrimiento. Dejó esta vida con un tercio de ella aún por delante y con la misma cantidad de bourbon en la botella que asoma por un bolsillo de su petate.

Nuestra trinchera no es ahora más que un triste nido vacío con sus poyuelos troceados entre las ramas. Pero es un agujero que ha cumplido con su deber: derrotar a su némesis, o eso puedo conjeturizar por la ausencia de siquiera gemidos.

Sé que debería salir a comprobar la veracidad de mis axiomas, pero no creo que pueda. Un gigantesco y rojo ataque de ansiedad bloquea mi cuerpo y me hace estremecer de pánico y gritar y llorar y soltar la ametralladora recalentada que se lleva como estela de su descenso fragmentos de piel de mis dedos. Caigo sobre la encostrada tierra y permanezco de rodillas, con el rostro hundido en mi pecho desnutrido, los brazos laxos, con convulsiones agónicas devorando mi ser, con mi mente divagando por laberintos limítrofes de la locura, cruzando puntos de no retorno y deshilachando las costuras de mi alma.

Cayetano Gea Martín

miércoles, febrero 09, 2005

PARA ELISA - Capítulo Uno

Fragmentos de hombres golpean mi rostro en esta pasmosa mañana. La lucha que durante tres días ya mantenemos contra los alemanes en esta trinchera fétida se encuentra en sus últimos coletazos. De los treinta soldados originales que fuimos aquí desplazados por orden del bastardo del Coronel Jenkins, apenas quedamos cinco, cinco sombras chinescas.

El paso de estas setenta y dos horas ha convertido la trinchera en el interior de una bolsa de basura: pedazos de carne humana, jirones de ropa, heces, insultos flotando en el aire, almas errantes y charcos de orina que no pueden ser absorbidos ya porque la negra tierra está saturada de sangre, de sangre que mana a borbotones de nuestros pellejos pinchados, rajados y bombardeados.

De las cinco muestras de seres humanos que quedamos, sólo el sargento y yo nos encontramos medio cuerdos. El resto lo componen dos soldados rasos imberbes y desquiciados, y un enfermero en coma. Los dos soldados ya están en otro lugar, en otro estado distinto del nuestro. Se persiguen y acosan el uno al otro como cachorros en celo; en la penumbra neblinosa, se sodomizan mutuamente en el lodo de nuestros pecados.

No sé cuántos alemanes habrá en nuestra trinchera vecina, pero sus fuerzas estarán tan mermadas como las nuestras, aunque eso no les ha impedido acabar, hace apenas cinco minutos, con la vida de nuestros dos sátiros soldados. Babeando y con los ojos en blanco, habían salido corriendo hacia el agujero enemigo, recibiendo a cambio, como mortal regalo de bienvenida, dos salvas de metralla. A uno se le convirtió la cabeza en polvo rojo, y al otro le desapareció en una nube carmesí el bajo vientre, antes de caer seccionado en dos partes.

Una hora después, el sargento me alarga una botella de bourbon rematada en una huesuda mano. Antaño fue un hombre joven, posiblemente atractivo, pero la guerra acelera el envejecimiento, y ahora, su cara mostraba la confusión del alma de un niño en el cuerpo de un anciano, como el rostro de la muerte que se refleja en los drogadictos. Las llagas devoran su cara, los ojos secos y enrojecidos pugnan por caerse al suelo, los dientes flojos bailotean en sus sangrantes encías, y su barba se alza gris: la barba de los muertos, cuyas cerdas petrificadas resisten cualquier tipo de afeitado. Noto el olor de su cuerpo orinado y defecado, un hedor siniestro y desagradable, como una mezcla de café fuerte y tinta china. Mientras me abraso la garganta con un trago de licor, pienso que mi rostro y mi cuerpo deben parecer gemelos a los del sargento.

La cabeza me da vueltas en un torbellino de pensamientos, y la voz del sargento se alza sobre el sonido distante de la guerra: “Buen trago, ¿verdad, soldado?”. Acaba de pasar una bala rozándome la oreja y yendo a parar al pecho del soldado enfermero en coma. Se va, el condenado diablo se va sin un suspiro, como si el disparo no fuera con él, como si toda esta sucia y hambrienta guerra de tentáculos peludos y sudorosos le quedara muy lejos, distante, mientras que su intelecto en cuarto menguante viaja por la sangría onírica del ensueño.


Cayetano Gea Martín

domingo, febrero 06, 2005

Discurso

Hoy no voy a hablar de Borges ni de Cortázar. Hoy no me oiréis desbarrar sobre el realismo mágico sudamericano ni de su influencia en la novela y en relato breve en la España post-franquista.

Hoy no voy a comentaros que prefiero la filosofía y el pensamiento alemán al francés, que lo encuentro mucho más claro y menos denso que el galo.

Hoy no voy a compartir con vosotros mi ilimitada afición por las mitologías, ni las compararé entre sí, intentando buscar claros elementos y figuras comunes a todas. Hoy no expresaré que cualquier idea que se plasme en el medio que sea debe tener una fuerte carga mitológica detrás si quiere ser considerada como expresión artística.

Hoy no voy a plantearme mi destino, vida y muerte. No voy a compartir con vosotros mi escepticismo agnóstico, al cual quiero ir dándole poco a poco, con el devenir de los años, forma y sentido, posiblemente, hacia el pensamiento de Schopenhauer, hacia unas palabras de Blake y hacia las filosofías orientales.

Hoy no voy a comentaros lo que sufro, peno y lloro por los amores perdidos, los amigos ausentes, las guerras preventivas y las toleradas, la ignorancia, el hambre, el fuego y la destrucción.

Hoy no voy a hablar de todo lo que me hace ser feliz y dichoso, de la familia incondicional, de los amigos presentes, del amor esquivo, del sexo fugaz…

Hoy no voy a hablaros de nada. Hoy voy a ser uno más. Un número de DNI. Alguien que no se plantee nada. Alguien que se levante, vaya a trabajar, vuelva, ponga la tele, vea Crónicas Marcianas, duerma; alguien que haga el amor como si fuera al trabajo, sólo que fichando los sábados. Y el domingo el gran teatro del fútbol vuelve a rodar su infinito y eterno balón. Estupendo.

Hoy he decidido que se es más feliz sin plantearse nada y sin atarse a nada ni a nadie, ni siquiera a uno mismo.

Pero en realidad, como os imagináis, miento. Y mentirse a uno mismo, aunque sea costumbre popular, es algo absurdo. Por ello, me diré la verdad. Me reconoceré que sí, que sufro, peno y llanto. Pero que no cambio una sola lágrima por la feliz ignorancia.


Cayetano Gea Martín


jueves, febrero 03, 2005

Vivir y aprender (Traducido)

En una escéptica, fría y húmeda isla, durante el tiempo de la mayor dictadora en la historia de la democracia, un joven caballero cruza Hungerford Bridge sin tener muy claro hacia dónde se dirigen sus pasos, aunque sabe con lejana tristeza que se va poco a poco encaminando hacia el West End, donde su alma casi siempre se torna de color ámbar al contemplar la magnificencia de la iluminación que recorre Trafalgar Square.

Recuerda lo que su padre siempre le decía: si estás cansado de Londres entonces estás cansado de la vida. Hoy no está demasiado de acuerdo con esa afirmación. A su temprana edad, algo más que un adolescente y algo menos que un hombre, ha recorrido las tripas masónicas de la ciudad sintiendo cada vez mayor hastío hacia ella, y sin embargo hoy más que nunca se siente vivo y rebosante de energía, como sólo se puede sentir durante la juventud.

Admirado, observa cómo el Soho ha conseguido aguantar el envite de la Navidad y de Margaret Tatcher: Sus truculentas calles sembradas de prostitutas y de Sex-Shops continúan siendo igual de deprimentes. Por cualquier parte, en cualquier esquina, profesionales de la noche ofrecen sus servicios como si quisieran rendarte un fragmento del paraíso, cuando en realidad pasas diez minutos en un inmundo cuartucho con una fulana cuarentona a la que le hiede cualquier parte de su cuerpo.

Aburrido y ligeramente asqueado del espectáculo eterno del Soho, enfiló por New Oxford Street hacia Lincoln’s Inn, donde había quedado con cierto sujeto que debía entregarle cierta mercancía de gran valor e importancia.

En un banco esperaba el personaje. Era éste un sujeto de luengas barbas y pelo largo y rizado. Parecía un Rasputín moderno. Se presentó ante nuestro joven protagonista, y ambos comenzaron a dialogar:

- Hola, amigo, ¿qué tal está?

- Encantado de conocerle. Andrew, ¿verdad?

- Y usted debe de ser Sir Alan Moore, ¿no es cierto?

- Dejémonos de formalidades, si le parece bien. Me comentó usted por teléfono que poseía determinado artículo que quizá podría interesarme, si no me equivoco.

- Así, es, jovenzuelo. Pero no se trata ni de un artículo corriente. De hecho, me atrevería a sugerir que se trata de lo más especial del universo. Además, no resulta ser excesivamente caro.

- Resulta apropiado, caballero, siendo Boxing day.

- Sí, pero no por ello son gangas, que conste. Sencillamente, el precio es distinto. Cada producto requiere aptitudes, derechos y obligaciones diferentes. Pero en fin, este es el producto que le quería ofrecer.

- ¿Y esto qué es? Parece una esfera que albergue mil colores en su interior.

- Contémplela bien, si me hace el favor. ¿Qué puede observar?

- Veo que no es realmente una esfera, ya que no posee un contorno definido. Más bien parece una imagen tridimensional flotando sobre la palma de mi mano.

- Me refiero a que contemple su interior, caballero.

- Puedo ver en su fondo la pirámide de Keops, creo. Y también todas las columnas de Hércules. Observo Babilonia en su mayor gloria, cuando Alejandro entró en ella. Puedo ver a Pierre Menard, el auténtico autor de El Quijote en su estudio de París. Contemplo ahora la maravilla hecha sueño que supone La Alambra de Granada. Veo imágenes y más imágenes: Pinturas del paleolítico, Lord Byron, un castillo escocés, un pistolero de ojos azules llamado Rolando, un negro cáncer mutando un pulmón, un soneto de Neruda, una rosa en el jardín de Plutarco, el primer barco normando que desembarcó en Francia, un guerrero Maorí en Nueva Zelanda, las horrendas ingles de nuestra Presidenta-Dictadora, antiguas monedas, viejos moribundos, parejas haciendo el amor, un templo masónico, los doce sabios de la tribu africana de los Chit-tauri, dioses muertos, olvidados o inexistentes, Holmes sodomizando a Watson, y veo libros, libros y más libros, una biblioteca de Babel infinita, una invención terrible, Pedro torturando a El Capitán, un strip-tease de la Dama de las Camelias, un hermoso sexo femenino apunto de abrir sus pétalos cual flor, el centro del universo y el extremo más alejado, alfa y omega, el aleph.

- Sí. Eso es lo que te ofrezco. Un aleph. La realidad entera, tal y como es. Y sólo te costará tu alma.

- Gracias, pero no. No lo necesito. Ya poseo uno.

- ¿Qué ya posees un aleph?

- Sí, mi querido amigo. Se llama Londres.

- No comprendo, sinceramente.

- Londres es un compendio de todo. Aquí se cruzan todos los pueblos, todas las razas que conquistamos y las que sometimos cuando éramos Imperio. Desde nuestras mitologías pasadas, pasando por cuando éramos los amos del mundo hasta hoy, hasta el triste y gris hoy. Salimos de nuestra isla convencidos de llevar la razón y la verdad del modo de vida británico a aquellos pobres infelices y bárbaros. Pero lo que pudimos comprobar es que nosotros éramos salvajes comparados con ellos. Comparados con culturas de más de cuatro mil años. Les cambiamos, sí, pero más nos aportaron ellos. Ya sabes lo que se dice: no puedes enviar al Dios de los blancos a los negros sin que el Dios negro acuda a los blancos. A eso me refiero, a la impresionante mezcla étnica que surgió y que después muchos ciegos e ignorantes han querido ignorar. Creo que poseemos dos herencias, una de ellas adquirida, que tenemos que amar. Hemos de crecer sobre nosotros mismos. Sobrevivir a esta mala década y alzarnos sobre nuestras propias cenizas y sobre las ajenas que hemos ido creando. No digamos ya que somos ingleses, o británicos. Eso es falso. Somos más. Mucho más.

- Buen discurso, en verdad. ¿Así que recomiendas…?

- Vivir y aprender.


Cayetano Gea Martín