Silencio. Un silencio que duele, que hiere mis oídos más que la estridente batalla. Un silencio que me hace sentir desnudo, solo y desamparado como un niño abandonado en la inmensidad de un parque.
Giro la cabeza para contemplar el desgastado rostro muerto del sargento, el cual no posee esa sensación de paz que en algunos relatos épicos comentan, sino la sorpresa de una muerte repentina, de un sistema nervioso cercenado de súbito, con los ojos de par en par y la boca torcida en un rictus de dolor. Con respeto, alargo mi mano y le cierro los ojos, pero no puedo recomponerle la boca, lo que le da una apariencia aún más tétrica al rostro, como de tremenda concentración en el sufrimiento. Dejó esta vida con un tercio de ella aún por delante y con la misma cantidad de bourbon en la botella que asoma por un bolsillo de su petate.
Nuestra trinchera no es ahora más que un triste nido vacío con sus poyuelos troceados entre las ramas. Pero es un agujero que ha cumplido con su deber: derrotar a su némesis, o eso puedo conjeturizar por la ausencia de siquiera gemidos.
Sé que debería salir a comprobar la veracidad de mis axiomas, pero no creo que pueda. Un gigantesco y rojo ataque de ansiedad bloquea mi cuerpo y me hace estremecer de pánico y gritar y llorar y soltar la ametralladora recalentada que se lleva como estela de su descenso fragmentos de piel de mis dedos. Caigo sobre la encostrada tierra y permanezco de rodillas, con el rostro hundido en mi pecho desnutrido, los brazos laxos, con convulsiones agónicas devorando mi ser, con mi mente divagando por laberintos limítrofes de la locura, cruzando puntos de no retorno y deshilachando las costuras de mi alma.
Cayetano Gea Martín
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