miércoles, febrero 09, 2005

PARA ELISA - Capítulo Uno

Fragmentos de hombres golpean mi rostro en esta pasmosa mañana. La lucha que durante tres días ya mantenemos contra los alemanes en esta trinchera fétida se encuentra en sus últimos coletazos. De los treinta soldados originales que fuimos aquí desplazados por orden del bastardo del Coronel Jenkins, apenas quedamos cinco, cinco sombras chinescas.

El paso de estas setenta y dos horas ha convertido la trinchera en el interior de una bolsa de basura: pedazos de carne humana, jirones de ropa, heces, insultos flotando en el aire, almas errantes y charcos de orina que no pueden ser absorbidos ya porque la negra tierra está saturada de sangre, de sangre que mana a borbotones de nuestros pellejos pinchados, rajados y bombardeados.

De las cinco muestras de seres humanos que quedamos, sólo el sargento y yo nos encontramos medio cuerdos. El resto lo componen dos soldados rasos imberbes y desquiciados, y un enfermero en coma. Los dos soldados ya están en otro lugar, en otro estado distinto del nuestro. Se persiguen y acosan el uno al otro como cachorros en celo; en la penumbra neblinosa, se sodomizan mutuamente en el lodo de nuestros pecados.

No sé cuántos alemanes habrá en nuestra trinchera vecina, pero sus fuerzas estarán tan mermadas como las nuestras, aunque eso no les ha impedido acabar, hace apenas cinco minutos, con la vida de nuestros dos sátiros soldados. Babeando y con los ojos en blanco, habían salido corriendo hacia el agujero enemigo, recibiendo a cambio, como mortal regalo de bienvenida, dos salvas de metralla. A uno se le convirtió la cabeza en polvo rojo, y al otro le desapareció en una nube carmesí el bajo vientre, antes de caer seccionado en dos partes.

Una hora después, el sargento me alarga una botella de bourbon rematada en una huesuda mano. Antaño fue un hombre joven, posiblemente atractivo, pero la guerra acelera el envejecimiento, y ahora, su cara mostraba la confusión del alma de un niño en el cuerpo de un anciano, como el rostro de la muerte que se refleja en los drogadictos. Las llagas devoran su cara, los ojos secos y enrojecidos pugnan por caerse al suelo, los dientes flojos bailotean en sus sangrantes encías, y su barba se alza gris: la barba de los muertos, cuyas cerdas petrificadas resisten cualquier tipo de afeitado. Noto el olor de su cuerpo orinado y defecado, un hedor siniestro y desagradable, como una mezcla de café fuerte y tinta china. Mientras me abraso la garganta con un trago de licor, pienso que mi rostro y mi cuerpo deben parecer gemelos a los del sargento.

La cabeza me da vueltas en un torbellino de pensamientos, y la voz del sargento se alza sobre el sonido distante de la guerra: “Buen trago, ¿verdad, soldado?”. Acaba de pasar una bala rozándome la oreja y yendo a parar al pecho del soldado enfermero en coma. Se va, el condenado diablo se va sin un suspiro, como si el disparo no fuera con él, como si toda esta sucia y hambrienta guerra de tentáculos peludos y sudorosos le quedara muy lejos, distante, mientras que su intelecto en cuarto menguante viaja por la sangría onírica del ensueño.


Cayetano Gea Martín

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