Cansado y aturdido, en medio de la fatiga de la guerra, con ganas de desaparecer de toda esta muerte, del olor a carne cruda, de los orines y heces, del miedo a morir y repugnado por mis acciones, me alzo una vez más sobre mis restos, mientras que mi mente canaliza todos los pensamientos en uno solo: salir de este agujero. Ando hacia el muro de la trinchera que da a la pequeña y pelada elevación que se adentra en territorio alemán. Deseo ver qué hay detrás de esa colina. Quiero y necesito ver algo vivo, aunque sea en tierra enemiga. Quiero ver vida, aunque suponga mi muerte. Condenaría mi ya condenada alma por un rayo de sol en mi rostro, por beber de un río, por tenderme en la hierba.
Escalo con pocas fuerzas pero mucha convicción el muro de sacos negros y contemplo el pequeño promontorio que se alza ante mí. Tras descansar apenas un minuto para recuperar así el resuello, comienzo a ascender por él. No tiene una pendiente demasiado elevada, por lo que no me resulta difícil alcanzar la cima en corto espacio de tiempo.
El flautista y el tigre de bengala me esperaban en la cima.
El flautista tocaba el tema “Para Elisa” con una hermosa flauta travesera plateada. Vestía de juglar.
El tigre bostezó al verme y empezó a rascarse detrás de la oreja con una garra. Parecía bastante ocioso. Y bien alimentado.
Antes de poder exclamar siquiera el más ligero ruido de estupefacción, el flautista dejó de tocar y me dedicó una reverencia. Contemplé, aterrorizado, cómo el tigre desaparecía en el preciso instante en que la música cesó. No podía dar crédito. Sencillamente, estaba ahí parado, delante de mí, y una fracción de segundo más tarde no. Acto seguido, el flautista me dirigió sus primeras palabras en un perfecto inglés:
-Saludos, soldado de lejanas tierras. Por favor, descansa sobre la parda y seca hierba. Debes estar cansado después de tanto sesgar vidas. Pocas cosas hay tan fatigosas como el andar guerreando, si lo sabré yo. Eso es, siéntate, pero no tan cerca. No te ofendas, amigo mío, pero el hedor que despide tu cuerpo resulta ligeramente insoportable para mis delicadas fosas nasales. Nada personal, por supuesto. Veo por la cara de bobo que pones que quieres saber qué narices hace un flautista en medio de una guerra… de una guerra mundial, además. La respuesta puede resultar ciertamente complicada, amén de plural. Cualquier interpretación, por disparatada que suene, puede ser cierta. ¿Soy acaso un mago de undécimo nivel de un reino superior de la psique humana? ¿Soy el loco sueño de alguien? ¿Acaso tu destrozado cerebro se me imagina a mí y a mi peculiar tigre? ¿Seré por ventura un viajero temporal de remotas tierras y siglos pasados o venideros? Lo cierto es que la verdad, la pura verdad es bastante más simple que cualquier conjetura. Soy un bastión, un muro, un honrado ciudadano alemán bilingüe, un experimento, una línea de defensa. Yo soy, por decirlo con pocas palabras, un arma.
En aquel preciso instante, el flautista comenzó a tocar de nuevo “Para Elisa”. El tigre surgió y se abalanzó sobre mí súbitamente. Mientras yacía en el suelo con el tigre encima devorándome la garganta, pude atisbar, por el rabillo del ojo, el paisaje que se extendía detrás de la colina. Contemplé más colinas con más soldados como yo, exhaustos, medio muertos ascendiendo por la cuesta que los llevaba a su muerte: cientos de flautistas que materializaban tigres de la nada los aguardaban allí arriba.
miércoles, febrero 16, 2005
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1 comentario:
Realmente escribes bien...!!!! :)Me ha gustado mucho este capítulo, a ver si me leo los anteriores. En las guerras no se salva nadie, ni de herir ni de ser herido, incluso la música puede ser dañina...
Saludos!!!!!!!!!!!!!! ;)
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