Detrás de mí, los rayos del sol, velados por la niebla y el frío, me muestran un campo marchito, yermo y estéril de color ceniza que se extiende hasta confundirse con el cielo, salpicado de cráteres como un paisaje lunar y plagado de cadáveres. Las ruinas de la ciudad alemana de Wergestein todavía humean allá lejos, en el horizonte. En aquel instante, más que nunca en mi vida, hecho de menos los verdes campos de mi hogar, los hermosos castillos con enredaderas milenarias, los largos días de verano, las costas azules…
Delante de mí, se extienden los límites de esta tierra de nadie, el final de treinta y cinco millas de campo de batalla en continua expansión favorable, de momento, a nosotros. A treinta metros de mí, la tierra se corta formando la zanja que supone la trinchera enemiga. Inmediatamente detrás de ésta, una pequeña elevación impide ver algo más del paisaje del país enemigo.
Despacio, me voy acercando a la trinchera pensando en que quizá no es buena idea hacerlo, ya que desconozco si realmente no queda ningún soldado vivo, ninguno con la suficiente vida como para acertar a un blanco perfecto como yo.
A unos diez metros del agujero enemigo me tiro al suelo y me arrastro sobre mi vientre hasta el borde de la trinchera. Apoyándome en los codos, me voy deslizando hasta casi sacar mi torso por la abertura y poder oler un aire familiar aunque más sucio que el de mi propia trinchera. Me dejo caer. En cuclillas, dentro del territorio enemigo, contemplo varios cadáveres de soldados alemanes, cajas de avituallamiento vacías y rotas, armas sin carga arrojadas descuidadamente por todas partes, colillas y botellas, cascos y botas, ratas y gusanos.
No deja de resultarme tétricamente curioso lo que siento estando aquí. En mi agujero podía palpar y mascar la muerte metálica que los alemanes nos proporcionaban tan generosamente, y la rabia y el odio que sus ataques me provocaban. Pero estando aquí, contemplo los resultados de mi propia furia, el daño que yo he causado, tan relevante en el orden general de las cosas como el que ellos me han hecho a mí. Dos sufrimientos gemelos que se alimentan uno del otro.
Cayetano Gea Martín
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